Capítulo XVII

Alrededores de Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, un poco más tarde

Contento por poder desentumecerse las patas, Fringant movía las crines y resoplaba de felicidad en la fresca mañana. Hardouin cadet-Venelle llegó rápidamente a la construcción que le había descrito la fondista y que se elevaba al borde de un camino en pendiente. Inmovilizó su montura y estudió los alrededores, desiertos. Mientras llevaba su caballo al paso, una nube de grajos[222] levantó pesadamente el vuelo a unas toesas de él, con un reprobatorio batir de alas. Pronto descubrió el objeto de su interés. El cadáver de un carnero rebosante de gusanos, con los huesos parcialmente desnudos y del que pendían unos pedazos de carne ahora negruzca. Un festín para los carroñeros.

Desmontó en el patio invadido por malas hierbas secas. Con un gesto amable, indicó a Fringant que permaneciera tranquilo esperándolo y avanzó.

El término «tugurio» utilizado por la maîtresse Hase no tenía nada de excesivo. La granja, un pequeño edificio de planta baja, tenía un triste aspecto, hasta el punto de que podía parecer abandonada. Uno de sus frontones, profundamente agrietado, no tardaría en derrumbarse, llevándose con él un pedazo del vetusto tejado. El enlucido de los muros estaba levantado por distintos sitios y caía al suelo, dejando al descubierto las piedras que la humedad recubría de un caparazón de moho verdusco. Todas las ventanas estaban atrancadas con postigos carcomidos, algunos torcidos, con los pernios despegados. A la derecha, las puertas de un edificio de altura modesta estaban abiertas de par en par. La antigua fragua, quizá.

Un flaco perrazo de granja se lanzó de repente hacia Hardouin, enseñando los colmillos, con los belfos fruncidos y el pelaje erizado. El visitante se quedó quieto, tratando de tranquilizar al animal, de calmarlo, sacando al mismo tiempo su daga de la vaina del cinturón. Gruñendo, el perro dudaba si lanzarse sobre él. Cadet-Venelle murmuró en tono suave:

—No lo hagas. No ataques o me vería obligado a matarte y lo sentirías.

Llamó, sin apartar la vista de la fiera:

—¡Maître Lecoq, mi caballo cojea! ¡Maître Lecoq!

El perro volvió la cabeza en dirección al granero de las puertas abiertas, informando a Hardouin de la presencia del herrero en el edificio.

—Vuestro precio será el mío, maître Lecoq. ¡Tengo por delante un largo camino y poco tiempo que perder! —gritó de nuevo el ejecutor.

Una masa hirsuta apareció enmarcada en la abertura del granero, con los brazos cruzados sobre un torso grande como el de un toro.

—¿Podríais llamar a vuestro perro para que podamos hablar en paz? —sugirió Hardouin con voz pausada, pensando que no tenía ningunas ganas de herir al pobre animal que se obstinaba en gruñir.

—¡Lárgate, chucho! —rugió el hombre, lanzando su pie al aire, en plan de amenaza. Desequilibrado por la borrachera, tropezó y se sujetó con el hombro a uno de los batientes de la puerta.

Inmediatamente, el perro se marchó gimiendo, con el espinazo bajo y el rabo entre las patas, prueba de que hacía mucho tiempo que había aprendido que toda desobediencia se saldaría con unos cuantos golpes.

Hardouin se acercó al repugnante señor Gaston Lecoq. Los olores a sudor antiguo, a vinaza, le azotaron el rostro. Repasó con la mirada la camisa marrón y raída de mugre que vestía el hombre y salía de sus bragas[223]. Trató de divisar lo que había en el interior de la fragua, que parecía inactiva desde hacía varios años, pero la densa oscuridad no le permitió divisar lo que hubiese, salvo la masa oscura del brasero arrimado al muro de la izquierda. Repitió:

—Mi caballo cojea y…

—¿Y qué? ¿A mí qué me importa tu jamelgo?

—Creía que erais herrero —objeto cadet-Venelle, a quien la situación comenzaba a divertirle.

