Capítulo XIV

1

—Decididamente —se dijo Hércules Poirot a la mañana siguiente—, la primavera ya está aquí.

Su aprensión de la noche anterior le parecía ahora singularmente desprovista de fundamento. Mistress Upward era una mujer sensata, perfectamente capaz de guardarse ella sola.

No obstante, le tenía intrigado No comprendía en absoluto sus reacciones. Era evidente que tampoco deseaba ella que las comprendiese. Había reconocido el retrato de Lily Gamboll y estaba decidida a obrar por su cuenta y sin ayuda.

Paseaba por una senda del jardín, entregado a estos pensamientos, cuando le sobresaltó una voz que sonó a sus espaldas.

—Monsieur Poirot…

Mistress Rendell se había acercado tan silenciosamente, que no la había oído. Y estaba muy nervioso desde el día anterior.

Pardon, madame, Me hizo usted dar un salto.

Mistress Rendell sonrió maquinalmente. Si él estaba nervioso, Mistress Rendell lo estaba mucho más, pensó. Le temblaban los párpados y no daba descanso a las manos.

—Es… espero que no le estaré interrumpiendo. Quizá esté usted ocupado.

—No, madame. No estoy ocupado. El día es hermoso. Es bueno hallarse al aire libre. En casa de mistress Summerhayes siempre hay… pero que siempre… corrientes.

—Sí; supongo que sí.

—Las ventanas no pueden cerrarse. Y las puertas se abren solas.

—Es una casa un poco desvencijada. Y, claro, los Summerhayes andan tan mal de dinero, que no pueden permitirse el lujo de hacer reparaciones. Yo en su lugar me desharía de ella. Sé que lleva siglos en la familia; pero, hoy en día, uno no puede aferrarse a las cosas nada más que por sentimentalismo.

—No; no somos sentimentales hoy en día.

Hubo un silencio. Por el rabillo del ojo, Poirot observó aquellas manos blancas, nerviosas. Aguardó a que tomara ella la iniciativa. Cuando lo hizo, fue bruscamente.

—Supongo —dijo— que cuando usted anda… bueno, investigando algo, necesita una excusa siempre.

Poirot consideró esta afirmación. Aunque no la miró, se dio perfecta cuenta de que ella le observaba con avidez.

—Como usted dice, madame —contestó—, siempre resulta conveniente tenerla.

—Para justificar su presencia… y las preguntas que hace.

—Pudiera ser oportuno.

—¿Por qué? ¿Por qué está usted en Broadhinny en realidad, monsieur Poirot? La miró con leve sorpresa.

—Pero, ma cher madame, ya se lo he dicho: para investigar la muerte de mistress McGinty.

Mistress Rendell dijo, con intención muy aguda:

—Ya sé que es eso lo que usted dice. Pero es absurdo. Poirot enarcó las cejas.

—¿Por qué?

—Claro que lo es. Nadie se lo cree.

—Y, sin embargo, puedo asegurarle que es la pura verdad. Parpadearon los pálidos ojos azules y apartaron la mirada.

—No quiere decírmelo.

—¿Decirle qué, madame?

Cambió el tema bruscamente otra vez, al parecer.

—Quería consultarle… acerca de unas cartas anónimas.

—¿Bien? —inquirió Poirot al ver que se detenía.

—En realidad, son siempre un tejido de embustes, ¿verdad?

—A veces son mentira —contestó Poirot con cautela.

—Generalmente —insistió ella.

—No diría yo tanto.

Shelagh Rendell exclamó con vehemencia:

—¡Son cosas de personas cobardes, traidoras, mezquinas!

—En todo eso, sí, estaría yo de acuerdo.

—Y… no creería usted nunca lo que se le dijese en un anónimo, ¿verdad?

—Esa es una pregunta un poco difícil —anunció Poirot con solemnidad.

—Yo no lo creería. Yo no creería cosa semejante. Y agregó con más vehemencia:

—Sé por qué está usted aquí. Y no es verdad… ¡le digo a usted que no es verdad!

