Ciudadela del Louvre, París, octubre de 1305, en el mismo momento
La severa ciudadela del Louvre, bautizada la «torre grande» por sus habituales, se elevaba no lejos del puente de los molineros, inmediatamente detrás de la frontera de París. Allí se concentraban siempre los poderes del estado, en especial, la cancillería, la contabilidad y el tesoro. Quienes se apiñaban entre sus muros masivos, negruzcos y permanentemente húmedos hacían a diario votos por la finalización de los trabajos del palacio de la Île de la Cité, proyectado por san Luis con objeto de reemplazar el siniestro torreón construido por Felipe II Augusto. Unos trabajos aplazados una y otra vez por falta de créditos.
Desde este antro poco acogedor, messire Guillaume de Nogaret*, consejero del rey Felipe el Hermoso, dirigía el Reino. Allí, los allegados al rey y los cortesanos se agitaban, maniobraban, tramaban con el fin de acaparar algo, una tierra, un cargo, una influencia, a veces, simplemente para hacerse notar, rozar el gran poder, hacer olvidar tejemanejes que algunos podrían considerar peligrosos tras un cambio de humor del soberano o de uno de sus grandes barones.
Entre ellos, monseigneur Carlos de Valois no temía la acrimonia de su único hermano de padre y madre, el rey. Este último le había mostrado siempre una ternura un poco excesiva, a pesar de las advertencias repetidas pero prudentes de messire Guillaume de Nogaret. El consejero veía con muy malos ojos las incesantes exigencias financieras del hermano del rey, que confundía con excesiva alegría su bolsillo y el exangüe tesoro real. A pesar de sus enormes ingresos, Carlos de Valois estaba endeudado hasta las cejas. Tomaba prestado aquí lo que debía devolver allá y la involuntaria garantía del rey le permitía hacer malabarismos con el dinero frente a los usureros y los banqueros de la Orden del Temple. Un rumor tenaz y justificado, afirmaba, en efecto, que monseigneur de Valois debía una auténtica fortuna a los caballeros de Cristo[159]. Un único consuelo apaciguaba a messire de Nogaret: Carlos de Valois no traicionaría jamás al rey, a pesar de sus sueños insensatos de ceñir la corona. En el fondo, esta certidumbre importaba más que todo lo demás a ojos del consejero, cuya fidelidad absoluta al soberano no conocía tregua, ninguna sombra, ni siquiera los altercados de Felipe con el papa Clemente V. Por lo demás, si hubiera tenido la menor duda, Nogaret habría podido arreglárselas para que Carlos de Valois diese un grave traspié en relación con la estima de su hermano, hasta el punto de provocar su ira. Messire de Nogaret no renunciaría a una trampa, una estratagema, un engaño para servir siempre bien a su amo, a veces contra sí mismo.
Guillaume de Nogaret lo admitía en su fuero interno: el deceso de la reina Juana de Navarra[160] unos meses antes lo había aliviado, a pesar de la profunda tristeza que había invadido a Felipe el Hermoso. Juana colocaba a sus peones, de los que el más arrogante y peligroso no era otro que Enguerran de Marigny[161]. Madame de Navarra criticaba además abiertamente lo que ella llamaba la «entristecedora rigidez» de Nogaret, prefiriendo con mucho el pragmatismo cínico, aunque brillante, de Marigny, su cortesano favorito. Este deceso brindaba, por tanto, a Guillaume de Nogaret un respiro, y más poder aún.
Messire de Nogaret abandonó la estrecha ventana vidriada que apenas conseguía iluminar la inmensa sala de estudios en la que pasaba lo más sereno de su tiempo y se acercó a su mesa de trabajo, que desaparecía bajo los registros y rollos de misivas, escribanías y tinteros reservados a sus secretarios. Sonrió maquinalmente contemplando el tapiz colgado detrás de él, una Virgen pálida presentando a un niño Jesús con mirada asombrada. Esta contemplación no lo fatigaba nunca. Veía en él lo que le habría gustado que fuera el mundo: una plenitud apacible, una fuerza infinita concentrada en la sonrisa de una mujer única. La promesa de un milagro al alcance de la mano. Un milagro magnífico, Nogaret estaba seguro, porque la humanidad no cambiaría nunca. Pobre Cordero Divino, crucificado porque había creído que los hombres podían amarse y ayudarse. Y sin embargo, a pesar de todas las villanías que constataba cada día, cada hora, Nogaret sabía que la chispa inextinguible que ardía en él nacía de su fe absoluta en el Cordero Salvador.
