Alrededores de Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305
La vieja, la baronesa madre Béatrice de Vigonrin había recibido efusivamente a su yerno, Eustache de Malegneux. Sin embargo, nunca había demostrado mucha amistad ni estima por este, a quien, en su fuero interno, llamaba: «limaco fofo». De hecho, messire de Malegneux llevaba su cuerpo flácido y grandón como si estuviese desprovisto de columna vertebral. Pero su magnífica fortuna compensaba su físico poco atractivo, su permanente mal humor y sus deplorables modales en la mesa, sin olvidar una nobleza que debía mucho más al dinero y al don de gentes de sus abuelos que a su valor guerrero o a su sangre antigua. Por eso los Vigonrin lo habían recibido con los brazos abiertos como yerno. En cuanto a Agnès, por pudor y por prudencia, Béatrice nunca la había interrogado sobre sus verdaderos sentimientos con respecto a su esposo. De los pequeños suspiros reprimidos, de las miradas furtivas exasperadas, la baronesa madre había concluido que su amada hija había preferido la razón y el deber a la pasión, a semejanza de muchas mujeres de su rango.
Con independencia de toda otra cosa, Eustache era el último hombre adulto de la familia y su llegada ya echada la noche había aliviado a su suegra. Sin duda, Eustache había dormido como un animal hasta mediodía, después se habría dado una comilona, volviéndose a dormir a continuación. Béatrice había estado saltando de impaciencia todo el día, esperando el momento propicio para conversar con su yerno.
Por la noche, reunidos en torno a la cena, mientras Eustache no dejaba de contar detalles, anécdotas e insípidas narraciones sobre su viaje y sus asuntos en París, las mujeres Vigonrin de nacimiento intercambiaron muchas miradas incómodas. Inconsciente de esta connivencia de la que ella estaba excluida, Mahaut sonreía, aún bajo la influencia de la convalecencia del pequeño Guillaume. Después de la issue de table[269]>, unas épices de chambre[270] acompañadas por un vaso de hipocrás, madame Béatrice se levantó, dando muestras de retirarse a descansar. Cuando su yerno se despedía, inclinándose, ella pareció recordar algo y exclamó:
—¡Oh, mi querido hijo! Siento aumentar vuestra fatiga, pero deseaba vivamente haceros leer una misiva de uno de mis agricultores. Creo que me toma por una pava y quiere expoliarme. ¡Caramba!, la he olvidado sobre la mesilla de mi antecámara. Por favor, seguidme, prometo no reteneros mucho tiempo.
Desaparecieron, dejando a Agnès sola con Mahaut. Completamente feliz al saber que su hijo se había salvado, esta última no sentía la frialdad de su cuñada. Mahaut le contó por centésima vez que estaba segura de que la Santísima Virgen había intercedido ante el Padre para que no llamara pronto al niño a su presencia. Ni siquiera se extrañó cuando Agnès, tras una sonrisa forzada, declaró:
—De eso no cabe ninguna duda. Todos nosotros hemos rezado mucho. Perdón, hermana, estoy tan cansada que la cabeza me da vueltas.
—Pues claro, cuñada. ¡Qué egoísta soy! ¡Pero estoy tan feliz!
—Y os comprendo. Os deseo buenas noches —concluyó Agnès, marchándose, antes de que la besara su cuñada, que no pareció extrañarse de esta impaciencia.
Con la boca abierta, plantado en el centro de la pequeña antecámara y con la mano abierta puesta sobre el velador de madera de palo de rosa, hasta el punto de que se podría pensar que temía caerse por un soponcio que pudiera darle. Eustache de Malegneux miraba a su suegra, que acababa de participarle las sospechas que Agnès y ella habían concebido. De intelecto poco ágil cuando un tema trascendía los dineros, los petits-royaux o los deniers, messire de Malegneux balbució:
—En fin, qué oigo, mi querida madre. En fin… no supondréis… En fin…
Madame de Vigonrin cortó en seco la cólera que crecía en su interior. ¡Ah, sí, en efecto, un limaco fofo! François, su difunto esposo, o François, su hijo primogénito no hubiesen esperado para poner manos a la obra, ¡menudos ellos! Se esforzó por mantener la calma y la afabilidad:
—Hijo mío… En efecto, yo, nosotras tememos que la mano de un monstruoso envenenador esté detrás de las funestas y horribles muertes que afligen nuestra familia desde hace años.
Dando prueba nuevamente de su lentitud de comprensión, Eustache frunció los párpados con aire de conspirador, arriesgando:
—¿Un sirviente descontento, ávido de revancha?
—No. Un familiar, muy cercano, a quien beneficiaría el crimen, así como os lo digo, y a pesar del pavor y de la pena que nos hubiera embargado, Guillaume habría debido, en buena ley, morir.
—Eh… ¿un milagro?
La baronesa madre contuvo a duras penas el «pobre insensato» que le venía a los labios y rectificó en tono ácido:
—No, una dosis más ligera de veneno. Ahora yo soy vieja y estoy preparada para reunirme con mis seres queridos. Pero pensad en vuestro hijo Étienne, en vuestra esposa, mi hija.
