Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305
Solo quedaba el puesto del pescadero que liquidaba los pescados no vendidos, lo que justificaba la compacta muchedumbre que se apretujaba delante de sus tenderetes, contando además con que el día siguiente era de abstinencia. Burguesas modestas o sirvientas de casas se arremolinaban para obtener, las más acomodadas, un salmón de Bretaña, una lamprea de Normandía o un lucio de Angers[261], y, las más desfavorecidas o más miradas con el dinero, una anguila o arenques salados de procedencia más incierta.
Los vituperios de las damas no faltaban nunca, sobre todo ante los puestos de los pescaderos que parecían concentrar su hosquedad y su desconfianza. Todas querían tocar los pescados, olerles la boca, verificar sus ojos para no dejarse robar. Divertido por esta escena mil veces vista, el ejecutor se acercó al puesto.
El pescadero pataleaba vociferando:
—¡Pero dejad… dejad de triturar[262] el género!
—Bueno, si no puedo palpar y olisquear, no compro.
—¡Entonces, seguid vuestro camino, mujer, y comeos vuestros nabos y vuestro pan duro mañana!
—¡Qué grosero es este tío! ¡Cuando no hay nada que esconder, bueno, pues no protestamos! —exclamó una sirvienta de gran casa—. ¡Me voy al vendedor de limacos[263] lavados[264]!
Una joven de rostro reservado esperaba paciente, con las manos juntas sobre su gabán oscuro, a que el pescadero la atendiera, lo que no dejó de hacer, deseoso de desembarazarse lo antes posible de la desabrida amante de los limacos.
—Madame Madeleine, ¿venís a buscar vuestro encargo?
—Sí. Espero que nos hayáis reservado el mejor.
—Siempre, para maître Lafoi y su esposa, que son clientes fieles y agradables… ¡no como otros! —añadió, dirigiendo una venenosa mirada a la sirvienta de los limacos que seguía allí incrustada, a pesar de sus amenazas de llevarse sus buenos dineros a otra parte.
«El destino, aún y siempre», pensó Hardouin. El destino le ponía en bandeja a Madeleine Fromentin, la mujer mencionada por Alphonse Fortin, acerca de la cual se preguntaba cómo la abordaría a fin de sacarle información.
Con una ligera sonrisa en los labios, verificó la frescura del rape[265] envuelto en hierbas y se lo pagó al comerciante. Hardouin la observaba a unos pasos, adoptando la postura despreocupada de un curioso o de un marido que esperara a que su mujer le hubiese cerrado el pico a un comerciante y conseguido una rebaja. Con apenas treinta años, Madeleine Fromentin era muy bonita, sin aspavientos. Aunque modestos, sus vestidos subrayaban la elegancia de su silueta y su tocado de lino almidonado dejaba asomar algunos mechones rizados de un castaño profundo que realzaba la transparencia de su blanquísima piel.
—Hasta la vista, maître pescadero.
—¿Deseáis que os reserve una hermosa pieza para la próxima vigilia?
—Como de costumbre, y muchas gracias.
—Quizá tenga un buen salmón que encante a vuestros maîtres.
—Se lo avisaré a nuestra cocinera para que ella lo prepare del modo más suculento.
Ella se apartó tras un ligero saludo con la cabeza. Hardouin se hizo la reflexión de que Garin Lafoi, calificado de avaricioso por sus antiguos sirvientes, ¡se daba buena vida, a todo tren! ¡Caray: rape, salmón, una nueva esposa de muy buen ver, vestida como una burguesa y un palacete particular que no desdiría en absoluto de una familia de la alta sociedad! Madame no debía de ser ajena al dinero del delito.
La siguió, esperando que se alejara de la gente y subiera hacia Bourg-le-Comte; después la llamó:
—Señora Madeleine…
Ella se volvió, sorprendida. Su cortés sonrisa desapareció cuando se percató de que no conocía al elegante hombre que se acercaba a ella a grandes zancadas. Su rostro se puso serio sin dar, no obstante, muestras de hostilidad. Sin mostrarse asustada ni desagradable, una mujer respetable guardaba las distancias frente a un hombre desconocido.
—Señora Madeleine, os ruego perdonéis esta familiaridad, que os aseguro no es de la que haya de temer una mujer de bien.
—Monsieur?
—Hardouin Venelle os presenta sus respetos —declaró él, inclinándose.
—¿De qué os conozco?
Ella se expresaba con tanta soltura que él se preguntó qué podía haberla llevado al servicio de una casa.
—Nunca he tenido el placer de seros presentado. En cambio, un tal Alphonse Fortin ha pronunciado vuestro nombre.
