Mortagne-au-Perche, final de septiembre de 1305
Gracias al abrumador testimonio de Germain Flanche, la detención y el proceso de Jacques de Faussay habían sido más rápidos de lo que esperaba el justicia de Mortagne. Además, aparecieron otros testimonios: los de mujeres de toda condición violentadas, forzadas por el personaje de la baja nobleza, que habían permanecido calladas hasta entonces. Jacques de Faussay parecía ser especialista en obtener con brutalidad lo que se le negaba. Bien mirado, tomar algo por la fuerza lo satisfacía mucho más que recibirlo.
La altivez del petimetre, que al principio se había tomado muy mal la acusación de múltiples violaciones con el agravante de perjurios, había cedido rápidamente ante el arte del maître de Haute Justice, en su interrogatorio, una cuestión de tormento[83] dosificada como era debido: una media hora de tortura por demanda. Hardouin le había roto las piernas, hundiendo con lentitud las cuñas entre las tablas de los borceguíes[84]. A las injurias, las obscenidades escupidas por Jacques de Faussay habían seguido rápidamente los alaridos, las súplicas. Recostado en el muro de la sala de tormento, con su escritorio colgado del cuello y apoyado en el vientre y la pluma entre los dedos, el escribano esperaba las confesiones del acusado. No tardarían mucho. Jacques de Faussay relató la violación y los golpes asestados a Marie de Salvin, así como a otras.
Cuando tuvo conocimiento de las fechorías reconocidas, Arnaud de Tisans se encolerizó sobremanera.
—¡Bribón, perjuro, sinvergüenza sin honor! —gritó—. La justicia será implacable.
De hecho, al final del proceso, que no duró más de una tarde, los jueces nombrados por el vicebaile aplicaron la pena más dura para este género de delitos.
A los dos días, el culpable fue arrastrado a la plaza pública. Una muchedumbre, que saltaba de impaciencia desde que había tenido noticia del suplicio reservado, se apretujaba allí.
El secretario del vicebaile leyó la sentencia con voz fuerte y se la entregó al justicia de Mortagne, revestido con su jubón rojo sangre y con el rostro disimulado por su máscara de cuero negro. Este repasó rápidamente la hoja y comprobó la ausencia de retentum[85], que a veces adjuntaban los jueces para uso exclusivo del verdugo. Al condenado no se le informaba nunca, igual que a los mirones que se apretujaban para verlo morir y que, para muchos, hubiese sido decepcionante.
El deshonor de Jacques de Faussay fue proclamado a los cuatro vientos, así como el honor recuperado de madame Marie de Salvin y su próxima exhumación. A continuación, sería enterrada en tierra sagrada, al lado de su esposo.
Por primera vez en su carrera, el justicia de Mortagne no se inclinó ante el reo para pedirle perdón, pero lo miró de arriba abajo. Ejecutó la sentencia con inmensa satisfacción de la muchedumbre, a la que regocijaron los interminables y bestiales alaridos de Faussay. El condenado fue emasculado en la plaza pública bajo las ovaciones y las gruesas obscenidades del populacho; después fue descuartizado entre cuatro grandes caballos percherones que Hardouin cadet-Venelle hizo marchar a paso lento a fin de que el suplicio durase mucho más tiempo, para satisfacción de todos. Cuando estaba en agonía después de varias horas de suplicios, inconsciente hasta el punto de que el justicia de Mortagne y su joven aprendiz, Célestin, tuvieron que llevarlo al patíbulo, fue colgado como si fuera un mendigo, último signo de deshonor.
El despojo desarticulado y sangrante del pervertido fue transportado a continuación a las horcas patibularias de seis pilares, reservadas a los condes[86], que se elevaba extramuros de la ciudad a causa del insoportable hedor a carroña que desprendía. Se exponían allí los cadáveres a los que se negaba la inhumación cristiana, hasta que la descomposición y los ataques de los cuervos que se comían su carne los hacían caer de sus cuerdas. Célestin se felicitó en su fuero interno de que Faussay hubiese sido descuartizado y colgado. Suspender a los decapitados de las horcas patibularias exigía anudar una cuerda por debajo de sus axilas. Una tarea ardua durante la que casi todo se manchaba de sangre coagulada. Los niños pequeños, animados por sus padres, siguieron la procesión, entre risas ahogadas al ver las dificultades del criado del verdugo y de los hombres del baile para izar el cadáver. Muchos cogieron piedras y lapidaron el cuerpo sin vida de Jacques de Faussay.
Hardouin cadet-Venelle regresó a casa aliviado. El calvario y la muerte del infame no le habían procurado ningún placer ni tampoco disgusto. Una necesidad que había satisfecho como tantas otras. En cambio, le llenaba de placer que al final se hubiese hecho justicia y que Marie de Salvin hubiera recuperado su honor. Él, el excluido, el casi no humano, había impuesto la verdad a los hombres y a la justicia.
Bernadine preparó el baño[87] de su joven amo: agua caliente a la que se añadía una decocción fuerte de tilo y malva. Mientras él se desnudaba[88], ella se hizo de nuevo la reflexión de que era un hombre muy hermoso. Cierto que no era virgen desde mucho tiempo atrás. A veces, dormía una o dos noches seguidas fuera de casa y Bernadine, que no era ninguna ingenua desde mucho tiempo antes, dudaba que tropezara por casualidad con las mujeres. Sin embargo, él no había mencionado a ninguna, cuando muchas hijas de verdugos de buen ver habrían suplicado por tener a tan buen partido. ¡Bah! Todavía era joven. Ya llegaría el momento de que se decidiera a tomar esposa.
