Capítulo XIV

Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305

Cadet-Venelle regresó a Nogent-le-Rotrou poco antes de vísperas. Confió Fringant al joven mozo del puesto de alquiler de caballos y de tiros y se encaminó a la posada para lavarse la cara y las manos en la palangana de la mesita de aseo apoyada en una de las paredes de su habitación.

Maîtresse Hase le había asegurado:

—¡Oh! Tendréis la más espaciosa y confortable. Además, da al patio. Por las mañanas no os molestarán los carniceros, compadres agradables, pero a veces muy escandalosos.

De hecho, la habitación, situada en el primer piso, era agradable y luminosa, una vez levantada la piel aceitada que ocultaba la ventana. Terminadas sus abluciones, Hardouin echó una mirada al patio. Una sonrisa involuntaria flotó en sus labios. Maîtresse Hase era mujer de orden. Al montón de troncos cuidadosamente apilados le seguía una pirámide de toneles vacíos. Algunas gallinas y patos se afanaban en un gallinero equipado con perchas[195] para las aves de corral y dispuesto bajo un cobertizo, no lejos de una carretilla sobre la que se amontonaban algunos cubos y herramientas y un escurridero de botellas[196] empotrado en el muro.

Las campanas de una iglesia vecina tocaron a vísperas.

La casa en la que vivía el médico Antoine Méchaud tenía mucho mejor aspecto que el del local en el que recibía a sus pacientes. Rodeada de un jardín protegido por un alto muro, se elevaba sobre una planta coronada por buhardillas. Hardouin llegó ya entrada la noche. Inmediatamente, un enorme pastor de Beauce[197] se le acercó gruñendo, un simple aviso, a juzgar por la actitud del perro, disuasoria sin ser inquietante. Restalló una orden, lanzada por una voz femenina y joven:

—¡Julius, abajo!

El animal obedeció y Hardouin avanzó en dirección a la silueta aparecida en el marco de la puerta.

—¿Messire Venelle? Entrad, por favor, mi suegro os espera.

Hardouin obedeció. Quien se presentara como Blanche Méchaud, Delavoix de soltera, debía de tener apenas veinticinco años. Pequeña y menuda, su aspecto era agradable, con unos espesos cabellos castaños recogidos en una trenza enrollada alrededor de la cabeza, de rasgos finos y una sonrisa traviesa que le marcaba unos hoyuelos. Su indumentaria, reservada sin ser austera, le agradó a Hardouin. Llevaba un gabán de fina lana de calidad superior, de color azul oscuro, con un modesto escote y mangas ceñidas, abiertas en los antebrazos, que dejaban ver su túnica de seda.

Madame, es un placer conoceros —saludó Hardouin.

—Y para mí, ponerle el rostro a un nombre.

Él la siguió por un largo zaguán, iluminado por un candelabro suspendido. Entraron en una amplia sala común.

Antoine Méchaud se levantó del arcón-banco[198] en el que estaba sentado y se acercó al ejecutor.

—Sentémonos, messire —propuso el médico, señalando la larga mesa de madera oscura, sembrada de candelabros y flanqueada por bancos—. Blanche, querida, ¿puedes pedir en la cocina que nos sirvan una jarra de vino fresco y un plato de empanadillas de hojaldre, buñuelos de tuétano[199] o cualquier otra cosa para esperar la cena?

La mujer desapareció de inmediato con una sonrisa.

—La viuda de mi hijo, fallecido hace tres años. Se reunió con sus cuatro hermanos y hermanas junto a Dios —precisó el médico, con voz dulce y triste.

—Lo siento mucho.

—¿Tenéis mujer, hijos?

—No. Todavía no.

—El tiempo pasa rápido, tan rápido y de un modo tan taimado que, cuando uno quiere darse cuenta, ya es demasiado tarde. ¡Bah, no prestéis atención a un viejo loco! Empiezo a chochear como viejo que soy y a dispensar mis consejos a quienes no los desean en absoluto. La edad, ¡todo un bofetón en el rostro!

