Alrededores de Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, ese mismo día
Antoine Méchaud desmontó delante de los escalones que conducían a la puerta principal de la casa solariega. Un mozo de cuadra se le acercó para ocuparse de su viejo rocín[245]. Él se lo agradeció con un vago gesto de cabeza y trató de sacudirse el polvo del gabán y del calzado para darse unos instantes de respiro.
Una plegaria muda se formó en su espíritu: «¡Por favor, Cordero Divino, que no haya un segundo niño muerto en este mismo día!». Pensó que se estaba haciendo demasiado viejo, con una sensiblería de vieja, y que iba a tener que abandonar el arte médica. Tan pocos éxitos, tantos fracasos, tantos difuntos. En el fondo, ¿acaso podía presumir de haber salvado un día a un auténtico enfermo? ¡Dios! ¿La suerte o, sobre todo, una constitución robusta no habían sido los únicos tratamientos eficaces? Lo asaltaban las dudas cada vez más a menudo. ¿Qué probar, excepto sangrar[246], aunque él estaba casi seguro de que esta efusión de sangre agravaba el estado de ciertos pacientes? ¿Qué prescribir cuando una mujer que se recupera de un parto comienza a debilitarse para apagarse, extenuada por las sangrías, las infecciones, una alimentación insuficiente? ¿Alinear amapolas[247] sobre su pecho para vivificar su sangre? ¡Tantas enfermedades, tantas muertes, tan pocos remedios!
Acababa por envidiar a los sacerdotes. Desde luego, el atractivo de los placeres de este mundo, uno de los cuales era la dulzura de la piel de la mujer, había desviado a Antoine Méchaud de la clerecía. Pero, en el fondo, solo ellos sabían consolar, devolver la esperanza. El agonizante era perdonado, seguro de que Dios lo esperaba con los brazos abiertos. Una sonrisa penosa pero feliz nacía de nuevo en sus labios, tras días y noches de dolor y de fiebre que Antoine Méchaud había sido incapaz de suavizar. Él ni siquiera aportaba la curación. Ellos ofrecían la paz.
—¿Messire médico? Las damas os esperan con impaciencia.
Él se sobresaltó y se volvió. Una joven sirvienta estaba de pie, al final de las escaleras, con una sonrisa radiante en los labios.
—Parecéis muy alegre, joven.
—Sí, messire. ¡El pequeño barón está mejor! ¡Qué alivio! Es tan adorable y travieso. Muy vivaracho.
—¿Messire Guillaume está mejor?
Antoine Méchaud ocultó su estupefacción, pues el cercano deceso del niño le había parecido inevitable.
—¡Desde luego! Todos nosotros hemos rezado y la Santísima Virgen, que vela por los niños, nos ha escuchado. Madame Mahaut no ha salido de la capilla desde que su pequeño ha abierto los ojos y murmurado: «¿Madre? Estoy mejor. Tengo hambre». Da gracias al Cordero Divino y a su Madre, la Santísima Virgen, la Bienaventurada. Es un milagro, creedme. También, madame Mahaut ha decidido hacer erigir una capilla a la gloria de la Virgen María, llena de Gracia.
—Un milagro, en efecto —respondió el médico, perplejo, pero aliviado por no tener que palpar, examinar un cuerpecito deshidratado, cuyas fuerzas disminuían de un instante a otro.
Pálido, con su carita desfigurada por la fatiga, Guillaume de Vigonrin estaba sentado en su cama y sonreía.
—Gracias, muchas gracias, messire médico por vuestros cuidados —declaró, protegido por la mirada aliviada y feliz de su madre, que no se había separado de él durante los tres días y cuatro noches que había durado su enfermedad.
Antoine Méchaud procedió a examinar al chiquillo, poniendo la oreja sobre su torso, demasiado delgado, vigilando su aliento, preguntando por el color de su orina y la consistencia de sus heces. Se irguió de nuevo, satisfecho por el estado de su joven paciente y miró a la felicísima joven, inmóvil al pie de la cama, constatando también en ella los signos del agotamiento. Su palidez extrema quedaba aún más subrayada por las grandes ojeras de color malva que rodeaban sus ojos. Méchaud recomendó en tono paternal:
—Deberíais tomaros un descanso y recuperaros, madame. Ha superado un grave apuro.
Ella cerró los ojos y, con la mano en el corazón, dio un largo suspiro, aprobando la sugerencia:
—Juicioso consejo que pronto voy a seguir. En verdad, apenas me tengo en pie. ¿Cómo expresaros mi inmensa gratitud, messire médico? Tanto he rezado, tanto he creído que… en fin…
—Yo también. Pero Dios velaba por Guillaume y por vos. Alegrémonos y demos gracias al Cielo.
Cuando bajaba de nuevo a la sala común, la suegra de Mahaut, la baronesa madre Béatrice de Vigonrin, estaba de pie ante la gran chimenea. Antoine Méchaud no dudó que ella lo esperaba al acercarse a él, muy vivaz. Bajando la voz y dirigiendo una mirada recelosa a la escalera, preguntó:
—¿Está completamente curado?
—Sí, ¡qué alivio! Os confieso, madame, que… temía que me anunciaran su muerte a mi llegada.