Solo una vez, rodeado por el agua perfumada del gran baño de cobre, Hardouin dejó vagar su espíritu en una especie de benévolo torpor. Se sentía pacífico, regenerado. ¿Acaso le llegó un sueño de adormecimiento? Sin embargo, lo que vino a continuación fue de una realidad tal que su piel se impregnó de ello con avidez.
Mientras se adueñaba de él el sopor, sintió una repentina y dulce presión sobre su costado, la tibieza de un brazo echado alrededor de su cuello, la sensación de un beso en su axila, la caricia de largos cabellos mojados sobre su pecho. Suplicó no despertar, pero abrió los párpados murmurando:
—¿Marie?
La sensación de ese cuerpo de mujer enroscado a su alrededor persistió unos fugaces instantes para desvanecerse después, dejando su piel y su alma en ascuas. Una pena incoherente le hizo recuperarse. Él, condenado a eterna soledad y que, en el fondo, se había acomodado bien a ella, se sintió de repente abandonado de un modo insoportable.
Hardouin cadet-Venelle comió después con un apetito de ogro. Le dio la sensación de que los alimentos desprendían olores más embriagadores, encerraban sabores más exquisitos que de costumbre. Felicitó a Bernadine que esperaba, de pie, detrás de su silla. Para su sorpresa, ella lo desengañó:
—Bueno… No he cambiado nada de la receta. En cuanto al vino, procede del mismo tonel abierto que ayer, anteayer, la semana pasada.
La noche fue caprichosa. Hardouin pasaba de un sueño tan profundo que se parecía a una muerte muy tierna a unos despertares en los que la agudeza de sus sentidos lo dejaba estupefacto. El canto apremiante de una lechuza, al que respondió de inmediato el ulular vindicativo del búho, le hizo sonreír. Descifró en ello una advertencia que se dirigían las rapaces, defendiendo cada una su territorio de caza. El olor del tomillo y del polvo de la madera de enebro rojo[89] que Bernadine prensaba en pequeños saquitos de tela que dejaba en el alto armario de su habitación con el fin de espantar los insectos y, sin duda, de protegerla de los malos espíritus, le llegó con tanta fuerza que se asombró de no haberlo notado apenas hasta aquella noche. Algo por encima de su cabeza, un ligero tropel, casi imperceptible, el de un ratón en el desván. En el silencio nocturno resonaban los latidos apacibles y potentes de su corazón, el eco de su sangre en las arterias de su cuello.
Sin aprensión, sin precipitación, trató de penetrar el misterio de esta metamorfosis que sentía en cada una de sus fibras. Evidentemente, debía tener algún significado, algún destino. El sueño lo venció sin que se diera cuenta. Cuando se despertó de nuevo, ya era noche cerrada y su espíritu volvió al punto preciso en el que la consciencia lo había abandonado antes. ¿Quién estaba en el origen de su transformación? ¿Dios? ¿Marie de Salvin? ¿Él mismo? ¿La multitud de quienes él había hecho pasar de la vida a la muerte? En el fondo, ¿qué importaba?
Otros sueños cortos, profundos como insondables y oscuros precipicios, cortos hasta el punto de que, a veces, tenía la sensación de haber cerrado apenas los párpados, lo llevaron hasta la madrugada.
Se levantó feliz, sin comprender verdaderamente la razón de esa felicidad confidencial, y procedió a sus abluciones ante su mesa de aseo.
Una sorpresa morrocotuda lo esperaba cuando bajó a la cocina para desayunar. El vicebaile, Arnaud de Tisans, lo aguardaba, sentado en uno de los bancos, con un vaso de infusión y un plato de empanadillas de hojaldre rellenas de carne ante él. Apoyada contra la puerta baja que llevaba a la bodega, con los brazos cruzados sobre el torso, Bernadine vigilaba, con la mirada baja, pero el aspecto decidido.
—No he querido sacaros de vuestro sueño, amo. Es precioso. Solo a Dios, que nos ha hecho, no se le hace esperar.
Esta rebelión de la sirvienta le arrancó a Hardouin cadet-Venelle una sonrisa inoportuna. Inmediatamente, se inclinó ante Tisans, asombrado por que se hubiese desplazado en vez de hacerlo llamar. Irónico, el vicebaile declaró:
—Vuestra tenaz doméstica se ha negado rotundamente a subir a despertaros y me ha brindado muda compañía. Vigilancia, a decir verdad. ¿Temería acaso que os coja vuestras chacinas? Messire ejecutor, tengo que hablar con vos. A solas.
Tras una mirada dirigida a su amo y una reverencia, Bernadine salió de la cocina. Dando golpecitos nerviosos en la mesa con su índice, Tisans parecía buscar las palabras, una indecisión rara en este hombre. Sin duda, el otro, el antiguo justicia, se habría interesado por las preguntas. No el nuevo, el nacido durante una terrorífica noche de fiebre. Él mismo había estado vagando en su espíritu durante días, aunque su alma se había tranquilizado al fin. Por eso, la manifiesta indecisión de Tisans lo dejaba indiferente. El vicebaile lo miró fijamente, inseguro; después se lanzó:
—Cadet-Venelle… ¿En qué consiste exactamente ese examen que evocasteis en el caso de Faussay?
