Capítulo VIII

1

—¿Una carta? —Bessie Burch movió negativamente la cabeza—. No; no recibí ninguna carta de mi tía. ¿Para qué iba a escribirme?

Poirot sugirió:

—Tal vez quisiera decirle algo.

—Mi tía no era muy amiga de escribir. Andaba camino de los setenta, y en su niñez no se iba mucho al colegio.

—Pero ¿sabía leer y escribir?

—¡Oh, claro! No leía mucho, sin embargo… aunque le gustaba el periódico. Es decir, los dominicales: el News of the World y el Sunday Comet. Pero escribir le resultaba difícil siempre. Si algo tenía que decirme, como que no fuésemos a verla o que ella no podía venir a vernos, solía telefonear a mister Benson, el farmacéutico de la esquina. Y él se encargaba de darnos el recado. Es muy amable en ese sentido mister Benson. Estamos dentro del radio, ¿sabe?, conque solo cuesta dos peniques telefonearnos. Hay aparato en la estafeta de Correos de Broadhinny.

Poirot asintió con un gesto. Comprendía que siempre era una ventaja que costara dos peniques y no dos peniques y medio. Ya se había imaginado a mistress McGinty como ahorradora en grado sumo. Le había gustado mucho el dinero.

Insistió con dulzura:

—Pero su tía sí que le escribía a veces, ¿no es así?

—Las tarjetas de felicitación por Navidades.

—¿Y… quizá tendría amistades en otras partes de Inglaterra, a las que escribiría?

—No sé nada de eso. A su cuñada, quizá… pero murió hace dos años. Y a mistress Birdlip… pero ha muerto también.

—De suerte que si le escribió a alguien, lo más probable es que se tratara de una contestación a otra carta que hubiese ella recibido, ¿no es eso?

De nuevo pareció dudar Bessie Burch.

—La verdad, no sé a quién iba a ocurrírsele escribirle. Claro está que —agregó iluminándosele el semblante— siempre queda el recurso de que le escribiera el Gobierno.

Poirot asintió; en estos tiempos, las comunicaciones de lo que Bessie llamaba «Gobierno» constituían la regla más bien que la excepción.

—Y menudo jaleo suele ser —prosiguió mistress Burch—. Hojas que llenar y un sinfín de preguntas impertinentes que no debieran hacérsele a ninguna persona honrada.

—Así, pues, ¿pudo haber recibido mistress McGinty alguna comunicación del Gobierno que no tuviera más remedio que contestar?

—De haber sido así, hubiese venido con ella a Joe para que le ayudase a hacerlo. Todos esos formularios la hacían un lío y siempre se los traía a Joe.

—¿Recuerda usted si había alguna carta entre sus efectos personales?

—No se lo puedo decir con exactitud. Yo no me acuerdo de ninguna. Pero, después de todo, fue la Policía la que se hizo cargo de sus cosas al principio. Hasta mucho más tarde no me permitió que me las llevase.

—¿Qué fue de esas cosas?

—Esa cómoda de allá era de ella… bien sólida, de caoba… Y hay un armario arriba, y algunos utensilios de cocina. Vendimos lo demás, porque no teníamos sitio donde meterlo.

—Me refería a las cosas de uso personal: cepillos, peines, retratos, cosas de tocador, ropa…

—¡Ah, eso! Si quiere que le diga la verdad, lo metí todo en una maleta y aún está arriba. No sé qué hacer con ello. Se me ocurrió que podría llevar la ropa al bazar de beneficencia de Nochebuena. Pero, a última hora, se me olvidó. No me pareció bien vendérsela a esa gentuza que se dedica a la venta de ropa de segunda mano.

—¿Podría ver el contenido de esa maleta?

—No hay inconveniente. Aunque no creo que encuentre nada que le ayude. La Policía lo repasó ya todo, ¿sabe?

—Ya lo sé. Sin embargo…

Mistress Burch le condujo a una minúscula alcoba de la parte de atrás que se empleaba principalmente, según dijo a Poirot, como cuarto de coser. Sacó una maleta de debajo de la cama. Dijo:

—Bueno, pues aquí tiene, y me perdonará que no me quede, pero tengo que atender al guisado.

