Capítulo XVIII

1

—Una faenita muy bien hecha —dijo el superintendente Spence.

El coloreado rostro de provinciano reflejaba una ira intensa. Miró hacia donde Hércules Poirot le escuchaba sentado…

—Muy bien hecha y muy fea —dijo.

—La estrangularon —prosiguió— con un pañuelo de seda, con uno de sus propios pañuelos de seda… el que había llevado al cuello aquel día. Agarraron las puntas, las cruzaron y tiraron de ellas. Limpio, rápido y eficiente. Así lo hacían los estranguladores en la India. La víctima no forcejea ni grita… presión sobre la arteria carótida.

—¿Requiere conocimientos especiales?

—Quizá; aunque no son indispensables. Si tuviera usted la intención de hacerlo, podría documentarse. No existe dificultad práctica. Sobre todo no sospechando nada la víctima… y ella no sospechaba.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza.

—Una persona a quien conocía.

—Sí. Habían tomado café juntas… una taza delante de ella y otra delante de la… invitada. Limpiaron cuidadosamente toda huella dactilar de la taza de la visita; pero el carmín es más difícil de quitar… aún quedaban indicios.

—¿Una mujer entonces?

—Usted esperaba que fuera una mujer, ¿verdad?

—¡Ah, sí! Parecía lo indicado.

Spence prosiguió:

—Mistress Upward reconoció una de esas fotografías… La de Lily Gamboll. Por tanto, este crimen está relacionado con el asesinato de mistress McGinty.

—Sí —asintió Poirot—; está relacionado con el asesinato de mistress McGinty.

Recordó la expresión levemente humorística de mistress Upward al decir:

«Mistress McGinty ha muerto. ¿Cómo murió?

Arriesgando el cuello, como yo».

Spence seguía hablando:

—Aprovechó una oportunidad que a ella le pareció buena. Su hijo y mistress Oliver se iban al teatro. Telefoneó a la persona interesada y le pidió que fuera a verla. ¿Es así cómo lo ve usted? Estaba jugando a detective.

—Algo así. Curiosidad. Se guardó para sí lo que sabía; pero deseaba descubrir más. No se dio cuenta de que lo que estaba haciendo pudiera resultar peligroso —Poirot exhaló un suspiro—. ¡Hay tanta gente que piensa en el asesinato como si fuera un juego! No es un juego. Se lo dije. Pero no quiso escucharme.

—No. Eso ya lo sabemos. Bueno, eso parece encajar bastante bien. Cuando Robin salió con mistress Oliver y regresó un momento a la casa, su madre acababa de telefonear a alguien. No quiso decir a quién. Se hizo la misteriosa. Robin y mistress Oliver creyeron que habría sido a usted.

—Ojalá hubiera sido. ¿No tiene sospecha de a quién fue?

—Ni la menor idea. Todos los teléfonos son automáticos por aquí.

—¿La doncella no pudo ayudarle en nada?

—No. Regresó a eso de las diez y media. Tiene llave de la puerta de atrás. Se fue derecha a su cuarto, que da a la cocina, y se metió en la cama. La casa estaba a oscuras y supuso que mistress Upward se habría acostado y que los otros aún no estarían de vuelta.

Y agregó:

—Es sorda y bastante rara. Se fija muy poco en lo que pasa a su alrededor. Y me imagino que hace la menor cantidad de trabajo posible y gruñe todo lo que puede.

—¿No es una verdadera servidora fiel que ha envejecido en la familia?

—¡Quiá! Solo lleva con los Upward un par de años.

Un policía asomó a la puerta.

—Una joven desea verle, señor superintendente —dijo—. Dice que hay algo que quizá debiera usted saber. De anoche.

—¿De anoche? ¡Que pase!

Entró Deirdre Henderson. Estaba pálida y demacrada y, como de costumbre, daba muestras de inquietud.

—Pensé que quizá fuera mejor que viniese —anunció—. Si es que no le interrumpo o algo —agregó en son de excusa.

—De ninguna manera, miss Henderson.