—Yo… yo no sabría definirlo con precisión… ¿Cómo explicarlo sin correr el riesgo de quedar ante vuestros ojos como una amable damisela apasionada por la poesía?
—Una halagüeña comparación que no me arriesgo a establecer en vuestro caso, aunque os sepa aficionado a las buenas obras —bromeó Tisans.
Hardouin sonrió.
—El combate causa estragos en mí, messire baile. Dos fuerzas titánicas se oponen. Yo no soy culpable[90]. Dios lo sabe. He hecho su justicia y la de los hombres. Pero ¿acaso soy inocente? No lo creo. Me gustaría… dudo… contaros el delirio de una noche, a riesgo de que veáis en ello otro «terror» de monja —declaró el verdugo, retomando la puya que le lanzara el vicebaile en otro momento.
—La expresión era, sin duda… exagerada —admitió el baile a regañadientes—. En mi descargo, vuestras… amenazas, apenas veladas. No tengo la costumbre de…
—De la oposición de gente muy baja[91], y ¿qué más bajo que un maître de Haute Justice? —ironizó sin acritud cadet-Venelle.
Con un gesto suave, interrumpió la débil protesta que se aprestaba a proferir Tisans.
—Por favor, señor baile, ¿por qué iba a molestarme que siguierais un uso tan bien compartido por todos?
—¿El examen, messire ejecutor? —insistió el otro en un tono tan grave, tan apremiante, que el verdugo se preguntó si él no se enfrentaba también a problemas de conciencia que hasta ahora se hubiera negado a entrever.
—Una especie de… contabilidad confidencial. Es inadecuado… Sin embargo, me faltan las palabras apropiadas. Yo no soy culpable, pero tampoco inocente. No se trata siquiera de aquellos a quienes he atormentado o enviado a la muerte aunque no hubiesen cometido el delito del que se los acusara. Se trata… más bien de ciertos seres que nunca habrían tenido que morir… ignoro por qué, yo… sería incapaz de explicarlo. Sin embargo, he llegado a una certeza al respecto. Unas almas puras que Dios no reclamaba, que Dios no quería que se le enviasen. Os ruego perdonéis la confusión de mis palabras que refleja la de mi espíritu. Quiero volver a encontrar mi inocencia, al menos, parte de ella. ¡Purificarme de algunas manchas que me pesan a menudo hasta el vértigo!
—¿Marie de Salvin?
—Ella y otros. Cumplir lo que debo. Lo que tengo que hacer por mi deber, por mi honor, por mi conciencia, por mi alma.
Arnaud de Tisans pareció sumirse muy lejos en sus recuerdos. Una sombra gris había invadido sus mejillas. Con voz casi seca y su mirada rehuyendo la del verdugo, comenzó:
—¿Recordáis a una joven, Évangeline Caquet, de apenas catorce años, una chica grande, gruesa y brutal? Debía su nombre al locutorio de la iglesia en la que había sido abandonada de pequeña.
Hardouin se exprimió la memoria en vano y movió la cabeza en señal de negación.
—Vos la atormentasteis hasta su rápida confesión, respetando la… consideración[92] que concedemos a las mujeres y la ejecutasteis a continuación, por enterramiento en el suelo.
—Señor baile, he torturado y ejecutado a muchos seres. Sería muy poco juicioso recordarlos a todos.
—Cierto… Pero, mirad, estoy seguro de que ella era inocente, en todos los sentidos del término. Ella era… lenta, simple y no comprendía la cuarta parte de lo que se le decía. Una gran ventaja para la acusación, además de los testimonios que se aportaron, ficticios, estoy seguro.
Cadet-Venelle se concentró, sin éxito. El camino que le había indicado su padre también permitía esto: olvidar los rasgos, los rostros, los nombres, los alaridos, las súplicas. Con la sensación de que el recuerdo no le llegaría al verdugo, Tisans prosiguió:
—Pronto hará cinco años, ella fue acusada del infame asesinato de su ama, Muriette Lafoi, esposa de un oficial triturador[93]. Ella hacía el oficio de fregona[94] en casa de los Lafoi, honorables y piadosos laicos, como reiteraron sirvientes y vecinos, sin olvidar a su sacerdote. Una carnicería, a hachazos. El rostro de Muriette Lafoi no era más que jirones sanguinolentos. A Évangeline Caquet la encontraron sentada al lado del cuerpo, canturreando mientras sostenía la mano de su difunta ama, con los brazos, las manos y la cara cubiertos de su sangre. Descubrieron la hachuela, manchada de sangre, en un macizo de salvia, a una decena de toesas* de la casa. La mujer de Lafoi sostenía aferrada en la palma de la mano una medalla de la Virgen, de plata. Si hubiese entrado un vagabundo para robar, hubiese sido sorprendido por el ama de casa y la hubiese matado, no cabe duda de que habría cogido la medalla, muy fácil de vender. Ese fue, por lo demás, otro argumento de la acusación: no habían robado nada en la casa. Cuando vos le hicisteis sufrir el tormento decidido por los jurados, la fustigación[95], la Caquet respondió: «sí, sí» a todo. Ella no entendía ni gota[96]. En el fondo, tanto mejor para ella: su sufrimiento duró poco.
