Alrededores de Nogent-le-Rotrou, noviembre de 1305
Béatrice de Vigonrin y su hija Agnès se concertaron a la manera de unas conspiradoras. Una y otra exigieron ser la espía, la inquisidora que iría a registrar los aposentos de Mahaut.
Una común inquietud justificaba su insistencia: el temor de que la otra fuese sorprendida en una situación delicada.
—En fin, querida madre, permitidme protestar, con todo mi respeto. Si me encontraran donde nada tengo que hacer, siempre podría afirmar que buscaba una cinta o un alfiler del pelo en la habitación de mi cuñada —argumentó Agnès.
—Y yo, recordar que estoy en mi casa y me desplazo como me da la gana para comprobar… ¡Qué sé yo!… Que los muebles están recién encerados, que la chimenea está equipada, en pocas palabras, no me faltarán pretextos. No insistáis, querida mía, para complacerme. Sed mi eficaz cómplice y encargaos de llevar a Mahaut y a su hijo a dar un largo paseo de aeración[280].
Alarmaos ante sus caras pálidas, sus mejillas demacradas, mostraos como una cuñada y tía preocupada.
Béatrice de Vigonrin se apostó en el rincón de una de las ventanas con vidrieras de la biblioteca y esperó. Por fin, vio salir a su hija, acompañada por Mahaut, que llevaba a Guillaume de la mano. Le pareció que las dos mujeres charlaban, riendo a veces. El trío se alejó de la casa señorial con paso alegre. Bien. Ella pasaba al ataque.
Una cólera fría la dominaba. Un recuerdo que había tenido totalmente olvidado resurgió en su memoria. François entrando una noche, cubierto de sangre y herido. Un mal encuentro con unos salteadores de caminos cuando solo iba acompañado por un sirviente armado con un bastón. Enloquecida, había vendado sus heridas, asaeteándolo a preguntas, alterándose. François había hecho un comentario lapidario:
—Tranquilizaos, madre. Eran ellos o nosotros. De dos males, he escogido el menor.
Ella también optaría por el mal menor.
Subió los escalones de la escalera principal con una agilidad que ella creía desaparecida y se dirigió a los aposentos de su nuera. Se detuvo en medio de la pequeña antecámara y reflexionó: ¿dónde escondería una mujer astuta un vil secreto? No en el fondo de un armario o de un baúl, ni debajo de un colchón o en un ropero: demasiado evidente. Se dirigió hacia el bargueño[281] de las puertas ricamente esculpidas. El mueble había pertenecido a su madre y ella conocía todos los escondites secretos. Abrió uno a uno los cajones, pasando la mano por el fondo de algunos para manipular los resortes que revelaban pequeños espacios destinados a guardar joyas preciosas o cartas confidenciales. Nada. Algunos bucles de cabellos rubios de Guillaume, algunas raras cartas de François, el difunto marido de Mahaut. Béatrice, decidida a dejar de lado todo escrúpulo, toda delicadeza, las leyó. Banalidades que terminaban siempre: «Pienso en vos, mi querida mujer». Una sonrisa triste se dibujó en el rostro de la baronesa. Dios del cielo, su hijo mayor no había heredado la poesía arrebatada, pero muy seductora de su padre. Recordó la letra alta e inclinada de aquellas frases que la hacían enrojecer de bochorno y de placer: «¿Me prometéis gemir cuando desate vuestro camisón de dormir para besar vuestros senos, y arañarme con cariño cuando os empuje hacia nuestra cama? ¿Me juráis amohinaros, frunciendo la nariz, antes de abandonaros a mí, mi maravillosa amante?». Se estremeció. ¡Cuánto tiempo! Sin embargo, ella nunca había olvidado sus caricias.
Registró metódicamente durante lo que le pareció un largo rato, recorriendo la habitación, al acecho. La irritación se mezclaba con la inquietud y temía el regreso de su nuera. Palpó incluso el interior del conducto de la chimenea, la parte inferior de los muebles, levantó los troncos dispuestos para el hogar, le dio la vuelta a la silla y al escabel, después se resignó a pasar revista a los escondites que poco antes había considerado demasiado evidentes. En vano. Contrariada, exasperada, salió a hurtadillas, mirando a ambos lados del pasillo.
