Bosque de Bellême, septiembre de 1305
Arnaud de Tisans había desmontado poco antes y se había tumbado bajo un árbol, esperando sin impaciencia. Se le había prohibido comunicarse por carta o por mensajero interpuesto y se plegaba a este encuentro, que no dudaba sería el primero de una larga serie.
Se desenvolvía desde hacía muchos años en un universo de medias verdades, de falsos semblantes, de acomodamientos de mediocre virtud, de supuestas políticas cuyo único y no confesado móvil era la satisfacción de un puñado de hombres en detrimento de otros. ¿No había sido siempre igual? ¿No sería siempre así? ¿A qué ofuscarse si él no podía cambiar nada? No se trataba de cobardía por su parte, sino de una especie de cinismo desarrollado para protegerse de las desilusiones, para prohibirse indignaciones que pudieran volverse contra sí mismo. Era, ciertamente, hombre de honor; sin embargo, no privado de espíritu, porque el honor no consistía en obstinarse, sino en permanecer siempre lúcido. Tisans se había aplicado a comportarse dignamente en las situaciones que dependían de su arbitraje, de su exclusiva autoridad, pero las ramificaciones del asunto en el que se encontraba hoy implicado sobrepasaban con mucho este terreno.
Un murmullo no lejos de allí lo sacó de sus tristes pensamientos. Se levantó y saludó ceremoniosamente al caballero que saltaba al suelo desde su montura:
—Messire gran baile de espada.
Adelin d’Estrevers inclinó la cabeza en respuesta. Como en cada uno de sus raros encuentros, un malestar difuso invadió a Arnaud de Tisans. La inflexibilidad que se leía en el rostro con forma de hoja de cuchillo, en los ojos de un azul casi blanco del gran baile no invitaban de ninguna manera a la cordialidad, ni siquiera a la confianza. Tisans pensó que no sabía casi nada de este hombre, suficientemente poderoso para reemplazarlo de la noche a la mañana, como si de un sirviente de la casa se tratara. El mundo de Estrevers se limitaba al servicio del rey, su único amo. Un oficio que solo conocía, sin duda, a través de algunos mensajes, redactados por messire Guillaume de Nogaret*, el consejero más influyente del soberano, o por monseigneur de Valois.
—¿En qué punto nos encontramos, Tisans?
—Mi misión no es precisamente fácil, messire… —comenzó el vicebaile, antes de ser interrumpido por un perentorio.
—En caso contrario, ¿qué necesidad tendría de vos?
—Cierto. Creo haber encontrado al… involuntario comparsa que me ayudará a llevarla a buen puerto… Sin embargo…
—¿Cuánto pide? El dinero importa poco.
—Por desgracia, es muy rico y no se deja comprar, al menos a cambio de una remuneración, por grande que sea.
—¡Un loco! ¡Solo nos faltaba un tipo raro! ¿Qué quiere, entonces?
—La verdad.
Adelin d’Estrevers lo tomó como si acabara de proferir una barbaridad.
—¿La verdad? ¡Qué agradable!, ¿no? —ironizó—. ¿Solo existiría una? ¡Lo propio de la verdad es que se escriba y se reescriba! ¿La verdad sobre qué?
—Asuntos clasificados, de los que exigen los expedientes de los procesos para esclarecerlos.
—¿De gentes… importantes?
—No, por lo que he creído entender.
—¡Ah, los otros! —replicó monseigneur d’Estrevers en tono despectivo—. Muy bien. ¡Dadle su biberón[110]! No nos costará nada.
—Con eso, tendré que romper precintos[111], messire —resumió Tisans.
—Nada se obtiene sin un coste, amigo mío —concluyó el gran baile de espada, desestimando con un pequeño gesto impaciente una observación que juzgaba superflua—. ¿Quién es este hombre tan deseoso de verdad? —se burló.
—Messire justice de Mortagne.
Adelin d’Estrevers estalló en una risa desagradable:
—¡Dios del cielo! ¡Vuestro verdugo! ¡Espero que no se trate de una mala bestia con un cerebro de alondra! Tendremos que ir con gran prudencia. No olvidéis a quién servimos.
