Capítulo XVIII

Alrededores de Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, un poco más tarde

Con paso pesado y el sucio paño firmemente aplicado sobre su herida, Gaston Lecoq se puso en marcha. Titubeando un poco, se dirigió hacia la deteriorada granja. La sala común, que hacía igualmente de cocina, presentaba una suciedad repugnante. Unos desechos, que Hardouin no sabía muy bien de qué eran, terminaban de pudrirse sobre una mesa, una de cuyas patas se doblaba y amenazaba con ceder, exhalando un hedor pesado que levantaba el estómago, pero parecía encantar a las moscas que pululaban por la superficie. La chimenea vomitaba cenizas que se acumulaban ante el hogar, en el suelo, en losas de piedra hendidas por los hachazos destinados a cortar los troncos. Por todos los rincones, las trampas para insectos[225] se iban secando, mientras una espesa capa de minúsculos cadáveres oscuros flotaba en su superficie. Montones de trozos, de pedazos de cosas, sillas, ollas, vasos, ruedas invadían poco a poco la superficie disponible. Aquí, también, los curiosos y macabros conjuntos de huesos sostenidos por cordeles colgaban de las vigas y de las chambranas de las puertas. Esta vez, sin embargo, Hardouin creyó reconocer huesos de ave.

Interceptando su mirada asombrada, Lecoq indicó:

—Eso protege.

—¿De qué? ¿De la imbecilidad? Avanza.

Examinó cada rincón, buscando huellas, pruebas de la presencia de niños en este lugar sucio y fétido hasta el vómito. Otras dos estancias estaban a continuación de la sala común.

La primera había sido, sin duda, la «habitación de los maîtres», a juzgar por la gran cama y el armario, uno de cuyos tableros estaba desfondado, y siempre los mismos montones de desechos, de trozos de cosas rotas, abandonadas, testimonio de una vida descarriada.

Cuando pasaron a la segunda estancia, Hardouin supo que Lecoq no era el hombre que buscaba. Se trataba de una habitación de dimensiones modestas y de una limpieza asombrosa. Una cuna cortada en medio tonel y montada sobre patines destacaba en el centro. Un escabel recubierto con una tapicería campestre y polvorienta estaba colocado en un rincón. Unas telas de lino de color verde agua tapizaban las paredes.

Hardouin se acercó a la cuna. Un bonito colchón de plumas y unas almohadas esperaban a un bebé.

—No vivió —explicó la voz pastosa de Lecoq a su espalda—. No vivieron. Fueron tres. Todos muertos. No sé qué habría podido hacer yo para merecer eso…

Hardouin se volvió hacia él. La pena dulcificaba el rostro malvado y brutal de antes, que recobraba un poco de su preciosa humanidad.

—Yo era… un buen y honrado trabajador… Y todo se fue a la mierda… Mi buena mujer me quiso, ella me puso los cuernos, no sé… A mí ya no me apetecía hacer nada… Tenía la impresión de mala suerte… de algo que se encarnizaba conmigo… Comencé a beber, cada vez más. Todo ha ido de mal en peor… Los jamelgos lo sentían, yo ya no tenía la mano firme para herrarlos… Me ponía nervioso, zurré a algunos. Es como un torrente de lodo. No sabéis de dónde viene exactamente, pero se lleva todo al pasar. No hay nada que hacer.

—Sí, el destino, el incomprensible e inexorable destino.

—¿Por qué estáis aquí exactamente?

—Los asesinatos de los pequeños del arroyo.

—¿Qué? —rugió el hombre—. ¿Quién os ha dicho que yo podía martirizar y violar a un crío? ¿Quién? ¿Quién? ¡Que le clavo la cabeza en el culo!

Y Hardouin estaba seguro de que decía la verdad. Si todo el mundo es capaz de matar, raros son los monstruos que pueden torturar, castrar, hacer vivir mil sufrimientos solo por placer.

Gaston Lecoq estaba blanco hasta los labios y Hardouin comprendió que no fingía, sino que iba realmente a desmayarse.

—Siéntate. Lava tus heridas, con un paño limpio, si encuentras uno en esta leonera. Voy a terminar mi visita a la fragua; después me iré.

El hombrón agachó la cabeza y se dejó caer sobre el escabel para recobrar el sentido.

Unas telarañas y una respetable capa de polvo cubrían el hogar y el yunque, así como las herramientas. También aquí había por todas partes montones de desechos. Ninguna huella indicaba que unos niños pudiesen haber estado detenidos y fuesen torturados en este lugar. En cambio, la impresión de siniestro abandono, de sofocante desolación que se desprendía, como si la vida hubiese decidido huir de aquí para siempre jamás, entristeció a Hardouin hasta el punto de que ya solo tuviese un deseo: recuperar la luz del día, marchar.

Una escena desconcertante lo esperaba. El perro famélico estaba tumbado no lejos de los cascos de Fringant, que no parecía inquietarse. Un poco perplejo, Hardouin se acercó al animal, esperándose otros gruñidos feroces. En lugar de esto, el perrazo movió el rabo.

—¿Qué esperas de mí, perro? —pregunto Hardouin.

El animal se levantó, mirando alternativamente al hombre, el extremo del patio, el camino.

Cadet-Venelle montó, sin estar muy seguro de la conducta que seguir. El perro no le quitaba ojo. El ejecutor puso al paso a Fringant con una presión suave de las pantorrillas. Le dio la sensación de que esta mirada del chucho encerraba en este instante toda la esperanza del mundo. Sin saber muy bien lo que hacía, emitió un silbido corto, diciendo:

—Adelante, síguenos. Ya encontraremos algo para darte de comer por el camino. Y después, también un nombre.