1
—Toda ella muy buena gente —murmuró Poirot, al entrar por la verja de Crossways, cerca de la estación.
Una lámina de bronce anunciaba que aquella era la residencia del doctor Rendell, licenciado en Medicina.
El doctor Rendell era un hombre corpulento y alegre, de unos cuarenta años de edad. Saludó a su visitante con verdadera solicitud.
—Nuestro tranquilo pueblo se siente honrado —dijo— con la presencia del gran Hércules Poirot.
—¡Ah! —murmuró Poirot, halagado—. Así, pues, ¿ha oído usted hablar de mí?
—Claro que hemos oído hablar de usted. ¿Quién no?
Responder a semejante pregunta hubiera resultado perjudicial para el amor propio de Poirot. Se limitó a decir con su exquisita cortesía:
—Me considero afortunado con haberle encontrado en casa.
No tenía la cosa nada de afortunada. En realidad, se trataba de puro y astuto cálculo. Pero el doctor Rendell replicó, cordialmente:
—Sí. Por poco no me pilla. Tengo que estar en la clínica dentro de un cuarto de hora. ¿Qué puedo hacer en su obsequio? Me devora la curiosidad por saber qué está usted haciendo aquí. ¿Una cura de reposo? O… ¿se ha cometido entre nosotros un crimen?
—En pasado, no en presente.
—¿En pasado? No recuerdo…
—Mistress McGinty.
—Claro, claro. Olvidaba. Pero no me diga que se ocupa usted en eso… después de tanto tiempo.
—Permítame que le diga, en confianza, que ha solicitado mis servicios la defensa. Busco nuevos indicios sobre los que pueda basarse una apelación.
El doctor Rendell dijo vivamente:
—Pero ¿qué nuevos indicios puede haber?
—Eso, por desgracia, no soy libre de decirlo.
—Sí, comprendo. Le ruego que me perdone.
—Pero he descubierto ciertas cosas que son muy curiosas… muy… ¿cómo diré…?, ¿sugestivas? He venido a verle, doctor Rendell, porque tengo entendido que mistress McGinty trabajaba de cuando en cuando en esta casa.
—¡Ah, sí, sí! Era… ¿Por qué no toma usted algo? ¿Jerez? ¿Whisky? ¿Prefiere el jerez? Yo también.
Fue en busca de dos copas, y, sentándose junto a Poirot, prosiguió:
—Solía venir una vez a la semana para hacer limpieza extraordinaria. Tengo una buena ama de llaves… excelente… pero los dorados… y el fregar el suelo de la cocina… Bueno, mistress Scott no puede ya ponerse de rodillas. Mistress McGinty era una trabajadora excelente.
—¿Cree usted que fuese una persona adicta a la verdad?
—¿Adicta a la verdad? La pregunta es un poco rara. No me creo capaz de contestarla… No tuve oportunidad de saberlo. Que yo sepa, no mentía.
—Así, pues, si esa señora le dijo algo a alguien, ¿cree usted que su afirmación sería, probablemente, verídica?
El doctor Rendell pareció turbarse levemente.
—¡Oh!, no me gustaría decir tanto. En realidad sé muy poco de ella. Podría preguntárselo a mistress Scott. Lo sabrá mejor que yo.
—No, no. Prefiero no hacerlo. No me interesa.
—Está usted despertando mi curiosidad —anunció jovialmente el doctor Rendell—. ¿Qué era lo que iba diciendo por ahí? Algo que fuera difamatorio, ¿es eso? Algo calumnioso quiero decir.
Poirot negó con la cabeza. Dijo:
—Usted comprenderá que de momento todo esto debe ser muy secreto. No he hecho más que dar principio a mi investigación.
El doctor murmuró con cierta sequedad:
—Tendrá usted que darse un poco de prisa, ¿verdad?
—Tiene usted razón. El tiempo a mi disposición es corto.
—He de confesar que me sorprende… Todos aquí hemos estado completamente seguros de que fue Bentley el culpable. No parecía posible la duda.
