Capítulo XXVI

Bellême, octubre de 1305, un poco más tarde

El ejecutor de alta justicia se hizo anunciar en el palacio ocupado por el vicebaile de Bellême, utilizando su verdadero nombre, explicando al ordenanza que Benoît Lambert lo había hecho llamar por un mensajero.

Unos segundos más tarde, el señor Lambert, primer secretario del baile, hombrecillo redondo y lampiño a quien conocía bien, salió de un despacho y se encaminó hacia él, diciendo:

—¡Ah, messire…! ¡Ah, ya era hora, ya era hora…!

Percatándose de su indumentaria de paisano, su manga desprovista de bastón, declaró en un tono que denotaba su indignación:

—Pero… ¿no estáis preparado? En fin… ¿dónde están vuestras divisas?

—No me convenía ostentarlas hoy —respondió Hardouin, bastante sarcástico.

—Eh. ¿convenía? Pero… ¡tenéis obligación! —contestó el otro, ahora completamente desconcertado.

—Cierto, mi buen Lambert, cierto. En cambio, no tengo obligación de reemplazar a vuestro Marcel Voisin, conocido por el Mataperro, notable ejecutor fallecido en la primavera pasada a causa de una fiebre tifoidea, ni siquiera de sustituir a su hijo mayor, de diez años, cuya madre afirma que una hoja en sus manos sería poco segura. ¿Qué le vamos a hacer?

La réplica irónica surtió efecto y Benoît Lambert sintió que se estaba deslizando por una pendiente peligrosa que podía ponerlo en un serio aprieto; a los buenos verdugos no se los apremiaba al servicio. Se defendió, en un tono mucho menos perentorio:

—Eh… cierto, cierto… Después de todo, ¿qué son una indumentaria y una pieza de tela… muy fea además? ¡Menudo invento! Pamplinas, ¿no es cierto? Nosotros os apreciamos mucho. Como prueba, ahí están vuestras ganancias duplicadas, incluidas las del derecho de havage

—Sí… —concedió Hardouin, que nunca había dejado traslucir aquí su inmensa fortuna ni la poca importancia que daba a los deniers ganados por quemar en la hoguera, aplastar los pies, descuartizar o colgar—. De todos modos, os confieso de buena gana que mi obra en el interior de vuestros muros me pesa. Nunca estoy al tanto de los cargos que pesan sobre los culpables ni de las pruebas que los avalan. Se me encomienda atormentar o matar. ¡Molesto y poco propicio a entregarme a la tarea! Además, he dudado antes de…

Cadet-Venelle escogió sus palabras. Los usos de respeto hubieran querido que hablara de «obediencia». Sin embargo, un impulso de insolencia se apoderó de él. Terminó en un tono ligero:

—… Por eso he dudado antes de acudir a vuestra imperiosa convocatoria. No estoy, por cierto, nada seguro de continuar. Os recuerdo, con la mayor cortesía, que mi oficio en Bellême debe considerarse como un servicio temporal que os presto, un signo de… cordialidad. ¡Bah! No os faltan hombres fogosos y ansiosos de justicia que puedan reemplazarme, durante el tiempo necesario para encontrar a un hábil verdugo. ¿Vos, por ejemplo? O messire el vicebaile de Bellême, que es soldado vigoroso y nada tiene de enclenque ni torpe.

Bênoit Lambert palideció ante esta sugerencia, él que pagaba generosamente para que degollaran y descuartizaran los conejos que tanto le gustaban. Bastante turbado, contemporizó:

—¡Vaya, vaya!… messire ejecutor… temperamentos más fogosos que los nuestros, signo de vigorosa salud y de franqueza, creedme —se enredó—. Bueno… ¿qué más fácil que daros razón del condenado que os confiamos? Se trata de un tal Gaspard Bilou. Tiene casi quince años y por ello ha sido juzgado como adulto; el señor vicebaile no ha creído necesario, en su sabiduría, aliviar su pena con un retentum confidencial.

—¿De qué pena se trata?

—Para edificación de todos, Bilou será azotado hasta que la piel se despegue de la espalda; se verterá sal en sus llagas, y después, por vuestros cuidados o los de vuestro ayudante, acabará su vil existencia balanceándose en el extremo de una cuerda. Con arreglo a lo convenido y en razón del… favor que nos otorgáis durante nuestra penuria de maestro de alta justicia, vuestro salario por la tarea será duplicado y ascenderá a dos petits royaux* y cuatro deniers*, añadiéndose al sextario[248] de trigo ofrecido en Navidad, a las siete varas* de tela de Pascua y otras ventajas, como el doble havage.

—¡Diantre! ¿Qué crimen ha cometido tan joven? —preguntó cadet-Venelle, un poco sorprendido por la severidad de la pena.

