Mortagne-au-Perche, septiembre de 1305
A Hardouin cadet-Venelle le encantaban esos momentos en los que volvía a convertirse en un simple quídam, de quien nadie conocía su nombre ni su ocupación. Sabía perfectamente, desde luego, que corría un grave riesgo al abandonar durante la jornada la pieza de tela con forma de bastón[44] que debía llevar en la manga al ir por la ciudad para que todos pudieran reconocer su oficio, bajo pena de una fuerte multa en caso de incumplimiento. Le traía sin cuidado. Por lo demás, dudaba incluso de que le aplicaran la sanción. Los verdugos no eran tan numerosos como para que se arriesgaran a animarlos a marcharse. Despreciados por todos, marginados, estaban a menudo, sin embargo, por encima de las leyes, incluso en lo concerniente a los matrimonios consanguíneos. La Iglesia les otorgaba sin pestañear las dispensas que solo concedía en raras ocasiones, a sabiendas de que solo podían casarse entre ellos. Todos los maîtres de Haute Justice[45] eran, por tanto, parientes más o menos lejanos. Un bonito título, que solo se les concedía cuando hacía falta que ejercieran su oficio, en sustitución del de «castigador de malhechores», que todavía se utilizaba unos decenios antes. A cambio, no faltaban los sobrenombres injuriosos: Juan cadáver, Rompegarrotes y otros por el estilo.
Vagó por las calles bastante empinadas y estrechas de Mortagne, mirando con detenimiento los escaparates, con una vaga sonrisa en los labios. En un día de abstinencia[46] como aquel, el puesto del pescadero era objeto de gran afluencia y los comentarios acerbos de las amas de casa o de las sirvientas reverberaban con fuerza. La procedencia del pescado siempre había dado lugar a apasionadas disputas: ¿Acaso esas lochas[47] las habían pescado en Saint-Florentin? ¿Y, a pesar del hermoso discurso del pescadero, alguien podría asegurar que esas lampreas vinieran de Nantes y las rayas, de Larchamp? Todas las damas coincidían en que los salmones parecían provenir de Angers. Por otra parte, ¿cuántos días se habían necesitado para su transporte[48]? Ciertamente, los envoltorios de hierba que rodeaban el pescado más lujoso para preservarlo del calor y de las bulliciosas moscas parecían frescos… Sin embargo, un envoltorio de hierbas ajadas puede reemplazarse con facilidad para hacer creer que el pescado es reciente. El pobre pescadero, que sufría las mismas críticas y sospechas cada día de mercado, retrocedía, trataba de justificarse y de proclamar su honradez. Una cocinera le gritó en sus narices:
—Si mi ama y mi amo acaban en la cama con un cólico y diarrea, ¡no te van a acusar a ti, no! ¡Sois todos iguales! ¡Para vender, no hay mejor charlatán!
Hardouin cadet-Venelle entró en el puesto del boticario que había arrancado a sus rivales el derecho de vender ungüentos, lociones, embrocaciones[49] diversas y variadas para garantizar una piel hermosa, una buena voz[50] y unos cabellos abundantes. Dos comadres[51], todavía jóvenes, se encontraban allí y discutían los beneficios de una pomada facial. Se volvieron hacia el recién llegado y una sonrisa involuntaria se dibujó en los labios de una de ellas. ¡Qué hombre más bien plantado y de aspecto más elegante, con sus cabellos muy morenos, de longitud media y ondulados, sus ojos gris claro y de elevada estatura! Su piel pálida, sin mancha ni marca[52] algunas, no habría desagradado a ninguna doncella[53]. Además, llevaba al cinto una espada corta. Un hombre de linaje, sin la menor duda[54]. Con ademanes exageradamente delicados para hacerse notar, ella susurró:
—Por favor, pasad delante de nosotras, messire, todavía no hemos decidido qué comprar.
Él se inclinó y declaró con una voz grave y lenta que hizo estremecer a la joven comadre:
—Gracias, mesdames.
Después, durante el tiempo que tardó en comprar un colutorio, ellas no le quitaron los ojos de encima.
