Alrededores de Mortagne-au-Perche, octubre de 1305
Cuando Hardouin cadet-Venelle regresó tras su largo paseo matinal, en compañía de su caballo Fringant, Bernadine le indicó que un mensajero acababa de traerle un paquete envuelto en un paño que llevaba el sello del vicebaile, messire de Tisans.
—He puesto el paquete sobre la mesa de la cocina —concretó ella—. ¿Os sirvo un vaso de infusión antes de que salgáis pitando? ¡Yo me voy a ver al pescadero para decirle cuatro palabritas fuertes en sus mismas narices! ¡Menudos lenguados me vendió ayer por la tarde! ¡Son acedías y no de las más frescas! Pero esta pava de Sidonie que habéis tenido la generosidad y el poco buen sentido de emplear, con todo respeto, ¡no distingue su cabeza de su culo!
Bernadine no soportaba que su joven amo hubiese ofrecido cama, comida y empleo a aquella pobre huérfana, no muy despierta. La chiquita de trece años le había conmovido cuando ella se mordía los labios, agotada, sobre uno de los escalones del porche principal de la iglesia de Saint-Denis de Mortagne, con los brazos cruzados sobre el pecho, los pies descalzos y sucios y los cabellos despeinados, rechazando con gesto exasperado a un falso mendigo que la echaba del escalón para empujarla a pedir limosna. Hardouin cadet-Venelle se había acercado a ella, que estaba evidentemente asustada, con la mirada baja.
—¿Qué haces ahí? Se va a echar la noche.
—Em… bueno, pido limosna —declaró ella con voz temblorosa.
—¿Con los brazos cruzados sobre el pecho? Normalmente, vale más extender la mano.
—No estoy muy acostumbrada; os aseguro que es mi primera vez…
Al final, ella levantó su rostro hacia él. Él había mirado con detenimiento los surcos casi limpios dejados por las lágrimas sobre sus mejillas mugrientas y marcadas.
Sin saber muy bien lo que motivara su reacción, se había sentado a su lado. Una reacción por lo menos exagerada, dado que mendigos no faltaban y, con frecuencia, lo exasperaban.
—Cuéntame.
—¿Qué?
—Lo que te ha traído aquí.
—Yo no hablo con extraños —se revolvió la chiquilla, desagradable.
—Si quieres recoger algunas monedas, te va a hacer falta aprender a gemir, a sonreír y a dar las gracias —replicó cadet-Venelle, divertido—. Cuenta.
Sidonie contó su corta vida en un tono tan neutro que Hardouin tuvo por seguro que no mentía. Después de todo, se trataba de una historia banal que no era nada rara, aunque hubiese tenido que apuntarle las palabras que a ella se le resistían. Sidonie había nacido cuando su madre tenía catorce años, sin saber muy bien quién la había dejado embarazada. La madre, una chiquilla bastante alegre, a la que gustaban los placeres inmediatos y fáciles, había ido de cama en cama, de taberna en taberna, sacando unas perras que les permitieran ir tirando en una casa en ruinas, al menos cuando aún estaba lo bastante lúcida para regresar a ella. Sidonie había contribuido a sus magros ingresos sisando por aquí y por allá. «¡Siempre para comer, nada para otra cosa y nunca a pobres viejos!», había subrayado ella, insistiendo en su probidad y su honor de pobre de solemnidad. Hasta aquella noche, tres semanas antes, en la que habían encontrado a su madre ahogada en un arroyo que discurría no lejos de las ruinas que ocupaban. Presentaba la huella de un golpe violento en la sien. ¿La habían golpeado, echándola luego al río? ¿La embriaguez, habitual en ella, le había hecho perder su paso inseguro? ¿Había resbalado en la orilla fangosa, golpeándose y sumiéndose en la inconsciencia? Nadie lo sabía y, a decir verdad, todos se burlaban. Al no poder pagar Sidonie una angarilla para el traslado del cadáver ni un servicio religioso, a su madre no le quedaba más que la parcela de los indigentes, la fosa común. Por extraño que parezca a ella, que nunca había experimentado gran amor por esta mujer que alternaba entre borracheras y mañanas difíciles, que iba de hombre en hombre, este final le había parecido una injusticia tremenda. Por eso, había cavado una tumba a unas toesas* de su inestable cabaña y enterrado a su madre por la noche.
