Ciudadela del Louvre, París, noviembre de 1305
La alarma sucedió a la sorpresa de monseigneur Carlos de Valois cuando messire de Nogaret se hizo anunciar, no en su sala de estudios, sino en sus aposentos privados, después de la cena, entrada ya la noche.
De una cortesía puramente formal, sus relaciones podían resumirse, en realidad, en una constante desconfianza. Valois no ignoraba que exasperaba a Nogaret el austero, tan tacaño con los dineros del Estado como con los suyos. ¡Pero, bah, él era el hermano del rey! Además, tenía en su haber algunos éxitos militares destacados, algunos desastres también, especialmente después de haberse creado una reputación de vil saqueador en Sicilia, hasta el punto de verse obligado a regresar al reino de Francia con el rabo entre las piernas[288]. ¡No tenía utilidad alguna insistir en recuerdos enojosos! En cualquier caso, monseigneur de Valois desconfiaba del triste ratón, desconfianza que sabía recíproca. A pesar de su poca agilidad política, no ignoraba que Nogaret sería un adversario temible, llegado el caso. Por eso, sin comprender los pormenores de todos los asuntos, todas las conspiraciones que el consejero de su hermano tenía entre manos, hacía gala con él de una extrema prudencia y, sobre todo, de una afabilidad que no sentía en absoluto.
Inmediatamente, exigió al ordenanza que hiciera llevar sin dilación una colación, acompañada de un vaso de buen vino.
Recibió con una forzada jovialidad a su tardío visitante, estrechándole las dos manos con fingida cordialidad.
—¡Qué alegría y qué sorpresa veros por aquí, messire de Nogaret!
—La alegría y el honor son míos, monseigneur.
—Sentémonos, por favor. Sé lo precioso que es vuestro tiempo y no ignoro que lo tendréis calculado con la máxima precisión. No dudo, pues, de la importancia de vuestra visita.
Guillaume de Nogaret le agradeció vagamente esta entrada en materia, que le ahorraba artificios de cortesía antes de ir al grano. Esperó que un sirviente depositara ante ellos dos vasos con el borde de plata y un plato de pastas de almendra, de membrillo y de manzana antes de sentarse en una de las sillas que le indicaba el hermano del rey, menos alta de patas que aquella en la que este último tomó asiento. Antes de que Nogaret hubiese podido pronunciar una frase, Valois ya había tragado dos pastas de fruta y bebido la mitad de su vaso de vino. Nogaret, a quien esta voracidad asqueaba un poco, como el fasto dispendioso de la gran antecámara sembrada de gruesas alfombras de admirable factura, tapices de motivos silvestres de una deslumbrante finura de punto, permaneció hierático, con una vaga sonrisa de circunstancias flotando en sus labios.
—Ante todo, monseigneur, tened la seguridad de que el deceso prematuro del abuelo político de vuestra hija Isabel me ha conmocionado de corazón. ¡Qué trágica muerte!
—En efecto, dos días he estado trastornado en mi interior…
«Si te atiborraras menos, tu interior estaría tan tranquilo como el mío», pensó messire de Nogaret, inclinando la cabeza con aire de conmiseración, evitando imaginar a un Valois precipitándose hacia su excusado, para no dejarse llevar por la hilaridad.
—… ¡Bah! Dios toma lo que le corresponde cuando bien le parece.
—¡Qué palabras más apropiadas! Y, entonces, Arturo, suegro de vuestra bien amada hija…
—Recibirá la corona ducal de Bretaña.
—Solo falta que Isabel, futura duquesa, os ofrezca un magnífico varón —avanzó Nogaret.
Valois se puso aún más en alerta. Su repentina tensión no escapó al consejero.
—Heredero que ella nos dará pronto. Ni siquiera tiene catorce años —subrayó el hermano del rey.
—Cierto. Se dice que está un poco indispuesta y debilitada —insinuó Nogaret.
—¡Demonios! ¿Quién ha tenido la impertinencia de divulgar este rumor? Mi hija es de buena y robusta constitución. Quizá el deceso prematuro de su abuelo político la haya afectado, pero os puedo certificar que tendrá abundante progenie[289].
—¡Oh!, no lo dudo de ninguna manera. Mi corazón sangraría si el ducado de Bretaña no volviera, por matrimonio, a la familia de Valois, que tanto ha hecho por su paz. Teniendo en cuenta… teniendo en cuenta que, indirectamente, Juan II habría podido tener sus más y sus menos con nuestro bien amado soberano.
