—Tú escúchame a mí —dijo mistress Sweetiman.
Edna, acatarrada, sorbió ruidosamente. Llevaba escuchando a mistress Sweetiman un buen rato. Como conversación, no podía resultar más exasperante, puesto que se había discutido en círculo cerrado. Mistress Sweetiman había dicho las mismas cosas varias veces, variando la fraseología un poco, pero no gran cosa. Edna había dado sorbetones, lloriqueado de cuando en cuando y repetido sus únicas dos contribuciones a la discusión. Primera: «¡Ay, no puedo!». Segunda: «Papá me despellejará viva, ya verá si no».
—Aunque te desuelle —repuso mistress Sweetiman—. Un asesinato es un asesinato, y lo que viste, lo viste, y eso no tiene vuelta de hoja.
Edna dio un sorbetón.
—Y lo que debieras hacer…
Se interrumpió la mujer para servir a mistress Wetherby, que deseaba comprar agujas de hacer punto y otra onza de lana.
—No la he visto por aquí desde hace algún tiempo, señora —dijo con animación la encargada de la estafeta.
—No; ando muy lejos de encontrarme bien últimamente —asintió mistress Wetherby—; del corazón, ¿sabe? —exhaló un suspiro—. Tengo que pasar mucho rato echada.
—He oído decir que tiene usted sirvienta por fin. Querrá agujas oscuras para esta lana tan clara.
—Sí. Tiene aptitudes, no puede negarse. Y no guisa del todo mal. Pero… ¡qué modales!, ¡qué aspecto! Cabello teñido ¡y unos jerseys más ajustados!
—¡Ah! —dijo mistress Sweetiman—. Hoy en día no se prepara a las muchachas como es debido para servir. Mi madre empezó a los trece años, y se levantaba todas las mañanas a las cinco menos cuarto. Acabó siendo doncella principal, con tres chicas a sus órdenes, y las enseñó como era debido. Pero hoy en día no hay nada de eso… a las chicas no se las enseña ahora. No hacen más que educarlas, como a Edna.
Las dos mujeres miraron a Edna, que, apoyada contra el mostrador de la estafeta, daba sorbetones, chupaba un caramelo de menta y tenía la expresión más vacua que darse puede. Como ejemplo de cultura, no le hacía mucho honor al sistema de enseñanza.
—Ha sido terrible lo de mistress Upward, ¿verdad? —dijo mistress Sweetiman, por hacer conversación mientras mistress Wetherby examinaba varias agujas de color.
—¡Horrible! Apenas se atrevían a decírmelo. Y cuando lo hicieron, me entraron unas palpitaciones aterradoras. ¡Tengo una sensibilidad tan grande!
—Fue un golpe muy rudo para todos. En cuanto a mister Upward… ¡cómo se puso! ¡Menudo trabajo le dio a esa señora que escribe hasta que llegó el médico y le dio un sedante o algo! Se ha ido a Long Meadows ahora de pensión. No se encontraba con ánimos para quedarse en la casa… y no me extraña, por cierto. Janet Groom se marchó a casa de su sobrina y la policía tiene la llave… La señora que escribe las novelas policíacas se ha vuelto a Londres, pero vendrá otra vez para asistir a la vista de la causa.
Mistress Sweetiman comunicó todos estos detalles con fruición. Se jactaba de estar bien informada. Mistress Wetherby, cuyo deseo de comprar agujas de hacer punto obedeciera posiblemente al afán de estar al tanto de lo que estaba sucediendo, pagó sus compras.
—Es turbador en grado sumo —dijo—. El pueblo entero resulta tan peligroso… Debe haber un loco suelto por ahí. Cuando pienso que mi propia hija salió anoche, que hubieran podido atacarla, quitarle la vida quizá…
Mistress Wetherby cerró los ojos y se tambaleó. Mistress Sweetiman la contempló con interés, pero sin alarma. Mistress Wetherby volvió a descorrer los párpados y dijo con dignidad:
—Debieran establecerse patrullas de vigilancia en este pueblo. No debiera salir la gente joven después de oscurecer, y debieran cerrarse todas las puertas con llave y cerrojo. ¿Sabe que en Long Meadows mistress Summerhayes nunca cierra con llave ninguna de las puertas? Ni siquiera de noche. Deja la puerta de atrás y la ventana de la sala abiertas para que puedan entrar y salir los perros y los gatos. Yo, personalmente, considero que eso es una grandísima locura. Pero ella dice que siempre lo han hecho y que si los ladrones quieren entrar siempre pueden hacerlo.
—No creo que encontrara un ladrón mucho que llevarse en Long Meadows.
