Capítulo IX

Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305

A pesar de la tibieza de ese mediodía, una desagradable llovizna había caído sobre la ciudad, avivando los olores de las deyecciones que se escurrían lentamente por los canales excavados en el centro de las callejas y los olores a humedad del final del mercado.

Hardouin cadet-Venelle había dejado su casa de Mortagne antes del amanecer y recorrido la distancia que la separaba de Nogent-le-Rotrou a la viva marcha del negro Fringant. Había acariciado el valeroso semental, cuya carrera no parecía haberlo cansado, antes de confiárselo al encargado del puesto de alquiler de caballos y de tiros instalado a la entrada de la ciudad. Una generosa propina había convencido al mozo de cuadra de que debía mimar este caballo en particular.

—Lo trataré igual de bien que a mi amiga, messire —le había asegurado el joven.

A lo que Hardouin había respondido en broma:

—Mejor; lo digo por ti. ¡Porque tu amiga no cocea tan brutalmente como lo hace mi Fringant!

Se entraba a Nogent-le-Rotrou por uno de sus tres puentes. Los comerciantes tenían que pagar los arbitrios[121] que, en función del puente, iban a parar a la Iglesia o al señor. El puente de madera sobre el Huigne[122] atravesaba el río y conducía a Bourg-la-Comtesse. El puente Saint-Hilaire rozaba la iglesia del mismo nombre y el puente de Ronne delimitaba el fin de la calle Port-Rivière y el principio de la de Orée, que atravesaba Bourg-le-Comte.

El justicia de Mortagne conocía un poco la villa, sus burgos unidos entre sí y no tuvo muchas dificultades para orientarse. Subió por la calle de Prés, que separaba el Bourg-la-Comtesse del Bourg-Neuf[123], barrio en el que se habían reunido la inmensa mayoría de los comerciantes. La ciudad disfrutaba de un bienestar importante gracias a ellos, y sus fabricantes de sargas y de estambres se habían ganado una reputación que no hacía más que extenderse. Además, sus ferias y sus cuatro mercados, las lonjas del pan, de los pañeros, de los grandes puestos comerciales y de los pasteleros eran muy apreciados.

Juan II, duque de Bretaña, a quien pertenecía el señorío de Nogent-le-Rotrou, lo visitaba muy poco, habiendo delegado la mayor parte de sus poderes en su nuevo baile, Guy de Trais, instalado allí unos años antes, para disgusto de los nogenteses, que se preguntaban qué podía entender de sus usos un bretón.

El justicia de Mortagne desembocó en Bourg-le-Comte[124], que dominaba el castillo Saint-Jean[125], fortaleza disuasoria construida sobre una elevación, mientras que el Perche delimitaba la frágil frontera entre el reino de Francia y las tentativas de invasión de los temibles piratas venidos de Escandinavia[126].

El palacete particular adquirido por Garin Lafoi, sin duda gracias a la generosa herencia de su difunta esposa, se elevaba en la calle d’Orée. Oculto bajo el porche de un inmueble situado casi enfrente, cadet-Venelle admiró el edificio. Protegido por un elevado muro en el que se abría un pórtico coronado de palomares, se elevaba el palacete de muros de piedra con dos plantas[127], una altura poco común. Él no veía la planta baja, pero todas las ventanas de la primera estaban protegidas por vidrios con forma de rombos emplomados, todo un lujo en aquella época. Unos bajantes[128] recorrían en toda su longitud los ángulos del edificio y por el centro, permitiendo eliminar las deyecciones de los diversos retretes, dispuestos al efecto en el fondo de los pasillos o en los vestidores en ángulo de las habitaciones. Hardouin observó luces en varias estancias de la planta en pleno día, prueba suplementaria de que no se reparaba en gastos.

Aguardó, sin pensar en nada, esperando sin saber muy bien qué. Le llegaba el olor insoportable de los pozos negros y de la calle Puante[129], bastante alejada, que acercaba un viento ligero. Unos niños jugaban, corrían, gritaban, dirigiéndole a veces miradas de asombro. El tiempo había adoptado un comportamiento más bien raro, se aceleraba a ratos y se estiraba hasta el infinito en otros. En el fondo, carecía de importancia, ya que él solo recordaba su pasado a retazos, por imágenes.

Así, volvía a ver con una precisión desconcertante a su padre, aquel día muy concreto de mayo en el que los dos fueron a pescar. Su madre les había preparado un zurrón[130] generoso para comer. Él debía de tener seis o siete años. Un momento precioso, porque su hermano mayor no los acompañaba. Un momento entre él y su padre. Él había amado y respetado a este hombre de hablar lento y preciso, sin énfasis. Aquel día, Hardouin había atrapado un buen lucio. Había desenganchado el anzuelo de la boca sangrante. El animal saltaba sobre la hierba y el niño contemplaba su presa, orgulloso como un pavo real[131]. Se oyó un ligero silbido y el machete de su padre entraba en la cabeza del pez. La voz lenta había explicado:

—Dios nos envía este pescado para que nos alimentemos, no para que lo hagamos sufrir, pues también él es una de sus criaturas y, por eso, merece nuestro respeto.

