Capítulo X

Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305

Callejeó por el Bourg Saint-Denis y torció en la calle de las Poupardiéres. Dos posadas estaban casi frente por frente. Escogió la de la Hase[148] Guindée[149], preguntándose con una sonrisa en los labios qué accidente de imaginación o de borrachera había podido acuñar tal nombre. Bajó los escalones que llevaban al salón comedor, atraído por los últimos efluvios de la cocina. No quedaban más que unos pocos clientes sentados a las mesas, que terminaban de comer. Cadet-Venelle saludó en general:

—Buenos días tengan vuesas mercedes, gentes de buena compañía. Acabo de llegar de Mortagne y me encuentro en vuestra bella villa por asuntos de negocios, y en este agradable establecimiento para calmar los ardores de mi estómago insatisfecho.

Todos devolvieron el saludo con un pequeño y satisfecho movimiento de cabeza y una sonrisa. En realidad, nadie quería saber nada de un forastero desconocido. Este tenía modales agradables, su ropa lujosa indicaba que era poseedor de una apreciable fortuna, su espada corta a la cintura daba a entender que se trataba de un hombre de la baja nobleza y, por lo menos, los clientes se quedaron tranquilos y se volvieron para acabar de comer.

Una mujer bien plantada y bastante grande apareció rápidamente: la posadera. De un vistazo, cadet-Venelle dedujo que se trataba de una dueña de cuidado, una de esas mujeres que llevan los pantalones, el tipo de persona a la que no conviene tocar las narices. Ella también lo juzgó como hábil comerciante. Afable, le propuso, señalando el salón con un gesto del brazo:

—La mesa que prefiráis, messire.

Él se instaló.

—¿Qué puedo daros para vuestra satisfacción?

La mujer utilizaba un lenguaje agradable, que explicaba el comportamiento de las familias que aún estaban sentadas a la mesa. Una posada vecinal, en la que no estaba bien visto emborracharse hasta rodar bajo la mesa y a la que las mujeres podían venir con tranquilidad sin temor a que los borrachos ofendieran sus oídos con obscenidades.

—¿Maîtresse Hase? Guindée?

Hase. No es que ser coneja me encante, pero una no siempre puede escoger.

—¿Sería posible comer algo, acompañado de una jarra de vuestro mejor vino? —preguntó, soltando una de esas sonrisas que nunca dejan frías a las damas.

—Es que, messire, ¡llegáis muy tarde! ¡Nona* no tardará!

—¡Oh! Vos no sois mujer que deje que un pobre hombre muerto de hambre desfallezca, maîtresse Hase.

—¡Desde luego que no, sobre todo si me lo pide de un modo tan amable!

—¡Buenas noches, maîtresse Hase! —gritó un hombre acompañado de su esposa al salir.

Ella le respondió con una señal amistosa con la mano.

—Veamos… Puedo proponeros una buena porción de lomo de cerdo al vino, acompañada de un puré de habichuelas. ¡Ah! Si hubieseis llegado antes, os habría preparado un guiso de amourettes[150] de buey al perejil y al vino blanco para hacer condenar a un santo.

—¡Qué decepción! Pero estoy seguro de que vuestro lomo me dejará completamente satisfecho.

El salón se fue vaciando progresivamente y Hardouin cadet-Venelle se encontraba solo cuando llegó su tajadero con una generosa pieza de lomo al vino, acompañado de una escudilla de puré de habichuelas.

El ejecutor sintió que maîtresse Hase tenía ganas de charlar y propuso:

—¿Puedo ofreceros un vaso de vuestro vino que, para mí, tiene buena boca?

—Proviene del pequeño viñedo de un primo del difunto maître Hase que poseía buenas cualidades, de ahí el gusto del buen vino —explicó la ventera con una mirada triste que indicó a cadet-Venelle que ella no formaba parte de la categoría de las viudas aliviadas.

Él esperó a que ella cogiera un vaso y se sentara frente a él y le sirvió diciendo:

—Lo siento mucho, maîtresse Hase.

—¡Oh! Hace ya dos años que falleció. Unos toneles mal estibados que rodaron fuera del carro. Mi esposo quedó aplastado. Con su corpachón robusto, su agonía duró cuatro días. Todavía tengo pesadillas.