—Yo recé y había estado empapando un paño en el agua bendita de la iglesia que enrollé alrededor de su cuello para que Dios pueda reconocerla. No sé latín, pero estoy segura de que eso no supondrá ninguna diferencia a sus ojos.
Unos días más tarde, se presentó un corpulento agricultor de la zona, blandiendo un papel del que Sidonie no había entendido nada, al no saber leer. Él había mirado de arriba abajo a la poco afable chiquilla, grande, aunque flaca y mucho menos apetecible que su madre, cuyos encantos había probado en varias ocasiones a cambio de su cicatera «hospitalidad». La chica no le gustaba en absoluto como descanso de los sentidos. Por eso le había dado hasta el fin de semana para que recogiera sus cosas y abandonara el lugar. En efecto, al estar construida la casa en ruinas en sus tierras, le pertenecía. Si Sidonie le hubiese llamado la atención, se habría comportado de forma muy diferente, al menos hasta que se cansara de ella. Por cierto, ella no lo ignoraba, pero tampoco se ofendía.
Terminada su historia, Sidonie se había quedado allí, impávida, con la mirada perdida a lo lejos, sin esperar ningún comentario, ninguna palabra de consuelo de este hombre sentado a su lado, cuyo bello porte y sus lujosos vestidos le habían llamado la atención, asombrándose de que le hubiese dirigido la palabra.
Hardouin no supo de dónde procedían las palabras salidas de su garganta cuando se hubo puesto de nuevo en pie:
—¿Eres trabajadora? ¿Puedo estar seguro de que no robarás?
—Nunca he robado, salvo para comer —repitió ella, tajante—. Para el trabajo, soy lavandera desde los seis años, al menos cuando encuentro trabajo.
—Bien. Sígueme, habrá que ocuparte en algo.
—¿Y yo, messire, y yo? —gimió el mendigo rechazado antes y que no había perdido puntada de su conversación—. Mirad… mis pobres manos, mis brazos, una horrible enfermedad que contraje en Tierra Santa… para defender a nuestro Señor…
El hombre de mirada viva y calculadora había extendido los brazos y levantado las mangas de la camisa. La piel estaba corroída con ampollas que supuraban.
—¿Quieres trabajar? —preguntó, irónico, Hardouin.
—¡Oh! Lo desearía tanto, messire, más que todo… pero esta enfermedad contraída por la gloria del Salvador… Tengo debilidad de miembros… y me siento tan débil como una mujer anciana…
—¡Y también holgazán como un lirón! En cuanto a tu enfermedad de la piel, deja de frotarte con extracto de angélica[115] o de torvisco[116]; debería desaparecer rápidamente. ¡Muévete, hombre, que me vas a revolver la bilis! Pon tus manos donde pueda verlas y te aconsejo que no las acerques a la bolsa de mi cinturón. ¡Tengo un pronto muy malo!
El otro lo miró furioso antes de retroceder.
Bernadine, muy deseosa al principio de formar a Sidonie para el servicio doméstico, se había ido irritando poco a poco por lo que muy pronto denominó con razón «su lentitud de entendederas». Ciertamente, la chiquilla no refunfuñaba por el trabajo, pero su rostro desprovisto de expresión, su mirada vacía cuando se le dirigía la palabra daban la sensación de que no escuchaba o de que se reía de lo que se le pudiese decir.
