Capítulo XX

Alrededores de Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, un poco más tarde

Arrodillada contra la cama de su hijo Guillaume, de cinco años, Mahaut de Vigonrin rezaba. Ella encerraba la ardiente manita entre las suyas y elevaba a veces la vista hacia el rostro de angelito sudoroso, lívido. Se negaba a admitir que la agonía tensara los rasgos infantiles y dulces.

El susurro de una saya le hizo volver la cabeza. Agnès de Malegneux, su cuñada, estaba tras ella, con las manos juntas en oración y aspecto derrotado.

—¿Ha recuperado algo la conciencia, hermana?

—No, querida Agnès. Sin embargo, tengo la convicción de que respira con más facilidad. Las horribles diarreas han cesado, así como los vómitos.

Por compasión hacia esta madre atormentada que trataba de tranquilizarse como podía, Agnès inclinó la cabeza. El médico, Antoine Méchaud, famoso por su inmenso saber y su excelencia, acababa de salir. Evitando la mirada de Agnès y la de su madre, la baronesa madre Béatrice de Vigonrin, había murmurado:

Mesdames… El anuncio que me dispongo a hacer después… después de… lo que vos habéis sufrido… me conmociona. Orad, por favor… No estoy seguro de que el pequeño Guillaume pase la noche.

Un gemido subió a los labios de Béatrice de Vigonrin, que se había santiguado antes de pedir con voz entrecortada:

Messire médico… Yo… ¿Se trata de una enfermedad del vientre, de mala bilis, solapada y lenta… o de una maldición?

Madame, yo solo creo en las maldiciones cuando mi juicio ha agotado todas las demás hipótesis.

—¿Y no es ese el caso? —intervino Agnès de Malegneux, luchando contra las lágrimas.

—Todavía no.

—¿Una enfermedad perniciosa? ¿Que desaparece para reaparecer de nuevo? —había insistido Béatrice de Vigonrin.

Prudente, el médico continuó:

—Vuestro esposo, madame, falleció hace poco más de dos años. Vuestro hijo, François, padre de Guillaume, ocho meses más tarde. Las epidemias se propagan mucho más rápidamente. Yo esperaba, os lo confieso, no volver a tener que acompañar la horrible agonía de un miembro de vuestra familia. Para mayor desesperación mía, es ahora vuestro nieto quien corre grave peligro de abandonarnos, con síntomas similares a los de su abuelo y de su padre. Ninguna otra persona de vuestra casa se ha visto afectada.

—¿Un… envenenamiento de la sangre? —sugirió Agnès de Malegneux.

—La sangre que les he sacado parecía normal, fluida y de un buen color rojo encendido —replicó el médico que, a la manera de todos sus colegas, había practicado varias sangrías[229]. Por lo demás, su ligereza me sorprendió en el caso de su señor padre, por su edad. La sangre de los ancianos amantes de la buena mesa es, a menudo, muy viscosa.

—Yo… Buen Jesús, me detesto a mí misma por un pensamiento egoísta tal en un momento así, pero temo por la vida de mi hijo Étienne —había murmurado Agnès.

—Tranquilizaos, madame, vamos a redoblar la vigilancia al respecto —había tratado de tranquilizarla Antoine Méchaud—. Étienne es robusto para sus cuatro cortos años, rebosante de vitalidad.

—Ciertamente, la vejez había debilitado a mi padre, pero François, mi hermano, era un magnífico representante de la gente fuerte, un roble —había argumentado ella.

—Por favor, mesdames, no os llenéis la cabeza con locuras tan terroríficas. Nada le ocurrirá al pequeño Étienne. Yo vendré a visitarlo y a examinarlo cada semana, si os parece.

Agnès había asentido con un parpadeo, imitada también por Béatrice de Vigonrin, que se había recuperado:

—Si… si Guillaume muere… la línea directa de los Vigonrin, su nombre se extinguirá con él. ¡Dios del cielo, qué injusticia! He perdido a mis tres hijos, señor médico. Solo me quedan mi hija querida, Agnès, y su hijo. Sin duda, siento una viva ternura por mi nuera, Mahaut, ternura ampliamente merecida por ella, pero ella no es de nuestra sangre.

Antoine Méchaud había inclinado la cabeza con tristeza. La fama de piedad, dignidad y equidad de los Vigonrin no tenía nada que envidiar a su nobleza. De hecho, la desgracia parecía ensañarse en ellos desde algún tiempo atrás. Seis años antes, Jean, el segundo, había muerto en un accidente de caza. Un ciervo herido, que él creía en agonía y al que se había acercado para rematarlo, se levantó bruscamente y le clavó las puntas de las astas. De naturaleza fuerte, a imagen de todos los hombres de la familia, Jean había resistido a la muerte durante dos días antes de que triunfara. Dos años más tarde, el cadáver del benjamín, Philippe, había sido encontrado a la orilla de un bosque, no lejos de la Rapouillère, acribillado a cuchilladas y habiéndole robado hasta las botas. La investigación había concluido que había sido un asesinato por dinero, cometido por uno o varios salteadores de caminos que habían puesto tierra de por medio. Poco menos de un año antes, François, el primogénito, se unía con sus hermanos al lado de su Creador, a causa de lo que la baronesa Béatrice de Vigonrin había llamado enfermedad perniciosa.

Agnès se acercó a su cuñada, que estaba arrodillada, y le puso la mano en el hombro, aconsejándole en un tono suave:

—Querida Mahaut, venid con nosotros, descansad un poco. No habéis comido en varios días y… Guillaume os necesita, necesita vuestra fuerza.