—Parecía un crimen vulgar y sórdido… nada interesante. ¿Es eso lo que diría usted?
—Sí… sí; creo que esa frase lo describe con exactitud.
—¿Conocía usted a James Bentley?
—Vino a verme en mi condición de médico una o dos veces. Le preocupaba su propia salud. Le mimó demasiado su madre, me imagino. Esos casos se ven con frecuencia. Tenemos otra igual aquí.
—¡Ah!, ¿sí?
—Sí. El de mistress Upward. Laura Upward. Quiere a su hijo con locura. Y le mantiene bien sujeto. Es un muchacho listo… no tanto como él se cree, y esto se lo digo en confianza… pero tiene talento, no obstante. Es un dramaturgo en ciernes nuestro buen Robin.
—¿Llevan aquí mucho tiempo?
—Tres o cuatro años. Nadie lleva mucho tiempo en Broadhinny. El primitivo pueblo no era más que un puñado de casitas agrupadas alrededor de Long Meadows. Tengo entendido que se aloja usted allí, ¿verdad?
—En efecto —asintió Poirot sin gran entusiasmo.
—El doctor pareció regocijado.
—¡Hostelería! —exclamó—. Esa joven no tiene la menor idea de cómo se gobierna un hotel. Ha vivido en la India toda su vida de casada, con criados por todas partes. Apuesto a que está usted bastante incómodo. Nadie para mucho allí. En cuanto al pobre Summerhayes, jamás ganará un ochavo cultivando hortalizas. Es un buen chico… pero no sabe una palabra de lo que es la vida comercial… y hay que ser comerciante hoy en día si quiere uno impedir que le llegue el agua al cuello… No vaya usted a creerse que yo curo a los enfermos. No soy más que un llenador de formularios y firmador de certificados endiosado. Me son simpáticos los Summerhayes, sin embargo. Ella es encantadora, y él, aunque tiene un genio de mil demonios y se inclina hacia la taciturnidad, es de los buenos. De los de primera. ¡Si hubiese usted conocido al viejo coronel Summerhayes! Más orgulloso que el mismísimo Lucifer.
—¿Era el padre del comandante Summerhayes?
—Sí. No dejó mucho dinero el viejo al morir, y los derechos reales acabaron de arruinarles; pero están decididos a no abandonar la casa. Uno no sabe si admirarles o si decir: «… ¡Qué locos!».
Consultó el reloj.
—No quiero entretenerle —dijo Poirot.
—Aún me quedan unos minutos. Además, me gustaría que conociese usted a mi esposa. No sé dónde se habrá metido. Le interesó enormemente saber que se hallaba usted aquí. Los dos somos muy aficionados al crimen.
—¿Criminología, novela, o los periódicos dominicales? —inquirió Poirot, sonriendo.
—Las tres cosas.
—¿Descienden ustedes al nivel del Sunday Comet incluso?
Rendell se echó a reír.
—¿Qué sería el domingo sin él?
—Publicaron una serie de artículos interesantes hace unos cinco meses. Uno en particular, sobre mujeres que se habían visto complicadas en casos de asesinatos y la tragedia de su vida.
—Sí; lo recuerdo. Pura fantasía, sin embargo.
—¡Ah!, ¿cree usted eso?
—Hombre, verá, el caso Craig sólo lo conozco por lo que leí de él. Pero uno de los otros, el de Courtland… puedo asegurarle a usted que esa mujer no era una inocente trágica ni mucho menos… ¡Menudo bicho estaba hecha! Lo sé porque un tío mío asistió al marido. Él distaba mucho de ser un angelito; pero la mujer tenía muy poco que envidiarle. Atrapó a ese jovencito sin experiencia y le incitó a que cometiera el asesinato. Él fue a la cárcel por homicida, y ella, convertida en acaudalada viuda, se casó con otro.
—El Sunday Comet no mencionó ese detalle. ¿Recuerda usted con quién se casó?
Rendell negó con la cabeza.