Poirot le excusó de buena gana y oyó cómo bajaba otra vez la escalera. Tiró de la maleta y la abrió.

Una vaharada de naftalina le inundó el olfato.

No sin cierta compasión, extrajo el contenido tan elocuente como revelador, de una mujer muerta ya. Un gabán largo, negro, bastante usado. Dos jerseys de lana. Una chaqueta y una falda. Medias. Nada de ropa interior (seguramente se la habría apropiado Bessie para su uso). Dos pares de zapatos envueltos en periódicos. Un cepillo y un peine, muy usados, pero limpios. Un espejo antiguo, de abollado respaldo de plata. Una fotografía, con marco de cuero, de una pareja de novios, vestida al estilo de treinta años antes; retrato, sin duda, de mistress McGinty y de su esposo. Dos postales con vistas de Margate. Un perro de porcelana. Una receta para hacer mermelada de calabaza, arrancada de un periódico. Otro recorte que contenía una información sensacional sobre los «platillos volantes». Otro, con las profecías de Mother Shipton[2] y una Biblia y un devocionario. No encontró bolsos ni guantes. Bessie los habría tomado o regalado. Aquella ropa, juzgó Poirot, hubiera resultado demasiado pequeña para la robusta Bessie. Mistress McGinty había sido una mujer delgada.

Desenvolvió uno de los pares de zapatos. Eran estos de buena calidad y en muy buen uso. Decididamente demasiado cortos para Bessie Burch.

Se disponía a envolverlos de nuevo cuando se fijó en el nombre del periódico: el Sunday Comet del 19 de noviembre.

A mistress McGinty la habían asesinado el 22 del mismo mes.

Aquel era, pues, el periódico que comprara el domingo anterior a su muerte. Había estado tirado en su cuarto, habiéndolo aprovechado Bessie Burch más tarde para envolver con él los zapatos.

Domingo, 19 de noviembre y el lunes, mistress McGinty había entrado en la estafeta a comprar un frasco de tinta…

¿Podría obedecer eso a algo que leyera en el periódico dominical?

—Desenvolvió el otro par de zapatos. El periódico empleado era el News of the World de la misma fecha.

Los alisó y se los llevó a la silla, sentándose para leerlos. E hizo inmediatamente un descubrimiento. Se había recortado algo de una de las páginas del Sunday Comet. Se trataba de un trozo rectangular de la página central. El espacio era demasiado grande para los recortes que encontrara.

Examinó ambos periódicos, pero no halló ninguna otra cosa de interés. Envolvió en ellos los zapatos nuevamente, y volvió a dejar cerrada la maleta.

Bajó la escalera.

Mistress Burch estaba ocupada en la cocina.

—No habrá encontrado usted nada, ¿verdad?

—No, por desgracia. —Agregó, sin darle importancia—: Supongo que no habría ningún recorte de periódico en el portamonedas de su tía o en su bolso, ¿verdad?

—No recuerdo ninguno. Quizá se lo llevaron los guardias.

Pero los guardias no se habían llevado ninguno, lo sabía Poirot por las notas de Spence. Figuraba una lista del contenido del bolso de la anciana, y entre este no se hallaba recorte alguno.

«¡Eh bien! —se dijo Hércules Poirot—, el paso siguiente es fácil. O me llevo un chasco, o doy un avance».

2

Sentado muy quieto, con uno de los tomos de periódicos encuadernados del archivo ante sí, Poirot se dijo que, al darle importancia al frasco de tinta, no le había engañado el corazón.

El Sunday Comet era muy dado a dramatizar de una forma romántica los acontecimientos del pasado.

El periódico que estaba mirando Poirot era el Sunday Comet del 19 de noviembre.

En la parte superior de la página central aparecían las palabras siguientes en tipos grandes:

MUJERES VÍCTIMAS DE

TRAGEDIAS DE ANTAÑO.

¿DÓNDE ESTÁN ESTAS

MUJERES AHORA?

Debajo de los titulares había cuatro reproducciones muy confusas de retratos sacados, evidentemente, muchos años antes.

