Capítulo XXVIII

Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305

Tras dejar al perro Eneas al enternecedor cuidado de maîtresse Hase, Hardouin cadet-Venelle callejeó en solitario, feliz por este hermoso día un poco fresco. Con el otoño desaparecían poco a poco los exasperantes escuadrones de moscas que zumbaban y picaban a hombres y animales, se paseaban sobre los montones de desechos, molestos, pero inevitables adornos de las callejas. Pronto se recogerían las trampas para moscas que jalonaban el bajo de los muros de las casas, de los puestos de carniceros, charcuteros, queseros-mantequeros o pescaderos.

Nogent-le-Rotrou parecía presa de un frenesí entre la salida del sol y el mediodía. Todo el mundo se afanaba, iba, venía, compraba, vendía, insultaba. Los conductores de carretas se injuriaban en las calles demasiado estrechas para dejar paso a quien venía de frente. Seguían los intercambios de insultos y de nombres de pájaros pintorescos, de movimientos amenazantes de los brazos.

—¡Bueno, bola de sebo[254], sácate la cabeza del culo y echa para atrás contra el muro, para que no nos quedemos aquí hasta la próxima Cuaresma!

Estos rifirrafes acababan, por regla general, en carcajadas, cumplidos tras el intercambio de injurias muy innovadoras, y una proposición para refrescar el gaznate en alguna taberna vecina.

El comercio iba viento en popa para distracción de Hardouin. Experimentaba una especie de alegría infantil ante tanta gesticulación, protesta vehemente, ajetreo de todo tipo.

Las echadoras de la buena ventura, los charlatanes, los boticarios de pacotilla que vendían lociones milagro para hacer crecer el pelo o reafirmar los miembros viriles no faltaban al espectáculo de este día de gran mercado, siendo el de Nogent uno de los más concurridos de la región. Hizo una pausa. Acababa de reconocer a la anciana con la que se había cruzado varias veces y escuchó como si no reparase en ello sus promesas perentorias a una joven burguesa. Con la mano puesta sobre el vientre redondeado de la joven, la vidente declaró en tono inapelable:

—Os lo digo, querida. En verdad, vuestro próximo hijo será niño.

—Es que ya he tenido tres hijas y me desespero.

—¡Un auténtico varón, que tendrá dos buenas bolas[255] que enseñar!

Aunque cadet-Venelle creía estar en una posición discreta y se había mantenido atrás, la anciana se volvió de repente hacia él y lo miró fijamente. De nuevo, el azul de su mirada, un azul glacial, lo dejó pasmado. Apuntando un dedo huesudo hacia él, le espetó:

—En cuanto a ti, ¡ten cuidado! ¡Te están manejando, querido mío! Mi querido cubierto de sangre. Tú crees y te equivocas. Tú no lo sabes, pero encontrarás lo que no buscas. —Y levantando de repente la voz de forma agresiva, ordenó—: ¡Lárgate, fuera de mi vista, ya! Los esbirros del Infierno te pisan los talones. Libérate antes de que sea demasiado tarde. ¡Fuera de mi vista! —gritó.

Escupió tres veces en el suelo y se persignó antes de desaparecer con paso vivo.

La joven burguesa a la que acababa de predecir un niño vaciló. Le preguntó a Hardouin, mudo por la salida de la vidente:

—¿Está loca?

—No lo creo.

Arruinado su callejeo por este desagradable encuentro, decidió hacer ensillar a Fringant y salir de la ciudad. Las palabras o, más bien, las acusaciones de la vieja vidente no se le iban de la cabeza.

«¡Ten cuidado! ¡Te están manejando, querido mío! Mi querido cubierto de sangre. Tú crees y te equivocas. Tú no lo sabes, pero encontrarás lo que no buscas. ¡Lárgate, fuera de mi vista, ya! Los esbirros del Infierno te pisan los talones. Libérate antes de que sea demasiado tarde».

«Tú crees y te equivocas. Tú no sabes, pero encontrarás lo que no buscas».

«¡Ya está bien con estas estúpidas charadas!», se reprendió a sí mismo. ¿Desde cuándo prestaba oídos a la palabrería de una mendiga andrajosa que sacaba algunas monedas a los crédulos lo bastante ingenuos para prestarle una complaciente atención?

A pesar de las amonestaciones que se dirigía, del desprecio con el que quería considerar este encuentro, estos encuentros, su humor estaba turbado hasta el punto de que su paseo sin rumbo sobre Fringant no lo animó.

Desmontó para desayunar en una posada de Berd’huis, que escogió por su divertido cartel: el Goret Plumé[256]. En mala hora.

Cuando entró en la tabernucha, cometió el fallo de obstinarse, a pesar de los tres borrachos bien colocados y las dos mujeres de malos modales y poca virtud ya sentados a la mesa. Una, con la parte superior de su camisa desabrochada para descubrir unas tetas flácidas, levantó la cabeza a su entrada y le dirigió un insistente guiño. Él hizo como si no entendiera la invitación y se sentó a la mesa más alejada del bullicioso grupo.

El posadero salió del pasillo que debía de llevar a la cocina secándose las manos en el sucio paño que le ceñía los riñones y hacía el oficio de delantal. Avanzó a pasos cansinos hacia su nuevo cliente y preguntó, con no mucho interés:

—¿Sí? ¿Qué queréis?

—Lo que suele buscarse al entrar en una taberna —replicó Hardouin, a quien se le estaba acabando la paciencia—. Beber y comer.