—Una historia estúpida, pero todas lo son —declaró el ejecutor.

—¡Bah! Pero no quiero ensombrecer el humor ni el apetito con estos malos recuerdos —dijo ella, recuperándose—. ¿Así que estáis en nuestra villa por negocios?

—Sí. Tenéis entre vuestras paredes a uno de los mejores pergamineros[151] del reino.

—¡Oh! Eso acabará por desaparecer, los pergaminos[152].

—Todavía son muy apreciados para los actos importantes. Por desgracia, el papel, aunque menos oneroso, se deteriora más deprisa.

—Todos esos inventos nuevos no tienen nada bueno, creedme —afirmó maîtresse Hase.

Conversaron aún unos minutos sobre amables banalidades y cadet-Venelle se dirigió a lo que le interesaba.

—Así que os lo he anunciado: vengo de Mortagne. Uno de mis antiguos conocidos reside ahora en vuestra ciudad. Un oficial triturador y su esposa, los Lafoi.

—¿Si? A veces han venido a cenar aquí. Gente de trato agradable y nada orgullosa. Sin embargo, él tiene dinero, no hay más que ver las reformas que ha hecho en su palacete, uno de los más bellos de la ciudad.

—¿Los conocéis, pues?

—En la villa todo el mundo se conoce, messire.

—Garin Lafoi tenía buena reputación en Mortagne —mintió cadet-Venelle.

—No me extraña nada. Él es hombre generoso, de humor jovial y nunca se niega a dar limosna, lo mismo que su mujer.

Hardouin terminó su escudilla de puré de habichuelas, entusiasmado con su gusto mantecoso, para mayor placer de maîtresse Hase, a quien volvió a servir un vaso de vino. Ella se lo agradeció y se levantó anunciando:

—Voy a buscar el queso, un cabra tierno muy bueno. Sírvase a voluntad, como el pan. Mi pinche de cocina solo me ayuda unas horas por la noche. El negocio no es tan boyante que me permita contratarla todo el día.

Aprovechando su corta ausencia, Hardouin cadet-Venelle reflexionó. No tenía que despertar la sospecha de la tabernera con preguntas demasiado insistentes. Por otra parte, los posaderos de todo el reino compartían una característica: eran capaces de oír todos los chismorreos del vecindario sin propagarlos no obstante, por prudencia comercial. Siendo auténticas minas de información, había que sacársela con sacacorchos[153], máxime cuando maîtresse Hase le parecía mujer con buen sentido.

La ventera depositó ante él una fuente de mimbre llena de varios quesos de cabra y una buena cantidad de pan, así como un plato de terracota en el que se alineaban apetitosas cortezas doradas[154]. Avanzando con prudencia, Hardouin declaró:

—Vuestras tristes confidencias sobre la horrible muerte de vuestro esposo me han traído a la mente a Garin Lafoi.

—¿Qué me decís? —preguntó maîtresse Hase, discreta pero curiosa.

—Sí, un espantoso asunto que escandalizó y causó horror en Mortagne, hace… unos cinco años. Su primera mujer, Muriette, fue atrozmente asesinada por una de sus sirvientas, una simple de la que he olvidado el nombre.

—¡Dulce Jesús mío! —exclamó maîtresse Hase, poniendo la mano sobre el pequeño crucifijo de amatista que colgaba de su cuello—. Lo ignoraba.

—Un horror, una carnicería, por lo que me contaron. Sin duda, por esta razón, el oficial triturador se mudó y compró este palacete particular en vuestra villa. A mi modo de ver, no podía soportar los terribles recuerdos que le traía Mortagne.

—¡Ah! Pero… él compró este palacete particular mucho antes, hará… nueve o diez años… Como os he dicho, él emprendió importantes trabajos que han durado varios años. Hasta el punto de preguntarnos si vendría algún día a instalarse.

La información era importante, pues indicaba que hacía mucho tiempo que Garin Lafoi había previsto instalarse aquí. Sin embargo, Hardouin se conformó con inclinar la cabeza comentando:

—Ciertos artesanos son tan apreciados que es muy difícil dar con ellos.

Ella asintió con un pestañeo y prosiguió terminando su vaso a pequeños tragos:

—¿Estáis enterado, messire?

—¿De qué?

—El terror que hace estragos aquí desde hace dos años.

