Nogent-le-Rotrou, noviembre de 1305
El médico Antoine Méchaud parecía a la vez feliz y sorprendido cuando descubrió la presencia de Hardouin cadet-Venelle en su pequeña sala de espera. De todos modos, percibió rápidamente una especie de metamorfosis en el verdugo.
—Me parecéis… tirante. Tenso como un arco.
—Feliz y justa imagen. Espero que madame Blanche esté perfectamente —trató Hardouin de desviar la conversación, sonriendo.
—Sí, sí, muchas gracias.
Cadet-Venelle sacó una cuartilla de papel de su jubón y la desplegó. Había hecho allí un croquis de Nogent-le-Rotrou, rodeada por sus ríos: el Huisne, los Viennes, el Ronne, el Jambette, con el castillo Saint-Jean en su centro. Unas cruces indicaban la iglesia Saint-Laurent, la abadía Saint-Denis, la iglesia Notre-Dame del pantano, la colegiata Saint-Jean y la capilla Saint-Jacques de l’Aumône.
—Messire médico, ¿recordáis con precisión los lugares en los que fueron encontrados los cuerpecitos?
No todos, al menos, no los primeros.
La uña del médico recorrió la hoja, deteniéndose a veces:
—Aquí, al final de la calle Porte-Rivière… Ahí, en la esquina de la calle de las Poteries; aquí, al final de la calle de los Bouchers…
En cada ocasión, Hardouin agujereaba ligeramente la hoja con la punta acerada de su daga.
Cuando el médico se interrumpió, habiendo señalado el lugar del descubrimiento del último pequeño muerto, una especie de enjambre de pequeños agujeros se había formado en la hoja que Hardouin volvió a plegar con cuidado. Un enjambre tan regular que resultaba sorprendente.
—¿Qué vais a hacer, messire Venelle?
Una mirada cual abismo gris lo recorrió. Con voz suave y amable, el verdugo le respondió:
—Disuadir al asesino de que prosiga. ¿No es lo que todo el mundo desea?
—¿Vais a… en fin… o, más bien, a entregarlo a la justicia?
—Vos me adjudicáis unas intenciones horribles —fingió protestar Messire de Mortagne—. Y además… ¿y si él representara la justicia?
—¿Guy de Trais? —murmuró el médico dirigiendo una mirada enloquecida a su alrededor.
—¿Quién sabe? Él u otro, o incluso los dos… ¿Qué importancia tiene? ¿No habéis señalado… en la hoja…?
—La nubecilla de agujeros de daga, indicando los lugares en los que fueron depositados los cuerpos martirizados, rodea el palacete particular del baile, respecto del cual han circulado oscuros rumores —concedió, lamentándolo, el viejo médico.
—¡Qué magnífica cosa el sentido de observación de los médicos! —bromeó el maître de Haute Justice, despidiéndose.
Recorrió lo que ahora llamaba el «barrio del enjambre», situado entre el barrio Saint-Jean y el Bourg-le-Comte. Contempló la imponente mansión oficial de Guy de Trais, que respiraba opulencia, por no decir lujo. Por la cancela del alto porche, que atravesaba una disuasoria muralla, admiró los jardines con senderos flanqueados por bojes recortados, los macizos de flores, el césped tan regular por cuya simetría y su encantador verdor tenía que velar un ejército de criados. De Trais se daba una buena vida. Un palacete mucho más modesto, un poco más alejado en la calle, le llamó la atención. Una nube de artesanos se afanaba en reconstruirlo, consolidarlo y agrandarlo. Él se acercó a un albañil al que reconoció por su gran delantal y sus manguitos[283] de espeso cuero flavo.
—¡Bella obra! Da gusto ver que se arregla así un elegante edificio.
—Sí. ¡Pero aquí hay tarea para dos años bien cumplidos! Entre la carpintería y la albañilería hay trabajo de sobra.
—Un rico comerciante, supongo.
—No… Un hombre del baile que ha obtenido una buena herencia. Hay quienes han nacido de pie. ¡No me pasará eso a mí!
—¡Cierto! Pero, al menos, emplea su dinero con buen fin, aunque no le haya costado ganarlo —bromeó Hardouin, sin necesitar más precisiones.
¿Qué buscar a continuación, la rata o el trozo de queso mohoso? Divertido por esta nueva adivinanza, Hardouin cadet-Venelle entró en la primera posada en la que vio el rótulo. No era un gato ni una rata. Salió de inmediato, dirigiendo un pequeño signo de excusa al tabernero que se precipitaba presuroso hacia su único cliente. Callejeó un poco hasta que encontró el camino de la calle de las Poupardiéres, a fin de comer en paz en la Hase Guindée y dormir un poco. Solo el destino, su confidencial destino, sabía si la próxima noche la pasaría en blanco o durmiendo.
Se quedó tumbado en su habitación después de su frugal comida, dejando vagar el espíritu, pasando de un pensamiento, de un recuerdo a otro, sin aparente continuidad. El rostro, la mirada de Marie de Salvin, antes de que le cortaran los cabellos, antes de que la revistieran con el sayal del sufrimiento, se interponía sin cesar, hasta el punto de que se hubiera podido creer que la conocía de toda la vida. Ella se mezclaba en su memoria como si poseyera todas las claves. Él estaba a la vez feliz, agradecido y tan trastornado que la invitaba a ocupar todos los recovecos de su alma y a no abandonarlos nunca más. Una oración apenas consciente daba vueltas sin cesar en su cabeza: «No me dejéis. Os lo suplico, madame, no me dejéis nunca».