Alrededores de Mortagne, octubre de 1305
Escoltado por el perro Eneas, que sacaba una lengua de un pie de largo, pero parecía encantado por esta nueva aventura, cadet-Venelle llegó ante la alta puerta de la caballeriza de su casa vencida ya la tarde. Se sentía rendido y, sin embargo, su marcha sobre Fringant no lo había fatigado en absoluto, no más que sus encuentros y su estancia en Nogent-le-Rotrou. ¿Acaso la inmensa lasitud que sentía era la consecuencia de una vivísima decepción? Porque él había creído en la inocencia de Évangeline Caquet. Las sinceras confidencias de Madeleine Fromentin le habían hecho verdadero daño, herido incluso. Trató de razonar: ¿no valía más que una asesina hubiese perecido justamente a sus manos que una tonta inocente? ¿Qué lamentaba en el fondo? ¿No se mostraba pueril y egoísta al deplorar no haber restablecido la justicia, otra justicia, la suya? Una estupidez, porque se había hecho justicia.
Un pequeño mozo de cuadra se precipitó hacia Fringant y le acarició la boca, preguntando:
—¿Buen viaje, amo?
—Muy bueno. Cepíllalo bien y dale avena, se lo merece, tanto más cuanto que los cuidados que ha recibido en Nogent no han sido en absoluto tan expertos y atentos como los tuyos —y dirigiéndose al caballo, prosiguió—: Vete, precioso. Gracias por tu valentía.
—¿Y este qué, este chucho? —preguntó el chico, acariciando a Eneas.
—No pronuncies la palabra «chucho», lo vas a ofender gravemente. Ahora se tiene por un pastor de pura sangre —bromeó el ejecutor.
Bernadine corrió hacia él, con el rostro iluminado por el placer de volver a verlo, limitándose a echar un rápido vistazo al perro que olfateaba el bajo de su vestido, moviendo el cinturón. Ella se recuperó rápidamente y adoptó un semblante severo y un poco altanero, frunció los labios y afirmó:
—¡No muy buen aspecto, amo, y el aspecto muy fatigado! En cuanto a vuestra piel, ¡ahí tenemos una piel grisácea… mala alimentación!
—Maîtresse Hase no lo ha hecho mal, pero nadie puede rivalizar contigo, querida.
Satisfecha por el cumplido que esperaba, Bernadine recuperó su jovialidad:
—¿Y qué es este horror con pelos?
—Mi perro, Eneas.
—¡Buen Jesús! ¡Solo os faltaba un saco de pulgas! —resopló ella—. Supongo que habrá que darle de comer.
—Cierto, ¡y tiene buena panza! Conviene también encontrarle un rincón abrigado en una dependencia.
—¡Ay, ay, ay… otro rescate, como si lo viera! —fingiendo una protesta—. En fin, ¡tiene el aire menos obtuso que la otra y, sin duda, rendirá más servicios que ella! ¡Pero le daré menos confianza con el embutido!
A sabiendas de que hacía alusión a Sidonie, la simple quizá no tan simple que había recogido, él no dijo nada. Bernadine lo precedió a la cocina en la que, precisamente, la joven, con expresión obstinada, vaciaba un lucio. Apenas levantó la mirada hacia él y se contentó con un «hola amo» que sacó un suspiro exasperado a Bernadine. Extrañamente, Eneas se precipitó hacia la chica grande y, sin embargo, delgada, haciéndole fiestas como si encontrara a una amiga de toda la vida. Ella se inclinó para acariciarlo y el animal lanzó un pequeño gemido de felicidad, para asombro de Hardouin.
—¿Habéis llevado a buen término el asunto que os traíais en Nogent, amo? —se interesó Bernadine, inconsciente de la escena y andando con mucho tiento por temor a cometer una indiscreción.
En todo caso, ante la visita de Arnaud de Tisans y por las horas dedicadas por Hardouin a la lectura de los expedientes de procesos, había comprendido que el repentino viaje del ejecutor a Nogent estaba motivado por un asunto de justicia.
—Sí —respondió él, aceptando el vaso de vino que ella le había servido.
Bernadine se volvió vivamente hacia Sidonie y la reprendió:
—¿Pero te crees que estás desollando una anguila, hija mía? Te advierto que no me lo hagas papilla. ¡Un lucio, y de Angers! ¡Qué modales de mendiga!
La interesada no se dignó siquiera responder con una señal de cabeza. Hardouin dudaba, con la mirada fija en ella. ¿Por qué había repetido ella que lo que contenían los expedientes del proceso Caquet era importante sin conocer nada de ellos? ¿Podía ser que ella se hubiese encontrado con Évangeline porque también ella era un poco retrasada, a decir de Bernadine? Tenía que entenderlo. Por eso, trató de provocar una reacción diciendo:
—Messire de Tisans deseaba verificar la culpabilidad de una simple, ejecutada hace cinco años por el asesinato infame de su ama.
—¡Dios del cielo! ¡Qué horror! —comentó Bernadine.
—Término apropiado.
—¿Y era ella? ¿Culpable?
—Para asombro mío, sin ninguna duda.
Sidonie permaneció impávida, aparentemente indiferente mientras se peleaba con su pescado, hasta el punto de que se habría podido creer que no había oído nada. Sin aguantarse más, él le espetó:
—¿Por qué me aseguraste que eso era importante, esos expedientes, la transcripción del proceso de la simple, aun antes de que yo los leyese?
Ella le dirigió una mirada vacía y declaró con voz nasal pero firme:
—¿Ase… guraste?
—Aseguraste. Significa «decir algo con fuerza, rotundamente».
—¿Ah? Yo no sé na. Pero esto es importante. ¡Siempre importante!
—¡Buen Jesús, me saca de quicio! —fulminó Bernadine entre dientes—. Cuando abre la válvula, ¡salen burradas sin pies ni cabeza!
Un poco irritado también, Hardouin se levantó e indicó:
—Me iré a dormir después de cenar. De hecho, estoy muy cansado. Dale de beber y de comer a Eneas, ¿quieres? Su camino ha sido largo.
—Voy a hacerlo —le cortó Sidonie—. Me gusta el chucho. Me voy a ocupar de encontrarle un buen rincón para dormir. ¡Vamos, chucho!
Eneas pidió con una mirada permiso a su amo, que murmuró:
—¡Marcha!
La pinche salió de la cocina, escoltada por el perro.
—¡Bien! Es la primera vez que manifiesta deseos de moverse por algo —comentó Bernadine.