París, noviembre de 1305
Bastante satisfecho de cómo habían discurrido las cosas, Émile Chappe salió silbando de la gran torre del Louvre. Una noche oscura atenuaba las siluetas de las casas y caía una desagradable llovizna glacial. Pero nada podía alterar su buen humor. Su existencia se anunciaba radiante al lado de messire de Nogaret. ¿Quizá tendría algún día el insigne honor de acercarse al rey? Se estremecía de avidez ante esta perspectiva. ¡Ah, qué magnífico y próspero futuro se le ofrecía por fin!
Subió hacia la puerta Saint-Honoré con paso alegre. Una silueta surgió del porche de una casa. Inmediatamente alerta, Émile acarició la empuñadura de su daga del cinturón. Alguien rompió a reír con una risa ligera:
—¡Hola, querido! Es cierto que tu bolsa me interesa, pero imagino medios más amables de obtener una parte —dijo, con una sonora carcajada, una joven encantadora, de largos cabellos negros rizados.
Ella parecía sana, de hermosa piel y aliento fresco, en pocas palabras, sin esas enfermedades venéreas que desfiguraban a veces a las putillas de las calles o de las mancebías. Además, ella era de lengua bastante elegante. No era una pupila[292] de baja estofa.
—No sé si estoy de humor —repuso él mientras ella se le acercaba sonriendo.
—¿Humor? Pero el buen humor de los hombres es mi arte.
—¿Cuánto?
—¿Para ti? ¡Oh, nada o casi nada! Tu vida, ¿qué otra cosa?
Émile Chappe no comprendió nada. Un dolor espantoso explotó en su pecho, en el costado izquierdo. Él bajó la cabeza, preguntándose vagamente qué era ese mango de cuero negro que sobresalía de su gabán. Aspiró el aire, que se le negaba, abriendo la boca de par en par. Una oleada tibia, dulzona y metálica le inundó la garganta. Derramó su sangre derrumbándose sobre los empapados adoquines. Procuró agarrar con la mano el bajo de la túnica roja de la chica que saltó a un lado. Trató de maldecirla. Su brazo volvió a caer. Él farfulló:
—¿Quién… quién…?
—¿Qué importa? Un buen pagador. ¿Qué más se puede pedir?
Estaba ya muerto cuando la chica sacó el machete de sus carnes y secó la hoja sangrante en el gabán de él. Dirigió una mirada indiferente a los grandes ojos abiertos que iban haciéndose opacos, a la cara empapada de lluvia, y desapareció en la noche.