1
Eve Carpenter entró en casa de los Summerhayes de la misma manera que solía hacerlo la mayor parte de la gente: empleando la puerta o la ventana que encontrara más a mano.
Andaba buscando a Hércules Poirot, y cuando lo encontró no perdió el tiempo en preámbulos.
—Escuche —dijo—; usted es detective y se dice que es de los mejores. Bien. Le alquilo.
—¿Y si no me alquilo, madame? ¡Mon Dieu! ¡Yo no soy un taxi!
—Usted es detective particular, y a los detectives particulares se les paga, ¿verdad?
—Esa es la costumbre.
—Bueno, pues eso es lo que digo. Yo le pagaré. Le pagaré bien.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere que haga?
Eve Carpenter dijo vivamente:
—Protegerme contra la Policía. Están locos. Al parecer, creen que maté a esa Upward. Y andan husmeando, haciéndome toda suerte de preguntas… y desenterrando cosas. No me gusta. Están trastornándome el juicio.
Poirot la contempló. Era cierto algo de lo que decía. Parecía años más vieja que cuando la viera por primera vez unas cuantas semanas antes. Las enormes ojeras daban mudo testimonio de las no ches pasadas sin dormir. Líneas bien señaladas le corrían desde la boca a la barbilla. Y la mano, al encender un cigarrillo, le temblaba convulsivamente.
—Tiene usted que poner fin a esto —dijo—. Es absolutamente necesario.
—Madame, ¿qué puedo hacer yo?
—Mantenerles a raya de una manera o de otra. ¡Qué frescura tienen! Si Guy fuera hombre, pondría coto a sus actividades. No permitiría que me persiguiesen.
—Y… ¿él no hace nada?
Ella contestó bruscamente:
—No se lo he dicho. No hace más que hablar pomposamente de la necesidad de dar a las autoridades toda la ayuda posible. Claro, ¿a él qué demonio le importa? Se siente seguro. Aquella noche estuvo en no sé qué mitin político.
—¿Y usted?
—Sentada en casa. Escuchando la radio.
—Si lo puede demostrar…
—¿Cómo quiere que lo demuestre? Ofrecí a los Croft una cantidad fabulosa para que dijeran que habían entrado y salido varias veces y que me habían visto allí. Los muy cerdos se negaron a complacerme.
—Fue muy poco prudente por parte suya hacer semejante sugerencia. Esto puede comprometerla enormemente.
—No veo por qué. Lo hubiera resuelto todo.
—Con ello probablemente ha logrado usted convencer a sus sirvientes de que fue usted, en efecto, quien cometió el asesinato.
—Bueno… había pagado a Croft; de todas formas, por…
—¿Por qué?
—Nada.
—No olvide que solicita mi ayuda.
—¡Oh, no era cosa que importase! Pero Croft fue quien tomó el recado que dio ella…
—¿Mistress Upward?
—Sí. Pidiéndome que fuese a verla aquella noche.
—Y… ¿dice usted que no fue?
—¿Por qué habría de ir? Era una pelmaza esa mujer. ¿A santo de qué iba yo a ir a su casa a tenerla cogida de la mano? No soñé ni por un momento en ir.
—¿Cuándo llegó ese mensaje?
—Hallándome ausente. No sé exactamente cuándo… Supongo que entre cinco y seis. Croft lo tomó.
—Y usted le dio dinero para que olvidara haber tomado tal mensaje. ¿Por que?
—No sea idiota. No quería verme envuelta en el asunto.
—Y luego, ¿le ofreció usted dinero para que le proporcionaran una coartada? ¿Qué cree usted que pensarán él y su mujer?
—¿A quién diablos le importa lo que ellos piensen?
—Pudiera importarle a un jurado —contestó solemnemente Poirot.
Le miró ella boquiabierta.
—No hablará en serio.
—Ya lo creo que hablo en serio.
—¿Harían caso a la servidumbre… y a mí no? Poirot la contempló.
¡Tan crasa grosería y estupidez! Despertando la hostilidad de la gente que hubiera podido ayudarla. Una política miope e idiota. Miope…
Unos ojos azules tan grandes y hermosos…
Dijo dulcemente.
—¿Por qué no usa lentes, madame? Los necesita.
—¿Cómo? ¡Oh!, los llevo a veces. Los usaba siempre de niña.
—Y se hizo una plancha para la dentadura. Le miró con asombro.
—Pues, si quiere que le diga la verdad, sí. ¿A qué viene todo eso?
—¿El pato feo se convierte en cisne?
—Desde luego, fui bastante fea.
—¿Lo creía así su madre? Ella contestó vivamente:
—No recuerdo a mi madre. ¿Y de qué diablos estamos hablando? ¿Quiere aceptar el encargo?
—Lamento no poder aceptarlo.
—¿Por qué no?
—Porque en este asunto represento los intereses de James Bentley.
—¿James Bentley? ¡Ah!, se refiere a ese medio bobo que mató a la mujer de la limpieza. ¿Qué tiene él que ver con los Upward?
—Quizá… nada.
—¡Pues entonces! ¿Es cuestión de dinero? ¿Cuánto?
—Ese es su gran error, madame. Piensa siempre que el dinero lo puede todo. Tiene usted fortuna, y cree que solo la fortuna cuenta.
—No he tenido dinero siempre —dijo Eve Carpenter.