—No creo haber oído nunca el nombre. Pero alguien me dijo que había sido muy afortunada.
—Uno se preguntaba, al leer el artículo, dónde estarían ahora esas cuatro mujeres —musitó Poirot.
—Ya. Igual podía uno haber estado hablando con cualquiera de ellas la semana pasada en alguna reunión. Seguramente todas guardan celosamente el secreto de su pasado. Desde luego, no habría quien pudiera reconocerlas por las fotografías publicadas. ¡Lo feas que estaban!
El reloj dio la hora, y Poirot se puso en pie.
—No quiero entretenerle más. Ha sido usted muy amable.
—Me temo que no le he sido de gran ayuda. Un hombre apenas se da cuenta del aspecto que tiene la mujer que hace la limpieza. Pero aguarde un segundo. Es preciso que conozca a mi mujer. Jamás me perdonaría que le dejara marchar sin verla.
Salió al vestíbulo delante de Poirot, llamando:
—Shelagh… Shelagh…
Una voz repuso desde el piso superior.
—¡Baja! Tengo algo para ti.
Una mujer delgada, pálida, de cabello rubio, bajó rápidamente la escalera.
—He aquí a monsieur Hércules Poirot, Shelagh. ¿Qué te parece?
—¡Oh!
Mistress Rendell pareció demasiado sobresaltada para hablar. Los palidísimos ojos azules contemplaron a Poirot con alguna aprensión.
—Madame —dijo Poirot, inclinándose sobre la mano de la señora con el aire más extranjero de que fue capaz.
—Oímos decir que se hallaba usted aquí —dijo Shelagh Rendell—. Pero no sabíamos…
Se interrumpió y echó una rápida mirada al rostro de su esposo.
«Esta sigue siempre la pauta que su marido le da», pensó Poirot.
Soltó unas cuantas frases floridas y se despidió.
Se llevó consigo la impresión de un doctor Rendell jovial, y de una mistress Rendell aprensiva y de lengua trabada.
Tales eran los Rendell, a cuya casa había ido a trabajar mistress McGinty los martes por la mañana.
2
Hunter’s Close era una casa ochocentista sólidamente construida a la que se llegaba por una larga y descuidada avenida llena de hierba. En tiempos pasados no se la había considerado una casa grande; pero ahora lo era lo bastante para resultar, domésticamente, muy poco conveniente. Poirot preguntó por mistress Wetherby a la joven de aspecto extranjero que abrió la puerta.
Se le quedó mirando, y luego dijo:
—No lo sé. Tenga la bondad de pasar. ¿Se referirá a miss Henderson, quizá?
Le dejó en pie en el vestíbulo. Estaba bien amueblado y lleno de curiosidades de varias partes del mundo. Nada parecía muy limpio ni daba la sensación de que se hubiera quitado bien el polvo.
A los pocos minutos volvió a presentarse la joven. Dijo:
—Haga el favor de venir.
Y le condujo a una habitacioncita muy fría, amueblada con un amplio escritorio. Encima de la repisa de la chimenea había una cafetera de cobre muy grande y de feo aspecto, con un pitorro curvo enorme que se asemejaba a una nariz ganchuda.
Se abrió la puerta tras Poirot, y una muchacha entró en el cuarto.
—Mi madre está echada —dijo—. ¿En qué puedo servirle?
—¿Es usted miss Wetherby?
—Henderson. Mister Wetherby es mi padrastro.
Era una joven más bien fea, de unos treinta años de edad, grande y desgarbada. Tenía una mirada muy alerta y vigilante.
—Deseaba preguntarles qué podían decirme ustedes de una tal mistress McGinty que había trabajado aquí.
Le miró con fijeza.
—¿Mistress McGinty? ¡Si ha muerto!
—Lo sé —respondió Poirot con dulzura—. No obstante, me gustaría que me hablase de ella
—¡Oh! ¿Es para algún seguro o algo así?
—No se trata de seguros, sino de indicios nuevos.
—Indicios nuevos. ¿Se refiere, pues a su muerte?
