Capítulo XLVIII

Alrededores de Malètable, noviembre de 1305

El caballo bayo de Adelin d’Estrevers huyó galopando por la calle principal de Malètable, con el cuello manchado de la espuma del esfuerzo y con la mirada ida, como si le pisaran los talones todos los demonios del Infierno. Tres hombres tuvieron que unir sus fuerzas para inmovilizarlo por las riendas y apaciguarlo.

A pesar del poco entusiasmo de los aldeanos, que no deseaban mezclarse en un asunto relativo al siniestro gran baile de espada, el cura del pueblo, que temía que messire d’Estrevers hubiese sido derribado de su montura y estuviese herido, decidió o, más bien, exigió llevar a cabo una batida por los bosques y campos vecinos. Consiguió convencer a un puñado de hombres, por lo menos reacios, con la excelente razón de que se corría el riesgo de que el gran baile de espada hiciera recaer su ira en todo el pueblo si no se le prestaba ayuda.

Descubrieron los restos mortales de Adelin d’Estrevers, apuñalado y degollado, a un cuarto de legua de la aldea, tirados en medio de un camino forestal. Su bolsa y sus botas, así como su espada y sus anillos, sin olvidar su manto doble de cebellina[293], habían desaparecido. Rápidamente se concluyó que había tenido un lamentable encuentro con los salteadores de caminos.

Para alivio de todos, salvo quizá del cura que, molesto, recitó algunas oraciones, ofendido:

—¡Oh, qué mala muerte! Ciertamente, no era en absoluto agradable, descanse en paz, pero morir así…

Después de todo, ¡se trataba de un hombre de Dios!