Un rostro grave, sudoroso, con lágrimas y, sin embargo, con una sonrisa pegajosa de saliva se impuso entonces al verdugo. Ella seguía sonriendo cuando la empujó suavemente a la fosa cavada para enterrarla viva.
—Ahora la veo, de forma bastante vaga —afirmó.
—Era inocente, lo juraría. En otras palabras, el culpable era otro.
—¿De dónde os viene esa convicción, señor baile?
—Me arriesgo, a mi vez, a que se me acuse de una sensiblería de damas. Su mirada. Su mirada cuando ella se tumbó sin protestar en la fosa.
—¿Sensiblería? A mí tampoco me hizo falta más que una mirada de mujer. La de Marie de Salvin…
El vicebaile no pareció oírlo. Cerró los párpados con lentitud.
—Venelle… En ese mismo instante… tuve… la seguridad de que Dios me veía por medio de las pupilas de Évangeline Caquet y un frío mortífero me heló interiormente. Supe… que Dios no había deseado que ella se le uniera tan pronto. Me importa poco que ella hubiera sido juzgada como lo exigían los usos y la ley. ¡Hemos usurpado la voluntad del Todopoderoso! Por extraño que parezca, me acomodé… como en tantas otras cosas, hasta vuestra… explosión con motivo de Faussay. Acomodado hasta el punto de relegar ciertos detalles inquietantes a un rincón de mi espíritu.
—¿Inquietantes? —señaló Hardouin cadet-Venelle, levantándose para rellenar de infusión el vaso vacío del vicebaile.
—Sí. El triturador Garin Lafoi, el desconsolado viudo, que visitaba sus tierras a una legua* de su casa en el momento del asesinato, se mudó de Mortagne a su residencia de Nogent-le-Rotrou unos meses después de la horrible muerte de su esposa. Una parte del servicio de su casa lo siguió. A excepción de tres de sus sirvientes, entre ellos una joven, que habían dado testimonio contra Évangeline.
—¿Y?
—Uno de los testigos consiguió un puesto de salchichero[97]. Otro se hizo con una granja no lejos de Dancé. En cuanto a la joven sirvienta, se casó muy bien con el hijo de un acomodado comerciante de alimentación[98]. ¿Con qué dinero? Desde luego, no con la minucia de remuneración que les pagaba Garin Lafoi, cuya fama no se debía precisamente a su largueza.
—¿Suponéis que pagó sus declaraciones? —preguntó el ejecutor.
—Ejem, ejem.
—¿Cuáles fueron esas declaraciones?
—La joven sirvienta afirmó bajo juramento que Évangeline detestaba a la señora Muriette Lafoi, que se quejaba y que había proferido graves amenazas contra ella. El sirviente que hacía de todo, Éloi Talon, nuestro buen salchichero, juró que él acompañaba a su amo en su visita a las tierras y no lo había dejado un momento. Alphonse Fortin, el tercero en discordia, convertido en granjero, atestiguó que Évangeline le había pedido la hachuela, la mañana del asesinato, con el pretexto de cortar las cabezas de las carpas. Aunque la petición le había extrañado un poco, no había vuelto a pensar en ello.
—¿Y los otros sirvientes?
—Eso es lo que dejó atado el proceso. Los otros tres sirvientes de la casa habían salido a trabajar. Los dos hombres, además del señor Fortin, habían llevado el carro para talar árboles y cortar leña para calefacción. Muriette Lafoi se encontraba sola en compañía de Évangeline. Ciertos jueces vieron ahí la prueba de la astucia de la acusada que había esperado el momento propicio para cometer su innoble tarea sin arriesgarse a que la interrumpiesen. Aunque lo hubiese querido, Évangeline habría sido incapaz de esa astucia y de ese cálculo. Su inteligencia no llegaba a eso.
—Supongo que sus sirvientes fueron enviados a sus faenas por orden de su amo.
—Suponéis bien, messire ejecutor. La historia no se detiene ahí. Garin Lafoi se volvió a casar, unos meses después del asesinato de su mujer, con una burguesa muy joven y alegre… de Mortagne, prueba de que la conocía antes de su traslado a Nogent-le-Rotrou.
—¿Tenía herederos de su primera esposa? —quiso saber Hardouin.
—No. A su muerte, él heredó sus bienes, bastante considerables. Ahora tiene dos chiquillos de segunda cama.
—¿Una clásica historia de cuernos[99] que termina mal? —resumió el verdugo.
—Si todos los cornudos de ambos géneros se hiciesen mil pedazos, ¡la Tierra sería un desierto! —rectificó el vicebaile—. Una clásica y repugnante historia de pasión, de lucro, de desorden de los sentidos y de salvajismo, más bien.
—La fuerte presunción no iguala la prueba —opuso el verdugo.
—Exacto. Sin embargo, ¿quién mejor situado que yo podría obtener esta prueba?
—Cierto. ¿Por qué, entonces, y con todo respeto, habéis tardado tanto en descubrirla, señor baile, dado que este viejo asunto parece envenenaros el corazón?
—Porque me había acomodado, como os he dicho. Ya no es así y ese recuerdo me atormenta hoy día. Un error, una falta que pretendo expiar. Quizá me buscara excusas…; sin embargo, me parece que… esperaba una señal. Una especie de orden imperiosa que exigiera que se hiciese justicia a Évangeline y a Muriette.