A decir verdad, un mes más tarde, Hardouin cadet-Venelle no sabía qué pensar. ¿Sidonie era verdaderamente de inteligencia muy limitada o vagaba por un mundo personal, poblado de fantasmas desagradables de su pasado?
Cuando entró en la cocina, encontró a la chiquilla desgarbada y grandota de pie, delante de la larga mesa. Paralizada, escrutaba el paquete llevado por un mensajero de messire de Tisans. Sin volver siquiera la cabeza, declaró entre dientes:
—Es importante. Lo que hay dentro es importante.
Hardouin cadet-Venelle lo comprobó de un vistazo: el sello del vicebaile estaba intacto. Sin embargo, preguntó:
—¿Sabes qué es?
—No sé leer y sería peor si lo hubiese abierto —dijo con voz tajante—. Pero es importante. Bueno, tengo que desplumar las dos gallinas para mañana —inclinando la cabeza, refunfuñó—: lenguado o acedía, ¡los dos son planos y parecidos!
Desapareció sin decir una palabra más. Una extraña sensación invadió a cadet-Venelle. Un poco como cuando se descubre un objeto en un sitio, teniendo la seguridad de haberlo colocado en otra parte.
Rompió el sello y desprendió la tela de arpillera que cerraba el paquete. Unas carpetas de fina cubierta de piel negra. Unos pequeños expedientes de procesos en los que estaban consignados los alegatos, cuando los hubiera habido, las confesiones arrancadas o no bajo tortura, los interrogatorios, los testimonios. Los tres estaban consagrados al asunto «Évangeline Caquet, asesina de la mujer Muriette Lafoi, el 16 de mayo del año de gracia de 1300», como lo precisaban las páginas de guarda, escritas con escritura cursiva[117], poco legible pero regular.
El primer expediente comenzaba con una descripción del cadáver, horriblemente cortado a hachazos, de Muriette Lafoi, de su rostro irreconocible, precisando que Évangeline Caquet, huérfana acogida, había sido encontrada canturreando, cubierta de sangre, fatigada, al lado de su difunta ama. Se describía a la chiquilla Caquet como simple y de rostro poco agraciado, que llevaba la marca del embrutecimiento. Hardouin cadet-Venelle hurgó en su memoria: ¿de qué color eran sus cabellos, sus ojos? Extrañamente, el rostro de Sidonie se le imponía.
«Es importante. Lo que hay dentro es importante».
A Sidonie no podía calificársela de simple, aunque sí de muy lenta o, quizá, poco atenta. ¿Por qué se había fijado en ella, aquella tarde, bajando por el porche de la iglesia de Mortagne? ¿Por qué se había tomado el tiempo de hablarle? ¿Por qué le había ofrecido un empleo? Y todo eso mucho antes de que Arnaud de Tisans reavivara su recuerdo del tema de la ejecución de Évangeline Caquet. ¡Diantre! ¿Acaso comenzaba a ver signos por todas partes? ¿O, en realidad, su vida estaba guiada ahora por una especie de proyecto del que no comprendía nada? Casi temió que la segunda hipótesis se revelara falsa.
El escribano relataba el interrogatorio de la niña Caquet. El juez nombrado se había estremecido un poco por la respuesta sistemática de la chiquilla a todas sus preguntas: «¡Chi-chi![118]».
—¿Vuestro nombre?
—¡Vanyeliiin!
—¿Os trataba bien el matrimonio Lafoi?
—¡Chi-chi!
—¿Os sentíais bien?
—¡Chi-chi!
—¿Os maltrataban?
—¡Chi-chi!
—¿Queríais a vuestra ama?
—¡Chi-chi!
—¿Detestabais a vuestra ama?
—¡Chi-chi!
El abogado de oficio nombrado para defender a la pobrecilla y que, por su gusto, estaría a diez leguas* de allí, no cesaba de repetir también en tono exasperado:
—Con todo el respeto, messire juez, ella no entiende nada de lo que le preguntáis. Ni siquiera ha comprendido que está acusada de un asesinato odioso que iba a valerle la pena capital.