Giró bruscamente los talones y se alejó.

Hércules Poirot enarcó las cejas, intrigado.

«Y ahora, ¿qué? —se preguntó—. ¿Me están tomando el pelo, o esta es harina de otro costal?».

Resultaba todo ello, se dijo, algo desconcertante.

Mistress Rendell aseguraba creer que se hallaba él allí por motivos que nada tenían que ver con la investigación de la muerte de mistress McGinty. Había sugerido que el asesinato no era más que un pretexto.

¿Creería eso, en efecto? ¿O le estaba tomando el pelo, como se había dicho?

¿Qué tenían que ver los anónimos con el asunto?

¿Era mistress Rendell el original del retrato que dijera mistress Upward haber visto «recientemente»?

En otras palabras: ¿era mistress Rendell Lily Gamboll? Las últimas noticias de Lily Gamboll, rehabilitada ya, la habían situado en el Estado Libre de Irlanda. ¿Habría conocido el doctor Rendell a su mujer allí, casándose con ella sin conocer su historia? A Lily Gamboll la habían hecho taquimecanógrafa. Hubiera podido cruzarse fácilmente su camino y el del médico.

Poirot sacudió la cabeza y exhaló un suspiro. Todo era perfectamente posible. Pero tenía que estar seguro.

Se levantó, de pronto un aire frío y desapareció el sol.

Poirot tiritó y se encaminó a la casa.

Sí; tenía que estar seguro. Si lograra dar con el instrumento, que sirvió para cometer el crimen…

Y, en aquel momento, con extraña sensación de certidumbre, lo vio.

2

Más adelante se preguntó si no lo habría visto y anotado su presencia subconscientemente con mucha anterioridad. Había estado allí, o así era de suponer, desde que llegara a Long Meadows… Allí, entre otras chucherías, encima de la estantería próxima a la ventana.

Pensó:

«¿Por qué no lo he observado antes?».

Lo tomó, lo sopesó, lo examinó, comprobó su equilibrio; lo alzó para descargar un golpe…

Maureen entró con su precipitación de costumbre, acompañada de dos perros. Dijo con voz ligera y amistosa:

—Hola, ¿está usted jugando con el cortador de azúcar?

—¿Se trata de eso, de un cortador de azúcar?

—Sí. Un cortador de azúcar… o un martillo de azúcar… no sé cuál de los dos es el nombre exacto. Tiene gracia, ¿verdad? ¡Es tan infantil con ese pajarito encima!

Poirot dio la vuelta cuidadosamente al instrumento. Estaba construido de bronce, con muchos adornos. Tenía forma de hachuela; era pesado y muy agudo de filo. Llevaba incrustadas aquí y allá piedras de colores, azules y encarnadas. Y encima había un pajarito anodino, con ojos de turquesa.

—Resultaría magnífico para matar a cualquiera, ¿verdad? —murmuró Maureen.

Se lo quitó de la mano y dirigió un golpe asesino a un punto del espacio.

—Fácil a más no poder —dijo—. Como en este verso de los Idilios del Rey[9]. El sistema de Mark, dijo, y le hendió la cabeza hasta el cerebro. Yo creo que no habría dificultad en hendirle a uno la cabeza hasta los sesos con esto, ¿no cree?

Poirot la miró. El rostro pecoso tenía una expresión serena.

Maureen agregó:

—Ya le he dicho a Johnnie lo que le aguarda si un día me harto de él. ¡Yo lo llamo «el mejor amigo de la esposa»!

Rompió a reír, dejó el martillo de azúcar y se volvió hacia la puerta.

—¿Qué vine a buscar aquí? —musitó—. No me acuerdo… ¡Maldita sea! Más vale que vaya a ver si ese budín necesita más agua.

La voz de Poirot la detuvo antes que hubiese salido.

—¿Trajo usted esto de la India consigo, quizá?

—¡Oh, no! Lo saqué del «T. y C.» por Nochebuena.

