Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, aún más tarde
Un corto mensaje alusivo a propósito, firmado por Bernadine, esperaba a Hardouin cadet-Venelle en el puesto de alquiler de caballos y tiros. Aguda, su sirvienta, que ignoraba dónde habría encontrado posada en Nogent, estaba segura de que Fringant sería tratado con miramiento en una casa de alquiler de caballos y no dejado en el granero atestado y sombrío de una venta cualquiera. Él descifró la escritura aplicada y regular. Los verdugos, tan despreciados, formaban una casta instruida y casi todos sabían leer y escribir.
Mi bien amado amo:
El secretario del vicebaile de Bellême os ha hecho llamar. Ha pasado tres veces desde vuestra partida, excitado en todos los sentidos como una gallina nerviosa. Espera o, más bien, exige vuestra rápida presencia en su ciudad. Vos sabréis por qué razón.
Vuestra dedicada, respetuosa y afectísima,
Bernadine.
Un suspiro se le escapó al ejecutor de altas obras. ¡Dios del cielo! Casi había olvidado su oficio, esperando quizá que nadie lo llamara. Tendría que presentarse en Bellême al día siguiente. Estaba demasiado fatigado, igual que Fringant, para imponerse varias leguas de camino a la caída de la tarde.
Una especie de languidez invadió a cadet-Venelle al final de la comida. Sin embargo, no había bebido más que un vaso de vino y rechazado la generosa porción de crema de ciruelas con especias propuesta por maîtresse Hase, que había estado encantada de verlo de nuevo.
Se despidió de la posadera y se arrastró hasta su habitación. Desde la ventana, saludó al perro, que se había convertido en Eneas[233], porque el amor que había concebido por el héroe la joven Lavinia había sido también «repentino y vivo como una mordedura de perro». Un nombre demasiado elegante para un chucho flaco, hijo de quince padres, pero así, al menos, el pobre animal tendría algo bueno. El pastor de enigmático pedigree lo miraba y movía frenéticamente la cola.
—Duerme, perro. Que estás harto gracias a la generosidad de maîtresse Hase.
Una incomprensible fatiga le provocaba que los miembros le pesasen una enormidad; se desnudó con gestos torpes antes de tumbarse en la cama.
Extrañamente, y aunque pensaba que caería muy pronto en la inconsciencia, el sueño le rehuía. Una especie de atontamiento bastante agradable lo conquistó, llevándolo a una noche de fiebre alta. Con los párpados cerrados, cayó en un medio sopor; las imágenes se sucedían, se entremezclaban en su espíritu, perdiendo poco a poco su nitidez y su coherencia.
Marie de Salvin lo miraba fijamente; una cortina de llamas los separaba. Una medalla brillaba en su cuello, a pesar de ello a las condenadas se les retiraban sus joyas. Sus largos cabellos de color trigo maduro caían en cascada hasta su talle. Sin embargo, se los habían cortado deprisa y corriendo. El silencio. Un silencio compacto. La hoguera estaba muda. Ningún sonido, ninguna risa salía de las bocas abiertas de los mirones reunidos para asistir a su ejecución. Él sonreía, aparentemente inconsciente del fuego que iba a consumirla. Él se oía a sí mismo declarar con una calma alegre:
—No os oigo, querida. Perdón.
Ella sonreía a su vez y, entre dos lenguas de fuego de color rojo-amarillo, dijo:
—Poco importa, querido; esperemos el mañana.
Sus dos voces insertadas en un universo de silencio.
Su espíritu oscilaba. Se encontraba en el mismo lugar, una lluvia fina empapaba los irregulares adoquines. Ningún signo de la hoguera. Y siempre este impenetrable silencio. A pesar de ello, unos niños jugaban persiguiéndose, las comadres cuchicheaban, los mercaderes ambulantes, arrastrando sus pequeñas carretillas, berreaban para proclamar los méritos incomparables de las vituallas, de fruslerías de señora o de pucheros que proponían. Una vieja mendiga, canosa y frágil, pasaba dirigiéndole una mirada tan azul que evocaba un mar frío. Ningún ruido. Podría creerse que una hada[234] traviesa hubiese echado un sortilegio al mundo, privándolo de sonidos. Hasta esta fricción de tela sedosa en su espalda. A pesar de ello, no le llegaba la idea de darse la vuelta. El ligero susurro se acercaba. Dos brazos rodearon su talle y un cuerpo delgado y firme se dejó ir contra él. Un aliento tibio acariciaba su nuca y una voz murmuraba:
—Nada de esto existe. Tú ignoras aún muchas cosas.
—¿Marie?
Se irguió con un movimiento brusco en la cama, espiando la oscuridad espesa de su habitación. El silencio de la noche. El silencio, aún y siempre.
Hardouin recordó algunos sueños tan intensos que lo turbaron hasta el punto de buscar durante horas enteras su significado[235]. Había trazado entonces hipótesis, algunas carentes de sentido, otras más aceptables. Ninguna se había verificado nunca. De momento, no había tenido ganas de hojear los meandros de este sueño desconcertante. Solo importaba la permanencia de Marie. Ella lo había estrechado entre sus brazos, había murmurado en su nuca. Una cuestión incongruente y fuera de lugar hizo que su corazón se desbocase, hasta el punto de ponerse la mano sobre el pecho e inspirar con la boca abierta: ¿lo amaba ella un poco? De inmediato, la inconveniencia de tal pregunta lo sofocó: él la había quemado viva.
Igualmente, él había atormentado a Évangeline Caquet antes de sepultarla en tierra hasta que le llegara la muerte.
Dos inocentes. Dos corderos sacrificados.
Se estiró de nuevo. Contra todo pronóstico, el sueño lo invadió de inmediato.