Mistress Wetherby sacudió tristemente la cabeza y se fue.
Mistress Sweetiman y Edna reanudaron su discusión.
—Es inútil que quieras dártelas de saber más que nadie —dijo la encargada de la estafeta—. Lo que está bien, está bien, y un asesinato es un asesinato. Di la verdad y avergüenza al demonio. Eso es lo que yo digo.
—Papá me despellejaría viva, vaya que sí —anunció Edna.
—Ya le hablaré yo a tu padre.
—¡Ay, yo no podría hacer eso!
—Mistress Upward ha muerto. Y tú viste algo de lo que no está enterada la Policía. Estás empleada en la estafeta, ¿verdad? Eres funcionaria del Gobierno. Tienes que cumplir con tu deber. Tienes que ir a Bert Hayling.
Edna estalló de nuevo en sollozos.
—No; a Bert, eso sí que no… ¿Cómo iba a poder ir yo a Bert? A los pocos minutos lo sabría todo el pueblo.
Mistress Sweetiman dijo, vacilando:
—Está ese señor extranjero…
—No a un extranjero, eso sí que no podría hacerlo. No a un extranjero.
—No; quizá tengas razón en eso.
Se detuvo a la puerta un automóvil con agudo chirriar de frenos.
—Es el comandante Summerhayes. Cuéntaselo todo a él y te aconsejará.
—¡Ay, no podría! —contestó Edna, aunque menos convencida.
Johnnie Summerhayes entró en la estafeta cargado con tres cajas de cartón.
—Buenos días, mistress Sweetiman —saludó alegremente—; espero que estas cajas no pasen del peso.
Mistress Sweetiman se hizo cargo de las cajas en su capacidad de funcionaria de Correos. Mientras Summerhayes humedecía los sellos, dijo ella:
—Perdone, señor. Quisiera pedirle un consejo.
—Diga, mistress Sweetiman.
—Puesto que usted es de aquí, sabrá mejor lo que debe hacer.
Summerhayes asintió con un gesto. Siempre le conmovía extrañamente la persistencia del espíritu feudal de los pueblos ingleses. Los habitantes de Broadhinny sabían muy poca cosa de él; pero porque su padre, y sus abuelos, y muchos antepasados suyos habían vivido en Long Meadows, consideraban natural que les aconsejase y les dirigiera cuando se lo pidieran.
—Se trata de Edna, aquí presente —anunció mistress Sweetiman.
Edna dio un sorbetón.
Johnnie Summerhayes la miró, dubitativo. Jamás, se dijo, había visto a una muchacha menos atractiva. Parecía un conejo desollado. Y medio «pasada de rosca» por añadidura. ¿Es posible que se encontrara en lo que solían llamar «dificultades»? Pero no; mistress Sweetiman no le hubiese pedido consejo en un caso así.
—¿Bien? —inquirió bondadosamente—. ¿Qué sucede?
—Se trata del asesinato, señor. La noche del crimen Edna vio algo.
Johnnie Surnmerhayes miró rápidamente a mistress Sweetiman, y luego volvió a fijar la vista en Edna.
—¿Qué viste, Edna? —quiso saber.
Edna empezó a sollozar. Mistress Sweetiman tomó la palabra.
—Claro está que hemos estado oyendo esto y lo de más allá. Parte es rumor y parte es verdad. Pero se dice definitivamente que hubo allí aquella noche una señora que bebió café con mistress Upward. Es así; ¿verdad, señor?
—Sí, creo que sí.
—Sé que eso es verdad porque nos lo dijo Bert Hayling.
Albert Hayling era el guardia del pueblo, y Summerhayes le conocía muy bien. Un hombre que hablaba despacio y que estaba convencido de su propia importancia.
—Ya —dijo Summerhayes.
—Pero no saben, ¿verdad?, quién es la dama. Bueno, pues Edna, aquí presente, la vio.
Johnnie miró a Edna. Contrajo los labios como para emitir un silbido.
—Conque la viste, ¿eh, Edna? ¿Entrando o saliendo?
—Entrando —contestó la muchacha. Una leve sensación de importancia le aflojó la lengua—. Yo estaba al otro lado del camino, debajo de los árboles. Justamente en el recodo, donde está oscuro. La vi. Entró por la verja, se acercó a la puerta, estuvo parada allí un momento y luego… luego entró.
Se le despejó a Johnnie el semblante.
—No te preocupes —dijo—. Era miss Henderson. La Policía está enterada ya. Fue ella misma a decírselo.
Edna sacudió la cabeza.
—No era miss Henderson —anunció.
—¿No? ¿Quién era entonces?