El «triste mulot[162]», amargo apodo que le daban sus numerosos detractores encubiertos, suspiró de hastío. Se pasó los dedos huesudos por su rostro demacrado, por su piel seca que le hacían parecer centenario cuando no pasaba de treinta y cinco años[163]. A pesar de su aspecto frágil, messire de Nogaret impresionaba, sin duda a causa de su inmenso poder, pero también porque se le adivinaba bajo su frente abombada, cruzada por el bajo de su inevitable gorro de fieltro, una inteligencia siempre alerta, una desconfianza absoluta de todos y un universo de secretos que más valía ignorar. La impresión de austeridad que desprendía se veía incluso reforzada por su indumentaria: una larga túnica de legista, sobre la que llevaba un gabán que le llegaba hasta los pies, cuyo único lujo consistía en un perfil[164] de petigrís. El desdén de messire de Nogaret por los ricos adornos de argentería[165], cortos y ajustados, y las calzas con cintas, tan apreciadas en esta época por los caballeros de la corte, era deliberado. ¿Qué necesidad tenía él de vestirse con un blanchet[166] bordado en oro o con un jupet[167] de vivo color? Bastaba con que se mostrase de una pieza, escoltado por el murmullo áspero de su ropaje, para que cesaran las conversaciones y las risas. Él era el poder, capaz de hacer o deshacer, y el temor, la incomodidad que inspiraba su mirada, con párpados desprovistos de pestañas, se justificaban perfectamente.
Retorcido, calculador, capaz de acciones hipócritas en caso necesario, nadie podía hacer falsas promesas a messire de Nogaret. Su exigente fe en Dios solo conocía una excepción: el rey. También se había acomodado a dos exigencias del monarca: domeñar a la Orden del Temple* y trabajar para lograr un proceso póstumo contra la memoria de Bonifacio VIII, antiguo Santo Padre y enemigo jurado de Felipe, a pesar de la muerte del soberano pontífice tres años antes. Los dos hombres habían tenido en común su autoridad inflexible, con la excepción de que Bonifacio soñaba con ser emperador temporal de Occidente, a lo que Felipe le respondía con una dureza sin descanso. El reino de Francia le correspondía a él y nadie usurparía su derecho divino a reinar sin comprarlo, aunque fuese con el papa. A fin de complacer al rey, Nogaret había hurgado en las sombras secretas de Roma, tratando de empañar la reputación de Bonifacio, con la esperanza de sentar las bases jurídicas del proceso, bases que no podría desechar el nuevo Santo Padre, Clemente V, cuya muy reciente elección[168] debía mucho a la generosidad del rey de Francia. Por desgracia, Nogaret nunca llegó a descubrir el menor elemento que permitiese acreditar el tenaz rumor que acusaba a Bonifacio de haberse dado a la alquimia y a la magia para alcanzar su sueño: el poder absoluto sobre las almas y los seres[169]. El consejero no había osado fabricarlos de cero, aunque no sentiría mayores escrúpulos con respecto a otros. Se trataba por cierto de una de las quejas de la reina Juana, que siempre había preferido a su predecesor, Pierre Flote. Flote estaba decidido a acabar radicalmente con las injerencias pontificias en la marcha del reino de Francia y nadie lo detuvo. Nogaret, por su parte, se andaba con rodeos, actuaba en la sombra, por respeto a la muy Santa Iglesia. Los resultados se hacían esperar, pero, al menos, se ufanaba de impedir un divorcio irreparable entre el papado y su hija predilecta, Francia.
En cuanto al asunto del Temple, Felipe el Hermoso todavía no había decidido nada, pero la erradicación pura y simple de una orden militar no formaba parte de sus proyectos. Solo deseaba someterla a las órdenes de uno de sus hijos, Felipe de Poitiers. Para él, se trataba de amordazar a los templarios, la jauría de guardia del papa. Después del desastre de San Juan de Acre[170], que les había valido el desprecio y la desconfianza, los monjes soldados se habían replegado a Occidente y especialmente a Francia, convirtiéndose en un detestable contrapoder a los ojos de Felipe. La misión de messire Nogaret consistía, pues, en menoscabar lo que pudiera quedarles de prestigio, en borrar de los espíritus sus gloriosos hechos de armas y los miles de templarios muertos para proteger la cristiandad, a sus súbditos y sus intereses.
