1
El hombre que inspeccionaba el contador de la electricidad se recreaba con el criado de Guy Carpenter que le estaba observando.
—La electricidad —le dijo— va a suministrarse sobre una nueva base. Una cuota fija graduada, según la ocupación.
El mayordomo repuso con escepticismo:
—Lo que quiere usted decir con eso es que va a costar más, como todas las cosas.
—¡Oh, bien! Yo opino que debe hacerse una distribución equitativa. ¿Fue usted al mitin de Kilchester anoche?
—No.
—Dicen que su amo, mister Carpenter, habló muy bien. ¿Cree que saldrá elegido?
—Tengo entendido que anduvo muy cerca de ello la vez anterior.
—Sí. La mayoría fue de ciento veinticinco votos o algo así. ¿Conduce usted el coche cuando va a esos mítines, o lo conduce él?
—Por regla general lo hace él. Le gusta conducir. Tiene un Rolls.
—Se da buena vida. ¿Conduce mistress Carpenter también?
—Sí. Y siempre va demasiado aprisa, a mi modo de ver.
—Eso suelen hacerlo frecuentemente las mujeres. ¿Asistió al mitin anoche también? ¿O no le interesa la política?
El mayordomo sonrió.
—Finge que le interesa, por lo menos. De todas formas, no aguantó toda la sesión anoche. Le entró dolor de cabeza o no sé qué, y abandonó el local a medio discurso.
—¡Ah! —el electricista echó una mirada a los fusibles—. Casi he terminado ya.
Hizo unas cuantas preguntas más, recogió las herramientas y se dispuso a marcharse.
Bajó caminando muy aprisa la avenida, pero una vez fuera de la verja y habiendo doblado la primera esquina, se detuvo a hacer una anotación en su libreta.
«C. volvió a casa solo anoche, conduciendo su propio automóvil. Llegó a las diez y media aproximadamente. Pudo haber estado en la estación de Kilchester a la hora indicada. Mistress C. abandonó el mitin temprano. Llegó a casa diez minutos tan sólo antes que C. Se dice que volvió por ferrocarril».
Era la segunda anotación del librito del electricista. La primera decía:
«Al doctor R. le llamaron anoche para asistir a un enfermo. En dirección a Kilchester. Pudo estar en la estación a la hora indicada. Mistress R. se pasó toda la noche sola en casa (?). Después de llevarle una taza de café mistress Scott, su ama de llaves, no volvió a verla hasta el día siguiente. Tiene un cochecito propio».
2
En Laburnums se estaba colaborando. Robin Upward decía con fuerza:
—Sí que se da cuenta de lo maravilloso que es ese parlamento, ¿verdad? Y si logramos introducir una sensación de antagonismo sexual entre el tipo ese y la muchacha, se animará enormemente la obra.
Mistress Oliver se pasó tristemente la mano por la cabellera gris, alborotada por el viento, dándole el mismo aspecto que si la hubiese revuelto, no una brisa, sino un ciclón.
—Sí que comprende usted lo que quiero decir, ¿verdad, Ariadne querida?
—¡Oh!, lo que quiere decir ya lo comprendo —contestó la mujer con melancolía.
—Pero lo principal es que le alegre a usted, que le haga feliz…
Nadie más que uno que estuviera decidido a engañarse a sí mismo hubiese podido creer que el aspecto de mistress Oliver denotaba alegría o felicidad.
Robin continuó alegremente:
—Lo que yo digo es: he aquí ese maravilloso jo ven que acaba de aterrizar en paracaídas…
Mistress Oliver le interrumpió:
—Tiene sesenta años de edad.
—¡Oh, no!
—Pues los tiene.
—Yo no le veo así. Treinta y cinco. No más.
—Pero ¡si llevo treinta años escribiendo novelas en las que figura como protagonista! Y tenía por lo menos treinta y cinco años en la primera.
—Pero, querida, si tiene sesenta años, no puede haber esa tensión entre él y la muchacha… ¿cómo se llama?… Ingrid. ¡No sería más que un viejo verde entonces!
—En efecto.
—Por tanto, como ve, ha de tener treinta y cinco —anunció con gesto triunfal Robin.
—En tal caso, no puede ser Sven Hjerson. Limítese a describirle como un joven noruego que pertenece al movimiento secreto de resistencia.
—Pero, Ariadne, querida, la clave de la obra es precisamente Sven Hjerson. Tiene usted un público enorme que adora a Sven Hjerson y que acudirá en tropel a ver a Sven Hjerson. ¡Sven Hjerson es un éxito de taquilla, querida!
