Alrededores de Mortagne-au-Perche, septiembre de 1305
Cuando Hardouin cadet-Venelle se despertó, el sol ya estaba alto. Tardó unos instantes en comprender lo que hacía en la cocina, tumbado sobre la mesa. Después, recordó el espantoso trance de la noche. Se miró con atención los antebrazos heridos. Una multitud de finos arañazos trazaba una red rojiza en su piel, evocando los arañazos de los gatos. Sin embargo, no sentía ninguna molestia, ningún dolor.
A pesar de su horrible pesadilla, se sentía bien, tonificado, fuerte. Incluso tuvo la sensación de que su espíritu había ganado en agudeza, en claridad.
Supo sin ambigüedades que una fisura irreparable se había abierto en él. Un precipicio infranqueable separaba ahora su vida de antes de la de después, aunque no tuviera la más mínima idea de cómo sería la segunda.
Se impuso una revelación: un asesinato de más, porque se trataba de un asesinato, había metamorfoseado su existencia, su percepción de los seres, de la muerte y, sobre todo, de Dios. El asesinato de Marie de Salvin.
Una convicción, desconcertante hasta el punto de hacerlo sonreír, tomó forma en él: su espíritu sabía lo que él todavía ignoraba.
Llamó a Bernadine, que apareció casi al instante, prueba de que se había quedado muy cerca, esperando que despertara.
—Tengo hambre, Bernadine. Un hambre de lobo.
—¡Qué feliz noticia! Yo me apresuro y vos llenáis la panza.
Hardouin devoró, con un apetito completamente desconocido para él. Bernadine no le quitaba ojo. No hizo ninguna pregunta, a sabiendas de que las respuestas de su amo fluctuarían en las horas siguientes.
A la sopa de leche de almendras con pan le siguió un generoso plato de pajaritos[69] servido sobre un tajadero[70], acompañado por un puré de habichuelas. Hardouin engulló a continuación queso fresco, atacando después el taillis aux fruits secs[71]. Regó todo con una copa de cristal[72] de vino fino. Terminada su comida, pidió a Bernadine que se le uniera. Ella se sirvió con precaución por miedo de desportillar la preciosa copa y se sentó frente a él, contenta por este signo de afecto y de estima.
—Celebremos —propuso él.
—¿El qué?
—No lo sé. Sin embargo, hay motivo de celebración, estoy seguro.
Brindaron con delicadeza y bebieron en silencio. Una sorda inquietud rondaba a Bernadine desde la noche anterior. ¿Dónde se había extraviado el espíritu de su amo? ¿En qué maléficos parajes? ¿Había vuelto indemne de este viaje del que ella ya había sido testigo una vez y del que estaba convencida de que había matado a su esposo poco a poco? Porque Gilles no se había repuesto nunca de una noche semejante. Él había seguido tirando, negándose a hablar, a evocar las terribles visiones que lo habían agitado, jadeando, sudando, gimiendo toda una noche, sin que ella consiguiera despertarlo. Poco a poco fue extinguiéndose sin razón aparente, como la llama de una vela. La vida aspirada por una oscura fuerza que Bernadine era incapaz de definir.
—Estás muy silenciosa.
—Espero lo que vos queráis.
—Dudo que se trate de querer, bien o mal, y poco importa.
—No os comprendo en absoluto, amo.
—Yo tampoco. Espero. Espero lo que debe sobrevenir. Pido, ¿quieres?, que se ensille a Fringant. Tengo que salir, tomar el aire.
Ella asintió con la cabeza. El miedo se había hecho fuerte en ella.
Desde que Hardouin montó el hermoso caballo negro, su cómplice desde hacía años, este se agitó, levantando, nervioso, la cabeza, relinchando, sacudiendo las crines. Hardouin le acarició el cuello, le habló con dulzura. Las palabras que salieron de su boca lo paralizaron, tanto resumían lo que sentía en lo más profundo de sí, sin haberlo pensado siquiera:
—Yo soy siempre tu amo, mi valeroso amigo, incluso si me he convertido en otro.