—¿Qué señal?
—Vos. Vuestro arrebato de nervios con motivo de Faussay, vuestras amenazas. Si una prueba confirmara sin equívocos la culpabilidad de Garin Lafoi, ¿me ayudaríais?
—¿A qué?
—¿A hacerlo pasar de la vida a la muerte? Quiero que sepa por qué, por qué imperdonable pecado muere.
—¿Mi ayuda a fin de matarlo? ¡Ah, eso, señor baile! —exclamó Hardouin—. No os veo desmayándoos de temor ante una espada ni asustado por tener que clavarla en el corazón de vuestro oponente.
Una mínima sonrisa. Después:
—Gracias, monsieur. Viniendo de vos, ese juicio me halaga. Es que… no se trata de venganza, de odio, ni siquiera de un duelo de deber ni de honor… Se trata de justicia. Los usos deben respetarse. Mi oficio consiste, entre otros, en detener y en juzgar; el vuestro, en ejecutar.
—El argumento tiene un aspecto justo. Siendo así, ¿por qué tendría que ayudaros? No somos amigos, ni siquiera nuestra relación es cordial. Sobre todo, Évangeline Caquet, Muriette Lafoi no son… mis corderos, los que yo tengo que defender más allá de la tumba, aunque deseo que a esas mujeres se les haga justicia.
—¡Qué lástima que seáis mucho más rico que yo y carezcáis de venalidad! —comentó Arnaud de Tisans—. El negocio habría concluido a pedir de boca. ¿Qué puedo ofreceros que os tiente?
—Vuestra ayuda recíproca, ¿qué otra cosa? —sonrió el verdugo.
—Decid.
—Dudo que aceptéis de inmediato mi proposición. Sin embargo, reflexionad sobre ella antes de responder definitivamente. Pensad que no se tratará de una traición, sino de… de equidad, de dar un poco a Dios lo que le correspondía: recordar a sus criaturas cuando bien le parezca… un medio de pedirle humildemente perdón por haberlo sustituido furtivamente a Él en toda nuestra arrogancia. Además, nada saldrá de nosotros dos.
—Decid —repitió el vicebaile.
—El acceso a las transcripciones de los procesos. De ciertos procesos; ignoro todavía cuáles.
—¡Ah, eso! —gritó Arnaud de Tisans levantándose de un salto—. ¿Estáis loco de remate? ¿Habéis perdido completamente el sentido? Esas transcripciones son confidenciales y están precintadas.
En tono tranquilo, muy suave, Hardouin le rogó:
—Sentaos, señor baile. Por favor, escrutad vuestro espíritu sin pasión. Si no habéis tenido conocimiento de los testimonios de cargo contra Évangeline, su pobre alma errará por la eternidad en los limbos, esperando reparación y una sepultura cristiana. Quien esté en el origen de su muerte, de la de su ama, debe pagar. Esos dos corderillos hallarán, por fin, el reposo.
—¡Me estáis pidiendo una prevaricación!
—Es un término al que se le puede dar la vuelta según convenga, en función de los intereses que se defiendan —argumentó el justicia de Mortagne—. ¿Es prevaricación permitir que salga a la luz la verdad, que los inocentes queden limpios de acusaciones odiosas, que se borre al fin la mancha que ha recaído en sus familias? ¿Vale más romper el precinto de una transcripción o enviar a la muerte a un inocente? En cuanto a los desperatis[100] que, en realidad, a veces, son asesinados, ¿no se debe entregar sus bienes a su familia y restituirlos al seno de la Iglesia? Yo solo veo ahí una simple excepción a los usos. Reflexionad en vuestra alma y conciencia.
El vicebaile lo consideró, con aire grave. Tras largos instantes de silencio, declaró:
—Yo tengo algo mejor que proponeros, al menos eso creo. Hacer justicia a los difuntos, una obra honorable. Preservar a los vivos, una tarea saludable, una obligación de corazón y de honor.
Hardouin cadet-Venelle esperó que continuara, sin saber adónde quería llevarlo Tisans. No se hizo esperar.
—Volvamos a Nogent-le-Rotrou, precisamente. Desde hace algún tiempo, vienen perpetrándose horribles asesinatos de niños. De ambos sexos. Pequeños galopines[101], niños del arroyo. Sé por el baile de este señorío, Guy de Trais, que se desespera por su impotencia en la materia, que los niños habrían sido secuestrados, desapareciendo durante dos o tres días antes de que una mañana se encontraran sus cuerpos, torturados de un modo espantoso, en un callejón o en las inmediaciones de la ciudad. La investigación tropieza con la vaguedad de los testimonios, con las familias de los niños que los dejan trampear en asuntillos de poca monta sin preocuparse demasiado[102].
—Yo no soy ni el baile ni uno de sus tenientes. Yo no investigo.
—¿Acaso no lo habéis hecho con respecto a Faussay, encontrando y obligando después a ese agricultor, Germain Flanche, para que viniera a confiarme lo que sabía? —replicó Arnaud de Tisans.
—Hábil objeción —admitió Hardouin—. Contadme más, os lo ruego.