Un parpadeo nervioso indicó a Nogaret la incomodidad que sentía el hermano del rey, que vació de un trago el vaso que acababa de servirse y se comió dos pastas de fruta. En un tono que trataba de endurecerse y de mantenerse ligero, preguntó:
—¿Sus más y sus menos?
—Sí, un espantoso asunto de asesinatos de niños en el señorío de Nogent-le-Rotrou, del duque de Bretaña. Muy felizmente, uno de los… grandes oídos…
—¿Uno de vuestros espías? —le cortó Valois en tono acerbo.
—¡Qué término más feo, monseigneur! Me hace mucha falta emplear a un buen número de informadores para prestar el mejor servicio al rey, vuestro hermano —susurró Guillaume de Nogaret—. En pocas palabras, uno de estos grandes oídos me ha tranquilizado plenamente: el odioso asesino fue amablemente muerto… en fin, «amablemente» es un abuso del lenguaje. Su agonía fue larga y espantosa, como merecía… Con toda seguridad, habló.
Monseigneur de Valois lo contempló con mirada desafiante, buscando el significado de su última alusión. Nogaret acababa de obtener lo que había venido a buscar: la certeza de que el hermano del rey no había encargado ni siquiera promovido esos infames asesinatos.
Sin duda, había aprovechado la ocasión de utilizar a las víctimas para desestabilizar a Juan II en su señorío, que constituía un enclave detestable, pero muy próspero, en medio de sus tierras del Perche y de la comarca de Alençon. Sin duda, había contado con el descontento popular, transmitido por la madre abadesa de Clairets, madame Constance de Gausbert, amiga de su esposa y prima hermana del papa. Un poderoso estímulo para Felipe el Hermoso, que no habría dudado en apartar a Juan de Bretaña del señorío de Nogent con el fin de reponer a su hermano. Después de todo, Juan II apreciaba demasiado la benevolencia del rey con respecto a él para provocar su ira plantándole cara y habría cedido a cambio de compensaciones. Valois había utilizado una estratagema, después de todo, muy habitual.
En el fondo, Nogaret lo admitía, a pesar de su prevención contra Carlos, la convicción de que este último no había caído en tan vil asunto lo aliviaba. En cuanto al resto, a sus incesantes cálculos a fin de enriquecerse o de colmatar[290] la hemorragia profusa de sus dineros, messire de Nogaret estaba empeñado en no relajar nunca su vigilancia. A pesar de los alarmantes informes relativos a la fecundidad de la joven Isabel, sin duda, su padre, Carlos, esperaba verla acceder pronto a la corona ducal al lado de su esposo. Los informes que Nogaret había obtenido, pagándolos muy caros a una de las parteras[291] que rodeaban a la muchacha. Si Isabel llegara a tener un hijo, Nogent-le-Rotrou caería más o menos en el área de influencia de Valois desde ese momento. Entre él y el mencionado señorío solo quedaba Arturo II, suegro de su hija.
El asunto se daba por zanjado, en consecuencia. Una docena de pequeños vagabundos habían sido masacrados para nada. ¿Qué importancia podía tener? Ninguna. De todos modos, messire de Nogaret no iba a perder una ocasión de perturbar la digestión de Carlos de Valois, dándole a entender que acababa de hacerse con otro secreto que podría perjudicarle algún día, llegado el caso. Además, la impía arrogancia de Adelin d’Estrevers encendía a Nogaret de asco y de fría rabia. Un bribón que había usurpado el lugar de Dios, masacrando a sus corderos por codicia, indiferencia y para complacer a monseigneur de Valois. El condenado tenía que pagar.
—Terciopelo es este vino —comentó messire de Nogaret, dejando su vaso después de un pequeño trago—. Monseigneur, os confieso mi apuro. ¿Qué es una docena de pequeños vagabundos, me replicaréis vos, teniendo en cuenta que la mayoría acabarían de todos modos muertos de hambre, de enfermedad o de un mal golpe en un callejón? Sin embargo, el largo oído que me ha facilitado tan preciado informe ha… ¿cómo decirlo?, evocado una mano poderosa detrás de esta oscura historia. Parece que el verdadero asesino no era un simple maldito degenerado.
Valois tragó con esfuerzo y preguntó:
—¿De verdad?
—Sí. Parece que fuera… estimulado y remunerado por estas espantosas muertes.
—¿Y sabéis…?
—No. Ciertamente, podría acabar descubriendo su identidad a fin de entregarlo a la justicia real, pero muchos asuntos de Francia ocupan el menor de mis minutos.
—Mucho más urgentes —aprobó monseigneur de Valois, cada vez más incómodo, porque acababa de comprender que estos asesinatos, que tan bien le venían, no habían sido en absoluto fortuitos.