Un destello de inquietud atravesó la mirada desconfiada que no se apartaba de él.
—¿Alphonse? ¿Está bien?
—Muy bien. El tiempo me apremia, por lo que me veo obligado a mostrarme un tanto desconsiderado suplicándoos que me excuséis. Me confesó que le habían pagado por su testimonio relativo a la chica Évangeline Caquet.
Alarmada, comprobó que nadie pudiera oírlos, murmurando:
—¡Callad!
—Os ruego que me perdonéis, pero no puedo. Mi… jefe en esta cuestión no es otro que el vicebaile Arnaud de Tisans.
Aterrorizada ahora, farfulló:
—Por favor, messire, dejémoslo…
—De ninguna manera. Messire de Tisans exige conocer la verdad. Según Fortin, vos habríais disimulado informaciones que pudieran haber inclinado la resolución del proceso.
—¿Ha afirmado tal cosa? No puedo creerlo. Siempre ha sido muy bueno conmigo.
—No en esos términos. ¿Quizá porque desplumara discretamente a los Lafoi a fin de contribuir a la subsistencia de vuestro hijo?
Unas lágrimas subieron a los párpados de la mujer, que bajó los ojos.
—Os lo ruego encarecidamente, Madeleine. La verdad y, por mi honor, no diré nada que pueda revelar de dónde la he conseguido. Évangeline Caquet fue enterrada viva después de diversos tormentos. Vos se lo debéis al descanso de su alma. No me obliguéis a indicar vuestro nombre al vicebaile, que no dejará de haceros ir a buscar de inmediato a casa de los Lafoi. ¡Todo un problema para vos!
Madeleine Fromentin aferró entre sus brazos el paño que protegía el rape. Tras una nueva mirada aterrorizada a su alrededor, movió la cabeza en señal de negación, llevándose una mano al cuello. Con voz átona, confesó:
—Ella la mató. Évangeline mató a Muriette Lafoi. Si llegara a oídos de messire Garin que mi testimonio no ha sido del todo fiel, me echaría a la calle al momento… Tened piedad de mi hijo, messire.
—Yo no os deseo ningún mal. Simplemente, busco la verdad. ¿Qué os permite ser tan rotunda?
Una lágrima recorrió toda su mejilla sin que ella pareciera darse cuenta. Ella espiró y confesó:
—Porque yo lo vi.
—¿Qué me decís? —exclamó el ejecutor.
—Más bajo, messire, por favor. Si me oyeran… yo… yo…
Rozándose de nuevo el cuello, explicó:
—Mientras estábamos en el lavadero, un abejorro me picó en la garganta. Annelette, una de las otras sirvientas de lencería, me dijo que entrara rápidamente para aplicar una cebolla cortada sobre la picadura, un remedio definitivo según ella. Yo vacilé, pero la hinchazón iba cobrando importancia, sentía escalofríos y la cabeza me daba vueltas. Y… bueno…
—¿Y bueno qué? —insistió con dulzura Hardouin, pues sentía que ella estaba reviviendo una escena espantosa.
—Pasé por la puerta exterior de la antecocina, donde se guardaban las vituallas y donde yo sabría encontrar una cebolla. Yo… ellas gritaban, se insultaban. Maîtresse Lafoi amenazaba a Évangeline con las gentes de armas del baile, con hacerla azotar y echar a una mazmorra donde se moriría de hambre. Évangeline… en fin, ella… la comida la volvía loca de codicia… Muriette Lafoi lo sabía y, a menudo, la privaba de ella.
—Lo sé —recordó Hardouin—. Ella la maltrataba, aprovechándose de su idiotez.
—Sí. Oí el eco de las bofetadas y a Évangeline que lloraba; no dejaba de gritar: «¡No, no!». Muriette Lafoi chillaba: «¡ladrona, perra, sarnosa, mierda! Vas a pagar el décuplo». Yo había decidido salir cuanto antes, sin hacerme notar. Maîtresse Lafoi podía tener muy mala intención.
Su sueño incomprensible. Marie de Salvin lo miraba fijamente, separándolos una cortina de llamas. Una medalla relucía en su cuello. Sin embargo, a los condenados se les retiraban sus joyas.
El expediente del proceso: «La mujer Lafoi encerraba en la palma de la mano una medalla de la Virgen, de plata».
—¿La medalla de la Virgen de plata? ¿Évangeline había robado la medalla? —preguntó cadet-Venelle.
—En realidad, ella no la había robado, al menos en su desordenado espíritu —rectificó Madeleine, enjugando otra lágrima.