—Un milagro, sin duda —dijo madame de Vigonrin en un tono seco que intrigó al médico.
—En efecto —vaciló Méchaud.
—Médico… ¿Puedo solicitar vuestra absoluta reserva…? Tengo que… evocar una cuestión que me… nos atormenta día y noche, pues la inquietud de mi hija Agnès se añade a la mía.
—Por favor, madame, proseguid.
Antoine Méchaud estaba casi seguro de lo que vendría a continuación. Y no se equivocaba.
—Los decesos de los varones herederos del título y de las tierras se suceden en nuestra familia, hasta el punto de que podríamos creer que se deban a una maldición.
—Vuestro esposo y vuestro hijo primogénito, François.
—Y antes de ello mis otros dos hijos —completó la baronesa.
—En estos últimos casos, un ciervo herido y salteadores de caminos.
—En efecto…
—¿Adónde queréis llevarme, madame?
Béatrice se mordió el labio de incertidumbre y Antoine Méchaud observó que las mejillas le temblaban de emoción.
—¿Creéis… en fin, que vuestra inmensa arte os permite estar seguro de que estos decesos, el de François, mi difunto esposo, y el de François, mi hijo… fueron completamente naturales… requeridos por Dios?
—¡Caramba, madame!, con todos mis respetos, ¿qué os ronda en la cabeza? —dijo, turbado, el médico.
—Sé… una tal abominación… un envenenamiento, habéis comprendido bien esta palabra tan horrible que no me atrevo a pronunciar.
—Guillaume envenenado, pero ¿por quién?… En fin, es un niño. No puede heredar los bienes por ahora… yo… verdaderamente…
Béatrice de Vigonrin lo miró fijamente durante unos instantes y murmuró en un penoso susurro:
—Pero, precisamente… él no ha fallecido, mientras que una… enfermedad similar se llevó a mi esposo y a mi hijo, en plenitud de edad.
El médico la contempló, sin ver lo que ella trataba de hacerle comprender, y repitió, perdido:
—Guillaume está vivo y pronto se pondrá completamente bien.
—Sí… sí… Entendedme, os lo ruego: he orado día y noche para que viviera. Sin embargo, sigo sin salir de mi asombro: ¿no es raro que un chiquillo supere una enfermedad que diezma a unos varones adultos y de constitución robusta?
El estupor paralizó a Antoine Méchaud cuando las dudas e insinuaciones de madame de Vigonrin se adueñaron de su espíritu y comprendió, al fin, su significación. Él se repuso y preguntó:
—¿Suponéis, madame, que… le habrían administrado a Guillaume un tipo de veneno que produjera síntomas de fiebre de vientre, en cantidad suficientemente débil para hacerlo enfermar sin arriesgarse, no obstante, a matarlo, a diferencia de su padre y de su abuelo?
Un «sí» casi inaudible le respondió.
—¡Dios del cielo! Madame… una tal acusación… tan grave… ¡Ningún crimen es tan imperdonable como el envenenamiento! ¿Pero quién?
Con voz repentinamente inflexible, tan cortante como una cuchilla, la baronesa madre respondió, separando claramente sus palabras:
—¿A quién benefician las repentinas desapariciones de mi marido y de mi hijo? ¿Quién heredará más rápidamente los bienes habiendo recibido ya el título?
—¿El joven barón Guillaume? ¡Solo tiene cinco años!
—Sé la edad de mi nieto, messire médico. A través de Guillaume, su madre, que tendrá la tutela hasta su mayoría de edad.
—¿Madame Mahaut? —murmuró Méchaud, atónito por la acusación.
—¿Quién si no? Me falta una última certidumbre… Sin embargo, Agnès teme lo peor para su hijo Étienne. Esperando que regrese por fin mi yerno, Eustache, velaré por él y por Guillaume. Si se trata de Mahaut, tendrá que pasar por encima de mi cadáver antes de llegar a mis descendientes, lo juro y no soy pusilánime. Si hay que atravesar a un monstruo disfrazado de mujer, yo soy capaz de hacerlo.
El médico no lo dudaba. Sin embargo, la feroz resolución que adivinó en el bello rostro severo de la baronesa madre lo inquietó.
—Madame, con todo mi respeto, se trata de una terrible imputación. Conviene desconfiar de los arrebatos nerviosos, de las suposiciones. En fin… son necesarias pruebas sólidas, encontrar el veneno, escritos incriminatorios, testimonios irrefutables, ¡qué sé yo! Os ruego que esperéis el regreso de vuestro yerno, messire Eustache de Malegneux, antes de precipitaros en una acción que podría revelarse desastrosa para todos.
La baronesa pareció reflexionar; después dijo:
—De acuerdo, pues sois hombre de avisados consejos y de bondad. Sin embargo, si alguna vez procurara lo innombrable… juro ante Dios que la mataré con mis manos. Por ahora, nos contentaremos con ponerle buena cara vigilando cada uno de sus gestos y tratando de descubrir la prueba que habéis evocado.
—Agradezco, madame, vuestra prudencia —declaró el médico apenas serenado.
—Hasta la vista, messire médico.