—No dispongo más que de la palabra de Guy de Trais y es muy imprecisa, excepto en lo que concierne a un error de juicio que le ha afectado grandemente. Un mendigo, un tal Bastien Mollard, que pagó por lo que no había cometido. Estos parásitos van de iglesia en iglesia y de ciudad en ciudad. Su reputación se la crean rápidamente y nadie se traga sus lamentaciones después de algunas semanas. Este estaba recién llegado a Nogent, pero no habría parado mucho tiempo allí, porque injuriaba a quienes se negaban a darle limosna. Por lo demás, los hombres del baile lo detuvieron pronto. Leo en vuestro rostro que os estoy confundiendo con los detalles.
El verdugo sonrió en educado asenso.
—Perdonad —prosiguió Tisans—. Si quiero convenceros, tengo que ordenar mis declaraciones. Ante todo, voy a permitirme una confesión que os pido quede entre nosotros.
—Tenéis mi palabra, señor baile.
Arnaud de Tisans dio vuelta entre los dedos a una empanadilla de hojaldre rellena de carne, mirándola, como si se preguntase si la saborearía. La volvió a dejar en el plato antes de declarar:
—En mi opinión, Guy de Trais, que es persona de trato agradable, no se perdona su… ligereza en este asunto. Sin duda acaparado por otras urgencias, dejó el asunto en manos de su primer teniente, que dio por terminada la investigación, equivocándose. Sometido a tortura, el mendigo confesó sus infames violaciones y sanguinarios asesinatos y fue colgado.
—¿Qué indicios los habían conducido a este hombre?
—Una comadre que abría sus postigos al amanecer. Ella reconoció al mendigo, Bastien Mollard, que la había insultado en el porche de una iglesia porque ella le había negado una monedilla. Él estaba arrodillado al lado de lo que parecía un paquete de ropa. Levantando el rostro, el hombre la descubrió en su ventana y se dio a la fuga. Fue entonces cuando ella reparó en que un piececito descalzo sobresalía del montón abandonado en el callejón. Su marido bajó y descubrió al niño mutilado de manera atroz.
—¿Qué respondió el mendigo en su defensa?
—Que pasaba por el callejón. De lejos, al amanecer, él también pensó que habían abandonado la ropa. Una buena ganga para él. Al acercarse, comprendió que se trataba de un niño muerto. Inútil precisaros que su embriaguez, su mendicidad y los pequeños hurtos de los que se le acusaba no ayudaron a su causa.
—Según vos, ¿el tal Bastien Mollard no era culpable?
—Seguro que no. Mi primer argumento nace de mi conocimiento de los asesinos degenerados, los que asesinan por placer, en general criaturas débiles —explicó el vicebaile—. Nada que ver con un mendigo dado al vino y alelado la mayor parte del tiempo. Este habría matado por pánico, embriaguez, o sea para robar a la víctima, y hubiese salido de estampía lo más rápido posible. En cambio, los asesinos degenerados a los que me refería no son locos privados de sentido. Algunos son muy astutos e inteligentes. En mi opinión, este asesino de niños es uno de ellos. En efecto, ataca a pequeños abandonados a su suerte de los que no ignora que nadie les presta atención. Presas fáciles, lo que sugiere un juicio pertinente por su parte. ¿E iba a cometer la estupidez de dejar los despojos sanguinolentos de su víctima al amanecer, en una calle comercial, por la que los comerciantes pasan a primera hora? No lo creo en absoluto. Él lo depositó en plena noche, cuando todos estaban encerrados tras sus postigos cerrados.
—Convincente razonamiento. Sin embargo, tengo la sensación de que vuestras dudas nacen de otra cosa —observó Hardouin.
—El mendigo había llegado a Nogent-le-Rotrou dos meses antes. Pero los asesinatos habían comenzado dos años antes.
—¿Y al primer teniente del baile de Nogent-le-Rotrou no le extrañó?
—No. Inútil deciros que la tensión es permanente en ciertos barrios de la villa. Se reprocha duramente a la gente de Guy de Trais su inacción y su incompetencia. Sin duda, el teniente en cuestión pensó que un culpable, sin que importase quién, atenuaría las protestas y traería un poco de calma. Un cálculo muy malo, como vais a ver. El mendigo fue torturado y colgado. Un mes más tarde, se encontró a una niñita, en los confines del lugar, martirizada de la misma manera horrible.
—¡Diantre!
—El descontento de la gente aumenta de manera peligrosa. Las mujeres han insultado a gentes de armas al servicio de Guy de Trais. Corre el rumor de que los habitantes preparaban o habrían enviado una misiva a messire Juan II de Bretaña*[103], subrayando la incuria de Guy de Trais y de sus hombres, en especial de su primer teniente.
—Dudo que messire de Bretaña se interese por los asuntos criminales que sacuden uno de sus lejanos señoríos —señaló Hardouin.
—Está muy ocupado en otra parte —concedió el baile.
Hardouin cadet-Venelle hizo un comentario simple y poco comprometedor:
—Evidentemente. ¿Cuándo fue colgado este mendigo?
—Hace cuatro, cinco meses.
—Entonces, el asesinato de la niña tuvo lugar hace entre tres y cuatro meses. ¿Y después? ¿Otros niños?
—Lo ignoro, nada ha llegado a mis oídos desde mi encuentro con el baile de Nogent-le-Rotrou, poco antes de san Juan de verano[104]. La niñita había sido encontrada dos semanas antes[105].
