Alrededores de Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305
Después de laudes*, una joven sirvienta anunció a Firmin Huard, mientras que la baronesa madre terminaba de vestirse con la poco hábil ayuda de Martine, una sirvienta con las manos rígidas de vejez, pero a la que madame Béatrice apreciaba mucho por su encantadora petulancia que los años no habían reducido y una lengua a veces viperina, pero muy divertida. Además, Martine sentía verdadera adoración por los miembros originarios de la familia Vigonrin y reservaba sus insultos y gritos para los demás, todo un activo a los ojos de su ama.
—¡Ah, ah, el Firmin! —exclamó Martine tras las marcha de la sirvienta joven.
—¿Un familiar tuyo?
—Sí, tengo ese terrible privilegio. Tanto más cuanto que yo conocía bien a su padre, que murió hace dos años. De la misma harina, si queréis mi opinión, madame. ¡Y no queso blando! Siempre tratando de rebañar un denier por aquí o por allá. El tipo que vende tres veces a su difunta madre. Salvo que el hijo es aún más zorro que el padre, por lo que me han contado. No se fíe, pues, madame, con todo mi respeto.
—A zorro, zorra y media. ¿Qué haría yo sin ti, Martine?
—Es que es muy bueno servir a esta familia, madame. Buenas personas.
A pesar del auténtico afecto que sentía por madame de Vigonrin y por su hija, Martine sabía también que era demasiado vieja para encontrar trabajo en otra parte. Por eso, mezclaba con habilidad consejos de buen sentido, chismes divertidos y algunos halagos ligeros para complacerla a ella que le asegurara unas buenas cama y mesa, además de un pequeño salario.
Béatrice de Vigonrin se detuvo ante la alta puerta de la sala de recepción, mucho menos utilizada desde la muerte de su esposo, y aún menos calentada. Como en todas las ocasiones, recordó la abundante concurrencia de invitados, los festines, las risas y los bailes, los juglares un poco exaltados cuyos estribillos ampulosos encantaban a las damas y hacían que los señores se partieran de risa, tratando de taparse con la mano. Ella era tan joven, tan alegre entonces. Estaba tan enamorada también. Lo recordó: François, su François. ¡Qué magnífico ejemplar de gran persona! François amaba la vida, el amor, a su mujer y, sin duda, también un poco a los otros, la caza, las fiestas. En cuanto a ella, su corazón se turbaba desde que él entraba por la noche en sus habitaciones. ¡Qué amante! ¡Qué prodigioso amante! Ella se acurrucaba contra él y él le murmuraba al oído:
—Mi dulce ave.
Ella hacía como que se enfurruñaba, replicando en un tono un poco afectado:
—¡Vos os las coméis, François!
—¡Oh, pero yo os voy a comer cruda a mordiscos, querida mía!
Le faltaba él. Pensaba a menudo en el día o la noche en la que rendiría su último aliento. Entonces sonreiría porque, al fin, partiría para encontrarse con él. De inmediato, un pensamiento atemperó la dulzura que le daba esta perspectiva: esta malvada pícara de Mahaut no precipitaría su reunión con François. ¡Lo juraba! ¡De ninguna manera!
Recuperó su máscara imperiosa y poco amena en cuanto penetró en la gran estancia. Firmin Huard la esperaba, sentado en un largo banco de madera. Ella avanzó, mirándolo, sin decir nada. El color subió a las redondas mejillas del labrador y él se levantó con un movimiento de riñones, quitándose su sombrero de fieltro e inclinándose profundamente como saludo.
—Buenos días, maître Huard. Yo conocía un poco a vuestro padre.
—Que hablaba muy bien de vos y de vuestro esposo.
—No lo dudo ni un segundo —ironizó ella. Pero, sin duda, él no comprendió la puya—. ¿Y bien? Mis tierras parecen estar dándoos problemas, por lo que he creído entender.
El agricultor puso una cara de diez pies de largo, hasta el punto de que se habría podido creer que acababa de enterrar a todos sus hijos.