El animal se tranquilizó. Sin reflexionar en ello, Hardouin lo lanzó en dirección a Mortagne. Entró en la ciudad poco después de sexta* y se dirigió hacia la hermosa mansión que ocupaba el vicebaile cuando tenía asuntos en la ciudad.
Un criado le hizo esperar en el zaguán[73] y después lo llevó hasta su amo. Arnaud de Tisans pareció sorprendido de verlo. Su mirada se dirigió a la manga del jubón de Hardouin y comentó con un tono afectado:
—No veo el bastón.
—Es cierto. No lo veis porque ya no veis al verdugo.
Transcurrieron unos breves instantes hasta que el vicebaile comprendió la implicación. Su rostro se endureció:
—¡Ah, no! ¿Acaso sufriréis, como otros, esos temores de damisela? ¿La sangre, los gritos os causan horror de repente? ¡No a vos, la mano más certera del reino! Por favor, ahorradme esas sensiblerías de monja. Vos no podéis… desertar de este modo. En fin, yo… nosotros… tenemos una necesidad imperiosa de vuestros buenos oficios.
Hardouin pareció reflexionar antes de responder con lentitud:
—¿Temores? No, messire. Mientras me traía Fringant, he comprendido poco a poco que sufría por estar sometido a un exigente examen.
—¿Acaso habéis perdido el sentido? —preguntó, irritado, el vicebaile—. ¿Qué examen es ese?
La mirada gris pálida del justicia de Mortagne se hizo implacable. Sin embargo, una lenta sonrisa se dibujó en sus labios y declaró en un tono muy suave:
—Quiero la cabeza de Jacques de Faussay. Yo le he oído vanagloriarse de la violación. Lo decapitaré yo mismo, sin exigir ningún pago. Exijo que se restituya públicamente el honor de madame Marie de Salvin, que sus restos mortales sean exhumados y enterrados en tierra consagrada, pues lo merece.
Arnaud de Tisans no estaba acostumbrado a que se le hablase de ese modo. Sin embargo, soportó la insolencia de quien, hasta ese momento, no había sido a sus ojos más que el más despreciable de sus servidores: su verdugo. ¡Demonios! Este hombre se comportaba con un rigor y una dignidad asombrosos.
—¿Y si no? —preguntó al menos.
—¿Y si no? Yo lo ejecuto con discreción; después desaparezco. Tendréis que encontrar a otro maître de Haute Justice y no abundan.
Tisans vaciló aún unos instantes, sintiendo que la amenaza era seria. ¿Cómo prescindir de cadet-Venelle, sobre todo desde el fallecimiento del ejecutor de Bellême?
—¿Estáis seguro de vuestra acusación contra Faussay?
—Desde luego. A menos que quisiera presumir de un acto innoble. Y lo dudo mucho. Reconocería, sin duda, a su compañero, que podrá dar testimonio.
—Bien. Mañana se le comunicará a Jacques de Faussay su inculpación y la prohibición que se le impone de abandonar la región. La investigación comenzará de inmediato. Os prevengo, cadet-Venelle. Si me causáis problemas, no os lo perdonaré.
Hardouin se despidió poco después del vicebaile, sin saber muy bien lo que ocurriría a continuación. Desde su sueño, tenía la sensación de avanzar empujado por una mano. Una mano fresca y benevolente.
No dudaba de la palabra del vicebaile. Sin embargo, messire de Tisans era hombre de la nobleza, a la par que político. Un viejo zorro[74], hábil para ahorrarse reveses. El justicia de Mortagne estaba en buena posición para saber que la justicia reservada a los plebeyos[75], a los mendigos y a los siervos de la gleba*[76] difería mucho de la que se otorgaba a la gentes de alto linaje. Si Jacques de Faussay hubiera sido guarnicionero[77] o tintorero[78], lo habrían arrestado sobre la marcha y arrojado a un calabozo o a una celda de una mazmorra aun antes de que comenzara la investigación.