—La gente que lee mis libros sabe cómo es Sven. No es posible inventar un joven completamente nuevo y llamarlo Sven Hjerson.
—Ariadne, querida, eso ya se lo había explicado. No se trata ahora de un libro, querida, sino de una obra de teatro. ¡Y es necesario que haya romanticismo!, y si conseguimos esa tensión, ese antagonismo entre Sven Hjerson y esa… ¿cómo se llama?… Karen… ¿comprende?… eso de que estén siempre el uno contra el otro y que, sin embargo, se sientan fuertemente atraídos…
—A Sven Hjerson nunca le interesaron las mujeres —dijo con frialdad mistress Oliver.
—¡Es que no podemos hacerle afeminado, querida! No en esta clase de obras. Quiero decir que no se trata de árboles verdes ni praderas esmeraldas, ni ninguna cosa así. Se trata de emociones y asesinatos y sana diversión al aire libre.
La mención al aire libre surtió su efecto.
—Me parece que voy a salir —dijo bruscamente mistress Oliver—. Necesito aire. Ando muy necesitada de aire.
—¿Quiere que la acompañe? —inquirió Robin con ternura.
—No. Prefiero ir sola.
—Como usted quiera, querida. Quizá tenga razón. Más vale que vaya yo a prepararle un tazón de caldo de la reina a madre. La pobrecilla se siente un poco abandonada ahora. Le gustan las atenciones, ¿sabe? La cosa va saliendo la mar de bien. Va a tener un éxito clamoroso. ¡Lo sé!
Mistress Oliver exhaló un suspiro.
—Pero lo principal —continuó Robin— es que a usted le alegre y haga feliz.
Mistress Oliver le dirigió una mirada fría, se echó por los anchos hombros una gaya capa militar que comprara antaño en Italia y salió a Broadhinny.
Olvidaría sus preocupaciones, decidió, dedicándose a investigar un crimen de verdad. Hércules Poirot necesitaba ayuda. Echaría una mirada a los habitantes de Broadhinny, ejercitaría su intuición femenina, que jamás le había fallado, y le diría a Poirot quién era el asesino. Así, él no tendría ya que buscar más que las pruebas necesarias. Poco trabajo.
Mistress Oliver inició sus pesquisas bajando la colina, entrando en la estafeta de Correos y comprando un kilo de manzanas. Durante la compra entabló amistosa conversación con mistress Sweetiman.
Habiendo quedado de acuerdo en que hacía mucho calor para aquella época del año, mistress Oliver observó que se alojaba con los Upward en Laburnums.
—Sí, ya lo sé. Usted debe ser la señora de Londres que escribe las novelas de crímenes, ¿verdad? Tengo tres de ellas ahora aquí, en la colección Pingüino.
La novelista echó una mirada a los libros expuestos. Estaban medio tapados por botas de agua para niños.
—El caso del segundo pez de colores —musitó—; ese es bueno. Fue el «Gato» quien murió. Esa fue la novela en la que metí una cerbatana de treinta centímetros de longitud, cuando, en realidad, esa arma mide un metro ochenta de largo. Es absurdo que una cerbatana tenga semejante longitud. Pero me escribió alguien de un museo, explicándomelo. A veces creo que hay gente que solo lee los libros con la esperanza de encontrar equivocaciones. ¿Cuál es la otra? ¡Ah! Muerte de una debutante… ¡Es un verdadero desastre! Hice disolver sulfonal en agua, y no es soluble en tal líquido. Y el relato entero es fantásticamente inverosímil del principio al fin. Mueren ocho personas por lo menos antes que a Sven Hjerson le dé su corazonada.
—Son muy populares —aseguró mistress Sweetiman, nada afectada por aquella autocrítica—. ¡No puede usted imaginarse cuánto! Yo no he leído ninguna de ellas, porque en realidad no tengo tiempo para leer.
—Tuvieron ustedes un asesinato aquí también, ¿verdad? —dijo mistress Oliver.
—Sí. Durante el pasado noviembre. Casi en la casa de al lado, como quien dice.
—¿Dicen que hay un detective aquí investigándolo?
—¡Ah! ¿Se refiere usted a ese caballero extranjero tan bajito que se aloja en Long Meadows? Estuvo aquí ayer sin ir más lejos, y luego…
Mistress Sweetiman se interrumpió al entrar otra parroquiana en busca de sellos.
Corrió al mostrador de la estafeta.
—Buenos días, miss Henderson. Hace calor hoy para la época del año en que nos encontramos.
—Sí que lo hace.