Tras saludarlas de nuevo, salió del puesto. Una vaga tristeza lo embargaba. Si esas mujeres hubiesen conocido su ocupación, se habrían cuidado mucho de cruzar siquiera la mirada con él por temor a un contagio infamante. Soñó por enésima vez que, si su hermano mayor no hubiese fallecido, él habría heredado el cargo paterno. Su hijo se habría convertido en su ayudante. Hardouin habría podido quizá partir a la ventura, hacerse soldado o barbero cirujano. Se habría desembarazado del insostenible peso de tres generaciones de ejecutores. ¡Bah! El destino lo había decidido de otra manera. En el fondo, Hardouin cadet-Venelle lo admitía: se remitía siempre a este último, como si la dirección de su vida le importara poco. El destino lo había arrastrado sin miramientos por el lodo para, a continuación, mimarlo y metamorfosearlo en un hombre rico, muy rico.
Se acordaba como si el encuentro hubiese sido ayer.
Un mercero[55] muy afortunado, viudo, cuyos hijos habían fallecido antes que él, lo había hecho llamar, agonizante, a la caída de la tarde. Nadie deseaba que los vecinos vieran entrar a un verdugo en su casa. El buen hombre tenía estertores. Un enorme tumor, del tamaño de un huevo de gallina, se había desarrollado en la parte izquierda del cuello. A pesar de su estado de debilidad, había vituperado a los sacerdotes, magos y médicos que le habían sacado grandes sumas de dinero sin ningún beneficio. Enredándose en las palabras, le había pedido:
—Verdugo, se dice que vosotros sois los mejores cirujanos. ¿Es eso cierto?
El joven Hardouin había respondido en un tono neutro:
—Nosotros destacamos en este arte… por razones evidentes. ¿Somos los mejores? No diría yo tal cosa.
—Pues bien, ¡manos a la obra, amigo! ¡Adelante! Corta la carne. Voy a reventar por dentro. La muerte me acaricia ya la frente. Apesta. Si me das un poco de vida, ten por seguro que sabré mostrarme agradecido.
La operación se adivinaba delicada y Hardouin no ignoraba nada de la red de venas y arterias que se extendían bajo la piel. Una incisión de lanceta[56] demasiado fuerte y el buen hombre rendiría el alma. Él había inclinado la cabeza y preguntó:
—¿Me autorizáis a llamar al servicio, monsieur?
—¿Para qué?
—Necesito hazalejas[57] y una jofaina de agua. Dos jarras de vuestro mejor vino no estarían de más. Vos me ayudaríais mucho mejor estando ebrio y amodorrado que gritando como un gorrino en la matanza.
Una risa penosa había sofocado al mercero, que asintió con la cabeza.
Bebieron y volvieron a beber, Hardouin más de lo razonable, el otro como un pozo sin fondo, contándose su vida al modo de compadres de tasca. Borracho al fin, el mercero repetía:
—Me gustas, amigo. ¡Ah, sí! Me gustas. ¡Y que no haya tenido yo un hijo como tú! ¡Enfermizos, todos muertos antes de darme siquiera una mínima descendencia! ¡Qué hado[58] esa tu parentela de verdugos de la que no eres responsable!
Al final, la inconsciencia había vencido al viejo mercero y Hardouin acercó la lanceta a su garganta. La escisión duró más de media hora. El sudor le empapaba el rostro a pesar del frescor que reinaba en la habitación; la sangre le cubría las manos. El viejo gemía en su ebriedad, abriendo un párpado de vez en cuando. Hardouin le ordenaba invariablemente:
—¡No os mováis! Corro el riesgo de sangraros como a un cerdo.
A continuación, había lavado las carnes en vivo, la enorme abertura que acababa de hacer, y aplicado una compresa de infusión de tomillo[59] antes de vendar el cuello.
Cinco días más tarde, en el crepúsculo, a fin de no ser vista entrando en casa de un ejecutor, la sirvienta que había venido a buscarlo para ayudar a su amo le había entregado la suma convenida, más que generosa. El mercero vivía y, a pesar de tres días de agudos sufrimientos, parecía estar mejorando.