—Pero tú haces sufrir a unas criaturas de Dios —había argumentado el pequeño.

—El lucio es inocente. No ha cometido ningún crimen. Solo el hombre comete crímenes, porque solo el hombre está dotado de reflexión, como Dios lo ha decidido, en su infinita sabiduría.

Extraño. Hardouin cadet-Venelle oía la lenta voz con tanta claridad como si su padre estuviese a su lado. Por raro que parezca, volvía a ver con asombrosa nitidez cada brizna de hierba, las escamas resplandecientes del lucio, las jóvenes hojas de los árboles. En cambio, su memoria parecía estar vacía de semanas, de meses enteros de recuerdos. Así, solo conservaba una vaga sensación del deceso de su hermano mayor, de su agonía, del olor de muerte que reinaba en la habitación recalentada. Y, sin embargo, ese deceso había decidido toda su vida, haciéndolo verdugo cuando él había esperado escapar a esa suerte.

Dos gritos femeninos atrajeron entonces su atención. Dos comadres se increpaban, un pequeño espectáculo que atrajo rápidamente a algunos viandantes, intrigados y divertidos por una discusión más que viva.

Aliviado del cansancio que le producían sus poco divertidos pensamientos, cadet-Venelle no se quedó atrás y se acercó. Las dos mujeres, con los brazos en jarras y malas caras, se insultaban. La de más edad de las dos, un callo bastante flaco, que llevaba un gorro de lino grisáceo de mugre, gritó:

—¡Pedazo de puta!

—¡Cateta! ¡Comemierda[132]! ¡Ni siquiera puedes llenar las barrigas vacías de los críos y te pones a dar lecciones a las demás![133].

—¡Ah, querida, no les doy de comer con mi culo[134], ni poniendo mis tetas[135] debajo de las narices de los hombres!

—¡Tendrías que tener unas tetas que valieran el vistazo!

La de más edad se volvió hacia los curiosos arremolinados, poniéndolos por testigos, eructando:

—Pero miradla: ¡esta se pasea a cabeza descubierta[136] y pretende ser mujer de bien! ¡Una puta, ya os digo!

El intercambio amenazaba con transformarse en pelea a puñetazos, cuando la más joven, todavía de buen ver, roja por la afrenta, parecía dispuesta a pelearse físicamente con su adversaria.

—¡Si dejaras de berrear constantemente, habría tenido tiempo de peinarme!

Un mirón se puso nervioso y exclamó:

—¡Nunca se sabe lo que pasa ahí!

La de más edad explicó en un tono trémulo de furor:

—¡Y venga a restregarse con todos los hombres que pasan! ¡Guarra[137]! ¡Cuántas ocasiones tendría cualquier cipote para meterle la mano donde yo me sé! ¡Peor que una calientabraguetas[138]!

El murmullo reprobador de las mujeres de la aglomeración le dio la razón para atacar a una presunta robamaridos. Sublevada, la más joven gritó:

—¿Cómo? ¡Es que no habéis visto la cara de bobo de su marido! ¡Solo ella puede querer que le ponga la mano en el culo! Tampoco ella tiene muchas opciones más —añadió, viperina.

Una bofetada monumental de su oponente la desequilibró. Ella se recuperó y se preparó para atacar, con gran placer de los espectadores, siempre ávidos de tirones de pelos entre damas y menos damas. Hardouin cadet-Venelle se interpuso, bloqueando a la más joven con puño de hierro y bajando el brazo de la otra.

—Basta ya, mesdames. ¿No comprenden que estas buenas gentes aquí reunidas se ríen de sus historias y solo desean una cosa: ver cómo se destripan y ridiculizarlas? Puestas a ello, háganles pagar, como en la feria.

Un murmullo indiferenciado surgió del pequeño grupo de curiosos que comenzaron a dispersarse, contrariados porque su distracción se interrumpiera tan rápidamente.

Volviéndose a la mujer de más edad, el justicia de Mortagne añadió:

—En cuanto a vos, puede que os hayáis metido en la cabeza ideas descabelladas y esta joven no se interese en absoluto por vuestro esposo, y puede que estéis en lo cierto. En este caso, ¿no valdría más que le devolvieseis el golpe a él? No se tienta más que a quien quiere ser tentado.