—Cierto, cierto, señora baronesa. Una mala suerte como pocas hemos conocido.
—¿Sí?
—Sí. He tenido granizo, huevos de codorniz, sobre la escanda[272]. Forzosamente, eso la ha acostado.
—¿El granizo, en el mes de marzo, ha abatido las espigas? ¡Caramba, no sabía que la escanda fuese tan precoz en nuestra región!
Huard bajó la nariz, bastante contrariado. Había creído que le saldría redondo el asunto con una mujer que no debía de saber distinguir una oca de una gallina, pero pinchó en hueso. En un tono tembloroso de rabia contenida, la baronesa articuló:
—¡Hombre, no está nada bien hacerme promesas falsas! No faltan labradores precisamente y podría echaros fuera de mis tierras, dándoos, para no quedarme corta, fama de bribón.
—¡Ooh… madame…!
—¿Qué «madame»? ¿Acaso en vuestra boca es un sinónimo de «boba»?
—¡Oooh, con todo el respeto, nunca, pero nunca…! —balbució Huard cada vez más incómodo—. Sin embargo… había hablado con vuestro yerno la semana pasada, y me había dado la sensación de que estaba de acuerdo…
—Decididamente, ¡vos me sacáis de mis casillas! —vituperó la baronesa—. ¿Sois un mentiroso sinvergüenza o un auténtico cipote? —se enervó ella—. Eustache se encontraba en París, la semana pasada y aún la precedente.
Firmin Huard trituraba su sombrero de fieltro, aprisionado entre sus manos agitadas por temblores nerviosos. Sentía brotar el sudor en su frente a pesar del frescor de la sala. ¡Dios!, nunca se le había pasado por la cabeza que la vieja baronesa le hiciera frente. Esperaba hacer pasar la cosa con facilidad, dado que el atontado de su yerno se lo había tragado sin pestañear cuando le había dicho dos palabras en Nogent-le-Rotrou.
—No —se defendió él—. Me encontré con messire Eustache… eh… el martes pasado, en Nogent, ¡tan verdadero como que os estoy viendo!
Madame de Vigonrin viuda tuvo la desconcertante impresión de que el hombre no mentía. ¿Qué historia era esta? Preguntó:
—¿Y dónde fue eso, por favor?
—Bien, al salir de su casa. Al final de la calle de la Ronne, donde tiene alquilado una segunda vivienda para llevar sus asuntos.
—¡Ah, sí! ¿Dónde tengo la cabeza? —mintió Béatrice, estupefacta.
Ni Eustache ni Agnès le habían mencionado nunca la existencia de ese local y el instinto le decía que su hija ignoraba su existencia. ¡Dios del cielo! ¿Acaso Eustache mantenía a una querida allí alojada? Siempre se podía temer la existencia de bastardos reconocidos[273] en situación parecida. ¡Ah no! ¡Ella se negaba a que la herencia de su nieto y de su hija quedase recortada por los chiquillos de una puta instalada! Después de todo, el único interés de su yerno se resumía en su dinero. Tenía que aclarar este asunto, meter la nariz allí, llegado el caso. Más tarde.
—Sea lo que sea, Huard, por nuestro buen y duradero acuerdo, contad lo antes posible y, sobre todo, lo más justamente posible las mines[274] y minots[275] que me debéis. ¿No sería una pena que nuestra franca cordialidad se estropee por unos boisseaux?
—Sí. Yo lo sentiría en el fondo de mi corazón.
Deshonesto pero prudente, el labrador se despidió. Béatrice estaba muy satisfecha consigo misma. ¡Dios, François hubiese estado orgulloso de su «valerosa damita», como la llamaba a veces!
Su alegría se esfumó rápidamente. ¿Por qué había alquilado Eustache una vivienda en la ciudad, a una legua solamente de la casa señorial y en el más absoluto secreto? ¡Esta historia olía a adulterio! ¡Menuda sorpresa! Nunca hubiera sospechado que su yerno aliviara sus impulsos fuera del lecho conyugal. Del agua mansa me libre Dios, que de la brava me libro yo[276].