Se sorprendió al volverse a encontrar bajo el letrero del Daguet Blanc y bajó los escalones que llevaban al salón.
Maître Daguet, a quien su precipitada salida en su última visita había inquietado, salió a su encuentro.
—Messire, messire, ¡qué alegría veros de nuevo! Me quedé preocupado.…
—Perdonadme. La conversación de vuestros otros dos clientes acabó resultándome insoportable y tuve que ausentarme bruscamente.
—¡No me lo recordéis! Me costó un triunfo invitarlos cortésmente a marcharse antes de la afluencia de clientes de mediodía. Se lo digo una y otra vez a la maîtresse Daguet: cuando uno tiene el vino agrio y grosero, no se bebe… o no se entra en mi establecimiento.
—¿Son clientes habituales? —preguntó Hardouin en tono ligero sentándose a una mesa.
—El que tenía aspecto de noble, no. El otro, sí. Germain Flanche, un rico agricultor de la zona que tiene intereses en bastantes puestos y tenderetes de la ciudad. Una buena fortuna. Es cliente habitual y tiene un alcohol bastante agradable, y por eso me quedé sorprendido y muy avergonzado por sus atrevimientos. Deseo de todo corazón que no me guardéis rencor.
—De ninguna manera, amigo mío. Usted no es en absoluto responsable —lo tranquilizó Hardouin, satisfecho por haber descubierto el nombre de su próximo objetivo—. Estamos entre representantes del sexo fuerte y podemos soportar obscenidades e inconveniencias sin sofocarnos de vergüenza. Sin embargo, imagine… si hubiesen estado presentes damas.…
—¡Evidentemente! Su sobresalto y su justa reprobación… pueden hacer que os pierda como cliente. Solo pensaba en esto y no deseaba más que eso, que tomaran el portante[79].
—¡Bah! A lo pasado, pasado. Aquí estamos hoy en buena compañía. Venga un vaso de su excelente vino y un platito de sus golosinas, por favor, maître Daguet.
Encontró pronto la hermosa finca de maître Germain Flanche, situada entre Mortagne-au-Perche y la Gayère. La construcción, señorial, con la obra en buen estado, seguía un plan en forma de «U», clásica en la región. Media docena de criados y sirvientes se afanaban en el enorme patio, prueba de la opulencia del amo del lugar. Descubrió que Germain Flanche había ido al campo conocido como del osario, a un cuarto de legua al oeste. Hardouin conocía el lugar, cuyo nombre no muy agradable conservaba el recuerdo de una epidemia de paratuberculosis[80] que había diezmado los rebaños de ovejas hacía unos decenios. Se había cavado una fosa para arrojar allí las osamentas antes de cubrirlas con cal viva para limitar la propagación de la enfermedad[81].
Hardouin cadet-Venelle reconoció al hombre plantado en la linde del campo, el de la taberna, desde que estuvo a dos toesas* de él. Congestionado, pesado a pesar de ser de estatura bastante reducida, su gordura le hacía transpirar bajo el sombrero. Miraba una silueta a lo lejos. Su vestimenta, de buena calidad, aunque austera y un poco pasada de moda, atestiguaba la riqueza sospechosa de quienes quieren hacer ver que son menos acomodados de lo que son, por miedo a que se los despoje de algunos deniers o que se apele a su generosidad. Hardouin desmontó y ató las riendas de Fringant a una rama baja. Se adelantó hacia el agricultor con una sonrisa en los labios.
—¿Maître Flanche? Tengo que hablar con vos de un asunto.
El otro se dio la vuelta y miró al elegante hombrón con un aire de desconfianza y de curiosidad en el rostro.
—¡Monsieur!
—Venelle. Hardouin Venelle.
—No recuerdo…
—Sí. He tenido el… privilegio de cruzarme con vos en una taberna, el Daguet Blanc, en compañía de un amigo vuestro, Jacques de Faussay.
El otro, que miraba a lo lejos, sin ver adónde quería llegar, rectificó con prudencia:
—Amigo, amigo… no soy más que mediero[82] de algunas de sus tierras.