—Ha sido, no obstante, muy considerado por vuestra parte —rectificó Hardouin, con la sensación de que el médico temía sobre todo que lo consideraran un anciano.

—Muchas gracias. Vuestro cumplido me llega al corazón.

Blanche volvió, llevando un plato de tarta de queso y de buñuelos de tuétano cuyo suave olor alimentaba. Una mujer que parecía centenaria la seguía arrastrando los pies por el suelo de terracota, cuyos miembros inferiores estaban acartonados por una enfermedad de la ancianidad[200]. Ella depositó sobre la mesa la botella y los cuatro vasos que sostenía agarrados contra su pecho, por miedo, sin duda, a que se le cayesen.

—Muchas gracias, mi buena Berthe —le dijo el médico alzando mucho la voz.

La vieja sirvienta le dirigió una mirada severa y le respondió:

—No estoy sorda, amo.

—Peor que un campanero[201] —rectificó el médico con voz normal, dirigiéndose a Hardouin, que reprimió una sonrisa—. ¡No, no, mujer! —gritó él en dirección a la anciana, que depositó sobre la mesa lo que llevaba sin oírlo, antes de volver a la cocina.

Con un gesto, Méchaud invitó a Hardouin a instalarse en uno de los bancos. Blanche se sentó frente a él y su suegro lo hizo al extremo de la mesa.

Se produjo un corto silencio. La presencia de Blanche molestaba un poco a Hardouin, teniendo en cuenta que la joven le dirigía frecuentes miradas, aunque discretas, cuando ella creía que no la veía. De hecho, él no se atrevía a abordar el tema que lo había llevado allí delante de ella. Antoine Méchaud acudió en su ayuda:

—Mi nuera está al corriente de los abyectos asesinatos de niños y de la razón de vuestra visita. He reflexionado mucho en vuestra investigación durante la ceremonia fúnebre de los muertos muy vivos. Una saludable distracción, pues admito sin rodeos que esta práctica me pone los pelos de punta. Algunos de esos hombres vivirán aquí mucho tiempo, sabiéndose muertos para todos, incluso para sus familias[202], aunque no podamos tolerarlos en medio de los indemnes, por temor a que se propague la enfermedad.

—Los sanos ven en esta afección una maldición, un castigo divino.

—¡Oh! Así juzgan todas las enfermedades graves[203]. Una forma de explicar lo inexplicable para los más ignorantes. ¿Por qué castigaría Dios al niño que acaba de nacer llamándolo de inmediato a su lado? ¿Acaso un castigo divino sería contagioso como la escrófula[204]? Sin embargo, mi avanzada edad me ha enseñado una cosa: para algunos, más vale una superstición de esperanza que una verdad desesperante.

—¿Y por qué?

—Pensar que la mano de Dios está detrás de una enfermedad permite a la gente sencilla conservar la esperanza de que rezando desaparecerá. Los milagros existen, cierto. Sin embargo, son raros. Yo he visto morir de viejos, en su cama, a muchos canallas execrables y a muchos seres buenos fallecer jóvenes de una fiebre cualquiera.

—En efecto —admitió Hardouin que la propiedad de esta demostración convencía—. Con respecto a estos infames asesinatos… —prosiguió él, sintiendo la mirada insistente de Blanche y percatándose de la sonrisa encantada que flotaba en sus labios.

—Nos hallamos, evidentemente, ante un monstruo, un maldito de la peor especie.

—Vos habéis afirmado antes que el baile Guy de Trais y sus hombres no tenían ningún indicio.

El médico apretó los labios e inclinó la cabeza.

—Sin embargo, tenemos a doce pequeñas víctimas. Al menos, las que se han encontrado en la ciudad o en sus alrededores inmediatos. No negaré que, al principio… hace unos dos años y medio… los hombres del baile dieron prueba de una cierta… indiferencia.

—Solo se trataba de niños del arroyo —completó Hardouin.

—Sí, no nos engañemos. Mueren a montones a la menor fiebre, algunos se pelean con violencia por llevarse un trozo de pan o un denario ganado… También, sin duda, cerramos los ojos. Ya no es así, os lo aseguro, sobre todo desde que los nogenteses enviaron una carta a monseigneur Juan II de Bretaña, con copia al baile.

