—La verdad es que no lo sé —dijo mistress Burch.
Lo había dicho ya tres veces. No era fácil vencer la desconfianza que le inspiraban instintivamente los caballeros de aspecto extranjero, con negros mostachos y gabanes forrados de piel…
—Bien desagradable que ha sido —prosiguió— que asesinaran a la pobre tía, y que vinieran los guardias y todo eso. Pisoteándolo todo, husmeando y haciendo preguntas… Con los vecinos alborotados. Al principio creí que nunca podríamos levantar la cabeza ya. Y la madre de mi marido se enfadó y todo. No hacía más que decir: «Nunca ha pasado una cosa así en la familia mía» y «¡Pobre Joe!», y cosas por el estilo. ¿Y yo? ¿Por qué no pobre yo también? Era tía mía, ¿verdad? Pero, la verdad, yo creí que eso se había liquidado ya.
—¿Y si James Bentley fuera inocente, después de todo?
—¡No diga tonterías! ¡Claro que no es inocente! Fue él quien la mató. Nunca me gustó su cara. Iba por ahí hablando solo. Ya se lo dije yo a tía, digo: «No deberías tener en casa a un hombre así. El día menos pensado pierde la chaveta del todo», dije. Pero ella contestó que era pacífico, que tenía muy buena voluntad, y no daba que hacer. No bebía, me dijo, ni fumaba siquiera. Bueno, supongo que se habrá desengañado ya a estas horas la pobre.
Poirot la miró pensativo. Era una mujer grandullona, rolliza, de color sano y humorística boca. La casita estaba limpia y ordenada, y olía a lustre para los muebles. Un leve y apetitoso aroma flotaba desde la cocina. Una buena esposa, que conservaba la casa limpia y se tomaba la molestia de hacerle la comida al marido. Poirot le concedió su aprobación. Estaba llena de prejuicios y era testaruda; pero, después de todo, ¿por qué no? Decididamente, no era aquella la clase de mujer que pudiera uno imaginar capaz de atacar a su tía con una cuchilla de carnicero o de consentir que lo hiciera su esposo.
Spence no la había creído mujer de esa clase, y, de bien mala gana, Hércules Poirot se vio obligado a estar de acuerdo con él. Spence había investigado las finanzas de los Burch, sin hallar por aquel lado razón alguna para cometer asesinato, y Spence era un hombre muy concienzudo en sus pesquisas.
Suspiró y perseveró en su tarea de desvanecer la desconfianza que a mistress Burch le inspiraban todos los extranjeros. Desvió la conversación del crimen y la enfocó en la víctima del mismo. Hizo preguntas acerca de la «pobre tía», de su salud, de sus costumbres, de sus preferencias en cuestión de comidas y bebidas, de sus ideas políticas, de su difunto marido, de su actividad ante la vida, ante las cuestiones sexuales, ante el pecado, ante la religión, ante los niños y ante los animales.
No tenía idea de si habría algo entre toda aquella información que pudiera servirle. Registraba un pajar en busca de una aguja. Pero incidentalmente aprendía también algo de cómo era Bessie Burch.
Esta, en realidad, no sabía gran cosa de su pariente. Era un lazo familiar, y como tal se la honraba. Pero sin intimar. De cuando en cuando, un domingo al mes o cosa así, ella y Joe habían ido a comer con la tía. Y con menos frecuencia aún, la tía les había hecho una visita a ellos. Se felicitaban y se enviaban regalos por Navidad. Sabían que la anciana tenía ahorrado algo. Y también que a su muerte lo heredarían ellos…
—Pero eso no quiere decir que lo necesitásemos —explicó mistress Burch, sonrojándose—. Nosotros tenemos nuestros ahorrillos igualmente. Y la enterramos muy bien. Fue un entierro hermoso de verdad… con flores y todo.
A la tía le había gustado hacer ganchillo. No le gustaban los perros, porque ensuciaban y revolvían la casa; pero había tenido un gato canelo. Se le fue y no había vuelto a tener otro. Pero la encargada de la estafeta de Correos iba a darle un gatito. Conservaba muy limpia la casa y no le gustaba el desorden. Tenía los dorados que daba gusto verlos y fregaba el suelo de la cocina todos los días. No le iba mal asistir a casas particulares. Un chelín y diez peniques por hora; dos chelines le daban en Holmeleigh, la residencia de mister Carpenter. Tenían el dinero a espuertas los Carpenter. Habían querido que tía fuese más veces a la semana, pero tía no quiso dejar plantadas a las otras señoras, porque las había servido antes de ir a casa de los Carpenter, y no hubiera estado bien.
Poirot mencionó a mistress Summerhayes, de Long Meadows.
