Bosque de Bellême, noviembre de 1305
Adelin d’Estrevers, gran baile de espada, había llegado con antelación al lugar de encuentro.
De agrio humor, daba vueltas al contenido de su breve entrevista con monseigneur de Valois, entrevista que este le había impuesto en el exterior, en el frío brumoso de un callejón situado a algunas toesas de la ciudadela del Louvre, con el pretexto de que desconfiaba de uno de sus secretarios que no duraría mucho en su entorno si conseguía cerciorarse de que actuaba como espía por cuenta de messire de Nogaret. A Estrevers no le había extrañado esta exigencia.
Aparte del hecho de que todos los que gravitaban alrededor del rey se espiaban, sin olvidar sus sombras, messire de Nogaret y monseigneur de Valois mantenían un statu quo tácito. Valois metía la mano alegremente en el Tesoro, dirigía los ejércitos del rey, a veces con éxito, y Nogaret actuaba normalmente entre bastidores para dirigir el Reino y proteger al soberano. A fin de cuentas, un arreglo bastante satisfactorio para ambos, lo que no les impedía ni a uno ni a otro hacerse con informaciones que algún día pudieren servir para desacreditar al adversario. En todo caso, era necesario que estos fragmentos de todo un poco se recabaran con habilidad.
Si Valois, cuya agudeza política no era precisamente su virtud cardinal, había reparado ya en el tal secretario, Estrevers no daba mucho por su piel. Un nefasto encuentro iba a producirse muy pronto en los suburbios de París.
Adelin d’Estrevers sacó su espada y martirizó con violencia una rama baja de un árbol. ¡Dios del cielo, estaba exasperado! ¡Las gentes que presuntamente lo secundaban, pero cuya indolencia y cuya ineptitud eran tales que hacían que nada avanzase a su satisfacción, eran la peste!
Arnaud de Tisans le daba largas, sin ofrecerle lo que deseaba: ¡un medio de complacer a monseigneur de Valois! Ciertamente, ni Tisans ni Carlos de Valois estaban al corriente de su detestable implicación. ¿Y qué? El hermano del rey le había confiado un deseo: desestabilizar a Juan II de Bretaña en su señorío de Nogent-le-Rotrou. A semejanza de todos los poderosos, poco le importaba el modo de conseguir lo que exigía, Sobre todo, no quería saber nada al respecto; a sus ojos, solo importaba el resultado.
Estrevers había reflexionado durante algunas semanas, tratando de ver si podía descubrirse alguna historia enojosa relacionada con Guy de Trais. En vano. De Trais se revelaba como un vanidoso y, sin duda, un incompetente rápidamente superado por los acontecimientos, que hubiese estado mucho más en su sitio en una corte cualquiera que a la cabeza de un bailiaje. No es capaz de hacer cosas insignificantes y aún menos de poner en dificultades a un duque de Bretaña.
Dos años y medio antes, un primer cuerpecito de niño había sido descubierto en un callejón de Nogent. Estrangulado, quizá por un padre deseoso de suprimir un vientre hambriento o por el cliente de una taberna al que hubiera tratado de robar, o por un niño un poco mayor que le disputara un pedazo de pan. En pocas palabras, una historia banal en esta época en la que los verdugos cobraban un sobresueldo por rescatar en los ríos o los barrizales a los recién nacidos o a niños ahogados al nacer o poco después. La idea había germinado entonces en el espíritu del gran baile de espada: una serie de asesinatos obscenos y abyectos de niños. Un poco de sutileza y Guy de Trais se revelaría incapaz de verlo claro. Un poco más de perfidia, algunos rumores lanzados aquí o allá, y algunos acabarían por creer que él no era ajeno a esta monstruosidad. El descontento popular se trasformaría en vivas protestas y quizá en motines. Ya se encontraría a algunos bestias que juraran sobre todos los santos haber visto a Trais en plena noche, deslizándose como un merodeador[279] por las callejas. Evidentemente, el escándalo salpicaría a Juan II de Bretaña, de quien era protegido Guy de Trais. Para complacencia de monseigneur de Valois. Y he aquí que, de repente, este mismo monseigneur de Valois le daba a entender con medias palabras que el «siniestro asunto de Nogent-le-Rotrou» ya no le interesaba. Añadiendo en tono fatuo:
—¡La política —mi buen Estrevers—, la política! Lo que hoy se teje, mañana se deshace. Sea como fuere, feliz epílogo, ya que no avanzabais.