En consecuencia, el juez decidió una fustigación a fin de «extirpar la verdad» del cerebro confuso de la niña Évangeline Caquet.
Esta escena le vino a la memoria de Hardouin con una nitidez que lo sorprendió: el largo sótano de techo abovedado en el que se desarrollaba el interrogatorio, fuera inquisitorial o laico; los respiraderos ocultados para que nadie oyese los alaridos de los condenados de los que lo han arrastrado aquí dentro; la mesa suficientemente larga para tender a un hombre en ella, de madera ennegrecida por la sangre de los torturados. Bajo la mesa se había excavado un canal que permitía que la sangre resbalara hacia un pozo negro vecino, a veces con sus excrementos, cuando el dolor se hacía demasiado inaguantable para retenerlos. Cerca de la chimenea, una hoguera abierta en la que se amontonaban las brasas para calentar al rojo y después al blanco los hierros. De las paredes de piedra de color gris oscuro colgaban las ataduras de los tobillos, las muñecas y del cuello, terminadas en cadenas, y los «instrumentos» destinados al ejecutor. Apartado en un rincón, el escabel en el que se sentaba el escribano, con su escritorio equipado con un cuerno con tinta. Su función consistía en anotar escrupulosamente las preguntas y las respuestas, evaluando el tiempo durante el que se aplicaba una tortura, más media hora para el interrogatorio.
Los bastonazos habían llovido sobre la espalda pálida y gruesa, asestados por el justicia de Mortagne, respetando el número y la severidad decididos por el juez. Para Hardouin cadet-Venelle, no se trataba allí de una contabilidad meticulosa del horror, sino del respeto estricto de la ley y de los procedimientos. Lo recordó de repente: la chica tenía los cabellos de color castaño oscuro, unos finos cabellos sucios. Como se hacía con las mujeres, solo la habían desnudado hasta la cintura. A cada pregunta que le había hecho el juez, ella había respondido «chi-chi», llorando, gritando a cada nuevo golpe un solo «chi-chi». Exasperado, este había gritado de repente:
—¡Messire justicia, es inútil proseguir! No sacaremos nada. ¡Se trata de una mentirosa empedernida y notablemente embaucadora o de una auténtica idiota! No obstante, tanto en un caso como en otro, ¡mi paciencia se ha agotado! Que la lleven a la celda después de haber lavado sus llagas y que sea enterrada viva pasado mañana. Redactaré la sentencia en este sentido. Que un sacerdote venga a visitarla y le ofrezca la absolución si ella comprende, no obstante, nuestra magnanimidad. ¡No somos monstruos!
Sin decir una palabra, Hardouin cadet-Venelle había asentido con un movimiento de cabeza. Su jornada terminaría más rápidamente.
Pasó al segundo expediente, inquietándose por un detalle en el que nadie parecía haber reparado. ¿Por qué se había encontrado la hachuela de madera cubierta por una mancha de sangre a la entrada del huerto, en un macizo de salvia, a una docena de toesas de la residencia, cuando Muriette Lafoi había sido abatida donde se la había encontrado, en la cocina, como atestiguaba la ausencia de manchas de sangre fuera de allí? ¿Por qué Évangeline, después de haber asestado presuntamente sus golpes de rabia, de furor, a su ama, habría salido de la casa para deshacerse de su arma improvisada antes de volver a sentarse al lado del cadáver? No se había lavado, no había huido. Se había quedado allí, cogiéndole la mano a la difunta.
