Capítulo XIII

Brunelles, octubre de 1305

Señorío prestigioso, dado que los señores del lugar se habían encargado de defender el castillo Saint-Jean de Nogent-le-Rotrou, el pueblo de modesta importancia podía, sin embargo, enorgullecerse de albergar la abadía de Arcisses, que dependía de los monjes de la abadía real de la Saint-Trinité de Tiron[189].

Su castillo fortificado se erigía sobre una loma, testigo silencioso de una pelea que había causado estragos no muy lejos, cerca de un siglo antes[190]. Subestimando la tenacidad de Blanca de Castilla[191], reina viuda y regente de Francia hasta la mayoría del heredero real, Luis IX[192], Enguerrand III, señor de Coucy[193], gran barón del Reino, creyó que había llegado el momento propicio para usurpar el título de conde del Perche y, si fuere posible, ceñir la corona de Francia. La que él tomara por una débil mujer reunió un ejército y lo derrotó, con el fin de preservar la herencia de su hijo. Blanca estaba dispuesta a dar la batalla hasta el final y los poderosos del reino acabarían entendiéndolo. Mientras ella viviera, nadie desposeería a Luis.

Hardouin pidió a una comadre que le indicara el domicilio del comerciante de comestibles Louis Baubette, haciéndose pasar por un antiguo conocido de su esposa, de soltera Adèle Sarpin.

Desmontó en el patio de la enorme hacienda. El edificio, destinado a vivienda, estaba flanqueado por dos largas dependencias, formando el conjunto una «U». El perfecto estado de muros y techumbres de tejas daba fe del desahogo económico de los propietarios, igual que las numerosas carretas estacionadas en una nave. Unas gallinas regordetas picoteaban alrededor de las ruedas.

El verdugo llamó al servicio. Enseguida, un joven salió de uno de los graneros y se le acercó.

—¡Hola, hombre! Quería hablar con tu ama, Adèle Baubette.

—¿Por qué motivo? Dicho sea con todo respeto —quiso saber el otro, desconfiado, a pesar del aspecto del caballero, que lo tranquilizaba.

—Un asunto personal.

—Bueno; dudo que el ama os reciba, sobre todo en ausencia del amo. Y más estando embarazada y próxima a dar a luz.

—Dígale que no se preocupe, seré breve. Vengo recomendado por messire Arnaud de Tisans, vicebaile de Mortagne —precisó cadet-Venelle, con el fin de tranquilizar al otro.

¿Lo soñó o una sombra pasó por el rostro juvenil del mozo?

—Voy a ver —concedió al fin este—. Eh… con todo respeto… no os mováis de aquí.

Desapareció por la puerta central de la hacienda. Transcurrieron unos minutos, que le parecieron muy largos al ejecutor. Los sirvientes pasaban delante de él, con la cabeza baja, encaminándose a sus trabajos y lanzándole miradas furtivas. Nadie le dirigió la palabra, le lanzó una sonrisa ni le dirigió un saludo. Reinaba allí una curiosa atmósfera, poco acogedora.

Al fin apareció la que debía de ser Adèle Baubette, Sarpin de soltera. Avanzó hacia él con pasos pesados y lentos, las manos sobre los riñones, el vientre, muy redondeado, molestándola y anunciando, en efecto, un próximo alumbramiento. Si Hardouin cadet-Venelle había creído que la mención del nombre del señor baile infundiría confianza a la joven mujer, le salió el tiro por la culata. El fino rostro estaba cerrado y, con voz arisca, le lanzó, sin saludar siquiera:

—¿Sois?

—Hardouin Venelle de Mortagne. Buenos días, maîtresse Baubette.

—¿La razón de vuestra visita?

—El asesinato de Muriette Lafoi.

Las mandíbulas de la mujer se apretaron de cólera.

—¿Es que aún no se ha terminado esta historia? Ella la mató, fue juzgada y enterrada viva. ¡Eso es todo!

—¿Por qué, si puede saberse, una tal acrimonia de vuestra parte?

—¡Porque diez veces me han pedido mi testimonio, que jurara sobre los cuatro Evangelios, me han apremiado como si yo fuese una mentirosa desvergonzada! ¡Por eso! Yo he dicho lo que sabía.

—Que Évangeline, la simple, detestaba a Muriette Lafoi. Que vos la habíais oído quejarse de ella, de su avaricia y de la poca comida que daba, y esto en muchas ocasiones. Que Évangeline, un día, con resentimiento, había apuñalado una morcilla con un cuchillo, exclamando: «¡Toma, burra!», y que había admitido que la morcilla representaba a «esa mala perra de Lafoi».

—¿Y cómo conocéis mis palabras? —preguntó Adèle, suspicaz.

—Soy uno de los investigadores de messire de Tisans y, a este título, he tenido acceso a los expedientes del proceso.

—¿Y por qué este feo asunto resurge después de cinco años? ¿Es que nunca tendremos paz?

—Ciertas incoherencias han preocupado al señor vicebaile.

Levantando la mirada hacia los tejados de teja, caros en comparación con los de tejuelas de madera[194], pues era fácil conseguir la madera, a menudo directamente del castaño, con poco gasto, añadió:

—Hermosa mansión, ciertamente, maîtresse Baubette.