El reproche, no disimulado, había hecho estremecer a Adelin d’Estrevers. ¿Cómo habría podido prever que Juan II les haría el favor de ser aplastado en Lyon, tirando de la mula del papa? Pero, en realidad, su deceso despejaba la vía a Carlos de Valois para recuperar por alianza matrimonial el ducado de Bretaña.
¡La peste era de Tisans, que no había avanzado suficientemente rápido! Cierto, Estrevers no le había dicho ni palabra de su auténtico plan, desconfiando de él. El vicebaile abrigaba una especie de sensiblería fuera de lugar para un hombre de su cargo. ¿Qué tenemos que hacer con la justicia de los hombres? La justicia de los hombres era el biberón con el que tentábamos a los pobres y a los débiles de espíritu para hacerles creer que nos cuidamos de ellos. La justicia de los hombres no afecta a los verdaderamente poderosos, salvo a los que hayan sido lo bastante bestias para que sus fechorías se muestren a los ojos de todos. En cuanto a él, se sabía lo bastante inteligente y astuto para pasar a través de las mallas de la red.
Por esta razón, el cambio de rumbo de monseigneur de Valois no cambiaba nada de la situación. El gran baile de espada tenía la necesidad imperiosa de que el falso culpable que había encontrado con el fin de complacer a monseigneur de Valois pagara por él. La implicación del gran baile de espada se hacía demasiado peligrosa. ¡Bah! Después de todo, Guy de Trais era un imbécil afable, aunque pretencioso. Mientras sirva para algo, porque su muerte no supondría una gran diferencia.
Interrumpió sus manejos, bastante sorprendido por su nerviosismo. Desde hacía unos instantes, hacía pequeños puntos agresivos en la tierra destemplada con la punta de su espada, sin siquiera darse cuenta. «¡Vamos, hombre, recupérate!», se amonestó a sí mismo.
Su decisión estaba tomada. Llevaría su plan hasta el final. Con aún más asiduidad. Ya no bastaba con complacer al hermano del rey, sino que debía salvar su propia piel.
Un eco. Un caballero se le unió. Arnaud de Tisans desmontó con un movimiento ágil para su edad y avanzó a grandes zancadas hacia él, inclinándose:
—Messire…
—¡Dejémonos de cortesías, el tiempo apremia! ¿Dónde estamos? —lo cortó Estrevers.
—Mi… hombre, Messire Justice de Mortagne prosigue su investigación pero…
—¿Pero qué?
Arnaud de Tisans no tenía ninguna gana de describir el poco entusiasmo manifestado por Hardouin cadet-Venelle en relación con esta investigación, a riesgo de que se le acusara de haber escogido mal a su espía, pensó también.
—Bueno, las pistas son enrevesadas. La que seguía acabó en un callejón sin salida, un tal Lecoq, antiguo herrero que ha terminado siendo un borracho.
—¿Lecoq? ¡Qué me importa un Lecoq que se caiga de narices! —vituperó Estrevers para interrumpirse cuando vio la sorpresa que se pintaba en el rostro arrugado de Tisans.
—Se trataba, messire, del único sospechoso creíble hasta ahora —argumentó el vicebaile.
—Cierto, cierto —refunfuñó el gran baile de espada.