—Parecía, sin embargo, que aquel día se achispaban con toda cordialidad cuando evocaron a una «dama de la que se beneficiara como de una putilla».
Astuto, el otro trató de cambiar de tema:
—¿Venelle, decís? No sé nada. ¿Qué dama? ¿Qué putilla? ¡Vamos a dejarlo, hombre! No entiendo nada de lo que decís. Me vais a hacer mala sangre.
La mirada gris palideció. Hardouin suspiró:
—¡Lástima!
Tres dedos tensos salieron raudos en dirección a la laringe del agricultor que se derrumbó de rodillas, con estertores, sofocado, con lágrimas de dolor rodando por sus mejillas grasientas y rojas. Cadet-Venelle se inclinó y le agarró la mano. Un crujido. Un alarido. Acababa de romperle el meñique. A lo lejos, la silueta se incorporó, volviéndose, insegura con respecto al eco que acababa de llegarle. Pareció tranquilizarse y se inclinó de nuevo hacia la tierra cosechada.
—¿Tengo que seguir o tu sangre ya se ha apaciguado? ¿Recuerdas ya? ¿Esta dama? Respira, hombre. No tengo prisa. Puedo dejarte vivir unas horas si me da la gana, rompiéndote cada uno de los huesos de tu cuerpo. Escoge.
—El… —jadeó el grueso agricultor.
—No pronuncies la palabra «verdugo»; me enfadarías. El maître de Haute Justice. El que quitó la vida de una manera horrible a esta dama, a la que tu amigo Faussay trató de putilla y violó, aprovechándose de la ausencia de su esposo. Escoge.
El otro tragaba saliva, tratando de disipar el dolor. Sin quitarle ojo de encima, Hardouin le agarró la otra mano. Aterrorizado, el agricultor balbució:
—No, no, por favor… ¿Qué… qué exigís…?
—La verdad. La justicia. Vas a pedir inmediatamente audiencia al vicebaile, messire Arnaud de Tisans. Él espera tu visita. Le contarás lo que te dijo Jacques de Faussay.
—No, me va a hacer mucho daño —suplicó el otro, a punto de enloquecer.
—No si está en prisión. En caso contrario, seré yo quien se encargue de ti, y tu agonía será interminable, hasta el punto en que maldecirás a tu madre por haberte parido. Haré que pruebes todo mi arte, amigo. Es inmenso. Escoge.
Cadet-Venelle empezó a retorcer hacia arriba tres dedos de la mano izquierda de Germain Flanche. El otro trató de forcejear, de levantarse, pero una patada en el esternón le cortó de nuevo la respiración. Cayó pesadamente sobre un costado. Hardouin, con su elegante rostro impávido, esperó. Ningún hombre, con independencia de lo ágil o pesado que fuese, tenía una talla suficiente para luchar contra él. Desde una temprana edad, había descubierto los puntos más sensibles del cuerpo, los golpes más dolorosos. Sabía dejar inconsciente a alguien de un revés de la mano o mantenerlo consciente más allá de lo soportable.
Hardouin se sintió aliviado al comprobar que este trance inquietante, esta mano fresca que había rozado su frente ardiente de fiebre no había desdibujado el camino que le había enseñado su padre. La vía que llevaba a este estado extraño que lo poseía cuando cumplía con su tarea de muerte: la indiferencia absoluta ante el sufrimiento y el terror del otro.
Crispado de dolor, Germain Flanche inclinó la cabeza en señal de aceptación.
—Dilo. Jura ante Dios. Por tu alma —exigió el justicia de Mortagne.
—Yo juro por mi alma que manifestaré inmediatamente las odiosas palabras de Jacques de Faussay al baile —balbució el agricultor—. Después de todo, no es amigo mío y es un bellaco.
—Si se tratase de una vil mentira, ¡cuidado, amigo mío! Podría enfadarme mucho. Créeme, haría falta estar loco para provocar mi ira.
Diciendo estas palabras, Hardouin cadet-Venelle montó de nuevo en su caballo y desapareció.