—El peor… en fin, uno de los peores… Por lo demás, todos los crímenes son peores… el parricidio.

Hardouin inclinó la cabeza en señal de asentimiento, lamentando que su magnífica y despiadada Enecatrix no saliera de su vaina de seda roja. Pero solo los nobles tenían el privilegio de la decapitación con hoja larga. Una muerte rápida.

Eos diligit et suaviter multos interfecit. Enecatrix los amaba bastante para matarlos con dulzura.

Esta muerte no sería dulce y, sobre todo, sería muy larga. ¿Qué importancia tenía? Ninguna.

—¿Está preparado el patíbulo?

—Sí, os esperamos con impaciencia. Solo necesito avisar al pregonero que anunciará por las calles la hora de la ejecución de la sentencia.

—Inmediatamente después de nona*. No tengo la ayuda de Célestin, mi joven aprendiz, y me las arreglaré solo en esta tarea. De todos modos, tengo que comer antes y cambiarme también.

—Naturalmente —se apresuró a decir Benoît Lambert, que había comprendido que más valía no incomodar al verdugo si quería cerrar este asunto lo antes posible—. Vuestro atuendo os espera en mi sala de estudios —precisó.

Era esa una exigencia de cadet-Venelle, que no deseaba en absoluto recorrer el camino de Mortagne a Bellême con la indumentaria de muerte roja y negra y con el rostro cubierto por una máscara de cuero. Por eso, había insistido en que se guardara un duplicado de su uniforme de verdugo en Bellême.

No temía las reacciones de los campesinos o de los viajeros con los que se cruzara en su ruta, que volverían la cara, persignándose quizá; ya estaba acostumbrado. No, se trataba más bien de esta sensación extraña y bastante molesta: la idea de que la muerte lo escoltaba a todas partes, pegada a sus pasos y a los de su caballo. Sus hermosos ropajes de seda roja y cuero negro encerraban el sufrimiento y el terror de tantos seres que abandonarlos a veces lo embriagaba, como si la vida liberada descendiera sobre él, como si él la inspirara, la avalara, como si ella solo hubiese esperado este permiso para imponerse de nuevo.

—Os recomiendo la posada del Jarse Amoureux[249], en la calle del Louvetier[250], que quizá conozcáis. El precio es módico, pero la comida, buena —dijo sonriendo el secretario del vicebaile.

Hardouin estaba seguro de que le aconsejaba esta dirección porque él no ponía nunca los pies allí, evitándose la penosa obligación de compartir su mesa. Sin embargo, inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

Tras haber desayunado, respondiendo de manera afable pero vaga a las preguntas del posadero, intrigado por este forastero bien plantado, Hardouin acudió al palacete ocupado por el vicebaile con el fin de cambiarse allí.

El contacto directo del cuero suave de su calzón ajustado con la piel le procuró una extraña sensación. Como si se tratara de otra epidermis humana pegada a la suya. Se colocó la máscara negra que le cubría el rostro y descendía tapando el cuello. Tuvo la impresión de que entraba en otro mundo. Nunca antes había sentido tal desorientación. Le parecía que solo los ojos seguían existiendo, que el resto de su ser retrocedía hacia un lugar ignoto, inalcanzable. ¿Qué le estaba sucediendo?

Entró a paso lento en el castillo de Bellême, en sus prisiones subterráneas. Los ojos, él no era más que dos ojos. Dos ojos que veían apartarse a la gente, recogerse bajo los soportales para no correr el riesgo de rozarse con él. Nada más que dos ojos. Solo oía los murmullos, no sentía los persistentes olores a humedad de los callejones.

Los guardias que se aburrían en la reja lo dejaron pasar sin preguntarle nada. Hardouin cadet-Venelle bajó los grandes escalones de piedra que llevaban a las mazmorras, excavadas en la roca. A causa de la penumbra que reinaba allá, solo perforada por la luz que se filtraba por los respiraderos, otro guardia se le acercó, sin reconocerlo. Con voz fuerte, pero pastosa por el vino, preguntó:

—¿Quién va?

—El maestro de altas obras, por Gaspard Bilou.

—Eh… pasado el recodo. Es la tercera… a la derecha —le informó, señalando una serie de nichos exiguos tallados en la roca, en los que un hombre no podía ponerse de pie.

—La llave —ordenó cadet-Venelle.

El bestia aquel descolgó el manojo del cinturón y, tras una vaga vacilación, se lo entregó indicando:

—No sé cuál es. Me las devolvéis al marchar. Basta con dejarlas en el suelo, en medio, donde no puedan alcanzarlas, los de las otras —indicó, señalando las siluetas de sombras deformadas, acostadas o aferradas a los barrotes de sus jaulas.

