Dancé, octubre de 1305
El perro, que todavía no tenía nombre, trotaba delante de ellos, volviendo a veces la cabeza a fin de asegurarse de que su nuevo amo, el que él había escogido, lo seguía. Hardouin le había dado de comer, en dos ocasiones, en pequeñas cantidades, pues el animal estaba hambriento y corría el peligro de vomitar una comida demasiado abundante.
Sin embargo, cadet-Venelle no le prestaba atención. Recordaba un pasaje de los expedientes del proceso de Évangeline Caquet, palabra por palabra:
«Alphonse Fortin, sirviente, había atestiguado, siempre bajo juramento, que la simple Évangeline había ido a pedirle prestada la hachuela, la mañana del asesinato, con el pretexto de decapitar las carpas. Él le había hecho prometer que se la devolvería rápidamente y lo había olvidado».
Igualmente, le vino a la mente la nota adjunta al margen de Arnaud de Tisans: «Fortin ha comprado una granja de mediana importancia en Dancé, poco después del asesinato de Muriette Lafoi. ¿Con qué dinero?».
La hachuela había sido descubierta en un matorral de salvia a una decena de toesas de la casa. ¿Por qué una idiota como Évangeline habría salido, una vez cometido el asesinato, para tirar el arma improvisada y volver a sentarse al lado de su víctima, sin pensar siquiera en lavarse las manos, los brazos y la cara de la sangre que los cubría? El interrogante seguía dando vueltas en su cabeza.
El negro Fringant iba a buen paso, subiendo por el largo camino de Nogent-le-Rotrou a Dancé, una pequeña aldea sembrada de algunas granjas y rodeada de bosques. Hardouin alcanzó, por fin, a ver la iglesia de Saint-Jouin[226], tan antigua que todo el mundo había olvidado cuándo había sido erigida.
Un niño que tallaba un trozo de madera, con la lengua fuera por la concentración, le indicó la granja de Alphonse Fortin con una señal de la cabeza, echándole apenas un vistazo.
Hardouin penetró en el patio cuadrado en el que reinaba una actividad que denotaba una explotación mantenida con esmero. Dos albañiles se apresuraban a reparar el muro agrietado de un granero y una mujer en zuecos, inclinada, arrancaba sin miramientos las malas hierbas crecidas entre los grises adoquines del patio. Una niña de unos diez años se le acercó, estrechando a un bebé entre los brazos. Ella le dirigió una mirada curiosa, a la vez triste y enojada.
—Busco a Alphonse Fortin para hablar con él —anunció Hardouin.
—El padre está en los campos —respondió ella.
—¿Y tu madre?
A la niña se le saltaron las lágrimas.
—La ha llamado el Señor Jesús.
Hardouin cadet-Venelle saltó de la silla y se acercó a ella, murmurando:
—Lo siento mucho.
—Tuvo algo que ver con él —precisó ella, señalando con un gesto de la barbilla al bebé dormido en sus brazos—. Pero me han dicho que no fue por su culpa. Que no había que enfadarse con él. Eso no impide que la haya hecho morir[227], después de que lo hubiese empujado fuera de ella.
—Tu hermano no es de ninguna manera culpable de la muerte de tu madre, eso es cierto.
—Pero eso no impide que no hubiera pasado si él no hubiese nacido —repitió ella, obstinada, con el rostro bajo.
Una joven, cuyo generoso pecho desbordaba con mucho su delantal, llegó en tromba hasta ellos, con aire severo, las mejillas un poco rojas, mechones de cabello sobrepasando su gorro de lino. Ella recogió al bebé con un gesto casi brutal y espetó:
—¿Quién es?
—No lo sé. Quiere ver al padre.
—Ya te he dicho que no mezas a Antonin, que no lo saques de la cuna; ¡largo! —gruñó la joven.
Con aspecto arisco, la niña dio media vuelta y se alejó a buen paso.
—¿Quién sois vos? —inquirió la mujer, poco impresionada por la buena planta del desconocido y tampoco por su espada.
—Hardouin Venelle, que quiere hablar con maître Fortin.
—Está en los campos. Volverá antes de cenar.
—¿Qué campo?
Ella lo miró fijamente, con los labios crispados, decidida a no responder.
—¿Y vos sois, si me lo permitís?
—El ama de cría[228].
A Hardouin le extrañó que ella se mostrara tan desagradable cuando ignoraba incluso de qué quería hablar con su amo.
—Agrio humor el vuestro, joven. La gente de vuestra región tiene fama de ser agradable con los forasteros.
Ella entornó los ojos y suspiró. Con voz diferente, casi amable, se excusó:
—Perdón, messire. Es que he pasado mucho miedo.
—¿Por mi causa?
—¡Oh, no! Por ella —rectificó ella, señalando el edificio en el que había desaparecido la niña—. ¡Blandine, una víbora!
