Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, un poco más tarde
Pasó a devolver la linterna de la señora Blanche al médico. La puerta que daba a la consulta estaba cerrada y oyó discutir al médico con un paciente. Iba a aprovechar, de manera un poco cobarde, la circunstancia para dejar allí la pequeña linterna y tomar las de Villadiego sin tener que discutir cuando la puerta se abrió. El médico acompañó hasta la calle a un hombre viejo y encorvado y se volvió hacia el ejecutor.
—Regreso, messire médico, y quería saludaros, agradeceros de nuevo vuestra magnífica hospitalidad y pediros que presentéis mis humildes respetos a vuestra nuera —declaró Hardouin tendiendo la linterna al médico.
—¡Oh!… Blanche quedará decepcionada… Esperaba poder ofreceros un vaso de infusión.
—Hubiera sido un placer para mí, pero… el tiempo apremia.
—Comprendo. ¿Y esta investigación sobre los pequeños del arroyo?
—Reflexionaré sobre ello y estad seguro de que os tendré informado de mis avances.
Pudo leer la decepción en el rostro surcado de arrugas del hombre y le dio vergüenza. De todos modos, Hardouin se sentía cada vez más ajeno a las penas humanas, a las esperanzas de sus congéneres. Cada hora que pasaba estaba más convencido: algo lo esperaba en alguna parte. Algo tan misterioso, tan excepcional que era incapaz de vislumbrarlo. Algo capaz de explicar su vida, todo el camino que había recorrido, sordo y ciego. Solo esto, este algo indefinido tenía importancia ahora a sus ojos. Una fuerza desconocida acababa de trazar para él una especie de itinerario oculto y nada le haría desviarse de él.
Mientras el mozo de cuadra hacía salir a Fringant de su establo, llevándolo de las riendas, Hardouin, con los brazos cruzados sobre el torso, esperaba en el exterior, con el espíritu en otra parte, sin saber muy bien dónde, en uno de esos vacíos bienvenidos en los que dan vueltas las ideas demasiado borrosas para que uno se aferre a ellas. Una voz fuerte y alegre a punto estuvo de sobresaltarlo:
—¡Que la gracia te acompañe, buen señor! La necesitarás. Pero ¿la mereces?
Se dio media vuelta y vio desaparecer tras la esquina de un inmueble la silueta delgada de la mendiga a la que había tomado por una niña.
Una especie de malestar lo invadió. Se reprendió a sí mismo. ¡Venga ya, esta vieja, una insensata sin duda, no iba a perturbarle el humor! ¿Qué más normal, en un lugar del tamaño de Nogent-le-Rotrou, que encontrarse a menudo con las mismas personas? Él no estaba a merced de nadie.