Ninguna de ellas tenía aspecto trágico. Más bien parecían ridículas, puesto que casi todas vestían a la antigua, y no hay cosa más ridícula que las modas pasadas, aunque, dentro de otros treinta años o así, puede haber reaparecido su encanto o, por lo menos, haberse hecho aparente de nuevo. Debajo de cada retrato había un nombre.

Eva Kane, la «otra» en el famoso caso Craig.

Janice Courtland, la «esposa trágica» cuyo marido era un demonio con forma humana.

La pequeña Lily Gamboll, trágica criatura, producto de nuestra excesivamente poblada edad.

Vera Blake, esposa de un asesino sin sospecharlo.

Y luego la pregunta en letras muy grandes otra vez:

¿DÓNDE ESTÁN ESTAS

MUJERES AHORA?

Poirot parpadeó, y se puso a leer minuciosamente la romántica prosa que daba la historia de aquellas nebulosas heroínas.

El nombre de Eva Kane lo recordaba, porque el caso Craig había sido muy célebre. Alfred Craig era secretario del Ayuntamiento de Parminster, hombrecito concienzudo, difícil de clasificar, correcto y agradable. Había tenido la desgracia de casarse con una mujer fastidiosa y apasionada que le obligó a contraer deudas, que le dominó por completo, que le hizo la vida imposible con su lengua viperina, y que padecía de dolencias nerviosas, las cuales, según amigos poco bondadosos, eran puramente imaginarias. Eva Kane era la institutriz, muchacha de diecinueve años, bonita, débil y bastante simple. Se enamoró perdidamente de Craig, y Craig de ella.

Un día, los vecinos supieron que a mistress Craig le «habían ordenado que marchase al extranjero» por motivos de salud. Así había dicho Craig, por lo menos. La llevó a Londres, primera etapa del viaje, en automóvil, un atardecer, partiendo ella desde allí para el sur de Francia. Regresó a continuación a Parminster anunciando, a intervalos, que, a juzgar por el contenido de sus cartas, su esposa no había mejorado. Eva Kane se quedó para gobernar la casa, y ello acabó por dar pábulo a las lenguas. Por fin, Craig recibió la noticia de que su mujer había muerto en el extranjero. Se marchó, regresando a la semana siguiente con el relato del entierro.

En algunas cosas, Craig era un poco inocente. Cometió el error de mencionar el lugar en que había muerto su mujer, una playa veraniega relativamente bien conocida en la Costa Azul. Sólo hizo falta que alguien que tenía familia o amistades allí les escribiera, descubriese que ni había muerto ni había sido enterrada persona alguna de tal nombre y, tras un período de comadreo, se lo comunicara a las autoridades.

Lo que sucedió a continuación puede resumirse en pocas palabras.

Mistress Craig no había marchado a la Costa Azul. Se la había cortado en trocitos y enterrado en el sótano de la casa. Y la autopsia llevada a cabo reveló la presencia de un alcaloide vegetal.

Se detuvo y procesó a Craig. A Eva Kane la acusaron de cómplice al principio, pero se retiró la acusación, puesto que se vio bien claro que no había tenido en ningún momento conocimiento de lo sucedido. Craig acabó por confesar, fue sentenciado a muerte y lo ejecutaron.

Eva Kane, que estaba encinta, abandonó Parminster y, según las palabras del Sunday Comet:

»Parientes bondadosos le ofrecieron en el Nuevo Mundo un hogar. Cambiando de nombre, la desdichada niña, seducida en su inocente adolescencia por un ser vil e inhumano, abandonó para siempre estas costas, con el fin de empezar de nuevo la vida y guardar eternamente encerrado en su pecho, y ocultárselo a su hija, el nombre de su padre.

»—Mi hija se criará feliz e inocente. No manchará su existencia el cruel pasado. Eso lo juro. Mis trágicos recuerdos continuarán siendo míos tan sólo.