—¿Cuántos niños han sido asesinados de la misma manera desde… hace dos años y medio, más o menos?
—Once, contando a la niña… A menos que algunos cadáveres no hayan sido descubiertos.
—¡Pardiez[106]!
El ejecutor notó perfectamente la extrema incomodidad del vicebaile cuando se enredó en sus palabras:
—Yo… yo recordaba esa abyecta precisión, pero me parece… que me equivocaba. Podría resultar importante… No lo sé… Ese excelente médico… el que presta servicio en Nogent-le-Rotrou, un tal Antoine Méchaud, a petición de Guy de Trais, examinó los cuerpos, ayudado por una matrona jurada[107]. Todos los niños fueron violados, sodomizados y… los chiquillos… castrados.
—¡Maldito! ¡Ojalá arda en el Infierno! —escupió Hardouin.
Hasta ese momento, esta historia le había dejado bastante indiferente, sintiéndola de alguna manera lejana. Solo esperaba alguna ventaja para exigirle o, mejor, solicitarle una contrapartida a Tisans. Por extraño que pareciera, el que había torturado, castrado a adultos, matado cumpliendo órdenes, no toleraba que las torturas se practicaran por placer. Gozar con los sufrimientos y los alaridos de pequeños inocentes lo ahogaba de rabia. Sin embargo, se imponía la prudencia para con el vicebaile, gran político y bastante astuto para llevarlo adonde él quisiera, obedeciendo a razones que quedaban por desentrañar.
Hardouin aún dudaba de plantear la cuestión que le quemaba los labios. ¿Lo consideraría una impertinencia el vicebaile? Aunque hoy estuvieran conversando cordialmente, el ejecutor no olvidaba que Arnaud de Tisans era de alto linaje y él de lo más bajo a los ojos de todos. La nueva cortesía con la que lo trataba el señor vicebaile se debía a su necesidad de contar con un ejecutor legítimo. Quizá también a otra cosa, un poco más confidencial. ¡Bah! ¿Por qué no permitirse una ligera insolencia, dado que tenía la posibilidad?
—Señor baile, con todos mis respetos, comprendo vuestro interés por ese tal Garin Lafoi, dado que el asesinato de su esposa ocurrió en vuestro bailiaje, pero ¿por qué os importa Nogent-le-Rotrou o ese mendigo? En cuanto a esos pequeños piojosos difuntos, los niños muertos son legión.
Hardouin percibió el esfuerzo que tuvo que hacer Tisans para permanecer impávido. Sos ojos avellanados se ensombrecieron y el verdugo, al haber chapoteado tanto en el trasfondo del alma humana, pura o impura, supo que iba a mentirle o, al menos, a decirle una media verdad.
—De nuevo, me veo obligado a pediros vuestra palabra de discreción.
—De nuevo la tenéis. Por mi honor. Que el deshonor caiga sobre mí para siempre si…
Hardouin fue interrumpido por un golpe dado en la puerta. Bernadine asomó la cabeza y preguntó:
—¿Tenéis infusión y empanadillas suficientes, amo?
—Todo está bien, gracias.
Ella inclinó la cabeza antes de volver a cerrar la puerta. Hardouin aprovechó para llenar los vasos. Volvió a colocarse frente al vicebaile y preguntó:
—¿Vuestra confidencia?
Arnaud de Tisans dudó antes de decir:
—¡Qué difícil! Ya os lo he dicho: creo que Guy de Trais es hombre de bien, de trato agradable, amante de la sociedad, aunque solo lo conozca de encuentros. Originario de Rennes, es de la nobleza bretona, de fina erudición, apasionado, como vos, del arte, de la poesía y de la literatura. Yo pienso, salvo que me equivoque, que el cargo de baile de un pequeño señorío, lejos de toda ciudad de importancia, le va como una cofia a una novilla. Estoy muy seguro de que estos asuntos villanos de asesinatos le dan ganas de vomitar de asco.
—¿De ahí su falta de diligencia para resolverlos?
—¡Vaya, no iría yo tan lejos! De ahí su incomprensión, más bien. Además, todavía es joven, de vuestra edad, creo, casado con una encantadora mujer que acaba de darle un hijo. En realidad, estaría mucho más a gusto en la corte de un grande del reino. Porque parece también persona de apreciable inteligencia.
En tono suave, Hardouin insistió:
—Hum… Sin embargo, eso no responde a mi pregunta, señor baile. ¿Qué os va en ello? No se trata de vuestro bailiaje, ni siquiera del condado y aún menos de nuestro soberano directo, monseigneur Carlos de Valois, cuyas… relaciones con Juan II de Bretaña han sido… agitadas.
—¡Guerreras[108], querréis decir! ¡Bah! Historia antigua que, tras el matrimonio de la joven Isabel[109] de Valois con el nieto de Juan II —replicó Tisans, con un ligero encogimiento de hombros, antes de volver sobre el baile de Nogent—. Él… Guy de Trais no lo ha formulado claramente así. Sin embargo, tengo la impresión de que… cuando me preguntaba por mis sentimientos, en realidad, me pedía ayuda. Cadet-Venelle, yo he hecho detener, juzgar y matar a criminales odiosos desde hace treinta años. Por nauseabundo que sea, mi experiencia en la materia es innegable.