Spence se puso en pie y acercó una silla. Se sentó la joven en ella con el garbo de una colegiala.

—¿Algo acerca de lo ocurrido anoche? —le animó Spence—. ¿Acerca de mistress Upward quiere decir? Ande, explíquenos todo cuanto sepa usted.

—Sí. Es cierto que la asesinaron, ¿verdad? Quiero decir… el cartero lo dijo. Y el panadero también. Mamá dijo que, claro, no podía ser verdad…

Se interrumpió.

—Me temo que su madre no está del todo acertada. Es verdad que la asesinaron y ahora, ¿quería usted hacer una decla… quería usted decirnos algo?

Deirdre movió afirmativamente la cabeza.

—Sí —respondió—. Es que, ¿sabe?, yo estuve allí.

Un leve cambio se introdujo en la actitud de Spence. Sería esta aún más dulce quizá; pero se observaba, en el fondo, cierta dureza oficial.

—Estuvo usted allí —dijo—. En Laburnums. ¿A qué hora?

—No lo sé con exactitud. Entre ocho y media y nueve, supongo. Probablemente cerca de las nueve. Después de la cena, desde luego. Me telefoneó ella, ¿comprende?

—¿Mistress Upward le telefoneó a usted?

—Sí. Dijo que Robin y mistress Oliver se iban al teatro, a Cullenquay, y que estaría sola, y que si querría acercarme a tomar una taza de café con ella.

—¿Fue usted?

—Sí.

—¿Tomó café con ella?

Deirdre negó con la cabeza.

—No. Llegué allí… y llamé. Pero no me contestaron. Conque abrí la puerta y entré en el vestíbulo. Estaba a oscuras, y había visto ya desde fuera que no había luz en la sala. Quedé un poco desconcertada. Llamé «¡mistress Upward!», una o dos veces; pero no obtuve respuesta. Por tanto, creí que debía haber un error.

—¿Qué error creyó usted que podía haber habido?

—Creí que a lo mejor se habría marchado con ellos al teatro, después de todo.

—¿Sin avisarla a usted?

—Eso me pareció raro.

—¿No se le ocurrió ninguna otra explicación?

Bueno, creí que, a lo mejor, Frieda no habría entendido bien el mensaje. Los toma mal a veces. Es extranjera. Estaba excitada anoche, además, porque se marchaba.

—¿Qué hizo usted, miss Henderson?

—Me limité a marcharme.

—¿A su casa otra vez?

—Sí… es decir, primero fui a pasear un poco. Hacía muy buena noche.

Spence guardó silencio unos segundos, mirándola. Le estaba contemplando, observó Poirot, la boca.

Por fin dijo animadamente:

Bueno, pues muchas gracias, miss Henderson. Hizo usted muy bien en venir a decirnos eso. Le estamos muy agradecidos.

Se puso en pie y le estrechó la mano.

—Me pareció que debía —dijo Deirdre—. Mamá no quería que lo hiciese.

—¿De veras?

—Pero yo opiné que era mi deber.

—Y así es.

La condujo hasta la puerta y regresó.

Tomó asiento, tableteó sobre la mesa con los dedos y miró a Poirot.

—Nada de carmín —dijo—, ¿o es sólo esta mañana?

—No; no es sólo esta mañana. No lo usa nunca.

—Resulta extraño hoy en día, ¿verdad?

—Es una muchacha extraña… sin desarrollar.

—Y nada de perfume tampoco… que yo oliese. Esa mistress Oliver dice que anoche había un penetrante olor a perfume, perfume caro, en la casa. Robin Upward lo confirma. No era perfume del que usara su madre.

—No creo que esta muchacha use perfume alguno.

—Tampoco lo creo yo. Se parece al capitán del equipo de hockey de un colegio de señoritas de antaño… pero debe de tener bien cumplidos los treinta.

—En efecto.

—¿Retraso mental, cree usted?

Poirot estudió la pregunta. Luego dijo que no era la cosa tan sencilla como todo eso.