—¡Ah, sí! Tía iba a su casa. Dos veces a la semana. Habían vuelto de la India, donde tenían la mar de servidumbre indígena, y mistress Summerhayes no tenía la menor idea de cómo llevar una casa. Intentaron cultivar la huerta para vender las hortalizas en el mercado; pero tampoco entendían una palabra de eso. Cuando los niños volvían a casa a pasar las vacaciones, aquello era un verdadero infierno. Pero mistress Summerhayes era una señora muy simpática y la anciana le había tomado afecto.
Así fue creciendo el retrato. Mistress McGinty hacía ganchillo y labor de punto, fregaba suelos, daba lustre a los dorados, era amante de los gatos, pero no de los perros. Le gustaban los niños, pero no demasiado. Era reservada. Iba a la iglesia los domingos; pero no tomaba parte en ninguna actividad parroquial. A veces, muy pocas, iba al cine. No era partidaria de los amoríos y había dejado de ir a trabajar a casa de un artista y su esposa al descubrir que no estaban casados como era debido. No leía libros; pero disfrutaba leyendo el periódico dominical Y le gustaban las revistas viejas cuando las señoras se las regalaban. Aunque no iba mucho al cine, le interesaba oír hablar de las estrellas de la pantalla y de sus actividades. La política no le interesaba; pero votaba a los conservadores, como lo hiciera siempre su esposo. Jamás gastaba gran cosa en vestir. Las señoras le daban mucha ropa. Y era ahorrativa por naturaleza.
En resumen, mistress McGinty resultaba haber sido aproximadamente lo que Poirot había supuesto. Y Bessie Burch, su sobrina, era la Bessie Burch descrita en las notas del superintendente Spence.
Antes que se despidiera Poirot, llegó Joe Burch a comer. Un hombrecillo perspicaz, del que podía estar uno mucho menos seguro que de su esposa. Observó en él cierto nerviosismo. Dio menos muestras de desconfianza y hostilidad que su mujer. Es más, parecía tener viva ansiedad por crear la sensación de que deseaba cooperar con el detective.
Y eso, se dijo Poirot, estaba levemente fuera de carácter. Porque ¿a santo de qué había de tener Joe Burch tanta ansiedad por aplacar a un desconocido extranjero importuno? Solo podía haber una explicación: que el forastero se había presentado con una carta del superintendente Spence, del Cuerpo de Policía del condado.
¿Por qué razón Joe Burch quería estar bien con la Policía? ¿Sería porque él, al revés que su mujer, no podía permitirse el lujo de criticar a las autoridades?
Un hombre, quizá, con la conciencia intranquila. ¿Por qué? Muchas podían ser las razones, sin necesidad de que tuvieran cosa alguna que ver con la muerte de mistress McGinty. ¿O sería que la coartada del cine era falsa, que Joe era quien había llamado a la puerta de la casita y matado a la anciana? En tal caso, era de suponer que, si sacó cajones y registró cuartos, fue con el exclusivo propósito de hacer creer que se trataba de un robo. El dinero fue escondido en el exterior para comprometer a Bentley. Lo que a Joe le interesaba era el depósito de la Caja de Ahorros: las doscientas libras esterlinas que heredaría su esposa y que, por alguna razón, necesitaba con urgencia.
Nunca había llegado a encontrarse el arma, recordó Poirot. ¿Por qué no la habían dejado en el lugar del crimen? ¿Quién no sabe lo suficiente en estos tiempos para usar guantes o limpiar el mango para eliminar huellas dactilares? Teniendo esto en cuenta, ¿por qué se la habían llevado? Debía de ser pesada y con un filo muy cortante. ¿Se temía, acaso, que se la identificara fácilmente como propiedad de los Burch? ¿Se hallaba el arma en la casa en aquellos instantes?
Algo parecido a una cuchilla de carnicero, según el forense. Pero no necesariamente, tal herramienta. Algo quizá fuera de lo normal… algo que podría identificarse sin dificultad. Las autoridades lo habían buscado sin encontrarlo, a pesar de registrar bosques y dragar estanques. Nada faltaba de la cocina de mistress McGinty. Ninguno podía asegurar que hubiese tenido James Bentley arma que se le pareciera. Jamás logró descubrirse que hubiese comprado una cuchilla de carnicero o cosa semejante. Un detalle, aunque pequeño, a su favor. Ignorado entre el peso de las demás pruebas. Detalle, no obstante…
Poirot echó una rápida mirada a su alrededor en la salita en que se hallaba. No estaría de más aquel vistazo. ¿Se encontraba el arma allí, en alguna parte de la casa? ¿Era eso el porqué de la inquietud y actitud conciliadora de Joe Burch? No lo sabía Poirot. No creía, en realidad, que lo fuese. Pero no estaba completamente seguro.