Mistress Oliver clavó una mirada intensa en la espalda de la muchacha. Llevaba un perro Sealyham sujeto con una traílla.
—¡Lo cual significa que la helada matará la flor de los árboles frutales más tarde! —prosiguió mistress Sweetiman con melancólica fruición—. ¿Cómo se conserva mistress Wetherby?
—Bastante bien, gracias. No ha salido gran cosa. ¡Ha soplado un viento tan fuerte del Este últimamente!
—Ponen una película muy buena en Kilchester esta semana, miss Henderson. Debiera ir a verla.
—Pensé ir anoche; pero no quise molestarme, después de todo.
—Hay una de Betty Grable la semana que viene… Se me han agotado los cuadernos de sellos de cinco chelines. ¿No le dará igual llevarse dos de dos chelines y medio?
Al salir la muchacha, mistress Oliver preguntó:
—Mistress Wetherby está inválida, ¿verdad?
—Lo estará o no lo estará —replicó mistress Sweetiman con cierta acidez—. Algunas de nosotras no tenemos tiempo de tumbarnos a la bartola.
—¡Cuán de acuerdo estoy con usted! Le digo a mistress Upward que, si hiciera un poco más de esfuerzo por mover las piernas, sería mucho mejor para ella.
El rostro de la encargada de la estafeta reflejó regocijo.
—Sabe andar por ahí cuando le da la gana… o eso he oído decir.
—¿De veras?
Mistress Oliver trató de adivinar el origen de tal información.
—¿Janet? —sugirió.
—Janet Groom gruñe un poco —dijo mistress Sweetiman—. Y no es de extrañar, ¿no le parece? Miss Groom ha dejado de ser joven ya y tiene achaques muy fuertes de reuma cuando sopla el viento del Este. Pero artritis lo llaman cuando es la gente bien quien lo tiene… y sillones con ruedas, y qué sé yo qué más. ¡Ah!, bien, no sería yo quien corriera el riesgo de perder el uso de las piernas. Pero ahí tiene, en estos tiempos, en cuanto alguien tiene un mal sabañón siquiera, corre a ver al médico para sacarle todo el jugo posible al seguro obligatorio. Hay demasiado seguro. Nunca le hizo a nadie ningún bien el pensar en lo enfermo que se encuentra.
—Supongo que tiene usted razón —respondió mistress Oliver.
Recogió las manzanas y salió en persecución de Deirdre Henderson. Esto no fue difícil, puesto que el Sealyham era viejo y gordo y se iba distrayendo examinando todas las hierbas y disfrutando de los olores agradables.
Los perros, se dijo mistress Oliver, siempre constituyen un medio de entablar conversación.
—¡Qué precioso! —exclamó.
La mujerona de rostro feo pareció sentirse halagada.
—Sí que es atractivo —repuso—. ¿Verdad, Ben?
Ben alzó la cabeza, agitó levemente su cuerpo de aspecto de salchichón, continuó su inspección nasal de unos cardos, los aprobó, y se puso a expresar tal aprobación de la manera usual.
—¿Se pelea? —inquirió mistress Oliver—. Los Sealyham suelen hacerlo con mucha frecuencia.
—Sí. Es muy peleador. Por eso le llevo sujeto.
—Me lo figuraba.
Ambas mujeres contemplaron al chucho.
Luego, Deirdre Henderson, como en una especie de borbotón, preguntó:
—Usted es… usted es Ariadne Oliver, ¿verdad?
—Sí; estoy alojada con los Upward.
—Ya lo sé. Robin nos dijo que iba a venir usted. Quiero decirle cuánto disfruto leyendo sus obras.
Mistress Oliver se puso morada del sofocón, como de costumbre.
—¡Oh! —murmuró algo corrida, agregando lúgubremente—. Me alegro muchísimo.
—No he leído tantas de ellas como hubiese deseado, porque nos hacemos mandar obras del Club Literario del Times, y a mi madre no le gustan las novelas policíacas Tiene una sensibilidad enorme, y no la dejan dormir de noche Pero a mí me encantan
—Han tenido ustedes un crimen de verdad por aquí, ¿no es cierto? ¿En qué casa fue? ¿En una de estas?
—En esa de allá.
Deirdre Henderson habló con la voz algo ahogada.
Mistress Oliver dirigió una mirada hacia la antigua morada de mistress McGinty, cuyo escalón de entrada ocupaban en aquel instante los desagradables Kiddle, que atormentaban con gran jaleo a un gato. Al adelantarse mistress Oliver para protestar, el gato escapó, haciendo buen uso de las garras.