—No encaja —dijo Spence, frunciendo el entrecejo—. Nada de carmín, nada de perfume. Y, puesto que tiene una madre en perfecto estado, y la de Lily Gamboll murió en una riña de borrachos en Cardiff cuando Lily contaba nueve años, no veo cómo puede ser ella Lily Gamboll. Pero… mistress Upward le telefoneó para que fuese a verla anoche: eso no puede negarse —se frotó la nariz—. No es llano el camino,

—¿Y la evidencia médica?

—No hay gran ayuda por ese lado. Lo único que el forense afirma es que probablemente estaba muerta ya a las nueve y media.

—Según eso, ¿podía estar muerta cuando Deirdre Henderson llegó a Laburnums?

—Lo estaría, probablemente, si la muchacha dice la verdad. Y o dice la verdad, o es más lista de lo que parece. La madre no quería que viniese a nosotros, dice. ¿Ve algo en eso?

Poirot reflexionó.

—No en particular. Es lo que diría la madre. Es de esa clase de mujeres, ¿comprende?, que huye de todo lo que pueda resultar molesto.

Spence exhaló un suspiro.

—Ya tenemos situada a Deirdre Henderson… en la escena. O, si no, a otra persona que llegara antes que Deirdre. Una mujer. Una mujer que usa carmín y un perfume caro.

Murmuró Poirot:

—Usted investigará…

Spence le interrumpió:

—¡Lo estoy haciendo! Con diplomacia por el momento. No nos interesa alarmar a nadie. ¿Qué estuvo haciendo Eve Carpenter anoche? ¿Qué estuvo haciendo Shelagh Rendell anoche? Lo más probable es que estuvieran sentadas tranquilamente en su casa. Sé que Carpenter dio ayer un mitín.

—Eve —dijo Poirot, pensativo—. En cuestión de nombres, las modas cambian, ¿verdad? Rara vez se oye hoy en día el de Eva. Ha pasado de moda. Pero Eve es popular.

—Esa puede permitirse el lujo de usar perfume caro —dijo Spence, siguiendo el hilo de sus propios pensamientos.

Volvió a suspirar.

—Tenemos que descubrir algo más de su vida. ¡Es tan conveniente ser viuda de guerra! Puede una aparecer en cualquier parte, con cara de lástima, llorando a un joven y valeroso aviador. A nadie le gusta hacer preguntas.

Cambió de tema.

—Con el cortador de azúcar o lo que sea que nos envió… creo que ha dado usted en el clavo. Es el arma que se empleó en el asesinato de McGinty. El doctor está de acuerdo en que se presta para dar la clase de golpe que se dio. Y ha tenido manchas de sangre. Se lavó, claro está. Pero no se dan cuenta de que hoy en día una cantidad microscópica de sangre revela su presencia, gracias a los potentes reactivos de que se dispone. Sí; se trata de sangre humana. Y eso vuelve a relacionar el asunto con los Wetherby y con la chica Henderson. ¿O acaso me equivoco?

—Deirdre Henderson estaba segura de que el cortador de azúcar se había mandado al Traiga y Compre, del Festival de la Cosecha.

—¿Y mistress Summerhayes estaba igualmente segura de que lo había adquirido en el de Noche buena?

—Mistress Summerhayes nunca está segura de nada —contestó Poirot con melancolía—. Es una mujer encantadora, pero no entran en su composición ni el orden ni el método. Pero una cosa le diré yo, que he vivido en Long Meadows… Allí están siempre abiertas puertas y ventanas. Cualquier persona… cualquiera sin excepción… podría entrar, llevarse algo y devolverlo más tarde sin que los Summerhayes se dieran cuenta de nada. Si un día falta de su sitio, ella cree que se lo ha llevado su marido para descuartizar un conejo o partir leña… y él… él creería que se lo había llevado su mujer para picar la carne que comen los perros. En esa casa, nadie usa la herramienta que corresponde: cogen lo primero que pillan a mano, y lo dejan luego en cualquier sitio menos en el suyo; y nadie se acuerda de nada. De tener que vivir yo así, me hallaría en estado de perpetua ansiedad… A ellos no parece importarles.

