Capítulo XV

Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305

Hardouin cadet-Venelle durmió un sueño profundo. Ni las invectivas de los carreteros que se encontraban frente a frente en la calleja demasiado estrecha, ni las sonoras bromas de los carniceros que abrían sus puestos al alba lo despertaron. Abrió los ojos después de laudes*, seguro de que su espíritu había aprovechado estas horas nocturnas y alienadas[218] para vagabundear en los territorios ignotos, ni completamente reales ni verdaderamente oníricos. ¡Habría dado tanto por recordar sus andanzas inconscientes! ¿Quién los poblaba?

Procedió a sus abluciones, se vistió y descendió. Sentada a una mesa, con el rostro ceñudo, maîtresse Hase estaba sumida en sus cuentas. Ella se levantó en cuanto lo oyó.

—A juzgar por el pliegue descontento de vuestros labios, se diría que los asuntos van mal.

—Mal, no… Satisfactoriamente tampoco. ¡Bah! Los comerciantes nunca están bastante contentos —bromeó ella—. Todo sube de precio. Las cosechas de los dos años anteriores fueron bastante mediocres[219]. Venga, venga, sentaos que os sirva un desayuno tonificante.

Ella entró en la cocina y volvió con un plato bien lleno de sopa de verduras[220], un vaso de infusión tibia, al estar proscrito el alcohol en día de vigilia, una generosa porción de pan de centeno mezclado con trigo y un plato de arenques ahumados.

—Muchas gracias. Maîtresse Hase, retened, por favor, mi habitación para esta noche. No sé si la utilizaré o si regresaré a Mortagne después de mi último… asunto. De todos modos, presentadme pronto mi factura, incluyendo esta segunda noche. Si no vuelvo a veros durante algún tiempo, tened por seguro que recomendaré la Hase Guindée a mis conocidos.

—¡Ah! Si tuviera siempre clientes como vos, mi vida sería un placer a cada instante —sonrió la posadera volviendo a la mesa de la que se había levantado y sumiéndose en sus cálculos.

Hardouin desayunó sin saber muy bien lo que comía. ¿Qué hacer? ¿Qué decidir? Se le había ocurrido la idea de ir a interrogar a Éloi Talon, poco fiable en opinión de Adèle Baubette, en el marco del asesinato de Muriette Lafoi. De todos modos, el tal Gaston Lecoq, de quien los Méchaud, padre y nuera, estaban seguros de que había vendido su alma al diablo, le interesaba vivamente. Sin embargo, en este último caso, ir a ver y hablar con el señor Lecoq implicaba que él se interesaba de cerca por los monstruosos asesinatos de niños. ¿Le apetecía? ¿Deseaba verdaderamente secundar al vicebaile de Mortagne y al baile de Nogent-le-Rotrou, cuando este último le dejaba una impresión cada vez menos agradable? ¿Quién era exactamente este bretón? ¿Un amable vanidoso que había pensado que su cargo se limitaría a invitaciones a casas de gentes de la nobleza? ¿Un indiferente al que solo importaban sus privilegios? ¿Un imbécil que trataba de capear el temporal con la esperanza de que los problemas se volatilizasen sin que tuviese necesidad de preocuparse? Hardouin no tenía muchas oportunidades de descubrirlo porque, ¿cómo encontrarse con el baile de Nogent sin despertar su curiosidad? Ahora bien, Arnaud de Tisans había hecho gran hincapié en la necesaria discreción de la que el ejecutor tenía que dar prueba. Cadet-Venelle pensó que podía contentarse con dar cuenta de las informaciones obtenidas del médico Méchaud sin citar, sin embargo, sus fuentes, por su honor.

Cuando maîtresse Hase puso ante él su pizarra[221] y rellenó su vaso de humeante infusión, aún dudaba. Pagó su factura. Su irritación consigo mismo no hacía más que aumentar. «¡Vamos, hombre! ¡A la mierda con las vacilaciones! ¡Decide tú mismo! Tú no tienes que servir a messire Arnaud de Tisans. Por otra parte, él te puede ayudar en agradecimiento. De todas formas, ¡desconfía! Los poderosos olvidan a menudo el servicio prestado y algunos tienen una nefasta propensión a que sus bajos deseos los realicen otros». Teniendo en cuenta, además, que las torpes explicaciones del vicebaile de Mortagne nunca lo habían convencido.

Maîtresse Hase, ayer mi caballo cojeaba ligeramente en el camino de vuelta. ¿Dónde vive un tal Gaston Lecoq, herrero?

—No lejos. Hay que atravesar el puente de Bois y seguir la orilla del Huisne. Una vez fuera de la ciudad, a un cuarto de legua, cuando veáis una granja que recuerda un tugurio, habréis llegado —dicho esto, ella bajó la voz mirando de reojo a su alrededor—. Os tengo en gran estima, buen pagador y cliente discreto. Me siento obligada también a preveniros: Lecoq tiene una reputación pésima. Llevad mejor vuestra montura a Jean Grosparmi. No ha inventado la receta de agua tibia, pero conoce su oficio. Su fragua se levanta a una media legua, saliendo de la ciudad, en la carretera de Berd’huis.

—Muchas gracias por vuestro consejo, maîtresse Hase. Hasta la vista, quizá a la caída de la tarde u otro día.