El guardia retrocedió con pasos pesados y cansinos y desapareció al otro extremo del corredor flanqueado por celdas, volviendo a su noche y a su pequeña sala en la que debía dedicarse a roncar entre borrachera y borrachera.

A pesar del aire que circulaba por las grietas abiertas en lo alto de las celdas y, sobre todo, de que la prisión del castillo solo era una etapa en el curso de la cual los detenidos no tenían tiempo suficiente de caer enfermos, de desarrollar gangrenas ni otras podredumbres, los hedores a suciedad y a excrementos azotaban el rostro, olores del miedo y de la decadencia física de unas criaturas humanas.

Hardouin cadet-Venelle avanzó a paso lento, rodeado por un silencio solo turbado por algunos ronquidos, sollozos o ataques de tos. Los presos aprendían muy rápidamente que no se berreaba ni se insultaba en este lugar, a riesgo de ser apaleados por un guardia que no se hubiese echado la siesta. Otra medida de represalia, la escudilla de sopa con nabos y pan roído[251] de vil precio, que el carcelero tiraba en castigo delante del cautivo, privándole de la única comida de la jornada… Hardouin no sentía ninguna pena por ellos, ni siquiera compasión: era su verdugo. Su encargo no consistía en explorar las razones que los habían llevado a este calabozo subterráneo ni si tenían algunas excusas que atenuaran sus crímenes. Se contentaba con aplicar las sentencias.

Una forma sombría, encogida ante los barrotes de la celda indicada, atrajo su atención. Se acercó a paso prudente, con la mano sobre el pomo de la daga que llevaba en el cinto.

La silueta arrebujada en un abrigo de baja calidad se levantó ayudándose de los barrotes. Una mujer ya mayor estaba delante de él. Incómodos por la oscuridad parcial que reinaba, sus ojos —lo que quedaba de él después de ponerse sus ropas de muerte— creyeron ver primero a una simple, al estar deformada la cara de la mujer. Dio otro paso y comprendió que las hinchazones amarillentas, las tumefacciones que descubría habían sido provocadas por golpes. Sin duda, le habían roto la nariz recientemente, y, cuando ella abrió la boca, se dio cuenta de que tenía mellados los incisivos superiores.

Se sobresaltó cuando la mujer le cogió el puño, agarrándolo con una fuerza asombrosa, y farfulló:

—Piedad. Piedad, verdugo. Es mi hijo. Me he colado. La guardia no me ha visto, gracias a que duerme la mona de su piquette[252] todo el día. ¡Es mi hijo Gaspard quien está ahí dentro!

El jovencísimo hombre al que tendría que levantar la piel de la espalda a latigazos antes de verter sal en su carne viva y de terminar colgándolo.

—¡Dejadme, mujer! —exigió en tono apacible—. Su suplicio podría ser mucho más severo. ¡Un parricida, nada menos!

Ella obedeció y gritó señalando su rostro maltratado:

—Pero miradme, ¡mirad lo que aquella basura me infligía! Todas las noches, o casi, sin hablar del resto: patadas, golpes con troncos en la espalda, en el vientre… Eso es lo que mi hijo no ha podido soportar. Esta mierda, esta miseria iba a matarme, la otra noche… y mi Gaspard se interpuso. Pero esa vieja mierda estaba desatada, no quería oír nada… Quería matarme, ¡os lo juro por mi alma!

—Apartaos, mujer. Debo cumplir mi oficio.

—¡Pero vos tenéis una madre, vos también, verdugo! Vos la habríais defendido, ¿no? Antes, el viejo también lo sacudía, pero Gaspard se hizo fuerte como un toro. Le atizó un bofetón para romperle la crisma… Entonces, el maldito se cebó en mí, dado que ya no podía sacudir a su hijo.

Hardouin trató de apartarla sin brutalidad, pero ella se aferró a la puerta de barrotes, defendiendo el acceso con su cuerpo.

Ella hurgó bajo su abrigo y sacó un viejo pañuelo que le entregó.

—Tomadlo, por el amor de Dios. Hay dinero dentro. He vendido las dos cabras. Me he dejado expoliar, no es grave. Tomad el dinero… Me han dicho que… en fin, que vos podéis… por bondad… En fin… que eso podría ser rápido… Por el amor de Cristo Salvador… Adelantad el fin… No quiero… no puedo soportar… solo quería protegerme… Mi Gaspard…

Sollozaba, los mocos se deslizaban hasta sus labios. Ella trató de dejar a la fuerza el pañuelo en su mano. Los ojos de Hardouin escudriñaron a la mujer, su rostro violeta y amarillo de los hematomas, su nariz rota, la pobreza de su vestimenta.

