Reinó el silencio unos instantes.
—Vino usted a mí…
Poirot no terminó la frase.
El superintendente Spence alzó la mirada. El color se le había acentuado. Era su rostro típicamente provinciano, inexpresivo, de ojos perspicaces y francos: el rostro de un hombre de normas fijas, de principios bien definidos, que jamás dudaría de sí mismo y tendría siempre un concepto claro de lo que constituía el bien hacer y el mal obra.
—Llevo ejerciendo mi profesión mucho tiempo —dijo—. He tenido mucha experiencia de esto, de lo otro y de lo de más allá. Sé juzgar a un hombre tan bien como el que más. Durante mis años de servicio he investigado numerosos casos de asesinato… algunos sumamente sencillos, otros de no tanta sencillez. Uno de ellos lo conoce usted, monsieur Poirot.
Este movió afirmativamente la cabeza.
—Y bien retorcido que fue —prosiguió Spence—. De no haber sido por usted, es posible que no hubiéramos visto claro. Pero, gracias a su intervención, vimos con claridad… y no hubo duda alguna acerca de lo ocurrido. Lo propio sucedió con los otros de los que usted no tiene noticia. El del Silbador, por ejemplo. Ese recibió su merecido. El de los individuos aquellos que mataron al viejo Guterman. El de Verall y su arsénico. Tranter se libró, pero no cabe duda acerca de su culpabilidad. Mistress Courtland… esa sí que fue afortunada. Su marido era un mal bicho y un pervertido. Por eso la absolvió el jurado. No fue justicia, sino un simple acto de sentimentalismo. Cosas así suceden de cuando en cuando y hay que contar con ellas. A veces no hay pruebas suficientes… otras, el sentimentalismo interviene… y no faltan aquellas en que un asesino logra engañar al jurado. Esto último no ocurre con frecuencia, pero puede ocurrir. En ocasiones se debe a la habilidad del abogado defensor; en otras es el fiscal quien equivoca el camino. ¡Ah, sí, yo he visto muchas cosas como esas!… Pero… pero… —Agitó el dedo índice, grueso y pesado—. Pero lo que nunca he visto… en ninguno de los casos en que yo he intervenido… es que se ahorcara a un hombre por un delito que no hubiese cometido. Y esa es cosa, monsieur Poirot, que no quiero que ocurra mientras viva.
Se quedó pensativo un momento. Después agregó:
—No en este país.
—Así, pues, cree —murmuró Poirot, mirándole, pensativo— que tal caso está ahora a punto de producirse. Pero… ¿por qué…?
Le interrumpió Spence:
—Sé algunas de las cosas que piensa decir. Y las contestaré sin que tenga usted que preguntarlas. Me encargaron a mí del caso. Se me encomendó que buscara pruebas de lo sucedido. Investigué a fondo el asunto. Fui recogiendo datos… todos los datos que pude. Y era una la dirección que todos ellos señalaban… una la persona a la que todos ellos comprometían. Cuando terminé las pesquisas, presenté el resultado a mi superior. Hecho esto, quedaba yo al margen del asunto, que pasaba a Fiscalía, para que el fiscal obrara según creyera procedente. Este decidió actuar contra Bentley. En realidad, no podía hacer otra cosa… no con las pruebas que yo había puesto en sus manos. Conque se detuvo y procesó a James Bentley. Oportunamente compareció ante los tribunales. Y fue hallado culpable. No hubieran podido hacer otra cosa que condenarle… no con las pruebas de que se disponía, puesto que son las pruebas las que ha de tener en cuenta el jurado. No creo que tuviera ninguno la menor duda. No; yo diría que todos ellos estaban convencidos de que Bentley era culpable.
—Pero… ¿usted no lo está?
—No.
—¿Por qué?
El superintendente exhaló un suspiro. Se frotó, pensativo, la barbilla con la mano.
—No lo sé. Es decir, no puedo explicarlo… no puedo dar una razón concreta. Al jurado le parecería Bentley un asesino. A mí me ocurrió todo lo contrario… y yo tengo más experiencia que ellos de esas cosas.
—Sí, sí; usted es un experto en la materia.