Mahaut de Vigonrin sacudió la cabeza en señal de negación.

—Sois tan buena… Pero la perspectiva de tragar un bocado me levanta el estómago. Él va un poco mejor… Os aseguro, querida Agnès, que tengo la impresión de que respira a gusto, no ha devuelto ni ha echado nada por abajo desde hace horas y yo quiero estar a su lado cuando recupere la consciencia. Yo… yo estoy segura de que esas decocciones de cardo mariano[230] que le obligo a beber han hecho maravillas…

Agnès pensó, de repente, que por nada del mundo quería estar presente cuando el pequeño diera el último suspiro. Pronto, sin duda. Ella se apartó unos pasos después de una última mirada al adorable rostro infantil, cuya piel había tomado el marfileño color de la muerte.

—Voy a pedir en la cocina que os reserven un refrigerio… por si sentís algo de gana… más tarde. Hasta la vista, muy pronto, hermana.

Agnès de Malegneux cenó en compañía de su madre en el gran salón de la casa solariega. Sus miradas se cruzaban a veces para desviarse inmediatamente a lo lejos. Intercambiaron comentarios raros y banales sobre los distintos platos. Béatrice de Vigonrin se hizo la reflexión de que un silencio malsano se había abatido sobre la vasta mansión. Cada miembro de la casa lo temía: el pequeño amo, el jovencísimo barón, iba a rendir pronto su alma a Dios. Ella luchó contra las lágrimas, esforzándose con valentía para terminar su tajadero. Y, sin embargo, cada bocado de chaudumé[231] de lucio, ideal en este día de abstinencia, cocido en una salsa espesa al vino blanco y con pan, realzada con una punta de jengibre y de azafrán, la empalagaba. Agnès comía todo, con una aplicación sospechosa que manifestaba también su falta de apetito. Ella se aclaró la voz y dijo en un tono cuya forzada jovialidad daba pena:

—¡Buena comida, en verdad! Es tan abundante que voy a pasar del plato de puré de peras y contentarme con un vaso de hipocrás.

La baronesa madre, Béatrice de Vigonrin, no se dejó engañar por la falsa satisfacción de su hija, pero le dirigió una sonrisa.

De un modo muy poco habitual viniendo de ella, Agnès llenó tres veces su vaso, vaciando el hipocrás a grandes tragos. Su madre la vigilaba con el rabillo del ojo, siguiendo las modificaciones de su rostro, falsamente feliz, después apenado, después derrotado y después sombrío y severo, arisco[232] al fin.

—Madre… no puedo contener más tiempo mis pensamientos. Me envenenan. Sin duda, no son sino tonterías y nerviosidad de mujer, inquietud de madre, pero…

—Por favor, mi querida hija, confiaos porque siento que… en fin… presiento que…

—Hum… Cuántos hermosos, fuertes y valerosos varones… Jean fue herido hace seis años por un ciervo herido; Philippe, por unos malandrines dos años más tarde. Pero mi padre falleció presentando unos síntomas similares a los de Guillaume, igual que mi hermano mayor, François… marido de Mahaut.

—¿Adónde queréis llegar? —preguntó su madre en un susurro, habida cuenta de la duda que se había insinuado en ella desde el comienzo de la enfermedad del pequeño Guillaume.

—¿Creéis, madre… creéis que solo hay que achacar a causas naturales esta sucesión de óbitos?

Béatrice de Vigonrin terminó su vaso, evitando la mirada de su hija, que continuó:

—¿No podría estar detrás una mano criminal…?

—¿Hierbas envenenadas? —apuntó Béatrice, llevándose de inmediato la mano a los labios, por lo monstruoso de la hipótesis. Monstruoso, pero cada vez más convincente.

—Espantoso, ¿no? —admitió Agnès—. Sin embargo, esta serie de decesos masculinos… los herederos del título y de los bienes…

—No pensaréis que…

—Me asaltan los peores pensamientos, madre…

El nombre de Mahaut no se pronunció. Sin embargo, flotaba entre las dos mujeres sentadas a la mesa.

—¿Qué interés tendría ella en que su… en que Guillaume muriera a su vez, dado que es el último heredero en línea directa? —argumentó madame de Vigonrin, madre.

—Un argumento procedente, puesto que… puesto que, en ese caso, ella perdería casi todo, a excepción de un modesto usufructo. Pero ¿y si se produjese el improbable milagro evocado por el buen Antoine Méchaud, si Guillaume escapara a las garras de la muerte? —replicó Agnès.

—Entonces… entonces, hija mía, tendríamos que planteárnoslo, en efecto. De todas formas… si vuestras sospechas estuviesen fundadas, ¿por qué haber envenenado a mi nieto para empecinarse en salvarlo a continuación?

—Una dosis modesta de veneno, con el fin de reproducir los efectos, sin arriesgarse a matar al niño. ¿Con objeto de acallar las sospechas?

—Me estremezco de terror ante la perspectiva de tal maquinación.

—Yo también. Sin embargo, pienso ante todo en mi hijo Étienne. Si un envenenador… o, más bien, una envenenadora actúa aquí con tal crueldad… Tenemos que aplastar la serpiente cuanto antes y sin piedad.

—¿Cuándo debe regresar vuestro esposo, hija mía?

—Eustache no debería tardar más. Lo espero para el fin de semana. Confieso que, en estas circunstancias, su ausencia me consume.