Se hizo un silencio, roto por el susurro del viento entre las ramas desnudas de los árboles, los sonidos prudentes de algunos pájaros que vigilaban a los dos hombres de lejos. Decididamente, Tisans no apreciaba a este hombre, aunque no se pidiese su opinión, al ser Estrevers de un linaje mucho más prestigioso y ostentar un cargo más alto. Desde hacía mucho tiempo, había comprendido que el objetivo del baile de espada era poner de manifiesto la ineptitud culpable de Guy de Trais. Sin embargo, había empezado a pensar ahora que, si las pruebas no daban ningún resultado, Estrevers no dudaría en fabricarlas para hacer caer al baile de Nogent. La verdad era aún peor, más repugnante, como descubriría poco después.
Con la sensación de que había ido demasiado lejos, el gran baile de espada contemporizó, al menos así lo creía él:
—Desolado, Tisans… Este asunto me envenena el sueño. Temo cada mañana que un mensajero me informe del deceso de otro pequeño… Sin contar el descontento de madame Constance de Gausbert, madre abadesa de Clairets, que se rebela y a quien ningún argumento lenitivo detendrá…
El vicebaile de Mortagne comprendió entonces que se dejaba llevar. No dudaba que Estrevers descargaría sobre él toda falta, todo fracaso, si se terciaba. De hecho, el gran baile de espada se mofaba como de una cereza de los niños masacrados.
—Me doy perfecta cuenta de vuestra sobrecarga y lo deploro —adelantó él, sin comprometerse.
—Va más allá de la sobrecarga, creedme, Tisans. ¿Qué son esos siniestros rumores que han llegado a mis oídos según los cuales messire de Trais no sería completamente… cómo decir… ajeno a estos odiosos asesinatos? Después de todo, ¿qué sabemos de él?… Algunos hombres de alto copete disimulan sus inclinaciones a hacer degollar, convencidos de su impunidad…
¡Ah, Dios del cielo! Estrevers dejaba de marear la perdiz. Arnaud de Tisans no se acordaba. Evidentemente, él estaba en el origen de los rumores que había corrido acerca de Guy de Trais. En otras palabras, él conocía al asesino. Inmediatamente, otra idea aún más indignante se insinuó en su espíritu: ¿y si se trataba de un hombre suyo y no de un maldito degenerado, de un hombre pagado para torturar, violar y matar a los niños para hacer acusar a Trais en beneficio de monseigneur de Valois? La idea era tan enorme, tan inaceptable, que Tisans bajó los ojos.
Mientras que se sentía maltratado, obligado a la obediencia desde hacía semanas, tomó su decisión en una profunda espiración. Nunca se envilecería así. Mintió con una facilidad que lo asombró:
—En efecto, repugnantes inclinaciones… Voy a interesarme de cerca.
—¿Me lo prometéis? —insistió Estrevers, cuyo alivio era perceptible.
—Sin ningún género de duda, messire. No podemos dejar que una tal mancha recaiga sobre nosotros. Los ciudadanos tendrían razones para execrarnos por no haber puesto término definitivo y brutal a tan innobles acciones.
—Bien. Muy bien —aprobó Estrevers—. Hasta la vista, muy pronto, y espero que con la conclusión de este desagradable asunto.
El gran baile de espada volvió a montar y lanzó su caballo al galope. Una vez solo, Arnaud de Tisans respiró el aire muy fresco y saturado de humedad en largas inspiraciones, tratando de deshacerse de la náusea que lo había invadido.
¿Qué hacer? No podía romper de mala manera con el poderoso Adelin d’Estrevers. Las consecuencias de una tal rebelión serían devastadoras para él. Por otra parte, nunca participaría de lejos ni de cerca en una ignominia. Pensó solicitar audiencia a madame Constance de Gausbert, pero no tenía tiempo. Y después, ¿qué decirle, dado que solo la conocía por su reputación, sin haberla visto más que en la hostelería de Clairets, con motivo de una visita?
¿Poner sobre aviso a Guy de Trais? Sin embargo, en contra de lo que le había afirmado a Hardouin cadet-Venelle, lo justo había intercambiado una palabra con el baile de Nogent.
Reflexionar: el menor paso en falso podría ser fatal y costarle el cargo, la reputación e incluso quizá la vida.