—En primer lugar, ¿sabe?, no se pavoneaba… no se las daba de listo… no presumía de guapo, como sé por experiencia que suelen hacer los culpables. Siempre se muestran tan satisfechos de sí mismos… Siempre creen que a uno le están tomando el pelo. Siempre están convencidos de que lo han hecho todo con una habilidad inigualable. Están orgullosos de su pericia y, aun hallándose en el banquillo y sabiendo que no hay quien los libre de las consecuencias de su delito, siguen gozando, Dios sabe por qué, de las emociones que el momento les brinda, encontrándolas agradables. Todas las miradas convergen en ellos. Son la figura central… la estrella. Desempeñan el papel de protagonista quizá por primera vez en la vida. Se sienten… bueno, ya me comprende usted… ¡guapos!
Spence pronunció la palabra con aire de finalidad.
—Usted comprenderá lo que quiero decir con eso, monsieur Poirot.
—Comprendo perfectamente. Bentley… ¿no era así?
—No. Estaba… bueno, medio muerto del susto. Tenía tal miedo, que no le llegaba la camisa al cuerpo. Desde el primer instante. Para algunos, ello sería prueba inequívoca de culpabilidad. Pero para mí… ¡no!
—No. Estoy de acuerdo con usted. ¿Cómo es ese Bentley?
—Tiene treinta y tres años. Estatura regular, tez cetrina, lleva gafas…
Poirot cortó el chorro.
—No; no me refiero a sus características físicas. ¿Qué clase de personalidad?
—¡Ah, eso! Un hombre poco atractivo. Nervioso, incapaz de mirarle a uno cara a cara. Suele hacerlo de soslayo. Lo peor que podía sucederle para enfrentarse con un jurado. A veces acobardado, rastrero otras, y truculento. Suelta alguna que otra bravata, pero de forma poco convincente y aún menos eficaz.
Hizo una pausa y agregó:
—En realidad, es un individuo muy tímido. Yo tuve un primo que se le parecía. Si esa clase de gente se encuentra en un apuro, larga enseguida un embuste tan estúpido que no hay probabilidad de que lo crea nadie.
—No suena muy atractivo su James Bentley.
—Ni lo es. No creo que haya quien pueda encontrarle simpático. Lo que no es razón para que se le ahorque.
—¿Y cree usted que le ahorcarán?
—No veo cómo puede librarse. Podrá apelar su abogado; pero si lo hace, habrá de ser con muy poco fundamento… basándose en algún tecnicismo… y no creo que tenga éxito.
—¿Tuvo buen defensor?
—Le asignaron a Graybrook, que estaba de turno. Porque carecía de medios para buscarse abogado por su cuenta. Graybrook es joven, pero muy concienzudo, e hizo cuanto estaba en sus manos.
—Lo que quiere decir que se le juzgó con imparcialidad, bien defendido, y fue hallado culpable por un jurado.
—Así es. Por un buen jurado. Siete hombres y cinco mujeres… todos ellos honrados y razonables. Actuó de juez el viejo Stanisdale. Escrupulosamente justo, sin parcialidad de ninguna clase.
—¿De suerte que, según la ley, James Bentley no tiene nada de qué quejarse?
—¡Si le ahorcan por un delito que no ha cometido, vaya si tendrá algo de qué quejarse!
—Es muy justa esa observación.
—Y la acusación fue mi acusación… Fui yo quien reunió las pruebas y las eslaboné. Y como consecuencia de esa acusación y de esas pruebas se le ha condenado. Y no me gusta, monsieur Poirot, no me gusta ni pizca.
Hércules Poirot contempló durante un buen rato el colorado y agitado rostro del superintendente Spence.
—¡Eh bien! —dijo por fin—. ¿Qué propone usted?
Spence le miró incómodo.
—Supongo que ya adivina usted con bastante exactitud lo que voy a decir. El caso Bentley se da por liquidado. Estoy trabajando en otro asunto en estos instantes… uno de malversación. Tengo que ir a Scotland Yard esta noche. No estoy libre.
—Y yo… ¿sí?
Spence asintió con un gesto, algo avergonzado.
