Capítulo XXXVII

Alrededores de Mortagne, noviembre de 1305

Bernadine ya no sabía si debía inquietarse o alegrarse de los cambios radicales que constataba en su amo. Al principio, se había aterrorizado cuando creyó reconocer en su rostro, en su débito, las primicias del mal solapado y misterioso que había consumido poco a poco a su esposo, también el verdugo. Una especie de fiebre del alma que lo había consumido en unos meses. Sin embargo, desde su vuelta de Nogent-le-Rotrou o, más bien, desde su visita al vicebaile Arnaud de Tisans, Hardouin parecía dominado por una tensión casi salvaje, pero de una vitalidad asombrosa. En contra de sus costumbres reservadas, tranquilas, casi austeras, comía como un ogro, dormía tan profundamente como un lirón y reía los insospechados aspavientos que hacía el perro Eneas para enternecerlo y conseguir un trocito de carne, de panceta o de queso. En cuanto a Sidonie, su entusiasmo por el chucho no cesaba. Le preparaba su escudilla con un cuidado que nunca habría puesto con el plato del ejecutor, ¡aunque Bernadine no habría tolerado que ella asumiera esta responsabilidad!

La sirvienta-confidente acabó por preguntarse si no habría algún asunto de faldas detrás de los cambios que constataba. Esta suposición la llenaba de contento. Un hombre tan bueno, tan hermoso, tan completo como su joven amo tenía que hacer feliz a una mujer. Lo contrario hubiese sido un injusto desastre. Cierto, la llegada de una ama creaba siempre cierta agitación en una casa. De todos modos, Bernadine se sabía bastante fina y de fácil adaptación como sirvienta para acomodarse, además de que Hardouin, a pesar de su cortesía, no toleraría nunca que una dama recién llegada la tomase con ella. Bernadine se imaginaba ya corriendo detrás de unos encantadores diablillos que, en su mente, se parecían todos a su padre. Hacía falta que esta enorme y bella mansión, tan silenciosa que parecía muda, resonara de risas, de gritos y, por qué no, de penas de niños rápidamente olvidadas. ¿Vivía la damita en Nogent, explicando así el excelente humor de su amo cuando había bajado la escalera y ordenado que ensillaran a Fringant? A semejanza de muchas mujeres, incluso mayores, a Bernadine nada le gustaba tanto como una alegre historia de amor.[278]

Mientras verificaba el contenido de la alforja de Hardouin para asegurarse de que no le faltara un refrigerio, una botella de sidra, un paño limpio ni un frasco de esencia de tomillo, en el caso de que se hiciera algún arañazo, ella se hacía mil preguntas, cada una más alegre e inútil que la siguiente: ¿Era guapa? Sin duda. ¿Rubia o más bien morena? Esbelta, evidentemente. Alegre y benévola, de eso Bernadine estaba segura, porque Hardouin no hubiera apreciado a una mujer desabrida y desprovista de bondad. ¿De alta cuna? Inmediatamente, el humor de la sirvienta se ensombreció. No. Hija de verdugo y de mujer de verdugo, no podía escoger a otra. ¡Bah!, ¿qué importaban quienes los despreciaban? Vivían bien entre ellos, a sabiendas de que la ayuda mutua era su arma más eficaz contra el exterior.

Hardouin hizo su aparición en la cocina, escoltado por el pastor que lo miraba con devoción, y dijo:

—Bernadine, daré un rodeo por Bellême y no llegaré a Nogent hasta la caída de la tarde. No sé cuánto tiempo me quedaré. Por si acaso tienes que hacerme llegar un mensaje.

—Muy bien, amo. Buen viaje, buena estancia. Sobre todo, volved a casa en buen estado.