Hardouin había hecho después algunas visitas discretas al anciano que saboreaba su prórroga de vida como nunca antes la había apreciado. Bebían unas copas y se despedían con gran cordialidad.
Y un día, cuatro años después de la operación, cuando Hardouin no había vuelto a verlo durante varias semanas, un pasante de notario pasó por su domicilio para entregarle una convocatoria al despacho de su jefe. Cuál no sería la sorpresa de cadet-Venelle cuando descubrió que heredaba la inmensa fortuna del mercero, fallecido unas horas antes, y la enorme mansión que Hardouin ocupaba en la actualidad.
El joven verdugo había invertido con perspicacia, comprando puestos de carnicería que hacía que atendiesen sus criados, una inversión muy estimada por los burgueses y los ricos maîtres de Haute Justice, participaciones en molinos y había abierto varios puestos de alquiler de caballos en la región. El dinero había seguido afluyendo. Cadet-Venelle habría podido abandonar entonces la profesión de verdugo, marcharse, cambiar de nombre. Por extraño que parezca, no había sido capaz de decidirse. No obstante, este dinero le había permitido comprar libros, pinturas, hermosos objetos y muchos pequeños señores habrían envidiado su mansión, aunque él no invitara a nadie. Nadie habría aceptado su invitación, ni siquiera un sirviente de una casa burguesa.
Llevado su razonamiento al extremo, cadet-Venelle habría admitido que la extrema soledad de los excluidos y su diferencia infamante a los ojos de todos lo halagaban, aunque lo ofendieran, sacrificado en el altar de la justicia y abucheado cuando prestaba servicio a todos. Una fiera convertida en cordero sacrificial. El destino, siempre el destino.
A pesar de la hora, aún de madrugada, el hambre le atormentaba; por eso entró en la posada del Daguet[60] Blanc, un establecimiento artesano. Enseguida, maître Daguet[61] se precipitó hacia el hombre de buen porte que frecuentaba a veces su establecimiento.
—Messire, ¡qué placer, qué honor volver a veros por aquí! —exclamó, mirando de reojo a sus otros dos clientes.
Hardouin había notado el estado de embriaguez de ambos nada más entrar y escogió la mesa más alejada.
—El honor es mutuo —respondió él—. Una jarra de vuestro mejor vino y un plato de… no sé qué tenéis en la cocina…
—Hoy, que es día de abstinencia, tenemos buñuelos de huevas de asellus[62] de la mañana, pipefarces[63], sin queso, ¡sin olvidar la pulpa de manzana a la miel de la que ya me contará!
—¡Qué agradable sugerencia, maître Daguet!
El posadero se metió en la cocina, disimulando su preocupación bajo una gran sonrisa comercial. Sus otros dos clientes comenzaban a montar escándalo y eso le preocupaba bastante. El Daguet Blanc tenía fama de establecimiento familiar al que incluso las damas podían ir a relajarse sin arriesgarse a que se ofendieran sus oídos con palabras indecorosas. Aun así, no resultaba fácil indicarles que se marcharan. Se trataba de gentes de la nobleza, al menos uno de ellos.
Unas risotadas se elevaron de la mesa situada al otro extremo de la larga sala. Hardouin cadet-Venelle volvió la cabeza con discreción, mirando detenidamente por primera vez a los dos clientes sentados en aquella mesa. Reconoció de inmediato a uno de ellos, que farfullaba en tono burlón:
—¿Y qué? ¡Yo me beneficié a una dama de alto linaje como si fuese una putilla! ¡Estuvo bien! Tanto que, a pesar de sus protestas, estoy seguro de que gozó lo suyo. —Estalló en una risita ahogada y prosiguió—: Dejarse acariciar la piel del vientre por un marido viejo y enclenque, cuya impotencia no me sorprendería, no puede satisfacer a una mujer bella. ¡Por fin la honraba un hombre en plena virilidad! ¡Otras me habrían estado agradecidas! Pues bien, ella protestó… Pero ya conoces a las mujeres: sus recriminaciones son por pura fórmula. ¡Cuántas historias, pero cuántas historias por qué poco! Ella, al menos, habrá pasado un buen rato antes de rendir el alma.