—¿«T. y C.»? —exclamó Poirot, sin comprender.

—«Traiga y Compre» —explicó Maureen—. En la Vicaría. Una lleva allá todas las cosas que no necesita, y compra algo. Algo que no resulte demasiado horrible si consigue una encontrarlo. Ni que decir tiene que rara vez hay cosas que a una le interesen. Yo compré esto y esa cafetera. Me gustó el pitorro de la cafetera y el pajarito del martillo.

La cafetera, de tamaño pequeño, estaba hecha de cobre batido. Tenía un pitorro grande, curvado, que se le antojó conocido a Poirot.

—Creo que son de Bagdad —dijo Maureen—. Por lo menos creo que es de ahí de donde dijeron los Wetherby. O puede ser que fuera Persia.

—Así, pues, ¿estas cosas salieron de casa de los Wetherby?

—Sí. Tienen una cantidad enorme de morralla. He de irme. Ese budín…

Salió. La puerta se cerró de golpe. Poirot volvió a coger el cortador de azúcar y se acercó con él a la ventana.

En el filo se notaban unas manchas leves, muy leves.

Poirot movió la cabeza con gesto afirmativo.

Vaciló un instante, y luego se llevó el instrumento a su alcoba. Allí lo empaquetó con sumo cuidado en una caja, lo envolvió en papel, lo ató, bajó la escalera y abandonó el edificio.

No creía que se diera nadie cuenta de la desaparición del cortador de azúcar. No era aquella una casa lo suficientemente ordenada.

3

En Laburnums, la colaboración proseguía su difícil curso.

—Pero es que no me parece bien que se le haga vegetariano, querida —objetaba Robin—. Es demasiada manía. Y, desde luego, no resulta ni pizca de romántico.

—¿Y qué culpa tengo yo? —dijo, con testarudez mistress Oliver—. Siempre ha sido vegetariano. Lleva consigo una maquinita para rayar zanahorias y nabos.

—Pero, Ariadne, encanto, ¿por qué?

—¿Cómo quiere que lo sepa yo? —exclamó con enfado la escritora—. ¿Cómo diablos sé yo siquiera por qué se me ocurrió crear tan repugnante personaje? ¡Debí de estar loca! ¿Por qué un finlandés cuando no sé una palabra de Finlandia? ¿Por qué vegetariano? ¿Por qué todo ese amaneramiento, todos esos gestos tan idiotas que tiene? Esas cosas pasan. Una prueba una cosa… y a la gente parece gustarle… y entonces una continúa… y, cuando una quiere darse cuenta, se encuentra con un personaje tan exasperante y enloquecedor como Sven Hjerson colgado al cuello de por vida. Y la gente escribe, incluso, diciendo cuánto debe una quererle. ¿Quererle? Si me encontrara con ese huesudo, desgarbado y vegetariano finlandés en la vida real, cometería yo un asesinato mucho mejor que todos cuantos he inventado.

Robin Upward la miró con reverencia.

—¿Sabe usted, Ariadne? Esa pudiera resultar una idea maravillosa. Un Sven Hjerson de verdad, y usted le asesina. Puede emplearlo luego como asunto de su última novela, de su adiós a la vida; para que se publique después de su muerte.

—¡No hay cuidado! —exclamó mistress Oliver—. ¿Y el dinero? Todo el que puedan rendir los asesinatos, lo quiero ahora.

—Sí, sí. Este es un punto en el que no podría estar más de acuerdo con usted de lo que ya estoy.

El atormentado dramaturgo se paseó de un lado para otro.

—Esta Ingrid se está haciendo ya pesada —dijo—. Y, después de la escena del sótano, que va a ser maravillosa de verdad, no sé cómo vamos a impedir que la siguiente escena resulte, por contraste, insípida.

Mistress Oliver guardó silencio. Las escenas, en su opinión, eran de la incumbencia de Robin. ¡Que se devanara él los sesos!