—No —dijo Poirot—. Ya me figuraba yo que no —movió la cabeza en dulce y afirmativo gesto—. Eso explica muchas cosas. Y excusa algunas.
2
Eve Carpenter salió por donde había entrado, vacilando un poco, como recordaba Poirot haberla visto hacer antes.
Se dijo dulcemente:
—Evelyn Hope…
Conque mistress Upward había telefoneado a Deirdre Henderson y a Evelyn Carpenter. Quizá hubiera telefoneado a alguna otra persona. Tal vez…
Entró Maureen con la violencia de siempre.
—Ahora son las tijeras. Perdone que tarde la comida. Tengo tres pares, y no encuentro ninguna.
Corrió al buró y se repitió el proceso que Poirot conocía ya. Esta vez alcanzó su objetivo un poco antes. Maureen soltó un grito de alegría y se fue.
Casi maquinalmente, Poirot se acercó al buró y se puso a meter las cosas en el cajón otra vez. Lacre, papel de escribir, una cesta de labor, fotografías…
Se quedó mirando la que tenía en la mano.
Se oyeron pasos presurosos por el corredor.
Poirot sabía moverse aprisa a pesar de su edad. Había dejado caer el retrato en el sofá, puesto encima un almohadón y tomado asiento para cuando volvió a entrar Maureen.
—¿Dónde demonios he puesto el cazo de las espinacas?
—Aquí está, madame.
Señaló el cazo, que reposaba a su lado en el sofá.
—¡Resulta que es ahí dónde lo dejé! —Lo cogió—. Todo va atrasado hoy…
Miró a Poirot, que estaba sentado más tieso que un palo.
—¿Para qué demonios quiere sentarse ahí? Aun con almohadones resulta el asiento más incómodo del cuarto. Todos los muelles están sueltos.
—Lo sé, madame. Pero estoy… estoy mirando ese cuadro de la pared.
Maureen alzó la mirada hacia el retrato al óleo de un oficial de marina, de cuerpo entero, con telescopio.
—Sí… es bueno. Aproximadamente, lo único bueno que hay en esta casa. No estamos muy seguros de que no sea un Gainsborough —exhaló un suspiro—. Johnnie no quiere venderlo, sin embargo. Es su tatara no sé cuántos abuelo, y se hundió con su barco, o hizo alguna cosa enorme mente gallarda. Johnnie está la mar de orgulloso de él.
—Sí —dijo Poirot con dulzura—. Sí; ¡tiene algo de que estar orgulloso su marido!
3
Eran las tres cuando Poirot llegó a casa del doctor Rendell.
Había comido un guisado de conejo y espinacas, y patatas duras, y un budín muy extraño, aunque no chamuscado esta vez. «Le ha entrado agua», había explicado Maureen. Se había tomado media taza de un café que parecía barro. No se sentía muy bien.
Le abrió la puerta mistress Scott, la anciana ama de llaves, y preguntó por mistress Rendell.
Hallábase esta en la sala, con el aparato de radio encendido, y se levantó con sobresalto al serle anunciado Poirot.
Obtuvo este la misma impresión que la primera vez que la viera. Cautelosa, alerta, asustada de verle o de lo que representaba.
Parecía más pálida y más etérea que la vez anterior. Y estaba casi seguro de que había adelgazado.
—Deseo hacerle una pregunta, madame.
—¿Una pregunta? ¿Eh? ¡Ah!, sí.
—¿Le telefoneó a usted mistress Upward el día de su muerte?
Le miró fijamente. Asintió con un movimiento de cabeza.
—¿A qué hora?
—Mistress Scott tomó el recado. Creo que fue a eso de las seis.
—¿Cuál fue el mensaje? ¿Pedirle que la visitara aquella noche?
—Sí. Dijo que mistress Oliver y Robin marchaban a Kilchester y que se quedaría completamente sola, puesto que Janet salía. ¿Podría yo ir a hacerle compañía?
—¿Sugirió alguna hora en particular?
—De nueve en adelante.
—¿Y usted fue?
—Tenía esa intención. De veras que tenía esa intención. Pero no sé cómo ocurrió que aquella noche me quedé profundamente dormida después de cenar. Eran más de las diez cuando me desperté. Pensé que sería ya demasiado tarde.
—¿No le dijo usted a la Policía nada de la llamada de mistress Upward?
Abrió desmesuradamente los ojos. Tenían una mirada, ingenua, casi infantil.
—¿Debiera haberlo hecho? Puesto que no fui, creí que no importaría. Quizá, incluso, me sintiera un poco culpable. De haber ido yo, tal vez se encontrara viva en estos instantes —aspiró profundamente de pronto—. ¡Oh!… Espero que no fuera así.
—No fue así del todo —dijo Poirot.
Hizo una pausa y luego preguntó:
—¿De qué tiene usted miedo, madame?
Mistress Rendell contuvo el aliento. Al fin, dijo:
—¿Miedo? No tengo miedo.
—Sí que lo tiene.
—¡Qué tontería! ¿De qué… de qué había de tener miedo yo?
Poirot aguardó aún unos segundos antes de contestar:
—Pensé que quizá pudiera tenerme miedo a mí.
No le repuso ella. Pero se le abrieron desmesuradamente los ojos. Sacudió la cabeza en movimiento negativo, muy despacio y con gesto retador.