Nuevo suspiro de Spence.

—Bien; pues algo de bueno hay en esto, por lo menos: no ejecutarán a James Bentley mientras no se aclare este asunto. Hemos mandado una carta al Ministerio. Nos proporciona lo que andábamos necesitando: tiempo.

—Creo —atajó Poirot— que me gustaría ver a Bentley otra vez… ahora que sabemos un poco más.

2

Poco cambio se había operado en James Bentley. Estaba, quizá, un poco más delgado y tenía más inquietas las manos. Fuera de esto, seguía siendo la misma criatura silenciosa y sin esperanza.

Hércules Poirot habló con cuidado. Había nuevos indicios. Se estaba procediendo a una revisión del asunto. Existía, por consiguiente, esperanza… Pero a James Bentley no le atraía la esperanza.

—De nada servirá —dijo—. ¿Qué más pueden descubrir?

—Los amigos de usted —aseguró Poirot— están trabajando mucho.

—¿Mis amigos? —se encogió de hombros—. No tengo amigos.

—No debe decir eso. Tiene, por lo menos, dos.

—¿Dos amigos? Me gustaría saber quiénes son.

El tono no expresaba, en realidad, deseo alguno de que se lo comunicaran, sino simplemente hastío e incredulidad.

—En primer lugar, el superintendente Spence…

—¿Spence? ¿Spence? ¿El superintendente policíaco que preparó la acusación contra mí? Eso resulta cómico.

—No es cómico. Es afortunado. Spence es un hombre muy perspicaz y muy concienzudo. Quiere estar completamente seguro de que no ha cometido ningún error.

—Bien seguro se siente de eso ya.

—Por extraño que parezca, anda muy lejos de tener esa seguridad. Por eso, como he dicho, es su amigo.

—¡Esa clase de amigo!

Hércules Poirot aguardó. Hasta el propio James Bentley, pensó, debía de tener algún atributo humano. Ni el propio James Bentley podía carecer por completo de algo de la curiosidad que caracteriza a la mayoría de los hombres.

Y en efecto, Bentley, al cabo de unos instantes, preguntó:

—¿Quién es el otro?

—Maude Williams.

Bentley no pareció reaccionar.

—¿Maude Williams? ¿Quién es?

—Trabajaba en las oficinas de Breather & Scuttle.

—¡Ah, esa miss Williams!

Précisément, esa miss Williams.

—Pero ¿qué tiene que ver con ella?

Había momentos en que Hércules Poirot hallaba la personalidad de James Bentley tan irritante, que sentía de todo corazón no poderle creer culpable del asesinato de mistress McGinty. Por desgracia, cuanto más le irritaba Bentley, más se inclinaba a compartir las creencias de Spence. Cada vez le costaba más trabajo imaginarse a Bentley matando a alguien. Poirot estaba seguro de que la actitud de James Bentley ante el asesinato hubiera sido que, después de todo, nada valía la pena. Si las ínfulas, la «chulería», la presunción, eran características de los asesinos, como decía Spence, Bentley nada tenía de asesino.

Poirot dijo, conteniéndose:

—Miss Williams se interesa por este asunto. Está convencida de que es usted inocente.

—No veo qué puede saber ella del caso.

—Le conoce a usted.

Bentley parpadeó. De mala gana dijo:

—Supongo que sí, hasta cierto punto, aunque no muy bien.

—Trabajaron juntos en el despacho, ¿verdad? ¿Comieron a veces juntos?

—Pues… sí… una o dos veces. El Café del Gato Azul está muy a mano… al otro lado de la calle.

—¿No salió nunca de paseo con ella?

—Si quiere que le diga le verdad, sí que salimos una vez. Dimos un paseo por las lomas.

Hércules Poirot dio un bufido.

Ma foi, ¿acaso intento arrancarle la confesión de un crimen? ¿No es natural que salga en compañía de una muchacha bien parecida? ¿No es agradable? ¿No le produce satisfacción alguna?