—¿Lo de los golfillos? Yo… yo creía que era uno de esos bulos para meter miedo.

—¡Oh, no, no, messire! Desde luego, asusta, pero no tiene nada de bulo, por desgracia. Yo no soy mujer que preste oído complaciente a las habladurías, pero ahorcaron a un mendigo, ciertamente mal cristiano y bribón perezoso, para hacernos creer que tenían al culpable. Los asesinatos han continuado. Las madres con niños pequeños están asustadas y no dejan a sus chiquillos. Es cierto que, por ahora, el maldito asesino solo se ha llevado a pequeños pobres de los que ni siquiera se sabe el nombre… Paz a sus almas. Pero… ¡podría echarle el ojo a cualquier otro!

Recordó de qué modo aferraba Edwige Lafoi la mano de su hijo.

—¿A cuándo se remonta el último?

—No hace tres semanas. Un niño, cuyos pobres despojos se encontraron a primera hora de la mañana, al final de la calle Charronnerie.

Había habido, pues, un nuevo asesinato innoble desde el de la niña mencionada por messire Arnaud de Tisans.

—¡Pardiez! ¿Y los hombres del baile no tienen ninguna pista?

—¡No! Algunos se preguntan qué hacen. ¡Ah, no son los últimos a la hora de vagar por las tascas, las casas de baños[155] y las casas lupanares[156]! —se dejó llevar ella—. ¡Cuando pienso que ese bobo de Maurice Després envió al patíbulo a un mendigo inocente!

—¿Maurice Després?

—El primer teniente del baile. Un tarugo, salvo cuando se trata de hacer que le ofrezcan la jarra o de sacar unas monedas aquí o allí. Y no es que la muerte del mendigo haya sido una pérdida, era un bandido de cara indecente.

—Aunque inocente —rectificó Hardouin, reprimiendo una sonrisa.

—Justo. Sea lo que sea, el descontento ruge. Han enviado una carta a monseigneur de Bretaña… ¡Eso o sacar los pollos a mear[157], me diréis! Pero no todo es pagar muchos impuestos. ¡Aún hace falta que nos protejan a cambio!

—¡Evidentemente!

Maîtresse Hase echó un prudente vistazo al salón, como si temiera que algún cliente hubiera entrado subrepticiamente, y soltó en voz baja, inclinándose hacia Hardouin:

—No debería revelar esto a un visitante, a riesgo de que deduzca que nuestra villa es un lugar peligroso, pero… aquí nos beneficiamos de la ciencia inmensa de un médico notable, messire Antoine Méchaud. Uno de mis parroquianos. Se siente a gusto y libre en mi establecimiento, también se permite hacer a veces ciertas observaciones… sin traicionar nunca el secreto médico. A petición de nuestro baile, messire Guy de Trais, ha examinado los cuerpecitos martirizados… Aunque no ha entrado en detalles, he creído comprender que estos pobres niños habían sufrido muchas torturas y… abominaciones directamente salidas del Infierno.

Ella confirmaba lo que le había revelado Arnaud de Tisans. Los niños habían sido violados, sodomizados y, en el caso de los chiquillos, castrados.

—Vuestro baile parece tomarse muy a pecho este siniestro asunto —verificó con prudencia el ejecutor.

Maîtresse Hase dio un largo suspiro y declaró en un tono dubitativo:

—¿A pecho? No es exactamente la expresión que me viene a la mente. Se le ha visto muy poco al condecorado bretón. Tiene miedo de manchar de barro sus calzas por los callejones. Si no fuese porque el descontento aumenta, se quedaría en su palacete particular para escuchar a su esposa tocar la cítola[158].

Una pregunta bastante vaga rondaba por la cabeza a Hardouin, pero lo interrumpió la entrada estruendosa de un hombre tan alto como ancho, de cara rojiza, que gritó:

Maîtresse Hase… ¡El pescao pa mañana! Y pa hoy, esta noche, ¡unos huevos de pato la mar de frescos, salidos de su aujero del culo! ¡Una tortilla con panceta y queso con esos otros, y haréis felices a todos sin problemas!

La posadera dirigió una sonrisa de excusa a cadet-Venelle y se acercó al vendedor.

El ejecutor saboreó las cortezas doradas, empapadas en una miel ligera, pagó y se despidió.