Una oleada de aprensión lo invadió cuando percibió, al fin, todas las implicaciones de la indirecta de Nogaret. ¡Maldito Adelin d’Estrevers! ¡Bandido, bribón, maldito! Teniendo en cuenta que hablaría, ante la pregunta, inventaría incluso que no dejaría de pedir explicaciones a Nogaret. Era cierto que Carlos había pedido a su gran baile de espada que encontrara o creara desde cero un buen pretexto para acorralar a Guy de Trais, es decir, a Juan II de Bretaña, a fin de recuperar la opulenta Nogent-le-Rotrou. ¡Pero nunca, jamás de los jamases, había supuesto que su hombre organizaría las torturas y los asesinatos de niños! La sospecha no se le había ocurrido cuando fueron descubiertos los primeros cadáveres, aunque la noticia le venía muy bien. ¡Buen Cordero de Dios! ¿Acaso lo juzgaría Dios cómplice de semejante monstruosidad? ¡Ah, no! Tenía que repararlo, pedir humilde perdón a su Creador por una terrible falta que él no había cometido, pero que nunca hubiera existido sin él.
¿Y Arnaud de Tisans, cuya ayuda había requerido Estrevers? ¿Qué hacer con este? ¿Y qué sabía del asunto? ¿Y el tal maître de Haute Justice de Mortagne? Un sudor de temor perló la frente del hermano del rey. Como si hubiera leído sus pensamientos, messire de Nogaret, que conocía el alma de los hombres y, en especial, la de los poderosos tan bien como la palma de su mano, declaró:
—Os confieso que esta historia estaba muy embrollada, hasta el punto de que no me extraña nada que vos no hayáis tenido idea de ella —dijo astutamente el consejero—. Por eso, mi gran oído hubiera sido incapaz de ver claro sin la sagacidad del ejecutor de altas obras de Mortagne, un tal… ¿cómo se llama? Poco importa. En pocas palabras, el justicia de Mortagne. Por desgracia, el hombre, aunque agudo y pugnaz, no pudo descubrir la identidad muy misteriosa del promotor. Únicamente la del asesino que ha rendido su alma al diablo, como ya os he dicho.
El suspiro de alivio del hermano del rey fue perceptible. Nogaret reprimió una sonrisa. El tal cadet-Venelle le había ayudado sin exigir contrapartida. Nogaret le envió su agradecimiento, sin dudar de la respuesta.
Aquella noche le gustó Carlos de Valois; su inhabitual afecto debía mucho al hecho de que él lo había manipulado sin dificultad y llevado adonde quería. Un problema felizmente solucionado, al menos le quedaría en su interior. Repentinamente de buen humor, decidió ofrecer un presente al hermano del rey, teniendo en cuenta que la estabilidad del ducado de Bretaña y su inclinación hacia Francia eran cruciales. Levantándose a fin de despedirse, declaró con voz un poco afligida:
—Monseigneur, no ignoráis que os tengo en gran estima. ¡Bah! ¿Qué son algunas diferencias relativas a monedillas de nada?
«Decenas de millares de libras sacadas de un Tesoro exangüe», rectificó para sí Nogaret, antes de proseguir:
—¡Vos conocéis mis gustos por las cuentas minuciosas! A veces lo deploro, os lo confieso. Sea como sea, hay… rumores… que se escapan de gentes de vuestro servicio, relativos especialmente a la buena salud de mujer de vuestra querida hija —mintió—. Podrían hacerse enojosas deducciones aprisa y corriendo. ¡Imaginaos… una repudiación! El inglés movería de inmediato sus peones. Se me rompería de pena el corazón si el ducado de Bretaña no volviera al preciado regazo de los Valois. Os deseo buenas noches, como vuestro respetuoso servidor.
Carlos de Valois fulminaba: «¡Chappe, Émile Chappe, vil serpiente de la que desconfiaba desde hace algún tiempo!».
«Buen golpe», pensó messire de Nogaret, inclinándose ante el hermano del rey. Chappe pertenecía a la raza de los traidores que quieren causar buena impresión. Nogaret nunca había confiado en él, aunque le hubiera servido bien; no cabía la menor duda de que el joven secretario se volvería contra él si le hicieran una proposición más lucrativa y honorífica. El previsible e iracundo Carlos pensaría que el buen Émile había hablado acerca de la fertilidad de su hija, salvando al mismo tiempo a la partera a la que se refiriera Guillaume de Nogaret. Un buen golpe, ciertamente. Y bien barato.