—Lo ha comprendido. Dirá usted que es una frescura. Pero no se me ocurre ninguna otra solución. Hice todo lo que pude por entonces: examiné todas las posibilidades a mi alcance. Y no adelanté nada. No creo que adelantara nunca nada. Pero ¿quién sabe?, a lo mejor no le ocurre a usted lo mismo. Usted examina las cosas, y perdone que lo diga, de una manera muy rara. Quizá sea esa la manera como hay que mirarlas en este caso. Porque si Bentley no la mató, otro tiene que haber cometido el crimen. No se dio el golpe en la nuca ella solita. Tal vez encuentre usted algo que se me haya pasado por alto. No hay razón alguna para que se tome la menor molestia en este asunto. Es el colmo de la impertinencia que se me ocurra sugerir semejante cosa siquiera. Pero ahí tiene. Vine a verle porque fue lo único que se me ocurrió. Pero si usted no desea molestarse… ¿por qué ha de buscarse quebraderos de cabeza?…
Poirot le interrumpió:
—¡Ah, pero sí que hay razones! Tengo tiempo libre… demasiado tiempo libre. Y usted me ha interesado… sí, me ha interesado mucho. Es como un reto… a mis células cerebrales. Y además le aprecio. Le veo en su jardín dentro de seis me ses, plantando, quizá, rosales. Y al plantarlos, no lo hace con la felicidad que debiera experimentar. Porque allá en el fondo de su cerebro hay una sensación desagradable… un recuerdo que intenta desterrar. Y yo no quiero que suceda eso, amigo mío. Y, por último… —Poirot se irguió en su asiento y agitó con vigor la cabeza—, hay que tener en cuenta los principios de ética. Si un hombre no ha cometido asesinato, no debe ahorcársele.
Hizo una pausa y agregó:
—Pero ¿y si después de todo resulta que la mató?
—En ese caso, quedaría tranquilo por haber adquirido el convencimiento.
—Y más ven cuatro ojos que dos, ¿verdad? Voila, todo queda decidido. Me precipito a encargarme de la investigación. No hay, eso es evidente, tiempo que perder. El rastro está frío ya. A mistress McGinty la mataron… ¿cuándo?
—El veintidós del pasado noviembre.
—Bien. Vayamos al grano entonces.
—Conservo las notas que tomé sobre el asunto, y se las daré.
—¡Magnífico! De momento, sólo necesitamos una ligera idea. Si James Bentley no mató a mistress McGinty, ¿quién lo hizo?
Spence se encogió de hombros y repuso:
—Que yo vea, no hay nadie que pudiera hacerlo.
—Pero esa contestación no la aceptamos. Y puesto que todo asesinato requiere un móvil, ¿cuál puede ser en el caso de mistress McGinty? ¿Envidia, venganza, celos, temor, dinero? Tomemos el último y más sencillo. ¿Quién salía beneficiado con su muerte?
—Nadie gran cosa. Tenía doscientas libras esterlinas en la Caja de Ahorros. Su sobrina las hereda.
—Doscientas libras esterlinas no es mucho, pero en determinadas circunstancias pudiera bastar. Por tanto, consideremos a la sobrina. Le pido mil perdones, amigo mío, por seguirle las pisadas. Ya sé que usted habrá estudiado todo eso también. Pero es preciso que recorra en su compañía el terreno ya cubierto.
Spence movió afirmativamente la cabeza.
—Tuvimos en cuenta a la sobrina, claro está. Tiene treinta y ocho años. Está casada. El marido trabaja en el ramo de la construcción y del decorado: es pintor. Disfruta de buena fama, posee empleo fijo y no tiene nada de tonto… es bastante perspicaz, incluso. Ella es una joven agradable, un poco charlatana, y parecía querer a su tía. Ninguno de los dos necesitaba con urgencia doscientas libras, aunque seguramente les habrá encantado encontrarse con ellas.
—¿Y la casita? ¿La heredan también?
—No era de ella. La tenía alquilada. Como consecuencia del decreto restringiendo los alquileres, el casero no podía desahuciar a la vieja. Pero una vez muerta, no creo que hubiera podido sustituirla su sobrina. En cualquier caso, ni la muchacha ni el marido tenían el menor deseo de mudarse. Tienen una casita moderna de las que construyó el Municipio, y están muy orgullosos de su hogar —Spence suspiró—. Investigué bastante a fondo a la sobrina y a su esposo. Nos pareció la mejor pista, como comprenderá. Pero no pude descubrir nada.
—Bien. Ahora hablemos de la propia mistress McGinty. Descríbamela. Y no sólo en términos físicos, por favor.
Spence sonrió.