El Kiddle mayor que había recibido un fuerte arañazo, se puso a aullar
—Te está muy bien empleado —le dijo mistress Oliver y, volviéndose hacia Deirdre—: No parece una casa en que se haya cometido un asesinato, ¿verdad?
—No, en efecto.
Ambas mujeres parecieron de acuerdo sobre ese particular.
Mistress Oliver continuó.
—Una vieja que se dedicaba a la limpieza, ¿verdad? Y alguien la robó.
—Su huésped. Tenía algo de dinero; debajo del suelo
—Ya.
Deirdre dijo, de pronto,
—Pero quizá no fuese él, después, de todo. Hay un hombrecillo muy raro por aquí, un extranjero. Se llama Hércules Poirot.
Calló un momento, y después preguntó
—¿Es un detective de verdad?
—Querida, es la mar de célebre y enormemente listo
—Entonces, quizá descubra que no lo cometió él, después de todo.
—¿Quién?
—Él. El huésped. James Bentley ¡Oh, cuánto me alegraría de que saliera absuelto!
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque no quiero que sea él Nunca he querido que resultara ser él.
Mistress Oliver la miró con curiosidad, sobresaltada por el apasionamiento del tono
—¿Le conocía usted?
—No —respondió Deirdre, despacio—; no le conocía. Pero una vez se pilló Ben la pata en una trampa, y él me ayudó a soltarle y charlamos un poco
—¿Cómo era?
—Se sentía enormemente solo. Acababa de perder a su madre. La quería mucho.
—¿Y usted quiere mucho a la suya? —inquirió mistress Oliver con perspicacia
—Sí. Por eso comprendí… comprendí lo que él sentía, quiero decir. Mamá y yo no tenemos a nadie, nada más que la una a la otra, ¿comprende?
—Creí que Robin me había dicho que tenía usted padrastro —dijo la escritora.
Deirdre dijo con amargura.
—¡Ah, sí, tengo padrastro!
Mistress Oliver dijo, con cierta vaguedad:
—No es lo mismo que tener padre propio, ¿verdad? ¿Recuerda a su padre?
—No. Murió antes que naciese yo. Mamá se casó con mister Wetherby cuando yo tenía cuatro años. Siempre le… le he odiado. Y mamá —hizo una pausa antes de decir—: Mamá ha llevado una existencia muy triste. No ha conocido simpatía ni comprensión. Mi padrastro es un hombre sin sentimientos: duro y frío.
La escritora movió afirmativamente la cabeza.
Luego murmuró:
—Ese James Bentley no parece criminal.
—Nunca creí que la Policía le detendría a él. Estoy segura de que lo hizo un vagabundo. Pasan unos vagabundos horribles por aquí a veces. Tiene que haber sido uno de ellos.
Mistress Oliver dijo, consoladora:
—Quizá descubra Hércules Poirot la verdad de todo.
Deirdre torció bruscamente, metiéndose por la verja de Hunter’s Close.
—Sí, quizá…
Mistress Oliver se la quedó mirando unos momentos y luego sacó un librito de notas del bolso.
Escribió en él:
«Deirdre Henderson, no».
Y subrayó el no con tanta fuerza, que la punta del lápiz se le rompió.
3
Había subido la mitad del camino de la colina, cuando se encontró con Robin Upward, que bajaba acompañado de una hermosa joven rubia platino.
Robin hizo las presentaciones.
—Esta es la maravillosa Ariadne Oliver, Eve —dijo—. Hija mía, no sé cómo se las arregla. Tiene cara de benevolencia, ¿verdad? Nadie diría que se refocila en crímenes. Esta es Eve Carpenter. Su esposo será nuestro próximo diputado. El actual, George Cartwrigth, chochea ya el pobre y no está bien de la cabeza. Ataca a las jovencitas desde detrás de las puertas.
—Robin, no hay derecho a que inventes embustes semejantes Desacreditarás el partido.
—Bueno, ¿y a mí qué? No es mi partido Yo soy liberal. Es el único partido al que es posible pertenecer en estos tiempos…un partido pequeño y selecto que no tiene la menor probabilidad de gobernar. Me encantan las causas perdidas.
Agregó, dirigiéndose a mistress Oliver
—Eve quiere que vayamos esta tarde a beber unas copas a su casa Es una especie de reunión en su honor, Ariadne La gente quiere conocer a una celebridad de su categoría. Todos estamos muy conmovidos de tenerla entre nosotros. ¿No puede adoptar Broadhinny como escena de su próximo asesinato?
—¡Oh, sí! Hágalo, mistress Oliver —dijo Eve Carpenter.