—¿Cómo podéis afirmarlo?
—Porque ella pasaba las tardes en su altillo abrazándola y haciéndola brillar hablándole, palabras aisladas, súplicas, oraciones. Traté de reprenderla. Yo habría mentido a Muriette Lafoi diciéndole que había encontrado su alhaja bajo un mueble. Évangeline fue presa de un furor terrible, hasta el punto de que creí que iba a pegarme. Esta medalla era una especie de santa reliquia para ella. Ella la mimaba, segura de que la Santísima Virgen le sonreía a ella, en particular.
—¿Qué hicisteis después de su estallido de cólera?
—La tranquilicé y traté de explicarle, de repetirle que, si ella quería conservarla, debía esconderla bien. Que, si maîtresse Lafoi se diera cuenta de su robo, el castigo sería terrible para ella.
—¿Qué dijo Évangeline?
—«Chi-chi», como de costumbre. Ella no había entendido nada. Estaba contenta. Yo le dejé su bien más precioso. Su único bien.
A él le emocionó la pena que leía en el bello rostro, su boca que temblaba, se crispaba, reteniendo los sollozos que ascendían a su garganta y casi se avergonzó de tener que obligarla a confesar.
—¿Y aquel día? ¿Después del altercado?
—Por favor, messire… tengo que entrar en casa.
—No puedo dejarlo, os lo aseguro. Debo descubrir toda la verdad, Madeleine.
—Yo… percibía el furor en la voz de Évangeline. Y después… Y después Muriette Lafoi comenzó a aullar… auténticos aullidos de dolor, de terror. Yo estaba aterrorizada, sin saber qué hacer, paralizada. Y ella aullaba y aullaba… De repente, entré en la cocina… Maîtresse Lafoi yacía en el suelo, sobre su sangre. Ya no se movía. Évangeline estaba de rodillas al lado de ella y seguía dando un hachazo tras otro. Yo grité…
Los sollozos tropezaban ahora con sus palabras y ella se llevó la mano a la boca, con los ojos despavoridos.
—Y… la simple suspendió su gesto. Me miró y me sonrió, farfullando: «Mi buena Madeleine… ya no me coge la medalla, ella… Mis buenas carpas… no mal. No gritan, ellas». Había una decena de carpas decapitadas sobre la mesa de la cocina. Évangeline se deshizo en lágrimas señalando la mano de maîtresse Lafoi: «¡Mala… me cogió mi medalla… Revienta, mala carpa!». —Madeleine lanzó un suspiro de infinita tristeza—. Eso es todo, messire. Lo juro ante Dios y sobre la cabeza de mi adorado hijo. Ella la mató.
—Salvajemente.
—No… Esa clase de palabras no significaba nada para Évangeline. Ella la mató como a una carpa, extrañándose de que gritase.
—¿Qué hicisteis vos entonces?
—Yo… yo no conseguía pensar ordenadamente. Me llevé la hachuela. Yo… yo no sabía qué quería. Temía que Évangeline siguiera cortando a maîtresse Lafoi con ella y después…
—¿Y pensasteis que, si la gente del baile no encontraban el arma al lado de la simple, quizá pensaran que ella no era la asesina?
Madeleine Fromentin bajó la cabeza en señal de asentimiento.
—Tiré la hachuela en el bosquecillo de salvia. Después fui con las demás al lavadero, haciendo como que la picadura ya no me daba punzadas, que había descansado un poco a la sombra, considerando inútil entrar. Yo sabía que Évangeline olvidaría mi aparición.
—Pero… ¿por qué no dio testimonio de ello, a riesgo de que Garin Lafoi fuese sospechoso, como de hecho fue? —argumentó Hardouin.
—¡Oh!… Yo nunca habría dejado que lo acusasen. Habría decidido hablar, por mi fe. Pero… no me parecía cristiano abrumar más a una simple. ¿Acaso había comprendido el terrible crimen que acababa de cometer? Yo… quería… aligerar el tormento dispensado por su verdugo —terminó ella sin pensar, por un instante, que se estaba dirigiendo a él.
—El desenlace os ha dado la razón —admitió él—. Adiós, Madeleine. Ya sé lo que me importaba.
Él se despidió, pero ella lo retuvo por la manga de su hopalanda[266].
—Messire… ¿mencionaréis… mi nombre?
—No, tranquilizaos. Me bastará afirmar por mi honor que sé que la muchacha Caquet fue culpable del vil asesinato de su maîtresse. Arnaud de Tisans solo busca tranquilizar su conciencia. Yo se lo facilitaré.
Se equivocaba, pero solo lo descubriría más tarde.