—Monseigneur Carlos de Valois —completó Arnaud de Tisans.
—Cuanto menos se pronuncie su nombre, mejor. Y al decir monseigneur de Valois, se sobreentiende que es el rey en persona. Ya sabéis el cariño que siente por su único hermano de padre y madre.
—En efecto. Con todo el respeto que debo a este egregio personaje y a vos mismo, confieso que no acabo de comprender el interés de monseigneur de Valois por este asunto, puesto que su hija de trece años está casada desde los cinco con el nieto de Juan II de Bretaña, a quien pertenece el señorío de Nogent-le-Rotrou.
—¿Nos toca a nosotros discutirlo? —dijo el gran baile de espada, mirándolo de arriba abajo, antes de conceder—: el interés en cuestión tiene el nombre de Catalina de Courtenay[112], emperatriz titular de Constantinopla[113] y segunda esposa de monseigneur Carlos. La mejor amiga de madame de Courtenay no es otra que la madre abadesa de Clairets*.
—¿Madame Constance de Gausbert?
—Ella misma. De muy alta nobleza, con fama de santidad y, más importante aún para nosotros, amiga íntima de la esposa de messire de Valois, como os decía, madame de Gausbert ha enviado dos apremiantes misivas a madame de Courtenay, describiéndole los horrores sufridos por los pequeños vagabundos. Con palabras muy duras, ha subrayado la incompetencia del baile de Nogent-le-Rotrou, Guy de Trais: hace alusión a… cómo decirlo… su transparencia en este asunto, a falta de un término más adecuado.
—¿Su «transparencia»? ¿Madame de Gausbert no supondrá que Guy de Trais está… en fin… mezclado en estas monstruosidades?
Adelin d’Estrevers le lanzó una mirada desprovista de emoción y rectificó:
—No… Sin embargo, reconoced que su… incuria deja perplejo. ¡Nogent-le-Rotrou no es París! ¡Echar la mano al cuello a un asesino de este tipo no debería demorarse tanto!
—¿Suponéis que messire de Trais pudiera estar protegiendo a alguien de su favor, a un ser que tuviera inclinaciones inmundas?
—No lo sé exactamente. De todos modos, la sospecha me ha llegado. Por eso necesito vuestra ayuda discreta. Sea como fuere, nuestra querida abadesa, al no conocer personalmente a monseigneur Juan, duque de Bretaña, de quien depende Nogent-le-Rotrou, se ha dirigido a la más poderosa de sus conocidas con el fin de que cesen estos actos indignantes y sacrílegos.
—Y monseigneur de Valois, deseoso de complacer a su dama…
—Me ha confiado el asunto. Su certeza de que lograré esclarecerlo a su satisfacción me llena de orgullo. Sin embargo, messire de Valois, consciente de que Nogent-le-Rotrou no forma parte de sus dominios y no deseando provocar la ira de monseigneur de Bretaña, abuelo del marido de su hija, con el que ha llegado a establecer la paz de las armas, ha insistido una y otra vez en la delicadeza, incluso la doblez de las que habré de dar prueba… Se trata de ayudar entre bambalinas[114].
Doblez de la que yo habré de dar prueba, rectificó para sí mismo Arnaud de Tisans.
—Lo ideal sería, sin duda, que entregáramos al verdadero culpable, asado en un espetón, a Guy de Trais, esperando que no lo deje escapar de tal modo que parezca torpe… ¡O peor! ¿Pensáis que vuestro rompecuellos de Mortagne será capaz?
—Si acepta ayudarme, apuesto que sí.
—¿Si acepta? —repitió Adelin d’Estrevers—. Que no cometa el error de negarse —añadió el gran baile de espada, con una mueca arrogante en los labios.
—No se obliga a un verdugo, muy rico y educado por añadidura —murmuró Tisans, al que el intercambio fatigaba ahora que comprendía mejor lo que estaba en juego.