Una corriente de aire acarició su nuca. No, el aire era fresco allí. Un aliento tibio acababa de acariciarlo, como en su sueño. Marie. De repente, le pareció que toda la desesperanza humana, todo el amor del mundo estaba encerrado en este viejo pañuelo que una madre le ofrecía para abreviar los sufrimientos de su hijo.

—Tomad vuestro dinero. El fin llegará pronto.

—¿Lo juráis?

—Lo juro. Decidle adiós y marchad; que no os vuelva a ver nunca.

Después de algunas tentativas, la llave funcionó en la cerradura. Gaspard se levantó en medio del entrechocar de las cadenas que le trababan los tobillos y las muñecas.

—Madre… —farfulló él—. No pensaba volver a verte.

Ella se abalanzó hacia él, rodeándolo entre sus brazos, cubriendo su rostro de besos, murmurando:

—No te inquietes, no te inquietes… él es justo, el verdugo. Pronto nos veremos en el Paraíso, hijo mío… Pensaré en ti todos los días… con los dineros que no ha querido por su bondad, haré decir una misa, por ti y por él.

—Sed breve —dijo Hardouin— y dejadnos.

La mujer, arrasada en lágrimas, abrazó de nuevo a su hijo que iba a morir; después se volvió al verdugo, lo miró de arriba abajo, declarando:

—Conservaré el gris de tus ojos como el color más hermoso de mi horrible vida.

—Marchad ahora —respondió él, con una voz dulce.

—¿No sufrirá mi hijo?

—No. Os doy mi palabra.

Tras una última mirada a su hijo, tratando de ahogar sus sollozos con la mano apretada contra su boca, desapareció en la penumbra del corredor subterráneo. Cadet-Venelle volvió a cerrar la reja.

—Él la habría matado —se elevó la voz del jovencísimo hombre—. Yo le sacudí unos cuantos golpes con un madero para sacar a mi madre de entre sus sucias patas.

—Lo sé. Tenemos poco tiempo; el patíbulo está levantado. ¿Y tú, estás preparado?

—Sí… Ella…

Hardouin se acercó al que iba a ejecutar por compasión. Un hermoso adolescente, grande, bien constituido, con espesos cabellos morenos.

—¿Me dolerá?

—No… mucho menos de lo previsto… Prepárate… una palabra tuya y me detengo.

—No, no… por favor… Por favor, matadme rápidamente… Mi alma está en paz, no he hecho nada malo.

—¿Me perdonas, hermano mío en Cristo, porque vaya a quitarte la vida?

—Sí, rápido… hacedlo rápido, os lo suplico… yo os perdono. Os perdono y os lo agradezco.

Hardouin acarició la frente que brillaba con un sudor de terror, murmurando:

—Di una última oración; te dejo unos minutos. Después, descansa en una gran paz, hermano mío.

Gaspard cerró los ojos para una última súplica a Dios.

No vio el rapidísimo, brutal gesto, que enrolló alrededor de su cuello la cadena que ataba sus muñecas. Hardouin tiró con todas sus fuerzas. Un crujido. Las vértebras estaban rotas. El joven se derrumbó sin haber comprendido que la muerte acababa de llegarle.

Hardouin cadet-Venelle se persignó y después salió. Llamó al guardia que tardó unos instantes antes de aparecer, dando traspiés en el suelo irregular. El ejecutor declaró en tono seco y exasperado:

—¡Se ha suicidado! ¡Ah! ¿Vigilas a veces tus mazmorras? Elevaré mi queja a quien corresponde en derecho, exigiendo, como mínimo, que me paguen por mi desplazamiento. No tienen más que detraerlo de tu sueldo.

El bestia aquel, borracho, se inclinó, inquieto.

—Bien… bien… estaba, sin embargo, bien vivo…

—¿Cuándo? ¿Antes de tu tercer porrón?

Hardouin tiró a sus pies el gran manojo de llaves y salió.

La mujer, la madre, arrasada en lágrimas, envuelta en su raído abrigo utilizado hasta la trama del tejido, lo esperaba. Ella se precipitó hacia él, sin atreverse a hacer la pregunta que le quemaba los labios. Él le explicó con voz muy dulce:

—Gaspard está en una gran paz al lado de su Salvador. No ha visto ni sentido venir la muerte. Rogad por nos.

Ella farfulló su agradecimiento, tendiéndole de nuevo su pobre pañuelo que encerraba algunos deniers, una fortuna para ella. Él movió la cabeza, negando.

—Ya he sido pagado al céntuplo. Un tibio aliento.

Se alejó a grandes zancadas, dejando a la mujer destrozada, aunque aliviada.