—Me han contratado los abogados defensores para hacer ciertas investigaciones a favor de James Bentley —dijo Poirot. Sin dejar de mirarle, preguntó ella:
—Pero ¿no fue él quien la mató?
—Eso creyó el jurado. Pero no sería la primera vez que un jurado se equivocase.
—Así, pues, ¿fue en realidad otra persona quien la mató?
—Puede haberlo sido. Preguntó ella bruscamente:
—¿Quién?
—Esa —murmuró dulcemente Poirot—, esa es la cuestión.
—No comprendo en absoluto.
—¿No? Pero puede decirme algo de mistress McGinty, supongo. La joven respondió de mala gana:
—Supongo que sí… ¿Qué es lo que quiere saber?
—En primer lugar… ¿qué opinaba usted de ella?
—¡Ah! Pues… nada en particular. Era como cualquier otra persona.
—¿Charlatana o taciturna? ¿Curiosa o reservada? ¿Agradable o repulsiva? ¿Una mujer simpática, o todo lo contrario?
Miss Henderson reflexionó.
—Trabajaba bien… pero hablaba mucho. A veces decía cosas muy raras… En realidad… a mí no me era muy… muy simpática.
Se abrió la puerta, y la criada extranjera dijo:
—Miss Deirdre, su madre dice: haga el favor de traer…
—¿Mi madre desea que conduzca a este caballero a su presencia?
—Si hace el favor… gracias.
Deirdre Henderson miró dubitativa a Hércules Poirot.
—¿Quiere subir a ver a mi madre?
—¡Pues no faltaba más!
Deirdre le condujo al vestíbulo y escalera arriba, dijo, sin que viniera a cuento:
—Una se cansa tanto de los extranjeros…
Puesto que era evidente que pensaba en la criada y no en la visita, Poirot no se ofendió. Estaba diciéndose que Deirdre Henderson parecía una muchacha simple y sencilla hasta el punto de ser torpe.
El cuarto de arriba estaba lleno de chucherías. Era la habitación de una mujer que había viajado mucho y tenido el propósito de conservar un recuerdo de cuantos lugares visitara. La mayor parte de los recuerdos se habían fabricado, evidentemente, para delicia y explotación de turistas. Había demasiados sofás y mesas y sillas en la estancia, insuficiente ventilación y excesiva profusión de cortinajes. Y, en medio de todo, mistress Wetherby.
Mistress Wetherby parecía una mujer pequeñita, conmovedoramente pequeña, en una habitación muy grande. Tal era el efecto… Pero distaba mucho de ser tan pequeña como había decidido parecer. El tipo de mujer «pobrecita de mí» debe conseguir tal resultado muy bien, aun cuando sea en realidad de estatura regular.
Estaba reclinada muy cómodamente en un sofá, y cerca de ella se veían unos libros, labor de punto, un vaso de jugo de naranja y una caja de bombones. Dijo con animación:
—Tiene que perdonarme que no me levante; pero ¡se empeña tanto el médico en que he de reposar todos los días…! Y todo el mundo me regaña luego si no hago lo que me mandan.
Poirot tomó la mano que le tendían y se inclinó sobre ella con el debido murmullo de homenaje.
Detrás de él, inflexible, Deirdre dijo:
—Quiere saber algo de mistress McGinty.
La delicada mano que había yacido pasiva entre las suyas se contrajo, haciéndole pensar durante un instante en la garra de un pájaro. No era, en realidad, una pieza de delicada porcelana de Dresde, sino la garra de un ave de rapiña. Mistress Wetherby, con leve risa, susurró:
—¡Cuán absurda eres, Deirdre querida! ¿Quién es mistress McGinty?
—¡Oh!, mamá… sí que recuerdas. Trabajó en casa. Aquella a quien asesinaron, ¿sabes?
Mistress Wetherby cerró los ojos con un estremecimiento.