—No lo sé. No le vi la cara. Estaba de espaldas a mí. Pero no era miss Henderson.
—¿Cómo sabes que no era miss Henderson si no podías verle la cara?
—Porque tenía el pelo rubio. Y miss Henderson es morena.
Summerhayes dio muestras de incredulidad todavía…
—La noche era muy oscura. Difícilmente podría verse el color del pelo a nadie.
—Pues se lo vi. Estaba encendida la luz por encima del porche. La dejaron así porque mister Robin y la señora policíaca se habían ido juntos al teatro. Y se quedó parada debajo mismo de la luz. Llevaba una chaqueta oscura y la cabeza descubierta, y le brillaba el pelo, rubio a más no poder. Lo vi yo.
Johnnie emitió un silbido prolongado. Se había puesto serio ahora.
—¿A qué hora fue eso? —preguntó.
Edna sorbió otra vez.
—No lo sé con exactitud.
—Lo sabes aproximadamente —intervino mistress Sweetiman.
—No eran las nueve. Las hubiese oído dar en la iglesia. Pero eran más de las ocho y media.
—Entre ocho y media y nueve. ¿Cuánto tiempo estuvo allí?
—No lo sé, señor. Porque no aguardé más. Y no oí nada. Ni gemidos, ni gritos, ni nada así.
Por el tono en que lo dijo, Edna parecía leve mente ofendida o chasqueada.
Pero no habría habido gemidos ni gritos. Johnnie Summerhayes sabía eso. Dijo gravemente:
—Bueno, pues no hay más que una cosa que hacer. Es preciso que sepa todo esto la Policía.
Edna estalló de nuevo en sollozos salpicados de sorbetones.
—Papá me despellejará viva —lloriqueó—. Vaya si lo hará.
Dirigió a mistress Sweetiman una mirada suplicante, y huyó a la trastienda. Mistress Sweetiman volvió a tomar la palabra.
—Lo que pasa es lo siguiente —dijo en contestación a la mirada interrogadora del otro—: Edna se ha estado portando como una alocada. Es muy riguroso su padre… quizá demasiado… pero es difícil saber qué es lo mejor en estos tiempos. Hay un joven muy buena persona en Cullavon, y él y Edna han estado saliendo juntos con regularidad, y su padre estaba encantado de que así fuera. Pero Reg es un poco parado, y ya sabe usted lo que son las chicas. Edna ha empezado a salir últimamente con Charlie Masters.
—¿Masters? Es uno de los empleados del granjero Cole, ¿verdad?
—Sí, señor. Uno de los jornaleros. Y es casado y tiene dos criaturas. Siempre anda persiguiendo a las muchachas, y es un mal hombre en todos los aspectos. Edna no tiene sentido común y su padre lo cortó en seco. Y muy bien hecho. Conque, ¿comprende?, Edna marchó aquella noche a Cullavon para ir al cine con Reg, eso es lo que le dijo a su padre, por lo menos… Pero en realidad salió a encontrarse con Masters. Le estuvo esperando en el recodo del camino donde solían citarse. Bueno, pues Masters no se presentó. Quizá no le dejara salir su mujer, o anduviera detrás de otra chica. El caso es que no fue. Edna aguardó y acabó dándose por vencida. Pero usted comprenderá que le va a resultar difícil explicar qué hacía allí cuando debiera haber tomado el autobús para Cullavon.
Johnnie Summerhayes movió afirmativamente la cabeza. Disimulando el asombro y maravilla que le causaba el hecho de que la insípida Edna pudiera tener suficiente atractivo para que la buscaran dos hombres, concentróse en el aspecto práctico del asunto.
—No quiere ir a decírselo a Bert Hayling —dijo, comprendiendo en seguida.
—Justo, señor.
Summerhayes reflexionó.
—Me temo que es preciso que lo sepa la Policía —dijo con dulzura.
—Eso es lo que yo le dije, señor.
—Esta dará muestras seguramente de tacto y diplomacia en cuanto a las circunstancias se refiere. Es posible que no tenga que presentarse a declarar. Y lo que ella les diga se lo callarán. Podría llamar por teléfono a Spence y pedirle que viniera… no, será mejor que me lleve a Edna a Kilchester en el coche. Si se presenta allí en la Comisaría, no es necesario que se entere nadie del pueblo. Les telefonearé primero, anunciándoles nuestra visita.
Y así fue como, tras una breve llamada telefónica, Edna, sorbiendo sin parar, se abrochó la chaqueta y, animada por una palmadita que le dio en el hombro mistress Sweetiman, subió a la rubia del comandante y emprendió en ella, el camino de Kilchester.