Robin le dirigió una mirada de descontento. Aquella mañana, como consecuencia de uno de sus frecuentes cambios de humor, mistress Oliver no había encontrado de su gusto el aspecto de su cabellera. Con un cepillo mojado en agua se había aplastado y pegado las grises guedejas al cráneo. Con la ancha frente, los lentes macizos y la severa expresión, le recordaba a Robin más y más a una maestra que le infundiera respeto y pavor en su infancia. Halló que se le hacía más difícil por momentos llamarla querida, y hasta le sobrecogía pronunciar el nombre de Ariadne. Dijo, malhumorado:

—¿Sabe? No me siento inspirado ni pizca hoy. Seguramente se debe a la ginebra de ayer. Dejemos el trabajo y ocupémonos de los actores a quienes hemos de asignar los papeles. Si conseguimos a Denis Callory, naturalmente, será maravilloso; pero anda metido en películas en la actualidad. Y Jean Bellews estaría que ni pintada en el papel de Ingrid, y ella quiere representarlo; por tanto, miel sobre hojuelas. Eric… como ya he dicho, he tenido una idea magnífica para Eric. Iremos al Little Rep esta noche, ¿quiere?, y ya me dirá usted qué le parece Cecil para ese papel.

Mistress Oliver asintió a la idea del proyecto, y Robin se fue a telefonear.

—Bueno —dijo a la vuelta—. Ya está todo arreglado.

4

La hermosa mañana no había cumplido su promesa. Estaba encapotado el cielo, la atmósfera era opresiva y amenazaba lluvia. Al atravesar Poirot por entre los arbustos en dirección a la puerta principal de Hunter’s Close, se dijo que no le gustaría vivir en aquel valle hueco al pie de la colina. El edificio en sí estaba rodeado de árboles y las paredes ahogadas por la hiedra. Allí hacía falta, pensó, que un leñador hiciera uso de su hacha.

(El hacha. ¿El cortador de azúcar?).

Tocó el timbre y, no recibiendo respuesta, volvió a llamar.

Fue Deirdre Henderson quien le abrió la puerta. Pareció sorprendida.

—¡Ah! —dijo—, es usted…

—¿Puedo entrar y hablar con usted unos momentos?

—Pues… sí, supongo que sí…

Le condujo a la salita pequeña y oscura donde había esperado en otra ocasión. Reconoció, sobre la repisa de la chimenea, la hermana mayor de la cafetera que tenía Maureen sobre la estantería. Su enorme pitorro curvo parecía dominar el pequeño cuarto occidental con cierta oriental ferocidad.

—Me temo —anunció Deirdre en tono de excusa— que estamos un poco trastornados hoy. Nuestra criada, esa chica alemana, se nos va. Sólo ha estado aquí un mes… Parece ser que aceptó este empleo nada más que por venir a este país, porque había alguien con quien quería casarse. Y ahora ya lo tiene todo arreglado y se marcha esta noche.

Poirot hizo un chasquido con la lengua.

—Muy poca consideración —murmuró.

—¿Verdad que sí? Mi padrastro dice que no es legal. Pero, aunque no lo sea, si se va y se casa, no veo yo qué podemos hacer. Ni siquiera hubiéramos sabido que se marchaba de no haberla encontrado yo haciendo el equipaje. Se hubiese ido sin decimos una palabra.

—No vivimos, por desgracia, en tiempos en que se guarden miramientos…

—No —respondió con voz mate Deirdre—; supongo que no…

Se frotó la frente con el dorso de la mano.

—Estoy cansada —dijo—, muy cansada.

—Sí —asintió Poirot con dulzura—, creo que ha de estar usted muy cansada.

—¿Qué deseaba, monsieur Poirot?

—Quería hablarle de cierto cortador de azúcar.

—¿Un cortador de azúcar?

Era evidente, por su expresión, que no comprendía.

—Un instrumento de bronce con un pájaro de adorno, incrustado de piedras azules, encarnadas y verdes.

Poirot hizo la descripción con mucho cuidado.