—No quiere una descripción policíaca, ¿eh? Bueno, pues tenía sesenta y cuatro años. Viuda. El marido había estado empleado en la sección de pañería de los Almacenes Hodges, de Kilchester. Murió hace cosa de siete años. Pulmonía. Desde entonces, mistress McGinty asistía todos los días a varias casas de los alrededores. A hacer la limpieza y todo eso. Broadhinny es un pueblecillo que durante los últimos tiempos ha escogido mucha gente como residencia. Dos o tres jubilados, uno de los socios de una casa de ingeniería, un médico y gente así. Hay buen servicio de autobuses a Kilchester, y Cullenquay, que, como supongo sabrá ya, es un lugar veraniego bastante grande, se halla a doce kilómetros de distancia. Pero Broadhinny conserva su belleza rural y se encuentra a quinientos metros de la carretera de Drymouth y Kilchester.
Poirot asintió con un gesto.
—La casita de mistress McGinty era una de las pocas que forman el pueblo propiamente dicho. Hay una estafeta de Correos y una tienda, y en las otras casas viven trabajadores del campo.
—¿Y tomó un huésped?
—Sí. Antes que muriera su marido solía dar alojamiento a veraneantes; pero después tomó un solo huésped fijo. James Bentley llevaba viviendo allí algunos meses.
—Ya llegamos a James Bentley.
—La última colocación que tuvo Bentley fue en casa de un agente de fincas de Kilchester. Antes de eso vivía con su madre en Cullenquay. Estaba inválida. Él la cuidaba y salía muy poco. Luego murió y con ella, acabó la pequeña renta que recibía.
James vendió la casa y buscó trabajo. Es hombre de cultura, pero sin cualidades ni aptitudes especiales y, como ya he dicho, muy poco atractivo. No le fue fácil encontrar empleo. Por fin consiguió una plaza con Breather & Scuttle, casa de segunda categoría. No creo que se distinguiera por su eficiencia ni que destacara en ningún aspecto. Tuvieron que reducir el personal y a él le tocó marchar. No pudo encontrar otro empleo y se le acabó el dinero. Solía pagarle el alquiler del cuarto a mistress McGinty todos los meses. Ella le daba desayuno y cena, cobrándole tres libras esterlinas a la semana, precio razonable, teniéndolo todo en cuenta. Se retrasó dos me ses en el pago y casi había llegado ya al final de sus recursos. No había conseguido trabajo, y ella le estaba apremiando para que pagase lo que le debía.
—¿Y estaba él enterado de que ella tenía treinta libras esterlinas en casa? A propósito, ¿cómo es que conservaba semejante cantidad allí, teniendo cuenta corriente en la Caja de Ahorros?
—Porque no se fiaba del Gobierno. Decía que este le había sacado ya doscientas libras esterlinas y que no le sacaría más. Era su intención guardar el dinero donde lo tuviese en todo momento a su alcance. Se lo dijo a dos o tres personas. Lo tenía metido debajo de una tabla del suelo de su alcoba… lugar bastante a la vista. James Bentley confesó saber que se encontraba allí.
—¡Cuánta amabilidad! ¿Y lo sabían sobrina y marido también?
—Sí.
—Así, pues, llegamos otra vez a la primera pregunta que le hice: ¿cómo murió mistress McGinty?
—Murió la noche del veintidós de noviembre. Según el forense, debió de ser entre siete y diez. Había cenado arenque y pan con mantequilla. Al parecer, solía hacerlo a eso de las seis y media. Si observó estrictamente su costumbre aquella no che, entonces, a juzgar por la digestión, la mataron a eso de las ocho y media o las nueve. James Bentley, según su propia declaración, estuvo paseando desde las siete y cuarto hasta las nueve. Salía a dar un paseo casi todas las tardes después de anochecer. Dice que regresó a eso de las nueve (tenía llavín), y se fue derecho a su cuarto. Mistress McGinty había hecho instalar lavabos en las habitaciones cuando alquilaba cuartos a los veraneantes. Bentley estuvo leyendo cosa de media hora, y luego se metió en la cama. Ni oyó ni vio nada anormal. A la mañana siguiente bajó la escalera y se asomó a la cocina; pero allí no había nadie ni se observaban muestras de que se estuviese preparando el desayuno. Dice que vaciló unos instantes y llamó luego a la puerta de la habitación de mistress McGinty, sin obtener contestación. Creyó que se le habrían pegado las sábanas; pero no se atrevió a continuar llamando. Entonces llegó el panadero, y James Bentley subió y volvió a llamar. Después de eso, como ya le dije, el panadero fue a la casa vecina y regresó con mistress Elliot, que fue quien acabó descubriendo el cadáver y sufriendo un ataque de nervios. Mistress McGinty yacía en el suelo de la sala. Le habían pegado en la nuca con algo parecido a una cuchilla de carnicero muy afilada. Murió instantáneamente. Los cajones estaban abiertos, las cosas tiradas por todas partes, la tabla del suelo de la alcoba, alzada, y el escondite vacío. Todas las ventanas estaban cerradas y no tenían los postigos sujetos por dentro. No había vestigio de que se hubieran roto o tocado desde fuera.