—Calla, querida. ¡Fue tan horrible! Estuve nerviosa semanas y semanas después del suceso. ¡Pobre anciana, pero qué estúpida! ¿A quién se le ocurre guardar dinero debajo del piso? Debiera haberlo metido en el Banco. Claro que me acuerdo de todo eso… solo que me había olvidado ya de su nombre.
Deirdre dijo, impávida:
—Quiere saber algo de ella.
—Por Dios, tenga la amabilidad de sentarse, monsieur Poirot. Me devora la curiosidad. Mistress Rendell acaba de telefonear diciéndome que teníamos un famoso criminalista aquí. Y le ha descrito a usted. Por eso, cuando esa idiota de Frieda describió a nuestro visitante, adquirí el convencimiento de que sería usted y le mandé recado para que subiera. Ahora, dígame, ¿qué es todo esto?
—Como ha dicho su hija, deseo saber algo de mistress McGinty. Trabajó aquí. Tengo entendido que venía a esta casa los miércoles. Y fue en miércoles cuando murió. Por consiguiente, creo que vendría aquí aquel día, ¿verdad?
—Supongo que sí. Sí; supongo que sí. En realidad, no puedo decírselo a ciencia cierta ahora. Hace tanto tiempo ya…
—Sí, varios meses. Y… ¿no dijo nada aquel día? ¿Nada especial?
—Esa clase de personas hablan siempre mucho —contestó mistress Wetherby con repugnancia—. Una no escucha en realidad. Y, en cualquier caso, no podía saber que iban a robarla y matarla aquella noche, ¿no le parece?
—Existe tal cosa como causa y efecto.
La señora frunció el entrecejo.
—No veo lo que quiere usted decir.
—Quizá no lo vea yo tampoco… todavía. Uno trabaja a través de la oscuridad hasta llegar a la luz. ¿Compran ustedes los periódicos dominicales, mistress Wetherby?
Abrió sus ojos azules de par en par.
—¡Oh, sí! Naturalmente. Estamos suscritos al Observery al Sunday Times. ¿Por qué lo dice?
—Por curiosidad. Mistress McGinty compraba el Sunday Comet y el News of the World.
Hizo una pausa; pero nadie dijo nada. Mistress Wetherby exhaló un suspiro y entornó los ojos. Dijo:
—Fue un trastorno. Ese horrible huésped suyo… No creo que pudiera estar del todo bien de la cabeza. Y al parecer era un hombre culto, por añadidura… Así resulta peor, ¿no le parece?
—¿Usted cree?
—¡Oh, sí!… Claro que lo creo. ¡Un crimen tan brutal! Una cuchilla de cortar carne. ¡Uf!
—La Policía no llegó a encontrar el arma homicida.
—La tiraría a algún estanque o al lago, seguramente.
—Dragaron los estanques —dijo Deirdre—. Los vi yo.
—Querida —suspiró la madre—, no seas morbosa. Bien sabes que odio pensar en esas cosas. Mi cabeza.
La muchacha se volvió hacia Poirot con ferocidad.
—No debe usted insistir sobre el particular —dijo—. Le hace daño. Es demasiado sensitiva. Ni siquiera puede leer novelas policíacas.
—Mil perdones —dijo Poirot. Se puso en pie—. Sólo tengo una excusa. A un hombre van a ahorcarle dentro de tres semanas. Si él no la asesinó…
Mistress Wetherby se incorporó sobre un codo.
—¡Claro que la asesinó él! —exclamó con voz chillona—. ¡Claro que la asesinó!
Poirot sacudió la cabeza.
—No estoy yo tan seguro, madame.
Salió apresuradamente del cuarto. Al bajar la escalera, la muchacha le siguió, alcanzándole en el vestíbulo.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —le preguntó.
—Lo que he dicho, mademoiselle.
—Sí, pero…
Se interrumpió.
Poirot no despegó los labios.
Deirdre Henderson dijo, muy despacio:
—Ha trastornado usted a mi madre. No le gustan esas cosas… robos y asesinatos… y violencia.
—Así, pues, tiene que haber recibido una sacudida muy grande al enterarse de que una mujer que trabajaba en su propia casa había muerto asesinada.