—Mi suegro sigue de cerca la investigación, a petición del señor baile —intervino Blanche, antes de proponer—: ¿vuelvo a serviros?

Él se volvió hacia ella y le sonrió. Ella se ruborizó y bajó los ojos ante la intensidad de la mirada gris que la observaba.

—Un poco más tarde. Muchas gracias, señora Blanche.

Antoine Méchaud se disponía a seguir cuando Berthe, con una voz estentórea, anunció que la cena se serviría inmediatamente:

—Porque la sopa[205] solo está buena cuando está caliente, ¡sobre todo mi cretonnée de habas[206], que forma grumos cuando se enfría!

El médico asintió con la cabeza. De inmediato, dos sirvientas, niñas todavía, se apresuraron a poner la mesa en un abrir y cerrar de ojos, antes de desaparecer, tan vivas y silenciosas como las sílfides[207].

El médico recitó el benedícite y todos metieron sus cucharas en sus respectivas escudillas, llenas de una sopa espesa y sabrosa.

Cuando hubo terminado la última gota, Antoine Méchaud prosiguió:

—Ciertos aspectos de esta horrible historia me preocupan, os lo confieso. Vuelvo una y otra vez a las informaciones de las que dispongo sin llegar a comprender diversas cosas.

—¿Cuáles?

—Yo pondría la mano en el fuego[208] porque este verdugo de niños es inteligente y terriblemente astuto… No se trata de un vagabundo cualquiera ni de un borracho con la cabeza abotargada por la vinaza y de su…

Antoine Méchaud se interrumpió mientras las niñas retiraban sus escudillas y depositaban ante ellos un grueso tajadero recubierto con una generosa porción de conejo estofado[209]. Aprovechando esta pausa, Antoine Méchaud rellenó sus vasos de vino.

El término «verdugo» para designar a un asesino sanguinario había herido a Hardouin. Salvo en casos excepcionales, los niños nunca eran torturados por decisión de la justicia. Por otra parte, él también había castrado a condenados. De repente, la manifiesta conmoción de Blanche hacia él lo exasperó de tal manera que sintió que estaba siendo injusto. Se avergonzó, de forma un tanto incoherente, pensando que si ella tuviera la menor idea de su cargo, lo habría examinado de arriba abajo, despreciado, evitando mirarlo como lo hacía desde su llegada y que, además, nunca habría sido invitado allí. En el fondo, su ceremonia fúnebre había tenido lugar desde su nacimiento. Desde que él había empezado a berrear, abriendo los ojos al mundo, se había convertido en un leproso, un muerto muy vivo para los otros. Luchó contra el rencor que lo invadía, amonestándose: ¿y qué? Esos pensamientos no eran muy originales y no había nada allí que todavía pudiera sorprenderlo. La expresión pronunciada por el médico, cuando las pequeñas sirvientas se hubieron retirado, le hizo volver al aquí y el ahora.

—Un método implacable.

—¿Cuál?

Blanche tomó un primer bocado y comentó:

—Berthe, ¿no se te habrá ido un poco la mano con el agraz[210]?

—No, no. Un plato muy sabroso —replicó el ejecutor, sin mirarla—. ¿Un método implacable decíais? —prosiguió dirigiéndose al médico.

—Así es. Doce raptos, secuestros seguidos de asesinatos y nadie ha visto nada, oído nada, incluso cuando la vigilancia de unos y otros tiende a la angustia y a la obsesión.

—¿Es cierto?

—Hum… Messire Venelle, todo esto queda, por supuesto, entre nosotros.

—Por mi alma y mi honor, monsieur.

—Bien. Obsesión, la palabra se impone. El baile ha recibido muchas denuncias, anónimas por supuesto, muchas de ellas redactadas por escribanos callejeros. La mayor parte han sido verificadas, con exclusión de las diatribas inspiradas por un odio feroz contra algún allegado o las que denotan a un remitente privado de sentido. Ninguna de las misivas contenía algún indicio interesante. Y he aquí lo que me desconcierta: Nogent-le-Rotrou no es una villa tan grande, tan poblada, que un odioso asesino pueda pasar totalmente desapercibido, sobre todo para perpetrar doce asesinatos tan abyectos.