El hombre apestaba a sudor y un tufo de grasa rancia y de carne pasada se desprendía de su ropa a cada uno de sus movimientos.

—Sí… voy a ver…

Maître Goret, a quien le cuadraba bien su nombre, se alejó refunfuñando.

Hardouin pensó que sería mejor dejar el establecimiento antes de enervarse del todo. ¿Qué importaban esta posada y los bribones y bribonas que se emborrachaban allí? Sin embargo, una especie de espera perversa lo retenía allí. De un modo extraño y estúpido, tenía ganas de vengarse de la vieja vidente. Tenía ganas de sentirse de nuevo dueño de sí mismo, hasta el punto de tener que admitir que ella lo había estremecido mucho más de lo que había creído al principio. Extrañamente, esta vieja pedigüeña había dañado el poderoso vínculo que Hardouin cadet-Venelle sentía que lo unía con el destino. La mendiga que se pretendía adivina parecía conocer su futuro y su pasado, mientras que él siempre se había aplicado a seguir una ruta trazada ante él sin interrogarse jamás sobre su destino. Peor: en realidad, ella le había dado miedo. Cadet-Venelle quería reencontrar su oscuro destino y, sobre todo, no prever nada. Esperó, por tanto, sin provocar nada, sin esquivar nada.

Se esforzó por no escuchar las observaciones cada vez más provocadoras de los borrachos, burlándose de su guisa de «môssieur»[257], los estallidos de risa forzados de las semiputillas que se hacían regar el gaznate y, como contrapartida, debían halagar a sus «mecenas», riéndose a carcajadas de sus indecentes gracias.

Uno de los hombres, cuyo vientre triunfador pasaba por encima de la cintura de sus bragas y que tenía los pelos pegados de grasa, berreó:

—Bueno, yo digo que eso le sienta bien a la niña, esa pompa. ¡Un verdadero tío no llevaría unos cabellos tan largos y un calzón tan ajustado que se le adivina el contorno del culo! ¡Hay quienes gustan de volverse del revés para jugar a ser la damisela!

Los comentarios sobre su inclinación por el sexo fuerte divirtieron a Hardouin. En cambio, el repugnante olor que se elevaba del tajadero que maître Goret depositó ante él le arruinó por completo el humor.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando la masa negruzca y maloliente.

—Bueno, bourbier[258] de jabalí, ¡no te fastidia! —soltó el otro en un tono despectivo, encogiéndose de hombros.

—¿De hace un mes?

—Eso no impide que sea medio denier con el vino. Que te lo comas o no, me importa poco; no me gustan mucho los buscapleitos como tú. El dinero, y más rápido.

Maître Goret extendió la mano, adoptando un aire viril y amenazador, sin duda porque contaba con sus parientes borrachos si la cosa se ponía fea.

El destino había decidido y Hardouin lo agradeció. Se levantó en el repentino silencio de la sala, solo turbado por el cloqueo idiota de una de las mujeres, tan ebria que no había comprendido que la situación se estaba agriando.

Un suspiro tranquilo se le escapó al maestro de alta justicia. Levantó el tajadero, teniendo cuidado de no mancharse los dedos con la salsa repugnante y cuajada. Con un gesto seco y preciso, lo aplastó en el hocico del tabernero, que lloriqueó de sorpresa y de indignación. Unos trozos de carne negruzca se desparramaron sobre la camisa del hombre. Hardouin comentó en tono vivaracho:

—¡Bah, no podía estar peor!

Maître Goret se limpió la cara, aullando de furor:

—Hij…

En un abrir y cerrar de ojos, la daga de Hardouin acarició la nuez del hombre.

—¡Nada de palabras feas contra mí, monada! ¡Tengo una susceptibilidad de mocita y mis orejas enrojecerían por los excesos!

El cliente que había emitido las suposiciones sobre la preferencia sexual de Hardouin se lanzó hacia él, blandiendo el puño. Con un elegante movimiento, el ejecutor lo esquivó. Llevado por la fuerza de su impulso, su masa, sin olvidar las jarras bebidas, el hombre prosiguió por inercia su marcha antes de lograr darse la vuelta para volver al asalto rugiendo.

Entonces, un destello de acero. Hardouin saltó de nuevo a un lado. El hombre, impulsado por la violencia de su carga, trastabilló hasta la mesa de sus compadres. Una de las mujeres, la del escote profundo pero poco atractivo, se vistió y abrió la boca, con los ojos como platos de horror. Ella chilló:

—¡Sagrado nombre de Dios! Tu cara, tu cara, Jacquot.

Desconcertado, el tal Jacquot se llevó la mano a la cara y contempló la capa de color carmín que la manchaba. Estupefacto, apagado su odio, se volvió hacia cadet-Venelle, balbuceando:

—Pero… pero… ¿pero qué me has hecho?

—Un buen tajo. Tu cara carecía de virilidad. Ya está arreglada. Deberías estarme agradecido. ¿Algún otro desea que lo arregle a mi manera? —propuso a los borrachos, repentinamente mudos—. En tal caso, ¡un placer no volver a veros más, pandilla! —espetó el ejecutor, saliendo en medio de un silencio sepulcral.

Recogió a Fringant, un poco preocupado por su estallido, este alarde de fuerza. En el fondo, ¿qué tenía que ver con estos asiduos de taberna y sus cosas? Nada. Sin embargo, había obedecido al destino y se alegraba.

Decidió volver a Nogent-le-Rotrou para encontrar una venta digna de ese nombre y comer a satisfacción.