El consejero conocía admirablemente el alma humana. ¿Qué arma más imparable que los celos, los bajos deseos? Una arma poco onerosa, una pestilencia que se expandía a la velocidad de un caballo al galope. Ciertamente, la Orden del Hospital era tan rica como el Temple. ¿Qué importaba? Esta tenía por gran maestre a un admirable soldado y agudo político, a diferencia del de la Orden del Temple, Jacques de Molay, cuya piedad solo era igualada por su valor, pero cuya arrogancia hería al rey. ¡Pobre Molay! Este mediocre negociador no daba la talla para la partida que se anunciaba, pero él lo ignoraría hasta el final, haciéndole el juego a Nogaret, que iba a atraparlo con tanta facilidad como a una virgen ingenua. Molay confiaba ciegamente en Clemente V, un terrible error. El papa contemporizaba bastante con Felipe, al que temía, para evitar exasperarlo mucho y nunca se enfrentaría directamente a él, dado que el soberano pontífice sabía ya que no volvería a Roma, sino que permanecería en Aviñón. Clemente echaría a los perros a Molay si fuese de su interés. Nogaret aprobaba al soberano pontífice. ¿Qué importaba un Jacques de Molay frente al Occidente cristiano? ¿Qué representaban sus hermanos de orden para la mayor parte de los pequeños aristócratas rurales o campesinos acomodados?
Nogaret recordó a su vieja niñera a la que gustaba repetir: «No se hace una tortilla sin romper los huevos». ¡Dios del cielo! La pertinencia de esta máxima nunca había sido desmentida, nunca.
Una llamada discreta a la alta puerta esculpida de su sala de estudios sacó a Guillaume de Nogaret de sus pensamientos. En tono seco, ordenó:
—Pasad.
Un hombre joven con el que, sin duda, se había cruzado en la ciudadela y que llevaba una túnica bordada con las armas de Carlos de Valois, avanzó hacia su mesa con una profunda inclinación.
—Messire…
—¿Sí?
—Émile Chappe, para serviros con placer.
—Hum…
Nogaret no veía en absoluto lo que podía querer de él este hombre jovencísimo, tan rubio que, bajo sus cabellos cortos, se percibía la piel rosada de su cráneo.
—¡Estoy esperando! —dijo, nervioso, el consejero.
La nerviosidad evidente del otro creció aún más y su rostro infantil enrojeció. Con voz temblorosa de emoción, explicó:
—Yo tuve, messire, la impertinencia de acudir a imploraros un empleo de subsecretario. Como os lo indiqué, tengo una buena escritura, leo y escribo en latín y poseo un espíritu ágil para las cifras. Vos tuvisteis la extrema bondad de escucharme y de darme a entender que si os faltara un escribano…
Nogaret no recordaba en absoluto este encuentro. No le extrañaba. Lo más frecuente era que respondiera de forma evasiva a quienes no le interesaban o no podían servirle, escuchándolos apenas.
—… yo sé, como todos aquí, de vuestra total dedicación al rey y de todas las hostilidades a las que tenéis que hacer frente. Me indigno a veces cuando oigo lenguas viperinas que tratan de empañar vuestra magnífica obra…
Nogaret suspiró y crispó de irritación sus delgados labios. El tal Émile Chappe empezaba a sacarlo de sus casillas.
—… Así, cuando oigo en el entorno de monseigneur de Valois, a quien tengo el honor de servir a distancia… Yo… en fin, me ofende.
Descubrir que, entre los fieles de Carlos de Valois, había malas lenguas que se agitaban contra él no le sorprendía nada a messire de Nogaret. Sin embargo, esto picó su curiosidad. Sabía por experiencia que los gritos de los cortesanos podían acabar siendo auténticos venenos por poco que se utilizaran con habilidad.
—¿Qué queréis decir?