—No veo por qué.

—A la edad de usted, es natural y justo que disfrute de la compañía de muchachas.

—No conozco a muchas chicas.

¡Ça se voit! Pero de eso no debiera presumir, sino avergonzarse. Usted conocía a miss Williams; trabajó con ella y habló con ella, y a veces comió con ella, y una vez salió de paseo con ella. Y cuando la menciono, ¡ni siquiera recuerda usted su nombre!

James Bentley se puso colorado.

—Es que… ¿sabe?… nunca he tenido gran cosa que ver con muchachas y ella no es precisamente lo que uno llamaría una señorita, ¿no le parece? ¡Oh, muy agradable y todo eso!… Pero no puedo menos de pensar que mi madre la hubiese encontrado vulgar… ordinaria…

—Lo que importa es lo que usted piense.

James Bentley volvió a sonrojarse.

—Su cabello —dijo— y la clase de ropa que lleva… Mamá, claro está, era un poco anticuada…

Se interrumpió.

—Pero ¿halló usted a miss Williams, cómo diré yo… simpática?

—Siempre fue muy bondadosa —dijo James Bentley despacio—. Pero no… no comprendía en realidad. Se le murió la madre cuando no era más que una niña, ¿sabe?

—Y luego perdió usted la colocación —dijo Poirot—. No pudo encontrar otra. Miss Williams se vio con usted en Broadhinny, según tengo entendido.

James Bentley dio muestras de embarazo.

—Sí… sí. Iba a ir allá por cuestión de negocios y me mandó una postal. Me pidió que me viera con ella. No comprendo por qué. No es como si la hubiera conocido bien de verdad.

—Pero ¿se vio con ella?

—Sí; no quise ser grosero.

—¿Y la llevó al cine o la invitó a comer?

James Bentley pareció escandalizarse.

—¡Oh, no! Nada de eso. Nos… nos limitamos a hablar mientras aguardaba ella el autobús.

—¡Ah! ¡Cuán divertido debe de haberle resultado eso a la pobre chica!

James Bentley dijo vivamente:

—Yo no tenía dinero. No debe olvidar eso. No tenía ni un penique.

—Claro. Fue unos cuantos días antes que mataran a mistress McGinty, ¿no es cierto?

James Bentley movió afirmativamente la cabeza. Dijo de pronto:

—Sí, fue el lunes. La mataron el miércoles.

—Le voy a preguntar otra cosa, mister Bentley. ¿Mistress McGinty compraba el Sunday Comet?

—Sí.

—¿Leyó alguna vez ese periódico?

—Solía ofrecérmelo a veces; pero no se lo aceptaba casi nunca. A mi madre no le gustaba esa clase de periódico.

—Por consiguiente, ¿no vio el Sunday Comet de aquella semana?

—No.

—¿Y mistress McGinty no habló de él, ni de nada de su contenido?

—¡Ya lo creo que sí! —contestó inesperadamente Bentley—. ¡No habló de otra cosa!

¡Ah, la la! Conque no habló de otra cosa. ¿Y qué fue lo que dijo? Tenga cuidado. Esto es muy importante.

—No lo recuerdo muy bien ahora. Fue algo relacionado con un asesinato antiguo. El caso Craig creo que era… no; quizá no fuese Craig. Sea como fuere, dijo que alguien relacionado con el caso vivía en Broadhinny ahora. No habló de otra cosa. No pude comprender por qué había de importarle eso.

—¿Dijo qué persona de Broadhinny era?

—Creo que esa mujer cuyo hijo escribe obras de teatro.

—¿La mencionó por el nombre?

—No… yo… la verdad, hace tanto tiempo…

—Se lo suplico, intente pensar. Desea usted verse en libertad de nuevo, ¿verdad?

—¿En libertad?

La pregunta parecía sorprenderle.

—Sí; en libertad.

—Yo… sí… supongo que sí…

—Entonces ¡piense! ¿Qué fue lo que dijo mistress McGinty?