Un destello de comprensión iluminó la mirada de Eustache de Malegneux. Gritó:
—En fin, querida madre…, no pensaréis que nuestra buena Mahaut… En fin…
—Sí, y cada vez más. El deceso de mi esposo la hizo baronesa. El deceso de mi hijo, su marido, la ha convertido en viuda libre con un confortable usufructo. A su mayoría de edad, su hijo heredará las tierras después de haber heredado el título de su difunto padre.
Al abocar la historia a un terreno, el único que él dominaba de maravilla, el dinero, Eustache repuso:
—En tal caso, ¿por qué estarían amenazados mi hijo y mi esposa? Ellos no tienen derecho ni a los bienes ni al título de barón que corresponden a Guillaume.
Comprendiendo que solo su salud y, en menor medida, la de su heredero y la de Agnès le importaban, Béatrice dio un paso más.
—Y si una perniciosa fiebre tifoidea os matase, ¿a quién iría vuestra fortuna?
—A mi hijo, evidentemente, con un legado particular para Agnès.
—Y, admitiendo que esta solapada enfermedad se cobrase otras víctimas: yo, Agnès, ¿quién obtendría fácilmente la tutela de Étienne y de sus bienes, los vuestros por tanto?
—¡Mahaut!
—Exactamente, mi bien amado yerno.
Él se llevó una de sus manos regordetas y blancas a sus labios, murmurando:
—¡Ah, Dios del cielo! ¡Por todos los santos!
Eustache de Malegneux se imaginó yaciendo en el lecho del dolor, retorciéndose en las angustias de la agonía, destruido por el veneno, jadeando, aspirando con ansia el aire que se le resistía. ¡Ah, qué espantosa visión, habría llorado! Se imaginó también, aunque de manera menos cruel y menos terrorífica, a su hijo rindiendo su alma. En cuanto a su esposa y a su suegra, no dudaba que sus horribles decesos le producirían pena, sobre todo el de Agnès. Sin ser un hombre malvado, Eustache no amaba nada tanto como a sí mismo, y a su hijo, un «sí mismo» en el futuro. Al resultarle intolerable la idea de que una cualquiera pudiera apoderarse de él y de otro él, se irguió y declaró en tono firme:
—Conozco bien a Guy de Trais, nuestro baile. Voy a manifestarle nuestras… terribles sospechas. ¡Hay que impedir a esta odiosa bribona… qué digo, esta asesina, que haga más daño!
—Más valdría, querido hijo, descubrir alguna prueba antes de solicitar la ayuda del señor baile. Mahaut es por nacimiento y por matrimonio de la alta nobleza. No se acusa con mucho éxito a una dama de su rango sin un argumento incontestable.
—En efecto. Eh… ¿qué género de prueba?
Béatrice de Vigonrin resistió el loco deseo de abofetearlo, de ver aparecer la huella rojiza y abotargada de su mano sobre la piel fofa de su mejilla. Eustache se mostraba aún más inepto de lo que temía. De todos modos, conocía a Guy de Trais y su denuncia pesaría más que la de una mujer, aunque fuese de alta alcurnia. Ella lo engañó, segura de que la fatuidad acostumbrada de Eustache lo cegaría:
—Mi querido yerno, gracias por haberme prestado oídos tan atentos. Vuestra presencia aquí nos reconforta, a Agnès y a mí, hasta un punto que no os imagináis. Vuestra lucidez y vuestra finura de espíritu me tranquilizan. Esto es lo que os sugiero: mi hija y yo vamos a husmear, a buscar una evidencia de lo que suponemos para que vos la presentéis a messire de Trais para recabar su opinión.
Aliviado ante la idea de quedar descargado de una investigación que no sabía por dónde empezar, Eustache de Malegneux la aprobó con entusiasmo y besó la mano de su suegra, deseándole buenas noches.
Cuando se quedó sola, Béatrice dejó escapar la injuria que contenía a duras penas desde hacía varios minutos:
—¡Pobre amigo mío! Si eres tan viril en la cama como inteligente y vivo de pie, ¡mi hija debe de aburrirse a muerte! Buen Jesús, si algunos hombres no fuesen ricos, ¿queé podrían hacer?
Por la mañana, habría que encontrar algún pretexto para apartar durante algún tiempo a Mahaut de la casa señorial. Sobre todo, debería discutirlo cuanto antes con Agnès. Como de costumbre a su regreso de la capital, Eustache aseguraría que tenía algún asunto urgente que arreglar en la ciudad. Béatrice dudaba que el gran huevón se dejase llevar por los placeres del sentido con putas de posada. Joder[271] debía de agotarlo aún antes de que sus calzas atacadas se le cayeran hasta las rodillas. Sin embargo, ante lo que ciertos sirvientes le habían contado con medias palabras, a Eustache le gustaba pavonearse en las ventas vaciando muchos porrones. El talante, en general, agradable y el analfabetismo de la compaña, sin olvidar la fascinación por un hombre de alto copete, le permitían sacar pecho e impresionar con poco esfuerzo, tanto más cuanto que él sabía mostrarse dadivoso. «Una buena razón para seducir y maravillar a la gente baja», pensó la baronesa madre con acritud.
Madame de Vigonrin se acostó. Se desveló y estuvo dando vueltas mucho tiempo. Le vino a la memoria la misiva del campesino Huard que solo había sido un pretexto, aunque ella estaba segura de que el hombre en cuestión trataba de desplumarla. ¡Bah, ella lo vería al día siguiente y él comprendería rápidamente de qué madera estaba hecha!