—¡Ah!, sí… sí que la recibió.
—Quedó postrada… ¿no es cierto?
—Se negó a escuchar cosa alguna relacionada con el suceso. Nosotros… yo… intentamos… ahorrarle malos ratos… todo lo que sea desagradable.
—¿Y la guerra?
—Por suerte, nunca cayeron bombas por estos contornos.
—¿Qué papel desempeñó usted en la guerra, mademoiselle?
—¡Oh!, hice trabajos para la V.A.D., en Kilchester. Y conduje para la W.V.S[4]. No hubiese podido marcharme de casa, claro. Mi madre me necesitaba. Aun así, le molestaba que estuviese ausente tanto. Me resultó todo muy difícil. Y luego, la cuestión de la servidumbre… Mi madre nunca ha hecho trabajo casero, claro… No está lo bastante fuerte. Y era tan difícil encontrar a nadie… Por eso nos pareció mistress McGinty una bendición. Fue entonces cuando empezó a venir a casa. Era una trabajadora magnífica. Pero, claro, nada… en ninguna parte… es lo que solía ser.
—¿Y no le importa eso tanto, mademoiselle?
—¿A mí? ¡Oh, no! —pareció sorprendida—. Pero con mamá es distinto. Ella vive en el pasado casi siempre.
—Hay alguna gente así —dijo Poirot.
Evocó mentalmente una imagen de la habitación en que había estado poco antes. Un cajón medio abierto de un buró… Un cajón lleno de chucherías… un acerico de seda, un abanico roto, una cafetera de plata; unas revistas antiguas. El cajón estaba demasiado lleno para que se pudiera cerrar del todo.
Agregó dulcemente:
—Y conservan cosas… recuerdos de otros tiempos… el programa de baile, el abanico, los retratos de amistades de antaño; hasta las minutas y los programas de teatro, porque, al mirar todas estas cosas, la memoria reverdece…
—Supongo que será eso —repuso Deirdre—; pero yo, personalmente, no lo comprendo. Yo nunca guardo nada.
—Usted mira hacia el futuro, no hacia atrás, ¿no es eso?
Deirdre contestó, muy despacio:
—No sé que mire en dirección alguna… Quiero decir que con el presente suele haber bastante; ¿no cree usted, señor, que estoy en lo cierto?
Se abrió la puerta de la calle y entró un hombre alto, delgado, de cierta edad. Se detuvo en seco al ver a Poirot.
Miró a Deirdre, enarcando las cejas en muda interrogación.
—Este es mi padrastro —dijo la joven—. No… no conozco su nombre, señor…
—Yo soy Hércules Poirot —contestó este con el natural aire de embarazo de quien anuncia un título real.
A mister Wetherby no pareció causarle la menor impresión.
Dijo «¡Ah!», y se volvió para colgar el abrigo en la percha.
Deirdre añadió:
—Vino a preguntar acerca de mistress McGinty.
Wetherby quedóse inmóvil un instante.
Luego terminó de ajustar el abrigo sobre el colgador.
—Eso se me antoja verdaderamente asombroso —dijo—. La mujer halló la muerte hace meses y; aunque trabajó aquí, no tenemos información alguna respecto a ella o su familia. De haberla tenido, se la hubiésemos dado ya a la Policía.
Era decidido el tono. Consultó el reloj.
—La comida, supongo, estará dispuesta dentro de un cuarto de hora…
Deirdre contestó secamente:
—Me temo que no esté hasta muy tarde hoy.
Mister Wetherby volvió a enarcar las cejas.
—¿De veras? ¿Me es lícito preguntar por qué?
—Frieda ha estado bastante ocupada.
—Mi querida Deirdre, siento tener que recordártelo, pero la labor de llevar la casa recae sobre ti. Agradecería un poco más de puntualidad.
Miró a su hijastra con antipatía y frialdad. Y algo muy parecido al odio brilló en la mirada que la joven le devolvió.
Poirot abrió la puerta y se fue.