Nogent-le-Rotrou, noviembre de 1305
Dormitó intermitentemente. Cuando se levantó, poco antes de vísperas, se sentía vivo y dispuesto. Impaciente, incluso. Se lavó la cara y los brazos en su mesa de aseo y bajó. La posadera se afanaba en vestir las mesas, poniendo cucharas y vasos para sus clientes de la cena.
—Maîtresse Hase. No me contéis esta noche entre vuestros fieles. Estoy invitado.
—Buena velada, messire Venelle. ¡Cuidado con el Bourg-Neuf por la noche, si os llevan allí! Quien dice comerciantes, dice bolsas llenas, y canallas atraídos como moscas a la miel. Coged una linterna. Las sombras son propicias para los bribones.
—Iré con cuidado. Muchas gracias.
La noche se había echado cuando salió, blandiendo la lámpara de aceite prestada por la posadera. Un viento feroz barría las calles desiertas. A veces, una silueta de mendigo encogida, arrebujada en sus harapos, arrinconada bajo un porche o el tejadillo de una tienda, le recordaba que la noche solo era relajante para quienes podían abrigarse entre paredes, bajo un techo. Los otros morían pronto. Algunos mataban con la esperanza de sobrevivir un poco más.
Subió hacia el enjambre, la nube de agujeros de daga. Pasó de largo frente a la magnífica mansión del baile, cuyas vidrieras relumbraban por las luces, para llegar hasta el bello caparazón de vivienda que los artesanos habían abandonado por la noche.
Un heredero providencial. Un hombre del baile, Hardouin no había tenido necesidad de preguntar su nombre al albañil, figurándose su identidad. Las ventanas abiertas, como ojos ciegos, las paredes sostenidas por puntales le recordaban un gran navío fantasma. Observó, sin embargo, que una mitad de la planta baja estaba cerrada, con los postigos echados.
Hardouin cadet-Venelle contuvo una carcajada. El destino. Tras una mirada furtiva para asegurarse de que ningún transeúnte que se retirara tarde lo observara, abrió la inestable empalizada que cerraba la obra y se internó en el jardín invadido de malas hierbas secas y escombros. El postigo solo se resistió unos segundos a la hoja de su daga. Saltó al interior de la estancia.
Reinaba un frío húmedo. Un vago olor ligeramente agrio de humedad y de cenizas flotaba en el ambiente. Aunque daba una luz escasa, su linterna le permitió hacer un rápido inventario de la estancia, de bastante buena factura. Sin duda, había servido de cocina en la época de sus antiguos propietarios, a juzgar por la enorme chimenea cuyo hogar vomitaba cenizas, y por el fregadero excavado en la piedra, bajo una de las ventanas.
La pieza parecía alojar a alguien en la actualidad. Un hombre. Hardouin cadet-Venelle se acercó a un colchón apoyado en una pared. Palpó la calidad de los cobertores y de las sábanas de lino. No era un vagabundo. Distinguió un montón de ropas colocadas encima de una especie de tajadera de cocina y las examinó. «¡Vaya: seda, estambre de lana y lanilla fina morena! ¡Nada de droguete[284]!». El ocupante del lugar no se privaba de nada. Una herencia importante, ciertamente.
Levantó el colchón, registró un armario cojo al fondo del cual estaban amontonadas otras ropas, usadas y mucho menos lujosas. Las anteriores a la presunta herencia, sin duda. Nada muy interesante, si no fuese la repentina e intrigante fortuna. Un poco contrariado, Hardouin cadet-Venelle se acercó a la chimenea. Contempló la abundancia de cenizas, pensando que no solo provenían de madera consumida. Unas cenizas lisas, de un color gris muy pálido, como las que producía el papel quemado. ¡No! Como las que producía el lino con el que se fabricaba el papel. Las removió con la punta de su daga. Del gris surgió un pedazo de tela blanca y marrón rojizo. Lo examinó; lo invadió una calma irreal: un pedazo de camisa, un puño lamido por las llamas y manchado de sangre seca.
Cadet-Venelle se irguió. Su corazón latía tan lentamente, tan pausadamente que temió por un instante que se detuviera. Espiró, con la boca abierta, materializándose su aliento en frágil vaho. Un escalofrío hizo que le temblaran los hombros. De frío, sin duda, porque no sentía nada más, ni sorpresa, ni odio, ni exaltación, ni esperanza.
De repente, una caricia de aire tibio en su nuca. Marie. Marie de Salvin estaba allí, con él. Volvió vivamente la cabeza, esperando percibir el contorno de su fantasma[285].
—El fin está próximo, madame. Porque vos me conducís aquí, estoy seguro. ¿Por él? ¿Por estos niños martirizados? ¿Por otra cosa?
El espeso silencio de la noche acogió su murmullo casi suplicante.
Permaneció allí, perdido, con su mirada dedicándose a perforar las sombras de la estancia, tratando de discernir la de Marie de Salvin. Una zona un poco más clara se recortaba sobre la pared del fondo de la pieza y lo alertó. Se acercó. ¡Qué extraño, estrecho y alto revestimiento de artesonado! Lo estudió con la ayuda de su linterna y descubrió una muesca a la altura de la estatura de un hombre. Deslizó la punta de los dedos y tiró de lo que resultó ser una especie de portezuela.
Un tramo de escalones de piedra se sumía en un abismo oscuro. Olfateó el aire que de allí provenía: fresco pero seco. Bajó con precaución, contando cinco escalones, tan limpios y desprovistos de polvo o de humedades que debían de limpiarlos con regularidad. Una sombra en el muro: una antorcha resinosa. Una pesada puerta de madera reforzada con travesaños de acero detuvo su descenso.
Una puerta defendida por una compleja cerradura digna de una caja fuerte de notario. Hardouin comprendió adónde llevaba: hacia una de esas largas cuevas trogloditas excavadas por los habitantes durante la construcción del castillo Saint-Jean, con la esperanza de guarecerse entre los altos muros de la fortaleza en caso de ataque enemigo. Pero el castillo estaba erigido sobre una loma tan alta, la pendiente era tan empinada y los diferentes señores de Nogent tan preocupados por la perspectiva de que estos túneles excavados en la roca pudieran conducir hacia ellos a los invasores que su continuación había sido prohibida y los más avanzados habían sido tapiados.
«Robusta cerradura para unas botellas de vino», pensó cadet-Venelle antes de dejar la casa como una sombra.