—No le costará ningún trabajo hacer venir aquí a Sven Hjerson —observó Robin—. Puede estar alojado en casa de los Summerhayes, como Hércules Poirot. Vamos allá ahora, porque le he dicho a Eve que Hércules Poirot es tan célebre en su especialidad como usted en la suya. Y ella asegura que se portó un poco groseramente con él ayer, y que va a invitarle a la reunión también Pero en serio, querida, haga que su próximo crimen ocurra en Broadhinny ¡Nos emocionaría tanto a todos!
—¡Oh, sí! Hágalo, mistress Oliver. ¡Sería tan divertido! —exclamó Eve Carpenter.
—¿A quién tendremos por asesino y a quién como víctima? —inquirió Robin.
—¿Quién es la que les hace actualmente la limpieza? —preguntó la escritora a su vez.
—¡Oh querida, esa clase de asesinatos, no! ¡Resultaría tan aburrido! No; yo creo que Eve, aquí presente, haría una buena víctima. Estrangulada, quizá, con sus propias medias de nylon. No… eso se ha hecho ya.
—Yo creo que será mejor que te asesinen a ti, Robin —dijo Eve—. El dramaturgo en ciernes, apuñalado en una casita rural.
—Aún no hemos acordado quién va a ser el asesino —advirtió Robin—. ¿Y si fuera mi madre? Emplearía el sillón de ruedas, para que no hubiese huellas de pisadas. Yo creo que resultaría magnífico.
—Pero no querría apuñalarte a ti, Robin.
Robin reflexionó.
—No; quizá no. Si quieres que te diga la verdad, estaba pensando en que te estrangulara a ti. No le importaría tanto hacer eso.
—Pero ¡es que yo quiero que seas tú la víctima! Y la persona que te mate puede ser Deirdre Henderson. La joven fea y sojuzgada en quien nadie se fija.
—Ahí tiene usted, Ariadne —dijo Robin—. Le regalamos la totalidad del argumento de su próxima novela. Lo único que tiene que hacer es introducir unas cuantas pistas falsas y… ¡claro!…escribirla. ¡Santo Dios! ¡Qué perros más terribles tiene Maureen!
Entraron por la verja de Long Meadows y dos perros lobos irlandeses corrieron hacia ellos, ladrando.
Maureen Summerhayes salió al corral con un cubo en la mano.
—¡Quieto, Flyn! ¡Ven acá, Cormic! Hola. Estoy limpiando la porquera.
—Ya lo hemos notado, querida —contestó Robin—. Te olemos desde aquí. ¿Cómo va el marrano?
—Nos dio un susto tremendo ayer. Estaba tumbado y no quería desayunar. Johnnie y yo nos leímos todas las enfermedades que figuran en el Manual del criador de cerdos, y no pudimos dormir de lo preocupados que estábamos. Pero esta mañana le encontramos la mar de bien y alegre. Y cargó contra Johnie cuando entró a llevarle de comer. Johnnie tuvo luego que darse un baño.
—¡Qué vida más emocionante lleváis Johnnie y tú! —dijo Robin.
Eve preguntó:
—¿Queréis venir Johnnie y tú este atardecer a una reunión, Maureen?
—Nos encantaría.
—Para que conozcáis a mistress Oliver —explicó Robin—. Aunque, en realidad, puedes conocerla ahora. Esta es la gran novelista.
—¿De veras? —exclamó Maureen—. ¡Qué emocionante! Robin y usted están escribiendo una obra de teatro juntos, ¿verdad?
—Y marcha viento en popa —asintió Robin—. A propósito, Ariadne: se me ocurrió una idea magnífica después de salir usted esta mañana. Me refiero a la representación.
—¡Ah!, la representación —murmuró la escritora con alivio.
—Conozco a la persona más indicada para interpretar el papel de Eric. Cecil Leech. Está actuando en el Little Rep, de Cullenquay. Haremos una excursión una tarde e iremos a verle trabajar.
—Queremos a tu huésped —le dijo Eve a Maureen—. ¿Está por ahí? Deseo invitarle para esta noche también.
—Ya le llevaremos.
—Creo que será preferible que le invite yo misma. La verdad es que fui un poco grosera con el ayer.
—¡Oh! Bueno, pues por ahí debe de andar —contestó con vaguedad Maureen—. Creo que en el jardín… ¡Carmic! ¡Flyn! ¡Esos malditos perros!
Dejó caer el cubo con estrépito y corrió en dirección al estanque de los patos, donde se había producido de pronto un enorme alboroto.