«¡Pobre, frágil y confiada Eva Kane! ¡Conocer tan joven la villanía e infamia del hombre! ¿Dónde está ahora? ¿Habrá, quizá, en alguna población del Oeste Medio americano una mujer entrada en años, silenciosa y respetada por sus vecinos, de mirada triste tal vez?… ¿Y va a ver a "mamá" una muchacha joven, feliz y alegre, puede que con hijos propios, que le cuenta los pequeños sinsabores de la vida diaria, sin la menor idea de los sufrimientos que ha soportado en el pasado su madre?».

¡Oh, la la! —murmuró Hércules Poirot. Y pasó a la «trágica» víctima siguiente.

No cabía duda de que Janice Courtland, la «esposa trágica», había sido desgraciada en cuanto al marido. Sufrió durante ocho años sus singulares prácticas, a las que se hacía referencia con una cautela tal que despertara inmediatamente la curiosidad. Ocho años de martirio, aseguraba el Sunday Comet con firmeza. Y, entonces, Janice encontró un amigo, un joven idealista, desinteresado, quien, lleno de horror ante una escena entre marido y mujer que había presenciado por accidente, se abalanzó sobre el esposo con tal vigor, que este cayó al suelo, dándose con la cabeza contra un bordillo de mármol que había junto a la chimenea. El jurado halló la provocación intensa, decidió que el joven idealista no había tenido la menor intención de matar, y le sentenció a cinco años por homicidio.

La atormentada Janice, aterrada por la publicidad que le diera el asunto, marchó al extranjero a «olvidar».

Inquiría el Sunday Comet:

«¿Ha olvidado? Así lo esperamos. Quizá viva en estos instantes en alguna parte una esposa y madre feliz para quien los años de sufrimiento y pesadilla, silenciosamente soportados, no parezcan ahora más que un sueño…».

—¡Vaya, vaya…! —dijo Poirot.

Y pasó a Lily Gamboll, la trágica criatura producto de nuestra excesiva poblada edad.

A Lily Gamboll al parecer le habían sacado de su excesivamente habitado hogar. Una tía suya asumió la responsabilidad de criarla. Lily quiso ir al cine, y la tía dijo: «No». Lily Gamboll cogió la cuchilla de picar carne, que yacía muy a mano sobre la mesa, y le descargó un golpe con ella a su tía. La mujer, aunque autócrata, era pequeña y frágil. El golpe la mató. Lily estaba muy desarrollada y tenía buena musculatura a pesar de sus doce años. Un reformatorio le había abierto sus puertas, desapareciendo Lily de escena…

»A estas alturas es ya mujer. Y se encuentra en libertad. Y puede ocupar un lugar en nuestra civilización. Su conducta durante los años de encierro y prueba se dice que fue ejemplar. ¿No demuestra esto que no es a la niña sino al sistema a quien se ha de echar la culpa? Criada en la ignorancia y la miseria, la pequeña Lily fue víctima del ambiente.

«Ahora, habiendo purgado su trágico error, vive en alguna parte, esperamos que feliz, buena ciudadana y buena esposa y madre. ¡Pobrecita Lily Gamboll!».

Poirot sacudió la cabeza. Una niña de doce años que le larga un golpe a su tía con una cuchilla de picar carne y le pega lo bastante fuerte para matarla, no era, en su opinión, una niña muy agradable. En este caso, sus simpatías se decantaban hacia la tía.

Pasó a Vera Blake.

Esta era, evidentemente, una de esas mujeres a las que todo les sale mal. Había empezado haciéndose novia de un muchacho que resultó ser un gangster reclamado por la Policía como autor del asesinato del vigilante de un Banco. Casó luego con un comerciante muy respetable que más tarde se supo traficaba en géneros robados. Las dos hijas, con el tiempo, habían llamado también la atención de la Policía. Acompañaban a mamá a los grandes almacenes y se encargaban de llevarse lo que podían.

Por fin, sin embargo, había aparecido en escena un «hombre bueno», que ofreció a la trágica Vera un hogar en los Dominios. Ella y sus hijas abandonarían este viejo y agotado país.

«En adelante, una Nueva Vida le aguardaba. Por fin, tras largos años de repetidos golpes del Destino, las desdichas de Vera han terminado».

—¿Si será eso verdad? —murmuró Poirot con escepticismo—. ¡Nada me extrañaría que descubriese que se había casado con un timador o jugador con ventaja de los que se dedican a desplumar durante la travesía a los que hacen viajes transatlánticos!

