Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, en el mismo momento
Colgada bajo el castillo, al principio de la calle Saint-Jean, la casa de Antoine Méchaud se inclinaba peligrosamente hacia un lado. Recibía a sus pacientes en la planta baja. La puerta de la estrecha morada, que no debía de contar más que una o dos pequeñas habitaciones por piso, estaba entreabierta y Hardouin la empujó. Dos personas esperaban de pie en un minúsculo cuarto de costura, una mujer y su hijo, que debía de tener siete u ocho años. Un espantoso ataque de tos sofocaba al pequeño, haciendo que la sangre le subiera al rostro.
Cadet-Venelle salió de la exigua estancia, decidido a esperar fuera para no recoger miasmas malsanos[175]. Se absorbió en la contemplación del ir y venir de las carretas a brazo o a caballo, cargadas de piezas sangrantes en canal: la calle de los carniceros estaba cerca. ¿Cómo abordaría al médico Antoine Méchaud? A fin de no herir al baile de Nogent-le-Rotrou y de no añadir más cosas a sus dificultades, Arnaud de Tisans le había pedido que actuara con discreción. Guy de Trais deseaba a medias la ayuda del vicebaile de Mortagne, tratando de evitar que su incapacidad para llevar a cabo una investigación no se hiciese demasiado notoria.
¡Bah! Ya lo decidiría cuando tuviera delante al buen hombre. No tardó mucho. La mujer, con el rostro inquieto, salió poco después, llevando de la mano al chiquillo delgaducho que se ahogaba en un ataque de tos seca.
—¡Amigo mío!… —dijo el médico en dirección a cadet-Venelle, para recobrar de inmediato la compostura profesional cuando se percató de su aparato[176]—. ¿Messire…?
El médico ostentaba unos cabellos grises de longitud mediana. Aunque tendría cincuenta y tantos años[177], aún se le veía gallardo[178]. La inteligencia y la bondad se leían en su rostro surcado por finas arrugas.
—Messire médico. Soy forastero en vuestra hermosa villa y fui paciente del señor Lalouet de Mortagne, que acaba de fallecer.
—Un buen hombre, un esculapio[179]; yo lo conocía bien —comentó Antoine Méchaud con tono apenado—. Supe de su óbito. Una pérdida para el arte médica, aunque Jehan Fauvel[180], médico de Brévaux, sea sin discusión el facultativo más brillante de nuestra región.
Una idea atravesó el espíritu de cadet-Venelle, que exageró:
—Cierto, una pérdida, así como para sus enfermos, que están muy apenados. Claude Lalouet había mencionado vuestro nombre y vuestra excelencia, durante una de nuestras frecuentes comidas de amigos. Siento un dolor en el costado derecho, intermitente pero desagradable. Estoy de paso por Nogent y he pensado en venir a consultaros.
—Entrad —lo invitó el médico con una sonrisa.
Hardouin lo siguió a la estancia contigua al cuarto de costura, amueblada con una pequeña mesa de trabajo que desaparecía bajo los rollos de papel y con dos sillas enfrentadas, pero sobre todo, inundada por las obras que, a falta de encontrarles un sitio en las estanterías de las bibliotecas, estaban apiladas en montones por los rincones. Se dejó palpar sin decir palabra, sacó la lengua al pedírselo el médico, flexionó las rodillas, recordó el color y la frecuencia de sus micciones, indicaciones de las que los médicos se valían siempre[181].
—Vuestro aspecto es de una salud rebosante —concluyó el médico—. ¿Es posible que hace tiempo os dierais un golpe… o acaso padecierais una intumescencia[182], que se reabsorbiera muy lentamente? A decir verdad, no veo ninguna razón de inquietud.
—¡Ah! El maleficio de las gentes que están demasiado bien: temen siempre no estarlo —bromeó Hardouin.
—¡Así es!
Hardouin cadet-Venelle volvió a vestirse, dudando. Al final, se lanzó:
—He oído decir, messire, que examinasteis los restos de los chiquillos asesinados por ese monstruo que campea por vuestras calles.
El rostro amable del médico se endureció de inmediato. En tono seco, dijo:
—En efecto. Con todos mis respetos, ¿en qué puede interesarle este espantoso asunto a un mortañés?
Hardouin cadet-Venelle solo vaciló un instante. Para messire de Tisans era muy fácil ir con recomendaciones de discreción. Sin embargo, como era obvio, salvo habladurías de taberna, Hardouin no obtendría nada interesante de este modo.
—Messire médico… Tengo que contaros unos detalles que os ruego encarecidamente que guardéis para vos.
El ejecutor buscó en su cartera el corto rollo de una carta que entregó al médico. Este, reconociendo el sello del vicebaile de Mortagne, alzó la cabeza sorprendido.
—Por favor, tenedlo en cuenta —insistió Hardouin cadet-Venelle.