Un ligero ruido de cosas que entrechocaban le hizo levantar el rostro. Clavado en lo alto de la chambrana, un singular conjunto se balanceaba al son del viento: unos huesos suspendidos de cordeles de longitudes desiguales. Unos huesos que se parecían a falanges humanas hasta confundirse con ellas.

Lecoq había seguido su mirada. Bravucón, farfulló con voz pastosa de ebriedad:

—¡Yo no soy de los que se dejan tocar las narices!

—¿De verdad? —comentó Hardouin con una amplia sonrisa.

—¿Te burlas, tío? Eso no es muy prudente —amenazó el borracho.

—Sin duda, tengo cierto gusto por el peligro —respondió, divertido, el ejecutor.

—Lárgate antes de que me cabree —masculló Lecoq.

—No me apetece irme ya. Por el contrario, vais a hacerme el bendito favor de enseñarme esta fragua, así como vuestra… casa. ¡Vamos, que no tengo tiempo que perder!

Las mandíbulas de aquel bestia se crisparon de furor y su malvada mirada se llenó de un resplandor asesino.

El puño, denso como un yunque, partió con violencia. Hardouin lo esquivó con un ágil salto a un lado. Un abrir y cerrar de ojos. La afilada hoja de la daga se abatió sobre la oreja del antiguo herrero. Al principio, nada. Lecoq se quedó con la boca abierta, sin entender nada. Una capa roja y tibia resbaló hacia su barbilla. Él sacudió la cabeza. La oreja cortada, solo sostenida por un colgajo de piel, se balanceó contra su cuello. Apretó su mano asquerosa de uñas largas y curvadas como grifos contra la herida; después palpó el pabellón de carne y cartílago, con una expresión embrutecida y estupefacta en la cara.

Después, loco de rabia y de dolor, se lanzó aullando sobre Hardouin, que lo recibió con un puñetazo en el plexo solar.

Gaston Lecoq se desmoronó de rodillas, gimiendo:

—¡Gilipollas del diablo!

—Como gustes, amigo. Bonito pendiente de oreja… en fin, sin oreja —ironizó el ejecutor—. ¡Poco viril, en todo caso!

Con un tirón seco y rápido arrancó el pabellón, provocando otro chillido de dolor al tipo, antes de deshacerse del despojo cartilaginoso ensangrentado, tirándolo en el patio, como un desecho, comentando:

—¡Eso ya no te iba a servir!

Lívido, Lecoq, aún de rodillas, gemía, con la mano pegada a su llaga. El dolor le hacía sudar.

—Vamos, vamos, cuántas historias por una simple oreja. Te queda otra… por ahora. Una nariz… también… ¡Vamos, por favor, recupérate! ¡No te creo un blandengue! La visita, insisto, y mi paciencia se ha agotado… Podría mostrarme… desagradable.

—¡Revienta y ásate en el Infierno! —eructó el otro, poniéndose de pie a duras penas.

—¿Y arriesgarme a encontrarme al lado de un montón de inmundicias fétidas como tú? ¡Nunca!

—¡Revienta! —repitió el otro.

No tuvo tiempo de prepararse, ni de echarse atrás; la punta de la daga se hundió en la grasa de su brazo izquierdo. La manga asquerosa de su camisa se tiñó de rojo. Un nuevo aullido. Ante su mirada, ahora aterrorizada, ante sus labios secos, Hardouin comprendió que no se resistiría más.

—Vamos, amigo, me esperan para la comida de mediodía. Por favor, sé amable y llévame a visitar lo que quiero ver sin tardanza. Desde luego, puedo hacértelo pasar mal, echar tu repugnante cadáver a los cuervos, que harán buen uso de él, y orientarme solo. Escoge, pero hazlo rápido —añadió con una sonrisa angelical—. A propósito, hombre, trátame de «vos». Detesto que un bribón se permita familiaridades de lenguaje conmigo.

El otro, enloquecido, leyó en el implacable gris de sus ojos que no bromeaba. La muerte se leía en ella con tanta seguridad como si estuviese escrita.