La acritud de las dos mujeres cayó de golpe. Penaude, la más joven, intentó la reconciliación:

—Te juro, Lucienne, que tu hombre no me dice nada. Es demasiado viejo, demasiado feo y no lo bastante rico. Además, apesta.

Sin duda, creía verdaderamente que este enojoso inventario calmaría a la otra. Se equivocó. La de más edad rugió:

—¿Qué, que mi marido apesta?

—Ya basta, mesdames —repitió el justicia de Mortagne, que se impacientaba.

Al fin, consiguió calmar a las dos beligerantes, que regresaron a sus casas. Sin duda, en el futuro habría otros desmelenamientos entre ellas, pero al menos, ¡él no sería testigo de ellos!

Regresó de nuevo a su puesto de observación, bastante divertido y con el espíritu un poco en otra parte, tropezó ligeramente con la espalda de una cría andrajosa que le dio la impresión de que acababa de materializarse ante él.

—Perdón, muchacha. No te había visto.

Ella se volvió hacia él y él contuvo una exclamación de sorpresa. La chiquilla en cuestión era una minúscula anciana, muy delgada, arrugada hasta el punto de parecer centenaria. Unas mechas de cabellos blancos sobresalían de su pañuelo de la cabeza. Ella lo miró fijamente, con ojos de un azul intenso, una mirada helada, que cruzó con la del ejecutor. Una sonrisa indescifrable, que Hardouin no supo si era divertida o irónica, se dibujó en los delgados labios de la anciana que le tendió una mano delgada, pidiéndole con voz sorprendentemente firme:

—¿Una moneda, buen señor?

Hardouin se rio con disimulo y sacó un denier de la bolsa de su cinturón, una generosa limosna.

La anciana hizo desaparecer rápidamente la moneda en su manga, sin dejar de mirarlo fijamente; después giró sobre sus talones. Divertido, cadet-Venelle la soltó, mientras ella se alejaba a saltitos:

—¡Las gracias no hubieran estado de más!

Ella se detuvo un instante, giró sobre sí misma y replicó:

—En efecto… ¡La gracia para ti no estará de más!

Ella desapareció, dejándolo perplejo. ¡Bah, una anciana que ha perdido el juicio, reducida a la mendicidad, sin duda alcoholizada y que dormirá en un rincón de algún callejón como tantas otras en las ciudades!

El hambre lo atormentaba. ¿Qué hora podría ser? Iba a renunciar a su vigilancia a fin de acercarse a una venta próxima para comer cuando se entreabrió la puerta del pórtico del palacete particular.

Salió una mujer joven, que llevaba de la mano a un chiquillo de cuatro o cinco años que cotorreaba hasta perder el aliento, para gran diversión de la mujer, que debía de ser su madre, a juzgar por su parecido. Ella se reía a carcajadas, reprendiéndolo a veces por algún giro poco diestro. La vestimenta de ambos ponía de manifiesto su confort material. Ella llevaba una cottehardie[139] de mangas ajustadas y prolongaciones[140] de seda, de color amarillo azafrán, recogida por un fino cinturón que subrayaba las caderas, a la moda del momento. Uno de los extremos del cinturón de cuero, adornado con bolitas de colores, llegaba casi hasta los pies y sostenía una escarcela. Llevaba sobre los hombros un abrigo ligero violeta[141] con faldones repujados en la espalda. Unos postizos[142], recogidos en redecillas adornadas con perlas, escondían sus orejas y su tocado consistía en un capiello[143] con barboquejo[144]. Para colmo de su coquetería, no había recubierto el escote redondo de su vestido con una gorguera[145]. Cadet-Venelle recordó la acerba reflexión[146] de un canciller de la Universidad de París acerca de las parisienses «provocativas», arrancándole una sonrisa: «Y ahí tenemos a las mujeres que salen por la ciudad escotadas, despechugadas». Edwige Lafoi, de soltera Tonnet, era, sin la menor duda, una hermosa mujer.

Esperó a que ella se alejase un poco, hablando con su hijo, para seguir sus pasos. Se dirigió hacia Notre-Dame du Marais, indiscutiblemente la iglesia más bella de la ciudad, que Juan I, duque de Bretaña, había hecho reconstruir unos decenios antes y erigirla en parroquia[147]. El escudo de Bretaña adornaba su tímpano y unas estatuas de distintos duques, vestidos con mantos de armiño, decoraban el pórtico.

Edwige Lafoi ayudó a su hijo a subir los escalones del atrio y desaparecieron en el interior.

Hardouin cadet-Venelle dio media vuelta y decidió ir a comer en cualquier posada de aspecto tranquilizador. Todavía no había descubierto nada concreto. Sin embargo, y aun desconfiando de su intuición, no podía imaginar a Edwige Lafoi mezclada en un asesinato sanguinario, capaz de machacar el rostro de una rival.