Se retrepó en su asiento y contempló los cuatro retratos. Eva Kane, con revuelta cabellera rizada y un sombrero enorme, sostenía un manojo de rosas pegado a la oreja, como si fuera un teléfono. Janice Courtland llevaba un sombrerito de campana calado hasta por encima de las orejas, y la cintura del vestido a la altura de las caderas. Lily Gamboll era una muchacha más bien fea, cuya boca abierta daba la sensación de que tenía inflamación nasal y que usaba gafas de gruesos cristales. Vera Blake aparecía tan trágicamente blanca y negra, que no se distinguían las facciones.

Mistress McGinty había recortado aquel artículo, con fotografías y todo. ¿Por qué? ¿Porque le interesaban los relatos nada más? Lo dudaba. Mistres McGinty había conservado muy pocas cosas durante sus sesenta y tantos años de vida; eso lo había podido comprobar Poirot por las notas del superintendente.

Arrancó la anciana el artículo el domingo, y el lunes compró un frasco de tinta. De esto último parecía deducirse que ella, que nunca escribía cartas, estaba a punto de lanzarse a escribir una. De haberse tratado de una carta de negocios, probablemente le hubiera pedido a Joe Burch que la ayudase. Por tanto, no se había tratado de negocios, sino de… ¿qué?

La mirada de Poirot recorrió las cuatro fotografías otra vez.

«¿Dónde se encuentran estas mujeres ahora?», preguntaba el Sunday Comet.

«Una de ellas —pensó Poirot— pudiera muy bien haber estado en Broadhinny en noviembre pasado».

3

Hasta el día siguiente no logró Hércules Poirot hallarse frente a frente con miss Pamela Horsefall.

Miss Horsefall no podía concederle una entrevista muy larga porque, según dijo, tenía que marchar a Sheffield.

Miss Horsefall era alta, de aspecto masculino, gran bebedora y fumadora, y al mirarla se hubiese creído improbable que su pluma hubiera destilado tan pegajoso sentimentalismo en el Sunday Comet. Y, sin embargo, ella había sido.

—Escupa, escupa… —le dijo miss Horsefall a Poirot con impaciencia—. Tengo que marcharme.

—Se trata de su artículo publicado en el Sunday Comet. En noviembre. La serie de Mujeres Trágicas.

—¡Ah!, esa serie… Una porquería, ¿no le parece?

Poirot se negó a emitir opinión. Dijo:

—Me refiero, en particular, al artículo sobre mujeres Asociadas con el Crimen, que se publicó el diecinueve de dicho mes. Trataba de Eva Kane, Vera Blake, Janice Courtland y Lily Gamboll.

Miss Horsefall se echó a reír.

¿Dónde se hallan estas trágicas mujeres ahora? Ya me acuerdo.

—Supongo que recibe usted a veces correspondencia después de escribir artículos semejantes.

—¡Y que lo diga! Hay gente que no parece tener otra cosa que hacer que escribir cartas. Alguien «vio una vez al asesino Craig caminando calle abajo». Otra quisiera contarme «la historia de su vida, mucho más trágica que cuanto pudiera yo imaginarme».

—¿Recibió usted alguna carta firmada por una tal mistress McGinty, de Broadhinny?

—Mi querido amigo: ¿cómo rayos quiere que lo sepa? Recibo las cartas a espuertas. ¿Cómo he de recordar un nombre en particular?

—Creí que pudiera usted recordarlo —dijo Poirot—, porque unos días más tarde asesinaron a esa señora.

—Eso es hablar —miss Horsefall olvidó su impaciencia por marchar a Sheffield y se sentó a horcajadas en la silla—. McGinty… McGinty… Me suena el nombre. Le pegó en la cresta su huésped. Un crimen muy poco interesante desde el punto de vista del público. Carecía de atractivo sexual. ¿Dice usted que me escribió esa mujer?

—Creo que escribió al Sunday Comet.

—Viene a ser lo mismo. Vendría a parar a mis manos. Y habiendo muerto asesinada… y publicando su nombre los periódicos… debiera recordar… —se interrumpió—. Escuche… No escribió desde Broadhinny, sino desde Broadway.