Hardouin cadet-Venelle suspiró. Si se fiaba de lo que acababa de leer, nada probaba que Évangeline Caquet hubiese matado a Muriette Lafoi. Lo contrario tampoco. Sin embargo, a semejanza del vicebaile, dudaba que la gruesa chiquilla lenta de espíritu, que parecía desprovista de maldad, hubiese podido cometer un acto de tamaño salvajismo. Se acordaba con toda claridad de su última frase, en realidad, la única que pronunció a lo largo de su proceso, cuando el juez la hostigaba por última vez en la cárcel, justo antes de que él, justicia de Mortagne, le atara las manos a la espalda para llevarla a la fosa cavada para que fuera enterrada viva:
—¿Para qué cogisteis esta hachuela? ¿Para qué la llevasteis a la casa? Habéis afirmado que os servisteis de ella para matar las carpas.
Évangeline Caquet, turbada por esta cadencia demasiado rápida para ella, había fruncido los párpados, agachando la cabeza vivamente, sin su eterna sonrisa tonta en los labios. Sin entender nada, aferrándose a la única palabra que le evocaba algo concreto, «carpas», farfulló con voz torpe por la saliva:
—Os juro… que no les he hecho ningún mal a las carpas… buenas carpas… pero… había que comerlas… Yo las maté, pero no gritaron… yo no le he hecho mal a nadie… No-no… a nadie, a nadie… buenas carpas…
Leyó a continuación las declaraciones del viudo, presuntamente afligido, pero muy rápidamente vuelto a casar, el oficial rompedor, Garin Lafoi, corroboradas por una criada que servía a la pareja desde su matrimonio, una tal Madeleine Fromentin. Nada habían robado en la casa, ni las joyas del ama, entre las que había algunas sortijas muy bonitas fácilmente vendibles, ni ningún pequeño objeto precioso, así como tampoco nada de los dineros que Muriette Lafoi guardaba en su habitación, con el fin de pagar a algún repartidor o a un trabajador que dedicara la jornada a realizar algún trabajo pesado.
El juez dedujo que la hipótesis de un vagabundo sorprendido durante su latrocinio no se justificaba: una deducción sensata.
Hardouin cadet-Venelle pasó al último expediente, el que recogía los diferentes testimonios de quienes habían enviado a Évangeline Caquet, de catorce años[119], a la muerte. Unas anotaciones en redonda se mezclaban a veces con la escritura cursiva. Comprendió rápidamente que las había escrito la mano del vicebaile, con el fin de añadir nuevas precisiones.
Una joven sirvienta, Adéle Sarpin, afirmaba bajo juramento que Évangeline detestaba a la mujer Muriette Lafoi. Certificaba haberla oído muchas veces quejarse de su ama, de su avaricia y del poco alimento que le daba a cambio de su pesado trabajo. Se acordaba incluso de que una vez había sorprendido a Évangeline en la cocina, hundiendo con gesto furioso un gran cuchillo en una morcilla, exclamando: «¡Toma, borrica!». Cuando Adèle le preguntó a quién maltrataba así, Évangeline había acabado por admitir: «Esta malvada de Lafoi». La escritura en redonda precisaba:
«A semejanza de los otros dos sirvientes implicados, Adèle Sarpin no ha seguido al amo en su traslado a Nogent-le-Rotrou y su segundo matrimonio. Al contrario, ha contraído matrimonio con el hijo de un rico comerciante de víveres, un tal Louis Baubette, lo que suponía una dote. La pareja vive en la actualidad en Brunelles».