El otro, sin duda un poco menos borracho, le indicó que bajase la voz con un leve movimiento de la mano.
Jacques de Faussay. El que atravesara[64] a Charles de Salvin. Quien, indirectamente, había encendido la hoguera que había de consumir a Marie de Salvin, su víctima. Una ola gélida recorrió el cerebro del verdugo. Cuando maître Daguet puso ante él la jarra, el vaso y el plato de manjares, él le lanzó una mirada ausente. Pagó, logró formular una vaga excusa y salió deprisa y corriendo.
Desagradablemente turbado, erró sin rumbo por Mortagne y no habría sabido precisar durante cuánto tiempo. Dos pensamientos contradictorios rondaban en su espíritu, enfrentándose, interpelándose: él no había juzgado y no era en absoluto culpable de la muerte de una inocente; pero ¿cómo no había percibido su sinceridad, poco antes de amarrarla? Peor aún: ¿por qué no se había preguntado un segundo acerca de la firmeza de esta mujer cuya única urgencia en aquel instante, cuando iba a morir de una manera horrible, se resumía en que la creyeran? Si se hubiera limitado a mentir, admitiendo un perjurio que no había cometido, todos habrían visto arrepentimiento y ella habría sido decapitada rápidamente. Sin embargo, su honor, el de su difunto marido, le importaban más que el terror y el sufrimiento.
Recuperó a Fringant[65], su caballo, en uno de sus puestos de alquiler de caballos y de enganches, fijándose apenas en las habituales reverencias del criado a quien había confiado el cuidado del mismo. Lo saludó con tanto esfuerzo que el otro se inquietó:
—Amo, ¿os encontráis bien? Estáis muy pálido, parecéis agotado. Un vaso de hipocrás[66] os entonaría, sin duda. Puedo ir a buscarlo a la cocina.
—Gracias, amigo, pero debo volver a casa. De hecho, mi largo paseo me ha fatigado.
A Marie de Salvin no se la quitó de la cabeza durante todo el camino de regreso. Volvía a verla, vestida con su túnica de tela de saco empapada en azufre, con los pies descalzos, sus hermosos cabellos cortados deprisa y corriendo, sus ojos azul marino ensanchados hacia las sienes fijos en él. Oyó, tan claramente como si ella hubiera estado cabalgando a su lado: «Estoy en paz, soy inocente… Quiero veros hasta el último segundo. A vos, a ese sacerdote y a esta muchedumbre. Vosotros seréis el rostro de la ignominia, el que me lleve a la tumba».
¿Por qué ella? Hardouin cadet-Venelle era lo bastante agudo para suponer que habría quitado la vida a otros inocentes. ¿Por qué ella, por qué hoy? No habría sabido decirlo. ¿El destino aún y siempre?
La simple idea de cenar le levantaba el estómago y fue a acostarse bajo la mirada un poco sorprendida de Bernadine, que le servía desde hacía dos años, con la devoción de una mujer que, sin él, hubiera terminado mendigando en los soportales de las iglesias. Viuda aún joven de un verdugo normando, nadie la hubiese empleado, a menos que disimulara la verdad de su pasado. Mujer fuerte, no obstante, había declarado en un tono sin aspavientos pero inapelable:
—Mi esposo no era ni un pícaro ni un mendigo perezoso y no escogió su oficio como tampoco su padre o su abuelo antes que él. Mentir sobre eso sería renegar de él, escupir sobre su memoria y me niego a ello.
Bernadine no hizo preguntas a su joven amo. Conocía esas miradas perdidas, esta palidez cérea. Su marido las manifestaba a veces, cuando la palabrería consoladora que se contaba a diario se agrietaba tras un suplicio de mano cortada infligido a un individuo, casi un niño, detenido por cazar o pescar furtivamente o por hurto cuando su barriga vacía le mordía por dentro, o tras el interminable tormento de un ser del que no quedaba más que un cuerpo martirizado y que acababa confesando lo que los jueces querían oír.