—Así, pues, ¿la recuerda usted?

—No estoy segura… Pero el nombre… Es un nombre cómico, ¿verdad? ¡McGinty! Sí… una letra atroz y de una semianalfabeta. Si hubiese caído yo en la cuenta… Pero estoy segura de que vino de Broadway.

—Usted misma asegura que la letra era infame. Broadway y Broadhinny… podrían parecer igual.

—Sí… tal vez sí. Después de todo, no es probable que conociese una esos nombres rurales tan raros. McGinty, sí. Recuerdo, definitivamente. Quizá el asesinato fijara el nombre en mi memoria.

—¿Recuerda usted lo que le decía en su carta?

—Algo relacionado con una fotografía. Ella sabía dónde se encontraba un retrato igual a uno de los publicados. ¿Estaríamos dispuestos a comprárselo? ¿Y por cuánto?

—Y… ¿ustedes contestaron?

—Mi querido amigo, no nos interesa nada de esa clase. Dimos la respuesta de ritual. Gracias cortésmente, pero no hay nada que tratar; y como la mandamos a Broadway, supongo que no la llegaría a recibir.

«Ella sabía dónde se encontraba un retrato…». A la mente de Poirot acudió el recuerdo de la voz de Maureen Summerhayes: «Claro que husmeaba un poco».

Mistress McGinty había husmeado. Era honrada. Pero le gustaba enterarse de las cosas. Y la gente solía guardar ciertas cosas tontas, sin significado, de tiempos pasados. Las guardaba por razones sentimentales o, simplemente, porque se olvidaba de su existencia…

Se puso en pie.

—Gracias, miss Horsefall. Me perdonará usted, pero ¿eran exactos los datos que publicó en el artículo? Observo, por ejemplo, que el año del procesamiento de Craig está equivocado… En realidad fue doce meses después de lo que usted dice. Y, en el caso de Courtland, el nombre del marido era Herbert, si mal no recuerdo, y no Hubert. La tía de Lily Gamboll tenía su residencia en Buckinghamshire, no en Bergshire.

Miss Horsefall agitó un cigarrillo.

—Mi querido amigo, la exactitud era totalmente innecesaria. El artículo no era más que una empalagosa y estúpida mezcolanza de romanticismo desde el principio al fin. Me empollé unos cuantos datos para liarme después a decir sandeces.

—Lo que yo quiero decir es que ni siquiera el carácter de sus heroínas sería acaso tal como usted lo representó.

Pamela soltó una risa que parecía un relincho.

—Claro que no. ¿Usted qué cree? No me cabe la menor duda de que Eva Kane era una perfecta ramera y no una inocente atropellada. En cuanto a la Courtland, ¿por qué sufrió en silencio ocho años con un sádico pervertido? Porque tenía dinero a espuertas y el amiguito romántico carecía de un penique.

—¿Y la trágica niña Lily Gamboll?

—Me haría muy poca gracia que anduviera haciendo cabriolas en torno mío con una cuchilla de carnicero[3].

Poirot fue contando las frases con los dedos:

—Abandonaron el país… se fueron al Nuevo Mundo… al extranjero… «a los Dominios»… «para empezar una vida nueva». Y no hay nada, ¿verdad?, que demuestre que no volvieron, andando el tiempo, a Inglaterra.

—Nada en absoluto —asintió miss Horsefall—. Y ahora… sí que tengo que salir corriendo…

Más tarde, aquella misma noche, Poirot llamó por teléfono a Spence.

—Me he estado preguntando qué habría sido de usted, Poirot. ¿Ha descubierto algo? ¿Algún detalle?

—He hecho pesquisas —contestó Poirot, sombrío.

—¿Bien?

—Y el resultado de ellas es el siguiente: la gente que vive en Broadhinny es, toda ella, muy buena gente.

—¿Qué quiere decir con eso, monsieur Poirot?

—¡Ah, amigo mío!, imagínese: «Muy buena gente». No sería esta la primera vez en que ese mero hecho fuera motivo de asesinato.