¡Dios del cielo! Habría puesto la mano en el fuego afirmando que Mahaut había envenenado a los dos François y provocado la fiebre de su hijo a fin de desviar las sospechas de ella. ¿Dónde había escondido el veneno? ¿Se había deshecho de él una vez cumplido su último crimen? Crimen, porque había que ser demoníaca para envenenar a un pequeño, incluso utilizando una dosis ligera. Guillaume había estado terriblemente enfermo y había escapado a la muerte por muy poco.
¡Guillaume! ¡Pero claro, qué tonta era! Béatrice se dirigió con paso vivo y silencioso a la habitación de su nieto. Una mujer ingeniosa, una maldita como Mahaut había pensado en el más improbable, el más insospechado de los escondites: la habitación de un niño, de un inocente.
La baronesa se arrodilló con dificultad para mirar debajo del colchón y de la cama. Registró el armario, corrió el gran tapiz que cubría uno de los muros y levantó la pesada tapa del cofre. Se guardaban allí algunas ropas y los juguetes de madera que habían pertenecido a François, de pequeño; las primeras eran todavía demasiado grandes para que las llevara Guillaume y los segundos aún no servían para que se distrajera, pero que le servirían al cabo de unos años. Pasó una mano febril por el fondo del cofre y sus dedos toparon con lo que recordaba un libro. Sacó el objeto y contempló el encantador salterio con cierre de plata y tapas con incrustaciones de nácar y turquesa que formaban el nombre de Mahaut de Vigonrin, un lujoso regalo de François por el nacimiento de su heredero. Extraño: poco después del deceso de su esposo, Mahaut se había preocupado por la desaparición del salterio. Ella había puesto patas arriba sus aposentos con la vana esperanza de encontrarlo. La baronesa recordaba sus exclamaciones de pena y de tristeza: ¡Dios del cielo, el magnífico regalo de su esposo fallecido! ¿Lo había extraviado? Era imposible, lo cuidaba en extremo. Y después, Mahaut no había vuelto a mencionar el salterio y todos lo habían olvidado.
Béatrice de Vigonrin acarició el notable trabajo de incrustación que su hijo había mandado hacer en un reino italiano. Ella abrió el cierre de plata y contuvo el grito de estupefacción y de repulsión que le subía a los labios. El interior del salterio había sido vaciado y la página de guarda, que representaba un Cristo en la cruz, embadurnada de lo que parecía sangre seca. ¡Buen Jesús! ¡Mahaut había vendido su alma al diablo, en un intolerable mercado, para que la ayudara a dar muerte a los miembros de la familia!
Béatrice de Vigonrin se persignó. Mahaut sería quemada viva por su conducta impía, demoníaca. Sería atormentada para que confesara sus pecados y revelara quizá innobles amistades, y después, llevada a la hoguera de la justicia.
Una rana o sapo disecado descansaba sobre una bolsa de tela negra, metida en el compartimento dispuesto al efecto. Béatrice sacó lo que había con prudencia, mientras se le acumulaba una saliva agria en la boca. Palpó la especie de bolsa negra que parecía contener arena o un polvo y desató las ataduras que la mantenían cerrada. Sacudida por temblores, con el corazón latiendo al máximo de aprensión, recordando haber oído que ciertos venenos quemaban la piel como el fuego del Infierno, vertió un poco del contenido en la palma de la mano. Un polvo de aspecto grasiento, de color gris oscuro y apagado resbaló como sin ganas. Ella lo olfateó con prudencia. Un vago olor dulzón y metálico se desprendía de él.
Béatrice no sabía qué hacer. ¿Devolver el salterio al lugar en el que lo había descubierto o llevárselo? ¿Y si Mahaut sospechara algo y lo escondía o lo destruía? Más valía conservarlo a fin de esgrimir esta prueba irrefutable. Pero ¿si Mahaut se daba cuenta de que se lo habían sustraído? El furor reemplazó la duda de la baronesa madre. ¿Y qué? ¿Qué haría su nuera? ¿Tendría el atrevimiento de quejarse de la desaparición del salterio? Eso sería reconocer que había disimulado un polvo muy extraño. Y, por otra parte, ¡que se atreviera a venir a reclamar el regalo que le hiciera François y que ella había profanado de manera odiosa cubriendo el Cristo de sangre, como la bruja, maldita que era!
Con las mandíbulas crispadas de rabia y de asco y la náusea ascendiéndole hasta la garganta, la baronesa madre volvió a guardar la bolsa y a cerrar el salterio antes de salir de la habitación de Guillaume. ¿No había que estar poseída por el demonio para esconder la herramienta de unas muertes espantosas en la habitación de su hijo?