—¿A esa edad?
—Yo me desperté y Antonin había desaparecido. Se me heló la sangre. No hace falta decir que amamanto a dos niños, al mío y a él. Además, yo hago la comida para todos, el amo y los gañanes, y arreglo un poco las cosas.
Ella parecía tan desolada que Hardouin quiso tranquilizarla por un error tan insignificante:
—Un momento de agotamiento. Eso ocurre.
—No entendéis —dijo ella, bajando la voz—. Ella… Blandine odia a su hermanito. Estuvo a punto de ahogarlo en su cuna. Yo llegué justo a tiempo… Tenía la cara azul. Cuando no lo he visto al despertarme… ¡Dios del cielo…, pensé que había ocurrido lo peor… por culpa mía! Ella es capaz de tirarlo al pozo o de ahogarlo en el río.
—¿Perdón?
—Lo acusa de haber matado a su madre. Lo odia, ya os lo digo, y le dará un mal golpe a la menor ocasión.
—Y el amo, ¿qué piensa de ello?
—¡Oh, él!… Dice que ya se le pasará. El día en que ella mate a su hijo, ya no pensará lo mismo, pero será demasiado tarde. En el fondo… puede que hayáis llegado a tiempo, quizá ella se encaminara hacia el río… ¡Oh, buen Jesús! Creo que no voy a quedarme en este lugar… No tengo ningunas ganas de que me consideren responsable si ocurre lo peor. No pasa mucho tiempo sin que se nos necesite a las amas de cría con una leche como la mía. Al amo, lo encontraréis en el campo Bourgeois, a la salida este de la aldea.
Ella inclinó la cabeza, dando la sensación de que había tomado una decisión:
—Sí, esto ha ido muy lejos… Además, voy a ser yo misma quien me acuse de negligencia… Preparo mis bártulos y, en cuanto regrese nuestro amo y me pague lo que me debe, me voy.
Sonriéndole por primera vez, concluyó:
—Vuestra llegada… es posible que sea un signo. Hace días que le doy vueltas a la necesidad de marcharme. No quiero ver morir al pequeño.
Ni siquiera tuvo tiempo de agradecerle sus indicaciones. Ella se encaminó hacia la casa, con el bebé siempre en sus brazos.
Encontró sin dificultad el campo Bourgeois. Un percherón castrado de color gris oscuro, cuyas riendas estaban atadas con holgura a una rama baja de un árbol, mascaba unas briznas de hierba. Dirigió una pacífica mirada a Fringant. Una sonrisa involuntaria se dibujó en los labios del ejecutor. ¡Qué magníficos animales estos caballos! ¡Qué belleza en su cuello, su lomo, la robustez de sus patas que habían llevado a los cruzados a Tierra Santa! Cierto, no poseían la rapidez de un Fringant, pero lo compensaban con una potencia y una resistencia a toda prueba.
La mirada de Hardouin cadet-Venelle barrió el campo en suave pendiente sin distinguir silueta humana alguna. Desmontó, ordenando con un gesto al perro, que no se separaba de él, que lo esperara al lado de su caballo y avanzó unos pasos, recordando el comentario de Adèle Baubette: «Yo no me fiaba de Fortin, a quien no le habría dado el Paraíso sin confesión, si queréis que os diga lo que siento. Un bellaco, ya lo creo».
—¡Hola!, ¿maître Fortin? —llamó Hardouin varias veces.
No obtuvo ninguna respuesta. Raro: no se dejaba mucho tiempo sin vigilancia un caballo de elevado precio. El granjero debía de encontrarse cerca. Cadet-Venelle avanzó hacia un pequeño bosque situado a su izquierda, pensando que la cortina de árboles habría podido ahogar sus llamadas.
El bosque protegía en su centro un estanque de dimensiones modestas. Hardouin comprendió rápidamente la razón por la que Alphonse Fortin había permanecido sordo. Dormía, tumbado sobre la espalda, con los brazos en cruz y la boca abierta. Su ronquido, capaz de despertar a los muertos, se elevaba rítmicamente. Dos botellas de terracota yacían no lejos de él y el ejecutor apostó que no habían contenido agua ni una infusión fresca.
Se acercó al corpachón y lo tocó con la punta de la bota. Fortin protestó con un gruñido, sin abrir, no obstante, los ojos. Otro toque, más insistente, lo trajo a la consciencia. Con aspecto a la vez azorado y malvado, se sentó de golpe.
—¡Eh! ¿Qué haces? ¡Cuidado, sé defenderme!
—¿Ah, sí? Sin embargo, yo habría tenido cien veces el tiempo necesario para haceros trizas y largarme con vuestro caballo.
—¿Qué quieres?
