Capítulo XXII

1

Hércules Poirot alquiló un coche para regresar a Broadhinny. Estaba cansado, porque había estado pensando. El pensar siempre resultaba agotador. Y el resultado no había sido satisfactorio del todo. Era como si se hubiera tejido un diseño perfectamente visible en un trozo de tela. Y, sin embargo, aun cuando tenía la tela en la mano, no conseguía ver cuál era el diseño.

Pero todo se encontraba allí. Allí estaba la cosa: todo se encontraba allí. Solo que era uno de esos diseños autocoloreados y sutiles que no son fáciles de percibir.

Poco después de salir de Kilchester se cruzó con la rubia de los Summerhayes, que viajaba en dirección opuesta. Johnnie conducía y llevaba un pasajero. Poirot apenas se fijó en ellos. Aún continuaba con sus pensamientos.

Cuando llegó a Long Meadows, se metió en la sala. Quitó un cazo lleno de espinacas del sillón más cómodo y se sentó. Arriba sonaba el amortiguado tecleteo de una máquina de escribir. Era Robin Upward, que luchaba con una obra. Había roto ya tres versiones, según le dijera a Poirot. Sin saber por qué, no conseguía concentrarse.

Robin podría sentir mucho la muerte de su madre; pero seguía siendo Robin. Upward, el egocéntrico, cuyo propio bienestar era su sola y principal ocupación.

Madre —aseguró con toda solemnidad— hubiese querido que siguiera adelante con mi trabajo.

Hércules Poirot había oído decir aproximadamente lo mismo a mucha gente. Una de las suposiciones más convenientes era saber lo que los difuntos hubiesen deseado. Los afligidos jamás experimentaban duda alguna acerca de los deseos de aquellos seres queridos que acababan de abandonar el mundo. Y tales deseos solían estar de acuerdo con sus propias inclinaciones.

En aquel caso, probablemente, sería verdad.

Mistress Upward había tenido mucha fe en el trabajo de Robin y se había sentido extremadamente orgullosa de él.

Poirot se recostó contra el respaldo del asiento y cerró los ojos.

Pensó en mistress Upward. Consideró cómo había sido en realidad. Recordó una frase que le había oído a un funcionario policíaco en cierta ocasión: «Le desarmaremos por completo para ver qué es lo que le hace funcionar».

¿Qué era lo que había hecho funcionar a mistress Upward?

Sonó un fuerte golpe, y entró Maureen Summerhayes en el cuarto. El viento le arremolinaba el cabello.

—No se me ocurre qué puede haberle sucedido a Johnnie —dijo—. Solo salió para llevar esos pedidos especiales a la estafeta de Correos. Debía de haber estado de vuelta hace horas. Quiero que me arregle la puerta del gallinero.

«Un caballero de verdad —se dijo Poirot— se ofrecería a arreglar la puerta del gallinero». Poirot no hizo tal cosa, sin embargo. Quería seguir pensando en los dos asesinatos y en el carácter de mistress Upward.

—Y no encuentro ese impreso del Ministerio de Agricultura —prosiguió Maureen—. He mirado por todas partes.

—Las espinacas están en el sofá —observó Poirot, tratando de ayudarla.

A Maureen no le preocupaban las espinacas.

—Mandaron ese impreso la semana pasada —musitó—, y debo haberlo puesto en alguna parte… quizá fuera cuando zurcía ese jersey de Johnnie.

Se acercó al buró y empezó a abrir cajones. Vació la mayor parte de su contenido en el suelo, sin miramientos. A Poirot le resultaba un verdadero tormento observarla.

De pronto lanzó un grito de triunfo:

—¡Aquí está!

Encantada, salió corriendo de la estancia.

Hércules Poirot exhaló un suspiro y volvió a entregarse a sus meditaciones.

Arreglar con orden y precisión…

Frunció el entrecejo. El desordenado montón de objetos en el suelo junto al buró le distraía.

¡Qué manera de buscar las cosas!

Orden y método; eso era lo que hacía falta. Orden y método.

Aún cuando se había vuelto de lado en su asiento, seguía viendo la confusión. Artículos de coser, un montón de calcetines, cartas, lana de hacer punto revistas, lacre, fotografías, un jersey…

¡Era insoportable!