Los ojos de la joven mujer se estrecharon. Cada vez más agresiva, ella contraatacó:

—¿Y adónde queréis llegar?

—Una familia muy acomodada de comerciantes de víveres, los Baubette, según he oído. No es fácil casarse con el primogénito de tan buen partido. Se busca a una mujer con una buena dote.

Ella no pareció desconcertada ante este ataque frontal, sino que redobló su combatividad y se acercó aún más a él, bufando:

—¡Venga, hombre, sed franco! ¡Escupid lo que sepáis! Pero, con todo vuestro golpe de messire con espada, ¡cuidado! En caso de insulto, os haré expulsar de mi casa.

En verdad, el aplomo de la joven mujer lo impresionaba, máxime cuando no apreciaba ninguna astucia en ella. Así que atemperó su discurso:

Maîtresse Baubette, yo no dudo que seáis mujer de probidad. Sin embargo, admitid que la extrañeza de messire de Tisans está justificada. Tres testigos de cargo y los tres parecen disponer de repente de medios económicos importantes, cuando antes no poseían un chavo. Porque vos constituisteis una dote, ¿no es cierto?

Ella reprimió una pequeña mueca dolorosa y se acarició el vientre con un gesto maquinal. De repente, Hardouin se avergonzó de su insistencia.

—Os ruego que me perdonéis. ¿Queréis entrar y sentaros?

Ella movió la cabeza en señal de negación. Él prosiguió:

—Comprended. Para messire de Tisans sería intolerable haber condenado a tormento y a muerte a una inocente y, peor aún, que el verdadero asesino todavía ande por ahí.

Una nube líquida turbó la alegre mirada de avellana que lo miraba fijamente. Adèle Baubette murmuró, repentinamente calmada.

—Yo no soy perjura. Ni una palabra de lo dicho por mí es mentira. E incluso Évangeline profirió cosas peores. Ella la detestaba, a la madre Lafoi. Hay que decir también que tenía excusa.

—¿Cómo así?

—Un auténtico divieso, la Muriette, creedme. Para estar a bien con los vecinos y el cura, no tenía igual. ¡Pero ella nos habría quitado el pan de la boca! Mofándose siempre de nuestras amarguras debidas a nuestras barrigas vacías, encontrando siempre pretextos para recortar algún denier de nuestras pagas, sospechando siempre que le hubiésemos robado un currusco de pan o un trozo de panceta. Un auténtico divieso, ya os digo. La pobre simple nunca habría encontrado trabajo en otra parte. La madre Lafoi lo sabía. La humillaba siempre, la trataba de idiota, le daba bofetadas por un quítame allá esas pajas, la encerraba en el gallinero o en la bodega, como una perra.

—¿Y el señor Lafoi? —quiso saber Hardouin.

—No era un mal cristiano. Un poco inocente. Era ella quien tenía los cordones de la bolsa, dado que el dinero procedía de su padre. El Garin, cuanto menos entraba, mejor se portaba. Con su cargo, era fácil encontrar pretextos para alejarse. De todos modos, nadie contaba con él para poner orden en la casa.

—¿Sabéis que tenía una amiga clandestina?

—¡Bueno! ¡Tanto mejor para él! Eso de bueno se habrá llevado.

Maîtresse Baubette, os lo pregunto directamente: ¿os pagaron por vuestro testimonio?

Ella emitió un largo suspiro antes de admitir:

—Sí. ¡Pero juro sobre mi cabeza y la del niño que va a nacer que ninguna mentira ha salido de mi boca! Las palabras de Évangeline que yo he mencionado son verdaderas. Y, como ya os he dicho, ella injuriaba a maîtresse Lafoi mucho más.

—Entonces, ¿por qué os pagó Garin Lafoi? Porque fue él, ¿no?

—Hum… Yo no quería dar testimonio. Évangeline era una pobre chica, una tonta, no una malvada. No habría sabido distinguir su cabeza de su culo. Lo mismo el ama la estuvo pinchando todo el día mientras nosotros estábamos fuera. Lo mismo la privó de comida. Évangeline, que había pasado hambre, no soportaba este castigo. Ella pataleaba llorando como una cría y eso hacía reír a la Lafoi. Ya digo, una escoria. No creo que nadie la eche de menos, salvo quienes solo la conocían por sus fingimientos y sus sonrisas engañosas.

—¿Y a los otros dos? ¿Les pagaron? ¿Éloi Talon y Alphonse Fortin?

—No lo sé. Yo no me fiaba de Fortin, a quien no le habría dado el Paraíso sin confesión, si queréis que os diga lo que siento. Un bellaco, ya lo creo. Éloi es un hombre justo. No lo veo dando falso testimonio, incluso por un buen precio.

—Según vos, ¿Évangeline asesinó a maîtresse Lafoi?

Ella lo miró con insistencia y suspiró de nuevo antes de confiar:

—Yo no sé nada. Cuando regresamos, la Lafoi había entregado su alma. Estaba acuchillada y Évangeline sentada a su lado, sosteniendo su mano y con sangre, que le cubría el rostro y los brazos. Solo sé una cosa: lo que he dicho es verdad, ante Dios y que yo sea maldita si miento.

Hardouin cadet-Venelle estaba seguro de que ella decía la verdad. ¿Le escondía alguna otra cosa? Él no lo habría jurado.