—Hablar de un antiguo asunto. Mi nombre es Hardouin Venelle, comisionado por el señor baile de Mortagne, y tratadme de «vos» si deseáis verme afable. ¡Arriba, hombre!
A la sola mención de Arnaud de Tisans y a la de un «antiguo asunto» mortañés, el rostro de Fortin se quedó paralizado. Le hicieron falta unos largos minutos para recuperarse, minutos que Hardouin estaba seguro que aprovechó para recobrar su compostura. Al final, el hombre, bastante bajo de estatura, pero bien constituido, se levantó ante él.
—No sé de qué queréis que os hable.
—¿De verdad? Évangeline Caquet, empleada en casa de los Lafoi, como vos; ¿no os recuerda nada?
El rostro abotargado se ensombreció aún más. Ante una mirada que evitaba la suya, Hardouin supo que el hombre se aprestaba a mentir como un sacamuelas. Sin muchas ganas de tener que decidirse a una nueva demostración de fuerza, tomó la delantera, explicando en un tono neutro, bajo el que escondía una tal inflexibilidad, que Fortin lo miró fijamente por primera vez:
—No me toques las narices, es un consejo amistoso. No me hagas perder más el tiempo. ¿Con qué dinero compraste tu hermosa granja? El de un testimonio. Ya he hablado con Adèle Baubette, que también servía en casa de los Lafoi. Así que canta, o cuidado.
Alphonse Fortin leyó una dureza implacable en la mirada gris que no lo dejaba y sintió toda la seriedad de las amenazas del gran desconocido que lo miraba de arriba abajo. No tenía talla suficiente para luchar contra él, aparte de que la embriaguez entorpecía sus reflejos. Tras unos segundos de vacilación, cedió:
—Sí… El amo… Garin Lafoi me untó. Pero yo no mentí… en fin… no en realidad…
—¿Porque se puede mentir a medias? Cuenta.
La mirada de Fortin se perdió a lo lejos, hacia las copas de los árboles. Suspiró:
—No hace falta deciros que… Bueno, en verdad, no queríamos… quiero decir, los sirvientes… no queríamos de ninguna manera a la buena de la mujer de Lafoi.
—Un «divieso», según Adèle.
—¡Un auténtico chancro en el culo, sí! Además, el pobre Garin se limitaba a decir amén. Ella lo dirigía todo. ¡Qué malvada! También, bueno… en fin…
—Su muerte no os dejó sumidos en la aflicción.
—Es verdad —admitió Fortin—. Por otra parte, ninguno de nosotros queríamos atestiguar contra la simple, que era idiota, no mala, y la cabeza de turco de la arpía Muriette.
—¿Incluso cuando Garin Lafoi era sospechoso?
—Hum… Bueno, ¿por qué nos íbamos a mojar por él, visto que nunca nos había defendido contra la arpía de su mujer? —se defendió el granjero.
—¿Así que Évangeline fue a pediros prestada una hachuela con el pretexto de decapitar las carpas?
El hombre bajó la cabeza y sus mejillas marcaron bajo su barba naciente. Movió la cabeza en señal de negación; después:
—… No… Pero es cierto que mi hachuela estaba allí, en el macizo de salvia, cubierta de sangre cuando encontramos a la simple, sentada al lado del cadáver de la Lafoi.
—Así, pues, Garin Lafoi os pagó generosamente para afirmar bajo juramento que Évangeline había ido a coger esta arma improvisada.
—Hum… —asintió él, a regañadientes—. ¡Pero fue ella quien mató a Muriette Lafoi! Además, estaba cubierta de sangre, ella también, hasta la frente. Una verdadera carnicería —añadió precipitadamente.
—Ciertamente, es más cómodo para vos creerlo así —le respondió Hardouin—. En caso contrario, habríais enviado a una inocente al suplicio y a una muerte lenta y horrible por unas cuantas monedas. Una sucia mancha en vuestra alma.
—¡Es ella, yo lo juraría! —se obstinó el granjero.
—¿Hasta dónde llega la veracidad de vuestro testimonio? ¿Qué podéis decirme acerca de Éloi Talon, el antiguo soldado convertido en mozo para todo y salchichero después? Ha afirmado, con respecto a sí mismo, que acompañaba a su amo en su visita a las tierras y no lo había dejado en toda la jornada. ¿Decía la verdad?
—Escuchad… Eh… sin duda, he mentido un poco a cambio de dinero. Pero Évangeline se cargó a la maîtresse, no dejaré de decirlo. Y yo he sido duramente castigado por mi mentira… Mi mujer ha muerto al dar a luz…
—En ese caso, ¿no sería, más bien, que ella habría pagado por vuestra culpa? En cuanto a vos, os veo en buena forma, con un buen barrigón y el gaznate bien regado. ¡Bah! Pronto volveréis a tener esposa que sabrá consolaros —ironizó Hardouin—. Hacedlo pronto, antes de que vuestra Blandine se cargue a vuestro hijo. A menos que, según vos, también él sea un reintegro por vuestras deudas del alma. Proseguid, hombre, es el momento.