Émile Chappe había llegado adonde quería. Con una ambición sin límites, a pesar de su aspecto juvenil y tímido, mordía su bocado[171], tras dos años al servicio del hermano del rey. No había evitado esfuerzos, trabajando mucho más que los demás secretarios y de manera más inteligente, según él. Y tampoco había ahorrado zalemas y adulaciones siempre que se presentaba la ocasión. No obstante, a raíz de una estúpida anécdota sobrevenida unos meses antes —al ser incapaz monseigneur de Valois de recordar su nombre, a pesar de estar a su servicio desde mucho tiempo atrás—, había decidido que sus esfuerzos nunca se verían coronados por el éxito y que tenía que encontrar una cuadra más acogedora. La de messire de Nogaret, por ejemplo. En consecuencia, decidió aguzar sus oídos, vigilando sutilmente al hermano del rey y su entorno. Si bien no habían faltado vituperios a propósito del «triste mulot», Chappe no había oído nunca nada que pudiere servirle de introducción o, más bien, de moneda de cambio, ante el consejero del rey, hasta unos días antes. Y aún ahora, no estaba seguro de la importancia de la indiscreción que se aprestaba a cometer. Por eso, había sopesado largamente los pros y los contras antes de solicitar audiencia a Nogaret, consciente de que se lo jugaba todo a una carta y de que quemaba sus naves con respecto a monseigneur de Valois. Si la información que tenía no seducía al consejero, Chappe podría encontrarse en una postura muy comprometida. ¿La apuesta merecía la candela[172]? No estaba muy seguro. Con el corazón latiéndole como si se le fuera a romper, se lanzó:
—Bueno, messire, monseigneur de Valois ha recibido en varias ocasiones a su gran baile de espada del Perche.
—Hum… ¿Estrelin?
—Adelin d’Estrevers, messire.
—Hum… ¿Y qué más natural que recibir a su baile de espada? —replicó el consejero en un tono poco agradable.
Émile Chappe tragó saliva y recalcó:
—Se da la circunstancia de que monseigneur de Valois se ocupa muy poco de sus tierras de Perche y de Alençon. Después de comprobarlo, se trataba de la primera visita de messire d’Estrevers. Era cuestión de monseigneur Juan de Bretaña, del rey y de… vos.
Nogaret era demasiado astuto para morder el anzuelo[173].
—¿Del rey? ¿En qué términos?
—¡Oh! Respetuosos, como tiene que ser.
—¿Y de mí?
—Eh… Monseigneur de Valois ha insistido en el hecho de que en ningún caso debíais ser informado del asunto. Messire de Estrevers se ha comprometido a ello.
—¿Qué asunto? —preguntó Nogaret, ahora interesado y en guardia.
—Sintiéndolo infinitamente, lo ignoro. Esta parte de la conversación había finalizado cuando… bueno, cuando el resto llegó a mis oídos.
«Cuando has comenzado a escuchar detrás de las puertas», tradujo messire de Nogaret.
Émile Chappe soñaba que la suerte apuntaba su dedo hacia él y trató de aprovechar su insuficiente ventaja.
—Cuando digo que las palabras pronunciadas con respecto al rey fueron corteses… que es cierto, no lo es menos que a nuestro venerado soberano había que mantenerlo al margen de la confidencia entre monseigneur de Valois y messire de Estrevers.
—¿De verdad? ¿Cómo callar al rey lo que sucede en su reino, máxime cuando messire Carlos acaba de recibir de sus manos el Perche en propiedad, entre otros generosos regalos? ¡El mundo al revés con estos tejemanejes! —se desahogó el consejero.
¿Y si tuviera ahí una pequeña rebelión de Carlos que pudiera poner de relieve para utilizarla llegado el día de disuadir al rey de que cerrara siempre los ojos ante las pretensiones financieras o políticas de su hermano? Messire de Nogaret había acumulado tantos secretos, anodinos o mortales, como trampas para sembrar al paso de los poderosos o pretendientes al poder, y destinados especialmente a quienes conspiraran para hacerlo caer. Hasta ahora, salvo los gastos suntuarios concertados con el tesoro, nunca había conseguido hallar la menor prueba de insubordinación de Carlos con respecto a su hermano, el rey. Ahora bien, si Felipe excusaba su despilfarro juvenil, nunca toleraría que se le enfrentara de ninguna manera. Felipe estaba convencido de que Dios lo había escogido para reinar sobre Francia, cosa que messire de Nogaret no dudaba ni un segundo.
—¿Se mencionó a Juan II de Bretaña? —preguntó Nogaret.
—Sí, messire.
—¿Y por qué? ¿Qué interés puede tener a los ojos de Carlos de Valois, salvo el hecho de que sea el abuelo del marido de su hija, Isabel?
—Lo ignoro, sintiéndolo mucho, messire.
Guillaume de Nogaret solo dudó unos instantes; después:
—En verdad, estoy poco satisfecho con una de mis manos… Demasiado lenta y pesada… Ciertamente, por simple caridad, no puedo deshacerme de ella de inmediato sin tomar en consideración su edad y sus responsabilidades… No obstante, en unas semanas… Chappe, con la autorización de monseigneur Carlos, podréis, tras un período de prueba, uniros a mis secretarios.