—Evidentemente, soy testigo de ello —admitió Hardouin con sinceridad—. Siendo así, sin duda me ha faltado perspicacia, porque no había tenido hasta ahora la sensación de la viva amistad que os ligaba a monsieur de Trais.
Tisans no pecó de ingenuo. Cadet-Venelle, cuya sutileza no le sorprendía, juzgaba que su explicación era demasiado ligera y sentimental para ser convincente y se lo hizo saber con habilidad, pero claramente. El vicebaile suspiró, luchando contra un principio de irritación. ¡Pero bueno! ¿Acaso tenía que justificarse ahora ante su verdugo? La respuesta se le impuso, límpida: si deseaba su ayuda, no cabía la discusión. No tenía ningún medio de engañar a Venelle, de seducirlo, de inquietarlo, aún menos de coaccionarlo. La peste eran los puros, ¡sobre todo los puros muy afortunados e inteligentes! En un tono casi tajante dijo:
—¡Sois para mí como una espina en el costado, Venelle!
—Creedme que lo siento.
—¡Sea! ¿Exigís la verdad acerca de mi… interés por Guy de Trais?
—La verdad me sienta como un guante de buena factura —bromeó el verdugo.
—Espero de Guy de Trais un toma y daca, ¿eso os sirve?
—Hum… El predicamento de messire de Trais es, en el mejor de los casos, equivalente al vuestro —argumentó Hardouin—. En cuanto a ayudaros más tarde en un asunto criminal retorcido, su falta de experiencia, que vos subrayasteis, no lo hace un aliado de elección. ¿Qué podríais esperar vos, pues?
—Venelle, Venelle, ¡por qué no se me ocurriría asociarme con un burro mejor que con vos!
—¿Acaso un burro os habría ayudado a vuestra satisfacción?
—¡Tocado! De hecho, el predicamento de De Trais es similar al mío en sus tierras. Y precisamente, estas tierras me cansan. Tengo ganas de meterme en una corte más prestigiosa que la de mi pequeño señorío. ¡Aristócratas, burgueses, comerciantes! Los grandes señores frecuentan la ciudadela del Louvre y no se acuerdan de nosotros más que cuando llega la estación de los impuestos. Os lo he dicho: Trais es de la nobleza, de Rennes. Una magnífica llave para abrir una prestigiosa cerradura si tiene que estarme agradecido.
Hardouin miró fijamente al hombre sentado delante de él, las profundas arrugas que recorrían su rostro demacrado, esa mirada de avellana amable que podía hacerse implacable. Tisans era fino, astuto, al día de los usos del mundo. Proviniendo de la pequeña nobleza campesina, ¿podía esperar que la recomendación de un Guy de Trais le abriera las puertas de los grandes barones del reino? Desde luego que no, a menos que hubiera perdido el sentido, y Hardouin dudaba mucho que así fuera. Messire de Tisans callaba sus móviles profundos. Sin embargo, el ejecutor sabía que nunca obtendría una verdad absoluta, así que decidió tomar otro camino. ¿Qué le importaban las maquinaciones de gentes de alto linaje y de otros aún más altos?
—Ya lo entiendo mejor —mintió—. Siendo así, volvemos al mismo punto: ¿por qué tendría que ayudaros?
—¿Salvar a otros pequeños no os parece una causa loable? —replicó el baile, fingiendo mal la indignación.
—¡Por favor, messire! Habéis apelado a mi inteligencia; permitid que se manifieste. Los niños son martirizados desde hace dos años y medio y nadie se ha preocupado antes de que el descontento de los habitantes de Nogent-le-Rotrou aumentara tanto como para inquietar. Además, estos niños… no añaden nada al peso que recae sobre mi alma y la envenena hoy día. No son… mis muertes injustas. Vos deseáis mi intervención en este asunto y en los de Évangeline Caquet y de Muriette Lafoi. Vuestras muertas. Soportad que yo me ocupe también de los míos.
El vicebaile suspiró, exasperado.
—Bien, no cederéis. ¿Qué informes? ¿Qué procesos celebrados en nuestra buena ciudad de Mortagne-au-Perche os interesan? Si los confío a vuestra discreta lectura, ¿me ayudaréis?
—Sí, si os comprometéis a proporcionármelos en el momento adecuado, cuando un antiguo asunto me envenene el sueño y exija que lo ponga en claro. Más tarde. Mi felicidad presente me satisface por ahora: Marie de Salvin ha obtenido justicia. En lo que concierne a vuestra urgencia, si descubro prueba incontestable de que Garin Lafoi ha matado a su primera esposa y hecho acusar a la simple, haré rendir su vil alma a vuestra sentencia. Acepto acudir a Nogent-le-Rotrou a fin de ayudar a Guy de Trais en su investigación sobre el tema de los niños muertos. ¡Toma y daca!
El vicebaile se levantó y saludó con una rápida inclinación de cabeza.
—Ejem… Maître de Haute Justice… Habréis comprendido que el baile de Nogent-le-Rotrou se encuentra en situación delicada. Con el fin de protegerlo lo mejor posible, sería… deseable que vuestro refuerzo sea también… lo más contenido que se pueda. De hecho, nunca le he hablado de vos; la idea acaba de germinar en mi espíritu.
—¿Así que… heme aquí transformado en investigador tenaz pero invisible?
—Por favor. Hasta la vista, cadet-Venelle. Dentro de poco.