—En vuestra opinión, ¿sería forastero? —resumió Hardouin.

—Lo dudo, y por las razones evocadas antes. Un forastero destaca rápidamente entre nosotros, sobre todo si se le ve en varias ocasiones.

—¿Un nogentés que viviera no lejos de la villa y arrastrara a sus pobres presas a su guarida?

Antoine Méchaud masticó con aplicación su bocado. Blanche intervino:

—Es la hipótesis a la que hemos llegado, messire.

El agrio humor de Hardouin había desaparecido, pues lo sabía injusto y desplazado. Muchas mujeres, jovencitas o más maduras, ignorantes de su verdadera identidad, le habían hecho comprender que una cortés y cariñosa insistencia no las molestaba en absoluto. Sin embargo, había dado muerte a la única que lo había trastornado hasta el punto de inundar sus días y sus noches y para quien «había sido el rostro de la ignominia»: Marie de Salvin.

Él miró a Blanche y preguntó:

—¿Algún recién llegado se ha instalado en las proximidades del lugar hace tres o cuatro años?

Una sonrisa puso en evidencia los encantadores hoyuelos y ella observó:

—Espíritu firme el vuestro, messire. Nos preguntamos lo mismo, Nadie se ha instalado recientemente.

—Podría tratarse de un ser que se haya casado de repente con el demonio —sugirió Antoine Méchaud—. Alguien… a quien nosotros… conozcamos tan bien que a nadie se le ocurriría sospechar de él.

La vacilación del médico intrigó a Hardouin.

—¿Tendríais algún nombre en la cabeza?

Su anfitrión intercambió una larga mirada con su nuera antes de murmurar:

—Ante hechos tan graves, resulta difícil señalar a alguien con el dedo sin estar seguro…

Las dos sílfides reaparecieron, en un amable ballet silencioso y sonriente. Una recogió los tajaderos llenos de salsa y el ejecutor pensó que el perro Julius tendría un festín aquella noche. El postre fue depositado ante cada cual: una crema de ciruelas con miel y especias, servida sobre un gofre.

Hardouin felicitó a sus anfitriones con un:

—¡Un festín principesco, ciertamente!

—¡Bah! Algunos de mis pacientes viven a la cuarta pregunta, como esa mujer a la que vio hace poco. Cuántas noches traigo una cesta de frutas o de legumbres, algunos huevos, un poco de mantequilla, como pago de mi jornada. Sin embargo, creedme, nadie me engaña y yo sé distinguir a los plañideros de falsa pobreza de los verdaderos pobres.

—No lo dudo. Volviendo al…

—¿Al nombre? Entendedme, messire Venelle, solo se trata de conjeturas, de elementos dispersos que nosotros hemos relacionado, quizá de manera abusiva, quizá porque el hombre en cuestión es un breguero[211], además de grosero. Tiene fama de ser un brutal malvado[212]. Un borracho empedernido por añadidura. Su mujer murió hace tres años de un modo muy extraño.

—¿Cómo?

—Se la encontró ahogada en una fosa de estiércol. Presentaba una fuerte contusión en la cabeza.

—¿La habría matado él?

—La investigación, rápidamente cerrada, evidentemente, concluyó que fue un accidente.

—¿Por qué?

—Porque nuestro triste señor se embriagó con algunos asiduos de la taberna a quienes, ¡feliz coincidencia!, les roció el gaznate, aunque mostrándose poco generoso, como de costumbre. Ellos afirmaron que su pródigo… mecenas estaba tan borracho que se desmoronó bajo el porche de la casa y no habría podido tenerse en pie antes de la mañana. Es decir, entrar en su casa.

—Y asesinar a su mujer —completó Hardouin—. Unos testimonios de alguna manera providenciales.

—En efecto.

—¿Os sentís ahora suficientemente cómodo y en confianza conmigo para decirme su nombre, messire médico?