—¿Y después? —balbuceó él.

—Si tú… no guardas lo que busco, me voy y te dejo curar tus heridas. En caso contrario… a fe mía que no te ocasionarán ningún sufrimiento más… Yo me ocuparé de ello.

—¿Qué es lo que buscáis?… Yo no tengo dinero…

—Y, sin embargo, tu vida de bribón y de borrachera cuesta unas buenas monedas. ¿Crecerán acaso en tu jardín?

—¡Ah, eso!… Ingresos —explicó Lecoq bajando los ojos y haciendo muecas de dolor.

—¿Alquileres o arrendamientos? ¿Te burlas? Mira, no creo que el diablo te haya comprado tu alma. Es demasiado vulgar y fea para seducirlo. De todos modos, ella vuelve a él por derecho. Además, ¿por qué iba a pagar por lo que se le debe y que nadie le discutirá?

—¡No tenéis derecho a cubrirme de injurias! —protestó el otro.

Hardouin se entretenía trazando circunferencias en el aire con la punta de su daga.

—¡Y, como frágil damisela, me sales con eso! No te me desmayes por la afrenta, hombre. Te dejaré caer al suelo como el vil saco que eres. Pero ¿qué pasa con la visita? Apenas te he pinchado con mi hoja; en cuanto a tu oreja… no es de gran ayuda para andar.

La situación divertía bastante a Hardouin cadet-Venelle, en la medida en que sentía que el otro lo habría hecho trizas a la primera ocasión. Muy mal lo hubiese pasado. En su opinión, el ejecutor de altas obras estaba dando prueba de magnanimidad. Habría sido más fácil para él matar al descomunal bestia y proceder solo a su inspección.

¿Comprendía Lecoq que su vida solo pendía de un hilo, de un aplazamiento que podía acabar de un momento a otro? Sin duda, no. Formaba parte de ese grupo de hombres que martirizan y matan si tienen el poder y que obedecen, como perros serviles, cuando se encuentran en posición de debilidad. Otro Jacques de Faussay, de extracción baja, ignaro y desprovisto de bellos atavíos, pero de la misma calaña.

Sin embargo, una especie de instinto le sugería a Hardouin, desde hacía unos instantes, que Lecoq no era el torturador de niños que buscaba. De todos modos, quería estar seguro.

—Necesito un paño. Sangro mucho.

—Hum… Soy bueno. Cuidado y que yo te vea siempre las manos. Nada de golpes bajos. Sería tu final.

Gaston Lecoq se alejó unos pasos y recuperó un paño, también lleno de porquería, que puso sobre la abertura dejada por el pabellón de su oreja.

—¿Qué buscáis? —preguntó él.

—Pruebas. Ya te lo he dicho: si no las encuentro, vives… En caso contrario, tu vida malvada se detiene aquí y ahora.

—Soy bruto, mentiroso y ladrón, pero nunca he matado a nadie —protestó Lecoq.

—¿Y tu buena mujer? ¿Se deslizó ella sola al fondo de una fosa de estiércol?

El argumento estremeció al tipo, que bufó:

—¿Quién sois vos?

—Un hombre que sabe muchas cosas.

—¡Ella me ponía los cuernos!

—No se le puede reprochar —se burló Hardouin.

Lecoq hizo un gesto amenazador y la punta de la daga quedó sobre su garganta en un instante:

—¡Tranquilo! Un falso movimiento y te ensartas…

—Armó una trifulca. Aquella noche se la buscó. Me saltó encima como la arpía que era, me arañó e incluso me mordió el hombro hasta hacerme sangre. Yo le arreé un bofetón… bueno, yo me defendía, sin más… Ella se cayó y se dio con la sien contra la esquina de la mesa. Estaba muerta. Yo la sacudí, pero había muerto. Por supuesto, aquello me despejó más que cualquier rince-cochon[224]. No sabía qué hacer con los restos. La llevé adonde pude.

—Una fosa de estiércol… Una respetuosa mortaja, un último homenaje, sin duda. Poco importa, ve delante de mí.