Capítulo XXXVI

Ciudadela del Louvre, París, 17 de noviembre de 1305

Un mensajero rápido se había hecho anunciar de forma urgente en la sala de trabajo de monseigneur de Valois. Irritado, porque estaba digiriendo, soñoliento, un copioso banquete muy bien regado con buen vino, el hermano del rey había terminado por autorizar su entrada. De inmediato, Émile Chappe, acurrucado en su pequeño escritorio contiguo, había aguzado el oído con la esperanza de obtener algunas informaciones de un carácter que satisficiera a su nuevo amo, messire Guillaume de Nogaret. El mensajero, evidentemente agotado por una larga carrera, con el rostro y la ropa grisáceos por el polvo de los caminos, se había inclinado, murmurando una fórmula de cortesía y manifestando:

—Mensaje del rey, monseigneur. De Lyon.

—Pero hombre, ¿por qué no lo habéis manifestado de inmediato? He estado a punto de hacer que os despidieran —le reprendió Valois.

—He obedecido mis órdenes de discreción. Acabo de entregar una misiva idéntica a messire de Nogaret. Por medio de su secretario, el rey no espera otra respuesta que vuestras fervientes oraciones de padre, porque entra lo antes posible en la coronación de Clemente V.

Sin comprender gran cosa de este discurso, pero alertado por el hecho de que se tratara de una noticia de importancia, monseigneur de Valois agradeció el servicio con un movimiento de cabeza. El hombre se despidió.

Abrió a toda prisa el pliego. Y tuvo que leerlo dos veces, pues tan sorprendente se revelaba el contenido, a pesar de estar redactado en un estilo llano. El mensaje terminaba con:

«Dada la extrema brutalidad de los acontecimientos, conviene examinar con la mayor rapidez, pero con la mayor calma, las consecuencias que podrían seguirse».

Una exclamación pasmada se le escapó al tiempo que su puño se estrellaba sobre la mesa:

—¡Oh, demonios! ¡Por la muerte de Dios! ¡Por todos los diablos!

Fingiendo inquietud, Émile Chappe se precipitó hacia la sala.

Monseigneur, ¿algún accidente? ¿Puedo serviros de ayuda?

Carlos de Valois lo miró, con aire incierto.

—Chappe. Émile Chappe, para serviros, monseigneur —ofreció el secretario, sofocando su hosquedad.

—Sí, lo sé… En cuanto a servirme de ayuda… Sí… Haced enviar de inmediato un mensaje a Adelin d’Estrevers…

—¿En qué términos, monseigneur?

—Estoy reflexionando —protestó el hermano del rey, acompañando su protesta con un movimiento irritado de la mano.

Con la cabeza inclinada en señal de sumisión, Émile esperó con paciencia, consumido por la curiosidad.

—¡Ah, demonios! —repitió Valois, asestándose un gran cachete en el muslo—. ¡Bah! La noticia se va a extender a la velocidad de un caballo al galope.

Se echó a reír a carcajadas, antes de continuar:

—¡Qué muerte más tonta! Pensad: la mula del papa. En fin, felizmente, ese muro no ha caído sobre Clemente V, con lo que le ha costado a mi hermano que lo eligieran para la Santa Sede, con gran disgusto de los italianos.

—Perdón, monseigneur, si me atrevo…

Otra carcajada se le escapó a Valois, que combatió pellizcándose los labios.

—Una reacción nerviosa —se excusó—. Porque el asunto no es en absoluto divertido. ¡Diantre!, Felipe pierde un buen aliado, servil… ¡Esperemos que su hijo Arturo se muestre tan complaciente! ¡Sea como sea, la corona ducal se acerca a mi hija!

Ensamblando el discurso deshilvanado del hermano del rey, Émile comprendió al fin:

—¿Juan II de Bretaña ha muerto?

—Sí. ¡Dios del cielo! Al menos, ha muerto casi en los brazos del Santo Padre. Si duda, un poderoso salvoconducto para el Paraíso. Ahora bien, con el fin de aplacar el disgusto del papa con respecto al episcopado bretón, Juan II se precipitó para asistir a la consagración de Clemente V en Lyon. Y al salir de la iglesia de Saint-Just, en la subida del Gourguillon, ¡un muro sobre el que se había acumulado una muchedumbre se derrumba, sepultando al buen Juan que, para cantar la palinodia, llevaba la mula papal de las riendas! El papa solo ha sufrido unos rasguños. Pero Juan salió muy mal parado por los materiales desprendidos. Ha terminado por morir de sus heridas[277]. Y eso es lo que modifica la situación, y en gran medida —murmuró Valois, frotándose la barbilla y con aire perplejo.

—¿La situación?

Ante la mirada torva que le dirigió monseigneur de Valois, Émile comprendió que le había faltado sutileza y que el hermano del rey no era tan estúpido como había querido pensar.

—¿Y qué os importa eso, Chappe? ¡Por supuesto, la situación! Mi hermano pierde un vasallo fiable que se había alejado de los ingleses para complacerlo.

—Evidentemente —asintió Émile en tono avergonzado, inclinándose más, seguro de que otra situación, más importante por más personal, ocupaba la mente de Carlos de Valois.

—Volviendo a este mensaje, Chappe, avisad a messire d’Estrevers que debo verlo cuanto antes. Añadid que el duque de Bretaña ya no está.