—Atendedme aún. Es que… Nuestras sospechas no las despertó la pobre estima en que lo tenemos —repitió este.

—Lo entiendo y estas precauciones os honran.

—Se trata de Gaston Lecoq, antiguo herrero. Parece que maltrataba a los caballos hasta el punto de encontrárseles quemaduras en el pecho o en la grupa a algunos.

—Decididamente, un hombre según mi corazón —ironizó el ejecutor, mientras su mirada gris se hacía implacable hasta el punto de que la sonrisa conquistada de Blanche desapareció.

—Desde entonces, nadie le confía sus caballos para herrarlos. Extrañamente, esa falta de ingresos no parece haberle afectado y mantiene un buen tren de borracheras y de despacharse a chicas de vida alegre[213].

—Cada vez más interesante.

—Por todas estas razones, nos preguntamos si no habrá concluido un pacto con el Maligno, messire —añadió Blanche.

El boute-hors[214], un condoignac[215], les fue servido por Berthe, roja y empapada de sudor a causa de sus trabajos en la cocina. Dirigiéndose sin rodeos al invitado, rugió:

—¿Qué pensáis, entonces, messire? Buena mesa, ¿no? Sí, ¡nuestro amo sabe recibir!

—¡Oh, Berthe! —balbució Blanche, incómoda.

Vano esfuerzo, porque la vieja sirvienta no la oyó.

Hardouin contuvo una carcajada y, gritando a su vez, declaró, esforzándose por permanecer serio:

—¡Desde luego, y quien diga otra cosa es un mentiroso redomado, mujer! En cuanto a vos, ¡menuda cocinera! Hasta el punto de que os secuestraría.

Un ronroneo de satisfacción saludó este juicio. Satisfecha, Berthe regresó a su universo después de un saludo con la cabeza.

—Una vez más, insisto, no se trata más que de deducciones por nuestra parte que no respalda ningún elemento tangible —repitió el médico, incómodo—. Hemos visto que han hecho apalear a parias[216] por menos que eso.

—Lejos de mí la idea de apalear a nadie —bromeó Hardouin—. Vuestro baile, messire de Trais, ha tardado en preocuparse por la investigación.

—En efecto. Por algunas conversaciones que he tenido con él, y por haber ayudado a dar a luz a su esposa, tengo la sensación de que este asunto de los niños del arroyo le sobrepasa. No sabe siquiera cómo sobreviven o mueren estos chiquillos que, en su espíritu, simplemente no existen. ¡Confió la tarea de buscar al asesino a su primer teniente, Maurice Desprès, con el éxito que conocemos!

—El mendigo colgado.

—En efecto.

—¿Y de este Desprès, qué opináis? —preguntó Hardouin.

—Un bruto que se da aires de grandeza desde que lleva su hermosa librea. En unos años ha amasado unos ahorros considerables, una herencia, si se da crédito al rumor. También haría remunerar sus cegueras temporales.

—¿Cómo?

—Un campesino que mata tres ovejas viejas y afirma que se trata de corderos de un año. Un tabernero que mezcla el vino con agua… Un curtidor que echa mano de los gatos de los vecinos para sacar hermosas pieles de conejo… Un medidor[217], en connivencia con un leñador que declara menos troncos de los cortados.

—¡Nada fuera de lo habitual! —comentó Hardouin.

Comprendió pronto que el médico y Blanche no sabían mucho más y esperó el momento adecuado para despedirse. Sus dos anfitriones lo acompañaron hasta la verja del jardín, y la joven le tendió su linterna, diciéndole:

—Para iluminar vuestros pasos en esta noche oscura. Podréis devolvérmela antes de vuestra partida.

El encantador ardid estaba muy visto, pero Hardouin lo agradeció con un movimiento de cabeza.

El sentimiento de Blanche Méchaud había sido turbador. Sin embargo, por nada del mundo cadet-Venelle pensaba fomentar una esperanza abocada a la desilusión. Pasaría por la mañana a devolver la linterna de aceite al médico, en su consulta. La joven lo comprendería, no le cabía duda.