Émile se sometió de nuevo con obsequiosidad. ¡Al fin! Tenía su oportunidad y no iba a dejarla pasar a ningún precio. Messire de Nogaret le proponía un empleo a su lado, pero más tarde. Por eso, todavía tenía que aportar pruebas de su interés, además de saber manejar la cursiva o la redonda, sin olvidar las abreviaturas[174]. En pocas palabras, merecer su recompensa. Muy bien, iba a esforzarse. Chappe había aprendido al menos una cosa al lado de monseigneur de Valois: los poderosos conspiran, pero quieren quedar bien; de ahí la importancia a sus ojos de ejecutantes capaces de arrastrarse por el peor fango para satisfacerlos y permitirles conservar las manos limpias, ya que no su alma. ¿Era él así? ¡Que así sea!
—Por supuesto, messire de Nogaret, dado mi profundo afecto por vos, mi respeto absoluto por vuestra obra y mi devoción sin límites por el rey, si… me llegaran informaciones, se las haré llegar.
—Es justo y honorable de vuestra parte —lo felicitó el consejero—. Chappe… El servicio al soberano es un ejercicio duro, una constante vigilancia. Nuestro deber consiste en protegerlo siempre, sin abrumar su espíritu. ¡Oh, por supuesto!… Messire de Valois nunca cometería ninguna ofensa que afligiera a su hermano… pero los cortesanos… ¡Ah, los cortesanos…! ¿Qué no serán capaces de urdir cuando la envidia y la ambición les hacen perder el sentido?
—Ciertamente. ¡Qué admirable misión será para mí ayudaros, por humildemente que sea, con vuestra pesada carga!
Nogaret desconfiaba del joven. Tantas veces lo habían traicionado que ya no daba crédito alguno a las habladurías y las posturas deferentes. ¿Y si Carlos de Valois hubiese despachado a Émile Chappe para asegurarse con respecto a la vigilancia a la que lo tenía sometido Nogaret? Astuto, declaró:
—Carga que comparte afectuosamente monseigneur Carlos, que solo desea el bien de su hermano. Sin embargo, Carlos de Valois es hombre de honor y de acción. Las villanías de unos y de otros se les escapan: tan contrarias son a su dignísima sangre. En el fondo, nuestra gloria consiste en proteger a los dos hermanos de padre y madre de las serpientes malhechoras que se mueven en su intimidad sin que se den cuenta (Nogaret juzgó que había llegado el momento de alarmar un poco al joven). Hay que tener en cuenta que… mi experiencia me ha demostrado muchas veces que a los muy poderosos no les gusta admitir que un buen amigo, un valeroso camarada, un sagaz consejero o incluso un dedicado servidor, tan próximo a ellos en apariencia, no sea más que un vil lameculos. A sus ojos, se trata de un desaire. También conviene ahorrarles toda humillación. Así que estoy muy seguro de que, si monseigneur Carlos se dejase llevar por su gran baile de espada, contra el interés del rey, su hermano, os estaría muy reconocido por haberle evitado un grave error, sin admitirlo nunca, sin embargo.
Émile Chappe comprendió la indirecta y pensó que acababa de recibir una admirable lección de política. Solo debía estar informado messire de Nogaret. Para el resto del mundo y pasara lo que pasase, Carlos de Valois sería inocente como el niño que acaba de nacer; habrían abusado de él con palabras falaces, hasta que el consejero decidiera otra cosa. ¡La política, qué maravilla si uno fuese tan astuto como para evitar sus innumerables trampas!
—Hasta la vista, que espero sea muy pronto, Chappe. Me parece que sois hombre de gran porvenir. No dudéis… si algo os turba el humor u os pesa en el corazón, en venir a discutirlo. Mi puerta está abierta para vos. Y espero encontrar otra ocupación para mi discapacitado secretario.
Guillaume de Nogaret lo gratificó con un mínimo estiramiento de labios que podría pasar por una sonrisa. Chappe comprendió que acababa de convertirse en el espía del consejero al lado de messire de Valois.
Una vez a solas, Nogaret reflexionó. ¿Se interesaba Valois por monseigneur Juan de Bretaña, con quien estaba ahora vinculado por la unión de la hija? ¿Por qué razón? Sin duda por el afecto. ¿Qué patética estratagema había germinado en el espíritu calculador pero poco sutil del hermano del rey? En otras palabras, ¿qué esperaba poder saquear?