—¡Ah, sí! Ya sé.

Su voz no dio muestras de interés ni animación.

—Tengo entendido que salió de esta casa.

—Sí. Mi madre lo compró en un bazar de Bagdad. Fue una de las cosas que llevamos a la Vicaría para la venta que allí se hace.

—El «Traiga y Compre», ¿no es eso?

—Sí. Celebramos muchos aquí. Es difícil conseguir que la gente dé dinero. Pero siempre puede encontrarse algo que mandar.

—Por tanto estuvo aquí, en esta casa, hasta Nochebuena. Y luego lo mandaron al «Traiga y Compre», ¿es así?

Deirdre frunció el entrecejo.

—No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha.

—La Fiesta de la Cosecha… Eso sería… ¿cuándo? ¿Octubre? ¿Septiembre?

—A fines de septiembre.

Reinó el silencio en el cuartito. Poirot miró a la muchacha, y ella le miró a él. Tenía ella el rostro sin expresión, sin indicio alguno de interés. Intentó adivinar qué estaba pasando tras aquel muro de apatía. Quizá nada. Tal vez estuviese, como decía ella, cansada nada más…

Dijo con ansia:

—¿Está usted completamente segura de que se mandó a la venta de la Fiesta de la Cosecha… que no fue a la de Nochebuena?

—Completamente segura.

Fija la mirada, sin parpadear…

Hércules Poirot aguardó. Continuó aguardando…

Por fin dijo:

—No quiero molestarla más, mademoiselle.

Deirdre le acompañó hasta la puerta.

A los pocos instantes bajaba nuevamente la avenida.

Dos declaraciones divergentes, declaraciones que no había posibilidad de conciliar.

¿Quién tenía razón? ¿Maureen Summerhayes o Deirdre Henderson?

Si el cortador de azúcar había recibido el empleo que suponía, aquello resultaba vital. El Festival de la Cosecha se había celebrado a fines de septiembre. Entre dicha fecha y Nochebuena —el 22 de noviembre, para ser exacto— habían matado a mistress McGinty. ¿De quien había sido propiedad el cortador por entonces?

Se dirigió a la estafeta. Mistress Sweetiman siempre estaba dispuesta a ayudar, y hacía cuanto se hallaba a su alcance. Aseguró haber asistido a las dos ventas. A veces se encontraban en ellas cosas que valía la pena adquirir. Ayudaba también a montarlo todo. Aunque la mayor parte de la gente no mandaba de antemano su aportación, sino que se presentaba personalmente con ella.

¿Un cortador de bronce, parecido a un hacha, con piedras de colores y un pajarito? No; no recordaba con exactitud.

Había tantas cosas, y tanta confusión, y eran tantas las piezas que se llevaba la gente en seguida… Pero, sí, creía recordar algo así… La habían vendido por cinco chelines, junto con una cafetera de cobre, pero la cafetera tenía un agujero en el fondo y no se podía emplear más que como adorno. No recordaba, no obstante, cuándo había sido. Quizá por Nochebuena, posiblemente antes… No se había fijado…

Aceptó el paquete que le entregó Poirot. ¿Certificado? Sí.

Copió las señas y el detective observó un destello de interés en los perspicaces ojos negros cuando le entregó el recibo.

Hércules Poirot subió lentamente la colina, pensativo.

De las dos mujeres, era más probable que Maureen Summerhayes, alocada, alegre, inexacta, fuera la que se equivocase. Para ella igual daría que fuese el Festival de la Cosecha o el de Noche buena.

Deirdre Henderson, indolente, delicada, tenía que ser mucho más segura, verosímilmente, en sus identificaciones de tiempos y fechas.

De todas formas, una cuestión le preocupaba.

¿Por qué, tras sus preguntas, no le habría ella preguntado a su vez el motivo de que las hiciese? ¿Por qué quería saber todo eso? Tal pregunta hubiera resultado natural y casi inevitable.

Pero Deirdre Henderson no lo había hecho.