Se puso de pie, cruzo hasta el buró y empezó a guardar nuevamente los objetos de los cajones.

El jersey, los calcetines, la lana de hacer punto…

Luego, en el cajón siguiente, el lacre, las fotografías, las cartas…

Sonó el timbre del teléfono.

La estridencia le hizo dar un respingo.

Cruzó hacia el teléfono y descolgó el auricular.

—¡Diga! ¡Diga!

Le contestó la voz del superintendente Spence:

—¡Ah, es usted, monsieur Poirot! Por usted iba a preguntar.

La voz de Spence había cambiado hasta el punto de resultar difícil de reconocer. Estaba evidentemente preocupadísimo.

—¡Mira que llenarme la cabeza de tonterías acerca de un error en los retratos! —murmuró con mezcla de reproche e indulgencia—. Tenemos una pista nueva. La muchacha de la estafeta de Broadhinny. El comandante Summerhayes acaba de traerla. Parece ser que estaba parada casi enfrente de la casa aquella noche y vio entrar a una mujer. Después de las ocho y media o antes de las nueve. Y no era Deirdre Henderson. Era una mujer de pelo rubio. Eso nos vuelve a conducir adonde habíamos estado. No cabe duda que ha sido una de las dos: Eve Carpenter o Shelagh Rendell. La cuestión ahora es esta: ¿cuál de ellas?

Poirot abrió la boca, pero no habló. Con gran tiento volvió a colgar el auricular.

Permaneció inmóvil, fija la mirada, sin ver.

Sonó el teléfono de nuevo.

—¿Diga?

—¿Puedo hablar con monsieur Poirot?

—Está hablando con él.

—Me lo figuré. Maude Williams al aparato. ¿Estafeta de Correos dentro de un cuarto de hora?

—Allí estaré.

Colgó.

Bajó la mirada ¿Se cambiaría de zapatos? Le dolían un poco los pies. ¡Ah!, bueno, daba igual.

Se caló el sombrero y salió de la casa.

Cuando bajaba la colina le saludó uno de los hombres del superintendente Spence, que salía en aquellos momentos de Laburnums.

—Buenos días, monsieur Poirot.

Este respondió con cortesía. Observó que el sargento Fletcher parecía excitado.

—El superintendente me mandó para que hiciese un registro completo —explicó—, por si había alguna cosilla que se nos hubiera pasado por alto. Nunca sabe uno, ¿verdad? Ya habíamos registrado la mesa, claro, pero al superintendente se le ocurrió que pudiera haber algún cajoncillo secreto… seguramente había estado leyendo alguna novela de espionaje. Bueno, pues no había ningún cajón secreto. Pero después me puse a mirar los libros. A veces la gente mete una carta en un libro que ha estado leyendo. Lo sabe, ¿verdad?

Poirot dijo que lo sabía.

—¿Y descubrió usted algo? —preguntó cortésmente.

—Ni una carta ni cosa que se le pareciese. Pero hallé algo interesante… o, por lo menos, yo creo que es interesante. Mire.

Sacó del papel de periódico en que lo llevaba envuelto un libro viejo y bastante estropeado.

—Estaba en uno de los estantes. Un libro publicado hace años. Pero fíjese.

Lo abrió y enseñó la guarda. Escritas con lápiz en la misma había dos palabras: Evelyn Hope.

—Es interesante, ¿no le parece? Este es el nombre, por si no recuerda…

—El nombre que tomó Eva Kane después de marchar de Inglaterra. Sí que lo recuerdo —le interrumpió Hércules Poirot.

—Parece como si, cuando mistress McGinty descubrió una de esas fotos aquí, en Broadhinny, fuese la de mistress Upward. Eso complica un poco las cosas, ¿verdad?

—Vaya si las complica —contestó de corazón Poirot—; y puedo asegurarle que en cuanto vuelva usted al superintendente Spence con esa información, se arrancará los pelos de raíz… sí, de raíz.

—Espero que no le dará tan fuerte como todo eso —murmuró el sargento.

Poirot no le respondió. Continuó cuesta abajo.

Había dejado de pensar. Nada tenía ya sentido.

