Capítulo XXIV

Ciudadela del Louvre, París, octubre de 1305

Messire Guillaume de Nogaret terminaba su frugal cena con el rostro pensativo. Había tolerado que un joven sirviente lanzara una soflama en la vasta sala de estudios, molesto por este insuficiente confort. El consejero del rey encontraba cierto placer en los pequeños sufrimientos que se imponía a diario: alimentación apenas suficiente para saciarse, poco sabrosa, el frío húmedo de sus aposentos, noches breves. No se trataba verdaderamente de una apetencia de mortificación, sino, más bien, de una forma de orgullo cuya naturaleza se negaba a admitir. Estaba por encima de los demás y era más disciplinado, más firme, más exigente consigo mismo. Nogaret sentía cierto desprecio, sin hosquedad, por todos esos cortesanos, esos grandes barones que se hartaban de comer, se embriagaban para ir, a continuación, a tumbarse en una cama a fin de reponerse de sus excesos. Todos esos nobles, nobles menores o ricos burgueses fascinados por los oropeles y orifrés y cargados de bandas, joyas, que disfrazan a sus criados e incluso sus perros con túnicas bordadas con sus armas, cuando las poseen.

¡Bah! Así iba el mundo y él no iba a cambiarlo, mientras esos defectos le rindieran preciosos servicios. Esforzándose por llevar un gran tren de vida, a menudo muy por encima de sus fortunas, algunos trataban de aprovecharse para sacar dinero de las menores indiscreciones, a veces útiles para Nogaret. Los rumores de antecámara y los cuchicheos de pasillo interesaban al consejero, que prometía mucho, de manera suficientemente vaga para no tener nunca que mantener sus compromisos y poder fingir asombro cuando un frustrado tenía el poco juicio de insistir.

Dejó la escudilla de sopa espesa que había rebañado con cuidado, sin permitir que se perdiera una gota.

¿Qué hacer con este Émile Chappe? ¿Seguir animándolo sutilmente a espiar a monseigneur de Valois? La idea parecía divertida, dado que no disponía de ningún otro espía en el lugar. Ahora bien, Guillaume de Nogaret leía en el alma humana con tanta facilidad como en un libro, sobre todo en las almas mancilladas. Chappe pertenecía a esa extraña raza de los traidores que no soportan su perfidia y su ignominia y prefieren mentirse a sí mismos justificando su vil comercio con el fin de tolerarlo. A pesar de la poca estima que el consejero profesaba a monseigneur de Valois, este no era peor amo que cualquier otro. Sin embargo, era evidente que no le había ofrecido a Chappe lo que este esperaba. En otras palabras, en situación similar, el pequeño Émile le reservaría la misma jugada desagradable que al hermano del rey. A los ojos de messire de Nogaret, los traidores interesados poseían una cualidad inmensa: su previsibilidad.

Un golpe dado en la alta puerta de la sala de estudios interrumpió sus pensamientos medio divertidos, medio incómodos.

Un ordenanza entró a su orden y anunció la llegada del hombre que esperaba sin saber muy bien lo que este quería. Sin embargo, la voluntad de Felipe el Hermoso de domar la Orden del Temple hacía que esta visita resultara intrigante.

Un hombre grande, de musculada delgadez, hizo su entrada. Nogaret reparó de inmediato en el elegante poder que se desprendía de cada uno de sus gestos. Se inclinó y se presentó:

—Hugo de Plisans[244], caballero templario, para serviros, messire consejero.

De apenas veinticinco años de edad, llevaba sus rubios cabellos en una media melena. Un magnífico ejemplar de la gente fuerte. Nogaret sostuvo la mirada muy azul, esperando la continuación, sin invitar a sentarse a su interlocutor, pensando que así sería más fácil despacharlo si sus palabras lo cansaban.

—Consciente de que vuestro tiempo es limitado, permitidme, por favor, que entre de inmediato en materia, a riesgo de imponeros un discurso deshilvanado y quizá incluso poco creíble.

—Proceded —respondió Nogaret, en guardia.

—Os conjuro que creáis, messire, que mi único deseo, mi único fin es salvar mi orden de una disolución que temo. O peor. No me hago ninguna ilusión: el soberano pontífice promete maravillas y apoyo a nuestro gran maestre, Jacques de Molay. Él lo abandonará desde el punto y hora en que su apoyo desagrada al rey, no sea que, por evitar un descrédito, este recaiga sobre la Iglesia.

De hecho, la entrada en materia era brutal.

—¿Cómo se os ocurre tal cosa? El rey no tiene ningún interés por disolver vuestra orden militar, aunque desee insuflarle un poco más de… rigor —mintió Nogaret.

Una mínima sonrisa dubitativa acogió su salida.

—Molay se obstinará hasta el desatino a fin de preservar la integridad y autonomía del Temple, con él a la cabeza, por supuesto —replicó el caballero.

—Sentaos… Plisans, ¿no es así? Habéis esbozado un retrato bastante preciso de Molay. ¿Era esa la razón por la que habéis solicitado una entrevista conmigo? —resumió el consejero con un ligero tono de impaciencia, con el fin de hacer avanzar un poco más su conferencia.

—En absoluto, messire, con todos mis respetos. Yo conozco un poco a Molay. Valeroso pero obstinado y arrogante. Él no cederá jamás, arrastrando, llegado el caso, a mis hermanos en su caída, y yo no puedo tolerarlo. He reflexionado largamente, sopesando pros y contras. Y como os lo he dicho, espero salvar mi orden de lo peor que presiento.

—¿Y cómo?

—Ayudándoos, si vos lo aceptáis.

—¿Qué me decís?

Los templarios constituían una orden casi secreta y no tenían en absoluto por costumbre ofrecer ni aceptar la ayuda de un extraño a su institución.

—Sorprendente, convengo en ello —sonrió Hugo de Plisans—, que mi inquietud y mi devoción hacia mis hermanos sean mis explicaciones. Si hay que engañar a Molay para salvarnos a todos, así sea.

—¿Traicionaríais a vuestro gran maestre para complacer al rey? —inquirió Nogaret, esforzándose por disimular su sorpresa.

—El término «traicionar» parece abusivo y no es que busque atenuantes. Además, en este caso, es Jacques de Molay quien se apresta a traicionar a su orden y la confianza que habíamos depositado en él.

Nogaret contempló detenidamente al hombre sentado frente a él. Ni sombra de apatía, de bajeza en los rasgos viriles de su rostro. Se leía en él, en cambio, una extrema determinación. Guillaume de Nogaret supo en ese instante que tenía que vérselas con un puro, dispuesto al sacrificio para defender su causa. Porque, si Molay llegara a descubrir su gestión, él no daría un chavo por la vida del caballero.

Un puro. ¡La peste huía de los puros! Nada es más difícil que obligar o seducir a un puro.

—Vuestra fogosa sinceridad os honra, pero me desarma, os lo confieso. Es que aquí tengo muy poca costumbre —admitió Nogaret—. Tengo que reflexionar antes de comprometerme más allá.

—¡Oh! Os comprendo, messire —declaró Hugo de Plisans, levantándose e inclinándose—. Hasta la vista, según vuestra conveniencia, espero. Vos sois… mi último recurso.