Había exigido esta carta de presentación de Arnaud de Tisans antes de partir. El vicebaile solo cedió a su demanda cuando comprendió que el verdugo no se presentaría sin ella en Nogent-le-Rotrou. Hardouin había argumentado:
—Messire, no estoy dispuesto a que me echen a una mazmorra subterránea so pretexto de que meto la nariz en historias que no me conciernen. Llegado el caso, presentaré vuestra recomendación.
En términos prudentes y bastante vagos, Arnaud de Tisans certificaba que el señor Venelle, de probada reputación y en quien él había depositado su confianza, había recibido el mandato suyo para recoger informaciones sobre un crimen ocurrido en su bailiaje de Mortagne y todas las informaciones que permitieran un nuevo esclarecimiento.
—Hum… ¿En qué tendría relación el asunto evocado por messire de Tisans con estos chiquillos?
—Una hipótesis entre otras —mintió cadet-Venelle—. Puede que vuestro infame haya hecho ya estragos entre nosotros y que, por una razón indeterminada, haya desplazado su odioso comercio a Nogent-le-Rotrou.
—¡Dios del cielo! —dijo el médico, escandalizado—. Esperad…
Cerró la puerta de entrada de la casa inclinada y después la de su oficina. Bajando la voz hasta dejarla en un murmullo, continuó:
—¡Las paredes oyen! Yo no vivo aquí; solo recibo aquí a mis pacientes. Por favor, no elevemos el tono.
Cadet-Venelle manifestó su aprobación con una inclinación de cabeza. En murmullo, a su vez, declaró:
—Messire de Tisans me ha revelado unos detalles inmundos. Los niños habrían sido torturados, violados, a veces mediante sodomía, castrados, en el caso de los niños.
—Hum… La cavidad genital de las niñas había sido rellenada con… con excrementos. Nosotros… en fin, messire de Trais ha preferido guardar el… este… no tengo palabras para calificar lo impensable… esta monstruosidad para sí.
—Es perfectamente comprensible —observó cadet-Venelle, horrorizado por esta revelación.
Horrorizado y pasmado.
¿Hasta dónde podía llegar la maldad, la pasión por la ignominia de ciertos seres? Muy lejos, sin duda. Enecatrix y la expresión grabada sobre la deslumbrante hoja: Eos diligit et suaviter multos interficit, nunca serían mancilladas por esa sangre vil, aunque fuese noble. Un hacha de leñador la sustituiría.
—Messire Venelle, en mi larga carrera médica, nunca he sido testigo de un horror semejante. Y, sin embargo, conozco la crueldad humana, la he encontrado muchas veces. Si llegáis a echarle mano al cuello de ese secuaz de Satán, porque no puede tratarse de otra cosa, tendréis mi gran agradecimiento como también, estoy seguro, el de messire de Trais.
—¿Me ayudaréis?
Antoine Méchaud guardó silencio unos instantes; después propuso:
—Por favor, dadme tiempo para reflexionar. Venid a verme esta noche, en mi casa, situada a unas decenas de toesas del puente Saint-Hilaire, frente a la iglesia[183], para la cena. Tengo que asistir pronto a la ceremonia fúnebre de los nuevos leprosos llegados al lazareto[184] Saint-Lazare[185].
—Un momento desagradable —observó Hardouin.
—Cierto. ¿Qué queréis? Aunque aún vivos, están muertos[186]. Pobres almas… Sin embargo, nos adelantamos a los problemas.
—¿Cómo?
—La villa se extiende, messire. El lazareto fue construido, como de costumbre, contra los vientos dominantes y a un tiro de piedra[187] de sus límites de hace doscientos años. Las construcciones avanzan. Pronto, los habitantes no querrán vivir junto a los enfermos[188]. Nos arriesgamos a que se produzcan altercados como ha ocurrido en otras ciudades. Muchos de estos pobres desventurados se han hecho matar. Las gentes tienen miedo y se hacen violentas. En el fondo, la leprosería las protege del terror, de la venganza de los sanos. Por otra parte, nadie logra atajar esta horrible enfermedad. Os espero después de vísperas*.
—Es un placer y un honor, messire —dijo Hardouin, inclinándose—. No contaba con permanecer tanto tiempo en vuestra ciudad, así que voy a reservar una habitación en la Hase Guindée.
Percibió la breve vacilación del médico. Este se contuvo y no lo invitó a pernoctar en su casa. Después de todo, solo lo conocía desde unos minutos antes. El médico declaró:
—Un buen establecimiento, confortable y bien atendido.
Después de volver a salir de la venta, Hardouin cadet-Venelle su dirigió al puesto de alquiler de caballos y enganches. Fringant ya estaba ensillado, puesto que había previsto volver por la noche a Mortagne. El animal resopló de satisfacción al ver a su caballero, que dijo al mozo:
—Mis asuntos me retienen aquí más tiempo del previsto. Así que volveré a traer mi montura por la noche para que la pase aquí y quizá mañana.
El joven dio rápidamente su aprobación, recordando la generosa propina recibida.
Una vez fuera de la ciudad, cadet-Venelle lanzó el negro caballo al galope. Brunelles no distaba más que una legua* escasa.