La cursiva recargada continuaba: «el hombre que hacía las pequeñas reparaciones de la casa, Éloi Talon, antiguo soldado, había jurado sobre los cuatro Evangelios, que tocaba con la mano, que había acompañado a su amo a visitar sus tierras. Habiendo partido al amanecer regresaron caída la tarde y descubrieron el horror». El vicebaile, sin duda, había intervenido de nuevo al margen de la página: «Éloi Talon se ha instalado en Saint-Pierre-la-Bruyère, poco después de concluido el proceso, como charcutero, comprando un puesto. De nuevo, ¿con qué dinero?». La transcripción de los testimonios proseguía: «Alphonse Fortin, sirviente, había atestiguado, siempre bajo juramento, que la simple Angeline había venido a pedirle prestada la hachuela, la mañana del asesinato, con el pretexto de decapitar las carpas. Le había hecho prometer que se la devolvería pronto y que después se había olvidado». Arnaud de Tisans había precisado con su bella escritura cuadrada: «Fortin ha comprado una granja de mediana importancia en Dancé, poco después del asesinato de Muriette Lafoi. Una vez más, ¿con qué dinero?». El expediente subrayaba que los otros sirvientes, tres mujeres y dos hombres, estaban ausentes en el momento de los hechos. ¿Enojosa coincidencia o plan cuidadosamente trazado por el verdadero asesino? Ninguno había dicho ni palabra sobre los Lafoi ni del comportamiento de Angeline, calificándola sencillamente de «simple», «idiota», «lenta de espíritu».
Hardouin recordó el comentario acerbo del vicebaile. Garin Lafoi se había mudado rápidamente de Mortagne a Nogent-le-Rotrou, unos meses después de su terrible prueba, gracias a la cual se había embolsado todos los bienes de su esposa, para volver a casarse rápidamente con una joven y encantadora burguesa de… Mortagne. El nombre de la dama no figuraba en ninguna parte. ¿Un ensañamiento sobre el rostro de una mujer, una rival? ¿No se podía ver ahí la marca de furor celoso de una amante que esperara su hora? Porque Garin Lafoi conocía muy probablemente a esta joven de la época de su primer matrimonio.
A diferencia del vicebaile Arnaud de Tisans, Hardouin se encontraba con dos sospechosos convincentes: el marido y su amante de entonces, convertida hoy en esposa. ¿Aisladamente o actuando de acuerdo? El marido se esforzó para liberar los lugares de todos los testigos y contaba con que la simple sería acusada y que ella no podría defenderse. Regresó, asesinó a su mujer y pagó generosamente a Éloi Talon para que jurara ante Dios que no se había separado de él en toda la jornada. O entonces, una vez con vía libre, la amante impaciente daría su golpe.
Nada del alma humana sorprendía a cadet-Venelle, ni lo peor ni lo mejor. Había oído tantas confesiones, de las que habría jurado que bastantes, aunque arrancadas por la tortura, eran verídicas. Había que vomitar de asco en esta alma humana y, a veces, que caer de rodillas y llorar de reconocimiento y de emoción.
Habían deslizado una cuartilla al final del último expediente; estaba cubierta con la escritura cuadrada propia del vicebaile. El papel era aún muy caro[120] en esta época y se cortaban las cartas bajo la última línea escrita para economizar.
Maître de Haute Justice:
Me he interesado por la nueva esposa, Edwige Lafoi, Tonnet de soltera, y he visitado Nogent-le-Rotrou a fin de verla con discreción. Una mujer muy alegre y todavía bastante joven de veinticuatro años. Según los cotilleos de los comerciantes hábilmente interrogados, ella sería buena y piadosa. No he descubierto mucho, por miedo a despertar sospechas con preguntas demasiado apremiantes. Os he hecho llegar esta carta, prueba de vuestro interés.
Os estoy muy agradecido.
Arnaud de Tisans.
Hardouin cadet-Venelle suspiró. Había picado su curiosidad.
Se levantó, cerrando los tres expedientes, esperando no sabía qué. Sí, lo sabía muy bien, negándose a admitirlo: una especie de manifestación de Marie, Marie de Salvin.
No pasó nada. Se fue decepcionado y avergonzado.
«¡Pardiez, hombre!», se amonestó a sí mismo. «¿Y qué? ¿Vas a amar y a vivir con un fantasma, por adorable que sea? ¿Vas a perder el sentido? ¿Cómo es que ninguna dama tan afable y encantadora no ha podido robarte el corazón hasta ahora y tu sangre se embala desde que piensas en esta muerte conmovedora?».