Entró en la estafeta de Correos. Maude Williams estaba allí, examinando modelos de labores. Poirot no le dirigió la palabra. Se encaminó al mostrador de los sellos. Cuando Maude hubo hecho su compra, mistress Sweetiman cambió de mostrador, y entonces Poirot le compró unos sellos. Maude salió del establecimiento.

Mistress Sweetiman parecía preocupada y con pocas ganas de hablar. Poirot pudo salir tras de Maude bastante aprisa. La alcanzó un poco más allá, en el camino, y ajustó su paso al de ella.

Mistress Sweetiman, atisbando por la ventana de la estafeta, se dijo con desaprobación:

—¡Estos extranjeros! Son todos lo mismo, absolutamente todos. ¡Y este que podría ser su abuelo!

2

¡Eh bien! —dijo Poirot—, ¿tiene alguna cosa que decirme?

—No sé si será importante. Alguien intentó entrar por la ventana del cuarto de mistress Wetherby.

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Ella estaba fuera. Y la muchacha había salido con el perro. El marido estaba encerrado en su despacho, como de costumbre. Normalmente, yo hubiese estado en la cocina, que cae al otro lado, como el despacho, pero me pareció una buena ocasión para… ¿comprende?

Poirot asintió con un gesto.

—Conque subí al piso y me colé en el cuarto de su excelencia doña Acidez. Había una escalera pegada a la ventana y un hombre intentaba alzar la falleba. La señora, desde el asesinato, lo tiene todo cerrado. No entra ni una pizca de aire fresco. Cuando me vio el hombre, bajó a toda prisa y se fue. La escalera era la del jardinero. Había estado recortando la hiedra y luego se había marchado a tomar un piscolabis.

—¿Quién era el hombre? ¿Puede describirle mas o menos?

—Sólo le vi un instante. Para cuando yo llegué a la ventana, había bajado la escalera y desaparecido. Y cuando le vi al principio, estaba él de espaldas al sol y no pude verle la cara.

—¿Está usted segura de que se trataba de un hombre?

Maude reflexionó.

—Vestía de hombre, por lo menos… llevaba un sombrero viejo, de fieltro. Podía haber sido una mujer, claro está.

—Es interesante —dijo Poirot—. Es muy interesante… ¿Nada más?

—Nada aún. ¡La de porquerías que guarda esa mujer! ¡Debe andar mal de la cabeza! Entró sin que yo la oyera esta mañana y me echó una bronca por andar husmeando. Acabaré por asesinarla. Si alguien anda pidiendo que la asesinen, ese alguien es ella. Es desagradable a más no poder.

Poirot murmuró dulcemente:

—Evelyn Hope…

—¿Qué es eso?

La joven se volvió bruscamente hacia él.

—¡Por lo visto conoce usted el nombre!

—Pues… sí… Es el nombre que Eva Cómo Se Llame tomó cuando marchó para Australia. Lo…lo decía el periódico… el Sunday Comet.

—El Sunday Comet dijo muchas cosas; pero no dijo eso. La Policía encontró ese nombre anotado en un libro de casa de mistress Upward.

Maude exclamó:

—Entonces sí que era ella… y no murió allá. Michael tenía razón.

—¿Michael?

Maude dijo bruscamente:

—No puedo entretenerme. Llegaré tarde a servir la comida. La tengo en el horno, pero se estará quemando ya.

Echo acorrer. Poirot se quedo mirando cómo se alejaba.

Allá en la ventana de la estafeta, mistress Sweetiman, con la nariz pegada al cristal, se preguntó si aquel extranjero viejo le habría estado haciendo proposiciones de cierto carácter a la muchacha.

3

De vuelta en Long Meadows, Poirot se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas. No eran chic; no eran, en su opinión, comme il faut, pero necesitaba un alivio para sus pies atormentados.

Se sentó en el sillón otra vez y se puso a pensar de nuevo. Tenía, ahora mucho en que pensar.

Algunas cosas se le habían escapado, cosas pequeñas.

El rompecabezas estaba todo allí. Solo necesitaba cohesión.

Maureen, copa en mano, hablando con voz soñadora, haciendo una pregunta. Lo que había contado mistress Oliver de su noche en el teatro. ¿Cecil? ¿Michael? Estaba casi seguro de que había mencionado un Michael. Eva Kane, institutriz de los Craig…

Evelyn Hope…

¡Claro! ¡Evelyn Hope!