—Pues… algo así como: «Tan satisfecha de sí misma como está y tan orgullosa. No tendría tanto de qué enorgullecerse si todo se supiera». Y añadió: «Nadie diría que se trataba de la misma mujer viendo el retrato». Pero, claro, se había tomado años antes.

—¿Por qué estaba usted seguro que era de mistress Upward de quien hablaba?

—La verdad es que no lo sé… Me dio esa impresión simplemente. Había estado hablando de mistress Upward… y luego perdí yo todo interés y no escuché… y después… Bueno, ahora que lo pienso, no sé en realidad de quién estaba hablando. Hablaba mucho, ¿sabe?

Poirot suspiró. Dijo:

—Yo, personalmente, no creo que fuera de mistress Upward de quien hablara. Yo creo que sería de otra. Es fantástico pensar que, si llegan a ahorcarle a usted, será porque no presta suficiente atención a la gente con quien conversa. ¿Le hablaba mucho mistress McGinty de las casas en que trabajaba, o de las señoras de dichas casas?

—Sí, hasta cierto punto… pero es inútil preguntármelo. No parece usted darse cuenta, monsieur Poirot, que tenía mi propia vida en que pensar entonces. Me hallaba consumido por la ansiedad… me encontraba en una situación desesperada…

—¡No tanto como la situación en que se encuentra ahora! ¿Habló mistress McGinty de mistress Carpenter… o Selkirk, como se llamaba entonces… o de mistress Rendell?

—Carpenter tiene esa casa nueva en la cima de la colina y un automóvil grande, ¿verdad? Era el prometido de mistress Selkirk. Mistress McGinty siempre le tuvo ojeriza a mistress Selkirk. No sé por qué. «La del salto», eso es lo que solía llamarla. No sé lo que quería decir con ello…

—¿Y los Rendell?

—El médico, ¿verdad? No recuerdo que dijera nada en particular de ellos.

—¿Y los Wetherby?

—Recuerdo lo que de ellos dijo —anunció Bentley con gesto de satisfacción—. «No tengo paciencia con sus remilgos ni sus caprichos», eso es lo que dijo de ella. Y de él: «No suelta ni una palabra, buena ni mala».

Hizo una pausa.

—Dijo que en aquella casa no había felicidad —agregó.

Poirot alzó la mirada. Durante un segundo, la voz de James Bentley había tenido un dejo del que careciera hasta entonces. No estaba repitiendo obedientemente lo que recordaba. Había salido fugazmente de su apatía. James Bentley estaba pensando en Hunter’s Close, en la vida que allí se llevaba, en si era o no una casa desgraciada. Pensaba objetivamente.

Poirot preguntó con dulzura:

—¿Los conocía usted? ¿A la madre? ¿Al padre? ¿A la hija?

—En realidad, no. Fue el perro. Un Sealyham. Cayó en una trampa. Ella no podía sacarle. La ayudé yo.

Se notaba otra vez algo nuevo en la voz. «La ayudé yo», había dicho, vibrando levemente en las palabras un eco de desmedido orgullo.

Poirot recordó lo que le había dicho mistress Oliver de su conversación con Deirdre.

Preguntó:

—¿Hablaron ustedes?

—Sí. Ella… su madre sufría mucho, me dijo. Quería mucho a su madre.

—¿Y usted le habló de la suya?

—Sí —respondió simplemente el otro.

Poirot nada dijo. Aguardó.

—La vida es muy cruel —dijo James Bentley—. Muy injusta. Hay gente que nunca parece conseguir la menor felicidad.

—Es posible —dijo Hércules Poirot.

—No creo que hubiera conocido mucha miss Wetherby.

—Henderson.

—¡Ah, sí! Me dijo que tenía padrastro.

—Deirdre Henderson —dijo Poirot—; Deirdre de los Dolores. Lindo nombre; pero no linda muchacha, según tengo entendido.

James Bentley se ruborizó.

—A mí —aseguró— se me antojó bastante bien parecida…