Émile esperó, pensando que monseigneur de Valois añadiría una o dos precisiones que él se encargaría de hacer llegar de inmediato al consejero del rey.

—Es suficiente. A vuestra tarea —lo despidió Carlos.

Cuando Émile saludaba y se aprestaba a acudir a su minúsculo escritorio, el hermano del rey lo retuvo:

—¡Ah!… Redactad otra misiva… de condolencia, en la que os encargaréis de encontrar una forma fácil de recordar mi adhesión, nuestros lazos de familia y mi impaciencia por saberme pronto abuelo, impaciencia que estoy seguro de que él mismo comparte. Utilizad con liberalidad las fórmulas de afecto cortés, insistiendo en mi pena por esta injusta e inesperada muerte lamentable.

—¿Y el destinatario…?

—¡Qué imbécil sois! —se dejó llevar Valois—. Arturo, sin duda, Arturo II, el suegro de mi hija, próximo duque de Bretaña y conde de Richmond, en pocas palabras, el hijo primogénito del fallecido Juan II, ¿quién si no? ¡Desde luego, no a vuestra abuela!

—Os ruego vuestro perdón, monseigneur; soy un estúpido y lo deploro.

—¡Id! ¡Id, id! Espero vuestros borradores, para modificarlos, si hiciere falta.

Unas horas más tarde, habiendo cambiado monseigneur de Valois dos palabras de sus cartas, con aire irritado, Émile Chappe se encaminó rápidamente a la residencia de messire de Nogaret, aprovechando que la frugalidad del consejero lo animaba a tomar una sopa, unos frutos secos y un pedazo de pan en su sala, trabajando. Por el contrario, Valois debía de estar en esa hora sentado a la mesa ante un banquete de glotón.

Con una pruna seca mordisqueada entre los dedos, messire de Nogaret escuchó a Émile con atención, sin que sus ojos desprovistos de pestañas lo dejaran un instante.

—He recibido una misiva idéntica, poco antes que monseigneur el hermano del rey. Ved, Émile, la política desgasta. Maniobráis durante lustros para establecer y consolidar una alianza y un muro se derrumba, anulando años de esfuerzos. En fin, al menos ese estúpido muro habrá preservado al papa para cuya elección hemos trabajado durante años. Sentaos.

Emocionado por haber sido invitado de ese modo y, sobre todo, porque messire de Nogaret le hablara como a un igual, Émile se permitió:

—¿Abrigáis, messire, y con todo mi respeto, inquietudes acerca de… la simpatía de Arturo, hijo de Juan II, que le sucederá, con respecto al reino de Francia y a nuestro rey?

—No, pero… ¿recordáis que había insistido en la discreción y fidelidad absolutas que exigía a mis acólitos?

—Sí, no lo olvido un segundo, messire, por mi honor.

—Bien. Arturo tiene fama de hombre apacible, agradable y buen gestor. Al menos en lo que nos concierne, ¿y qué más importante? Juan estaba muy… impresionado por nuestro rey Felipe. Con toda la razón. Esperemos que su primogénito Arturo lo esté igualmente…

Tan influenciable y complaciente, tradujo Chappe.

—Sus antepasados, como Juan I, nos han… dado bastante guerra aliándose de forma más o menos brillante con los ingleses. Pero ahora somos buenos amigos. ¡Qué más precioso que los amigos! —añadió messire de Nogaret.

Su tono indicaba bastante bien que un ejército partiría por la mañana para «sosegar» la Bretaña si se levantaba otra vez. El Capeto no estaba por reprimir una revuelta con un baño de sangre. Había amordazado con guantelete de acero todas las insurrecciones.

—Tanto más cuanto que la alianza entre Isabel de Valois y Arturo solo puede ir en beneficio del rey, mi señor —continuó el consejero—. Ella todavía es joven para procrear, pero les deseamos abundante descendencia. Después de todo, el ducado podría volver así al seno de Francia. Si tienen un hijo, nos encargaremos de encontrarle una princesa franca con la que casarlo.

Émile Chappe estaba atónito. ¡Dios del cielo! Tocaba con el dedo la gran política, las estratagemas de los poderosos, el reino de Francia. Aturdido porque sentía, al fin, que el mundo, el verdadero, el único, se abría ante él, se arriesgó a decir:

—Pero… con todo mi respeto, messire… ¿qué tiene que ver messire d’Estrevers, baile de espada del Perche, en esta charada, en el deceso prematuro de Juan II?

—Hábil pregunta, mi buen Émile. Y cuento con vos para que me deis la respuesta o, al menos, su principio —le soltó el consejero, con un estiramiento de labios secos que podría pasar por una sonrisa—. Porque, en realidad, no tengo ni la menor idea.

Guillaume de Nogaret miró con detenimiento una gruesa miga de pan caída sobre su mesa de trabajo y empezó a empujarla con la uña, un poco a la derecha; después, un poco a la izquierda; después, hacia delante, dando la sensación de haber olvidado por completo a su interlocutor. Lamió la punta de su índice y pegó en ella la miga que se tragó, al fin, con aire satisfecho. Levantando la cabeza, con una extraña sonrisa que descubría sus pequeños dientes de un marfil amarillento, declaró, pensador pero divertido:

—¡Aunque… aunque! Impresionante hipótesis, tan asombrosa que no me fío de mi instinto. Muchas gracias, mi buen Émile. Me servís bien.

Chappe comprendió que no debía insistir, a riesgo de indisponer al consejero.