—Por consiguiente —dijo Poirot—, o la mató James Bentley, o fue ella misma quien abrió la puerta a su asesino hallándose ausente su huésped, ¿no es eso?
—Justo. No se trataba de un atraco ni de un robo profesional. Ahora bien: ¿a quién pudo abrir la puerta? A uno de los vecinos, a su sobrina o al marido de esta. A eso se reduce todo. Eliminamos a los vecinos. La sobrina y su esposo se hallaban en el cine aquella noche. Es posible… nada más que posible… que uno u otro de ellos saliera del cine sin ser visto, recorriera en bicicleta cinco kilómetros, matara a la anciana, escondiese el dinero fuera de la casa y regresara al cine. Investigamos esa posibilidad, pero no pudimos descubrir nada que la confirmara. Y si de ellos se trataba ¿a qué esconder el dinero cerca de la casa de mistress McGinty? Les hubiese resultado difícil retirarlo más tarde. ¿Por qué no en cualquier otro sitio a lo largo de los cinco kilómetros de camino? No; la única razón para esconderlo donde se encontró…
Poirot se encargó de terminar rotundamente la frase diciendo:
—Era que el asesino se hallaba domiciliado en la casa y no quería esconderlo en su cuarto ni en ninguna otra parte del edificio. En otras palabras: James Bentley.
—Así es. En todas partes y en todo momento, va uno a topar con James Bentley. Por último, tenía manchas de sangre en la manga.
—¿Cómo explicó eso?
—Dijo que recordaba haber rozado el mostrador de un carnicero el día anterior. ¡Narices! No era sangre de animal.
—¿Y siguió manteniendo esa declaración?
—¡Quiá! Ante el tribunal dio una explicación distinta. Porque se le encontró un cabello pegado a la manga también… un cabello ensangrentado. Y era igual que los de mistress McGinty. Era preciso que justificara su presencia. Confesó entonces que había entrado en la habitación la noche antes al volver de su paseo. Había entrado, dijo, después de llamar, encontrándola allí muerta, en el suelo. Dice que se inclinó sobre ella y la tocó para asegurarse. Y que luego perdió la cabeza. Siempre le había afectado mucho el ver sangre. Subió a su cuarto medio desmayado Y acabó perdiendo el conocimiento allí. Por la mañana no se atrevió a confesar que sabía lo ocurrido.
—Un relato la mar de sospechoso.
—En efecto. Y, sin embargo —dijo Spence, pensativo—, bien pudiera ser verdad. No es cosa que el hombre corriente… o un jurado… pueda creer. Pero yo he conocido a gente así. No me refiero a lo del desmayo. Quiero decir a gente que, al verse enfrentada con la necesidad de obrar con responsabilidad, ha sido incapaz de hacerlo. Gente tímida. Bentley entra, digamos, y la encuentra. Sabe que debe hacer algo… llamar a la policía, ir en busca de un vecino, hacer lo que las circunstancias exigen. Y no se atreve. Piensa: «No es preciso que yo sepa una palabra del asunto. No tenía necesidad de entrar aquí esta noche. Me iré a la cama, igual que si no hubiese entrado en la sala para nada». Tras esto, claro está, se oculta el temor, el temor de que se le crea complicado en el crimen. Piensa ponerse así al margen del asunto, y lo que el muy estúpido consigue, en realidad, es meterse en él hasta la coronilla.
Spence hizo una pausa.
—Puede haber sido así.
—Puede —asintió Poirot, pensativo.
—O puede haber sido la mejor explicación que se le ocurrió a su defensor. Pero no sé. La camarera del café de Kilchester, donde solía comer, dijo que siempre escogía una mesa desde la que pudiera estar mirando a la pared o a un rincón y no ver a la gente. Era de estos… un poco desequilibrados. Pero no lo bastante para ser un asesino. No sufría manía persecutoria ni nada que se le pareciera.
Spence miró, esperanzado, a Poirot. Pero este no respondió; estaba frunciendo el entrecejo.
Los dos hombres guardaron silencio un rato.