No sentía ninguna afinidad con Estrevers y los seres completamente seguros, a quienes ninguna duda parecía corroer nunca, lo inquietaban. Estrevers pertenecía a esa raza de funcionarios que, cumpliendo órdenes, son capaces de incendiar toda una ciudad sin pestañear y sin pedir siquiera una justificación.
—Hasta la vista, muy pronto, Tisans. En el mismo lugar. Ya os indicaré la fecha.
El señor gran baile montó de nuevo y, tras un breve saludo, lanzó su caballo al galope.
Arnaud de Tisans fue a recuperar su montura, pensativo. ¿Cómo reaccionaría cadet-Venelle si llegaba a descubrir el engaño? Muy mal, sin ninguna duda.
Cuando su maître de Haute Justice se presentó para reclamar la vida de Jacques de Faussay, de manera que se restituyera el honor de Marie de Salvin, Tisans se debatía desde hacía días con las exigencias de Adelin d’Estrevers, sin saber cómo proceder. La idea había germinado en el espíritu del vicebaile a raíz de esta primera discusión, cuando había notado que nada haría retroceder a cadet-Venelle en aras de una poderosa emoción, de un furioso anhelo de justicia. Arnaud de Tisans decidió así acceder sobre la marcha a la petición de su verdugo y ofrecerle la cabeza de Jacques de Faussay con el fin de obtener una contrapartida. La suerte de Évangeline Caquet, evocada a continuación, sin dejar indiferente al vicebaile, no había sido más que un pretexto, aunque, tras la relectura de los expedientes, había llegado a la certeza de que la pobre chica no había asesinado a su ama. Sin embargo, si el sieur Garin Lafoi no se hubiese mudado a Nogent-le-Rotrou, Arnaud de Tisans no habría dedicado un solo segundo a este antiguo asunto. Sin embargo, le hacía falta incitar al justicia de Mortagne para que acudiera a esta ciudad con la esperanza de que los asesinatos de los pequeños miserables lo conmovieran. Al no formar parte Nogent-le-Rotrou de su bailiaje, Garin Lafoi le facilitaba un pretexto aceptable para enviar allá a su maître de Haute Justice. Una fea maniobra de la que Tisans no estaba orgulloso, pero tuvo la sensación de que solo la emoción, este extraño pacto que el verdugo había sellado consigo mismo, lo convencería para concederle su valiosa ayuda. Los sentimientos: la única debilidad de los hombres fuertes. Una hermosa debilidad, muy peligrosa sin embargo.
Las explicaciones de Estrevers solo habían convencido a medias a Arnaud de Tisans. ¿Por qué tantos secretos? Si monseigneur de Valois quería complacer a su dama, Catalina de Courtenay, quien deseaba tranquilizar a una excelente amiga suya en la persona de madame de Gausbert, madre abadesa de Clairets, ¿por qué no avanzar a descubierto? ¿Qué tenía que ver Carlos de Valois, hermano del rey, con el tal Guy de Trais, el pequeño baile de Nogent? E incluso, ¿qué importaba la eventual molestia de Juan II de Bretaña, que aprobaría la sustitución de Trais por poco que satisficiera al rey de Francia? Decididamente, este asunto olía a trampa. Había detrás apuestas infinitamente más importantes que unos galopines martirizados. ¡Bah! ¿Quién era él para interrogarse, indignarse, pedir cuentas? Su único imperativo consistía en protegerse. Si las consecuencias se agriaran, tenía que poder descargarse de ellas en cadet-Venelle.
De hecho, Hardouin cadet-Venelle poseía las cualidades necesarias para llevar a buen puerto la compleja misión que Estrevers había echado sobre los hombros de Tisans. Magnífico ejemplar de persona fuerte, seductora, educada, notablemente inteligente, el verdugo no temía a nadie. Nadie conocía su rostro en Nogent, ni en otros lugares. Si juzgaba oportuno matar, no lo dudaría un segundo. En fin, ninguna posesión terrena, ninguna gloria personal lo tentaban.
Una especie de hermoso arcángel exterminador.
En fin, si la cabeza de alguien debía rodar al cubo de serrín, con el fin de aplacar el descontento de un grande, ¡que fuese la del verdugo!