Hardouin cadet-Venelle oscilaba desde hacía horas en un duermevela poblado de retazos de sueños, de extrañas e incomprensibles visiones. Temblaba embargado por una intensa fiebre que lo hacía transpirar. Un sudor, ahora glacial, empapaba su camisón de dormir. La sed le secaba la garganta. En vano luchó para salir de su adormecimiento. Una especie de tornillo maléfico le trituraba el pecho, así como él había triturado tantos miembros. El confuso guirigay que reinaba en su espíritu se transformó de repente en estrépito. Alaridos, quejidos desgarradores, sollozos, súplicas. Los ruidos de muerte horrible que poblaban su vida. El Infierno debía de parecerse a su pesadilla de adormecimiento. Un gigantesco calambre lo tensó, arrancándole un gemido. Se debatía, tratando de regresar a la consciencia. Le pareció que unas manos pegajosas y tibias lo rozaban, lo arañaban, lo arrastraban lejos, hacia un lugar del que ignoraba todo, pero al que no debía ir de ninguna manera. Tuvo la visión de una ciénaga repugnante, de arenas movedizas prestas a tragárselo. Su respiración se hizo trabajosa. Esas mujeres condenadas a muerte, que él había sepultado vivas, volvían a acosarlo. No se colgaba a las mujeres por miedo a que el sayal ondeara con el viento y ofrecieran un espectáculo indecente a quienes estuvieran debajo[67]. Su pudor estaba a salvo mientras se asfixiaban, arañando la tierra con la esperanza de liberarse.
Se ahogaba, amarrado en este monstruoso estado segundo, este sortilegio del que no lograba liberarse cuando, de repente, una palma fresca acarició su frente ardiente. La voz que oía desde hacía días murmuró: «Os he perdonado porque ahora lo sabéis».
Marie de Salvin.
Hardouin abrió de par en par los ojos, incorporándose en la cama, e inspiró como un ahogado salvado por muy poco. Al fin, recuperó el aliento. ¿Por qué tenía los antebrazos llenos de sangre? ¿Por qué estaban jaspeados con innumerables arañazos? Se miró las uñas. No tenían la más mínima sombra roja.
Se levantó y atravesó vacilante la habitación. La sed le pegaba los labios. Aferrándose a la barandilla de la escalera de piedra, bajó y se dirigió a la cocina. Con una linterna flamenca[68] encendida delante, Bernadine estaba sentada en el banco que flanqueaba la larga mesa de madera oscura. Al entrar, ella volvió la cabeza y su mirada se pasó en sus antebrazos heridos.
—Tengo mucha sed —declaró; las palabras se formaban con esfuerzo.
Ella se levantó para servirle. Bebió largamente, vaciando el vaso de un trago para llenarlo de nuevo. Después, se dejó caer pesadamente en el banco. Bernadine le limpió los brazos con ayuda de un paño empapado en la marmita de infusión de malva y tomillo que se conservaba templada en el hogar.
Sin que él tuviera necesidad de hablar, ella explicó:
—Las almas de los condenados consiguen a veces entreabrir las puertas del Infierno. Ellas no pueden salir, pero tratan de arrastrar a aquellos de vosotros que han bajado la guardia.
—¿Tu marido?
—Mmm.
—Ella no estaba condenada. Dios la ha acogido con los brazos abiertos. Una ovejita inocente.
—¿Quién?
—Una mujer, una condenada. Poco importa su nombre.
En realidad, cuando él la había quemado viva, Marie lo había arrancado de sus garras, de las de los malditos. Mientras que él la había matado, ella lo había salvado, no sabía muy bien de qué. Al menos, él estaba convencido.
El agotamiento le hizo cerrar los párpados y su torso se inclinó hacia delante, dando con la frente en la mesa. Su respiración se hizo profunda. Al final, acababa de caer en un auténtico sueño.
Bernadine se levantó sin hacer ruido, recogió la linterna y se acercó al durmiente. Ella le acarició los cabellos, murmurando:
—Duerme. Las puertas del Infierno han vuelto a cerrarse. Por esta vez. Porque, cuando se entreabren una noche, nada puede mantenerlas cerradas para siempre. Lo aprenderás rápido.