—Yo no soy culpable de nada, salvo de una pequeña mentira que nada ha cambiado. De acuerdo, Évangeline no me pidió prestada la hachuela, ¡pero seguro que ella fue a sustraerla cuando yo no miraba! Lo juro: ¡mi hachuela es la que se encontró en la salvia, cubierta de sangre seca!
—¿Éloi Talon? —insistió el ejecutor—. ¿También él es culpable de una alteración de la verdad?
—Yo no meto las narices en ese bosque. Él es muy piadoso… Nunca habría perjurado tocando los Evangelios con su mano. Por otra parte, nuestro amo pudo confundirlo.
—¿Cómo así?
—Bueno… Las tierras de Lafoi son muy extensas. He pensado en ello a menudo. La inspección va más rápida si cada uno parte de su lado y se reúnen en un punto. Pero Éloi no habría ido con mala intención; tampoco era ninguna lumbrera. Bueno… esto es una suposición. Yo no sé nada. En todo caso, él no habría mentido conscientemente, estoy seguro.
El granjero confirmaba con eso lo dicho por Adèle Baubette. Sin embargo, Hardouin cadet-Venelle estaba seguro de que se guardaba algo.
—Fortin… Sé leer las almas, he visto mucho en tormentos. La verdad, toda la verdad, ¡ya!
Con un gesto rápido como el relámpago, sacó la daga de su vaina del cinturón y aplicó sin miramientos la afilada punta sobre la papada del hombre que retrocedió con un paso precipitado.
—¡Rápido, hombre!
—Madeleine… Es a ella a quien hay que preguntar… Yo no os he dicho nada. Yo había jurado sobre la cabeza de mi mujer que no diría nada… aún perjuro, pero, dado que ella está muerta, no arriesga mucho.
—¿Jurasteis callar?
Alphonse Fortin lo miró fijamente y movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Quién es esa tal Madeleine?
—Madeleine Fromentin. Una de las sirvientas que se quedó con el amo.
Hardouin recordó. Se trataba de la doméstica cuyo testimonio se limitaba a una breve declaración: nada faltaba en la casa Lafoi, descartando que el asesino fuese un ladrón vagabundo.
—¿En Nogent, entonces?
Un nuevo movimiento de cabeza confirmó la deducción del ejecutor.
—¿Por qué Madeleine? —insistió Hardouin.
—Yo no sé nada más —dijo el otro, con un aire terco en el rostro.
Y Hardouin cadet-Venelle supo que seguía mintiendo, pero no diría nada más.
Mientras recogía a Fringant, la pastosa voz de Fortin lo retuvo:
—¡Es una buena chica, Madeleine! Perdonadla. Ella tiene… bueno, ha tenido un hijo fuera del matrimonio, que ha dejado en el campo… Garin Lafoi no sabe nada. Ella no quería que le pagase, aunque unos deniers habrían supuesto para ella y su hijo una enorme diferencia, incluso por decir la verdad.
Cadet-Venelle dio media vuelta y dio unos pasos en dirección al granjero.
—¿Cómo se explica que estéis al corriente de eso?
Una sonrisa enternecida se dibujó en los labios del hombre, que confesó con voz emocionada:
—Yo robaba a los Lafoi para ella —dijo e, irguiéndose, recuperando de repente la iniciativa, declaró apuntando con un dedo agresivo hacia Hardouin—: ¡Atención, confianzas nunca! No es el género de chica de la que uno se desentiende si se es un hombre digno de tal nombre. Ella había tenido sus más y sus menos con individuos poco recomendables que se aprovechan de una mujer a la fuerza, a riesgo de matarla, para hacerla suya. Unos troncos por aquí, unos huevos y unas legumbres por allá, para que ella pagara la pensión de su pequeño. De todas formas, la Muriette era avara. Malvada, os lo aseguro. Prefería echar los huevos a los cerdos que dárnoslos a nosotros. Después… en fin, después del crimen, Madeleine me pidió consejo; yo le dije que cerrase la boca.
—¿No había ido al lavadero, con las otras sirvientas de la casa, en aquel terrible día?
—Sí. Pero yo no os he dicho nada.
Hardouin cadet-Venelle pensó que había tenido buen olfato al reservar la noche por adelantado a maîtresse Hase. Regresaba a Nogent-le-Rotrou. El perro, que aún no tenía nombre y que movía el rabo al ver otra vez a su nuevo amo, estaría a gusto en el patio interior, ¡confiando en que no le entrase una pasión voraz por las ocupantes del gallinero!