Mesalina era una muchacha hermosísima, esbelta y de veloces movimientos, de ojos tan negros como el azabache y masas de rizados cabellos negros. Apenas pronunciaba una palabra, y tenía una sonrisa misteriosa que casi me enloqueció de amor por ella. Se alegró tanto de escapar de las manos de Calígula, y se dio cuenta con tanta rapidez de las ventajas que le reportaría el casamiento conmigo, que se comportó de un modo que me hizo sentirme seguro de que me amaba tanto como yo a ella. Esa era prácticamente la primera vez que me enamoraba de alguien desde la juventud, y cuando un cincuentón no muy inteligente y no muy atrayente se enamora de una muy atrayente y muy inteligente muchacha de quince años, por lo general tiene muy malas perspectivas. Nos casamos en octubre. Para diciembre estaba embarazada. Parecía muy encariñada con mi pequeña Antonia, que tenía diez años, y fue un alivio para mí que la chiquilla tuviese ahora alguien a quien llamar madre, alguien lo bastante próximo a ella en edad como para ser un amigo y que pudiese explicarle las costumbres de la sociedad y pasearla como Calpurnia no había podido hacer.
Mesalina y yo fuimos invitados a vivir nuevamente en palacio. Llegamos en mal momento. Un mercader llamado Baso había estado haciendo preguntas, a un capitán de los guardias, sobre las costumbres cotidianas de Calígula. ¿Era cierto que de noche se paseaba por los claustros, porque no podía dormir? ¿A qué hora lo hacía? ¿Y qué claustros elegía habitualmente? ¿Qué guardias lo acompañaban? El capitán informó del incidente a Casio y éste se lo comunicó a Calígula. Baso fue arrestado e interrogado. Se vio obligado a admitir que tenía la intención de matar a Calígula, pero negó, incluso bajo tortura, que tuviese cómplices. Calígula envió entonces un mensaje al anciano padre de Baso, ordenándole concurrir a la ejecución. El anciano, que no tenía idea de que su hijo pensara asesinar a Calígula, o aun de que hubiera sido arrestado se sintió muy conmovido al encontrar a su hijo en el suelo, en palacio, gimiendo, con el cuerpo destrozado por la tortura. Pero se dominó y le agradeció a Calígula la bondad que había tenido al llamarlo para que cerrase los ojos de su hijo. Calígula se echó a reír:
—¡Cerrarle los ojos, vaya! ¡No le quedarán ojos que cerrar, a ese asesino! Se los arrancaré dentro de un rato. Y a ti también.
—Perdónanos la vida —dijo el padre de Baso—. Sólo somos instrumentos en manos de hombres poderosos. Te daré todos los nombres.
Esto impresionó a Calígula, y cuando el anciano mencionó al comandante de la guardia, al comandante de los germanos, a Calisto el tesorero, a Cesonia, Mnéster y tres o cuatro más, palideció de miedo.
—¿Y a quién pensaban poner como emperador en mi lugar? —preguntó.
—A tu tío Claudio.
—¿También él está en la conspiración?
—No, pensaban usarlo como hombre de paja.
Calígula salió corriendo y llamó al comandante de la guardia, al comandante de los germanos, al tesorero y a mí mismo, haciéndonos pasar a una habitación privada. Preguntó a los demás señalándome:
—¿Esta criatura está en condiciones de ser emperador?
—No, a menos que tú lo digas así, Júpiter —respondieron con tono sorprendido.
Entonces les ofreció una sonrisa patética y exclamó:
—Yo soy uno y vosotros tres. Dos de vosotros estáis armados, y yo inerme. Si me odiáis y queréis matarme, hacedlo en el acto y poned a ese idiota en mi lugar, como emperador.
Todos caímos de bruces y los dos soldados le entregaron sus espadas desde el suelo, diciendo:
—Somos inocentes de tan traicioneros pensamientos, señor. ¡Si no nos crees, mátanos!
¿Y sabéis que en realidad estuvo a punto de matarnos? Pero mientras vacilaba yo dije:
—Dios Todopoderoso, el coronel que me trajo me habló de la acusación lanzada contra estos leales servidores por el padre de Baso. La falsedad de la misma es evidente. Si Baso hubiese sido realmente empleado para ello, ¿habría tenido acaso que interrogar al capitán acerca de tus movimientos? ¿No habría podido obtener las informaciones necesarias de estos generales? No, el padre de Baso ha tratado de salvar su vida y la de su hijo con una torpe mentira.
Calígula pareció quedar convencido con mi argumento. Me dio la mano a besar, nos hizo poner de pie y devolvió las espadas. Baso y su padre fueron despedazados luego por los germanos. Pero Calígula no pudo librar sus pensamientos del temor al asesinato. Primero la garita del portero de palacio fue destruida por un rayo. Luego Incitato, cuando cenaba con nosotros una noche, corcoveó y se desprendió de una herradura, que quebró una taza de alabastro que había pertenecido a Julio César, derramando el vino en el suelo. El peor presagio de todos fue el que se produjo en el Olimpo cuando, obedeciendo las órdenes de Calígula, los trabajadores del templo comenzaron a desmontar las piezas de la estatua de Júpiter para enviarlas a Roma. La cabeza fue la primera en ser desprendida, porque se la utilizaría como medida para la nueva cabeza de Calígula que reemplazaría la del dios cuando la estatua fuese montada de nuevo. Habían fijado la polea en el techo del templo y tenían una cuerda anudada en torno al cuello de la estatua. Estaban a punto de tirar de ella cuando de pronto resonó en todo el edificio una carcajada atronadora. Los obreros salieron corriendo, presas del pánico. No se pudo encontrar a nadie lo bastante audaz como para reemplazarlos.
Cesonia le aconsejó entonces que, puesto que con un inconmovible rigor había hecho temblar a todo el mundo ante el solo sonido de su voz, gobernara con moderación y conquistara el cariño del pueblo, en lugar de su odio. Porque Cesonia se daba cuenta de la peligrosa situación del emperador y sabía que si algo le sucedía a él, también ella perdería la vida, a menos que se supiera que había hecho todo lo posible por disuadirlo de su crueldad. Calígula se comportaba ahora de la forma más imprudente. Fue a ver por turno al comandante de la guardia, al tesorero y al comandante de los germanos y fingió hacer confidencias a cada uno de ellos.
«Confío en ti —les dijo—, pero los otros conspiran contra mí y quiero que los consideres como a mis enemigos jurados».
Los tres se enteraron de que las confidencias también habían sido hechas a los otros dos, y por eso cerraron los ojos cuando hubo una verdadera conspiración. Calígula dijo que aprobaba el consejo de Cesonia. Lo seguiría cuando hubiese hecho las paces con sus enemigos. Reunió al Senado y nos habló de esta manera: «Pronto os concederé la amnistía, enemigos míos, y reinaré con amor y paz durante un milenio. Esta es la profecía. Pero antes de que llegue esa época dorada deben rodar cabezas por el piso de esta sala y la sangre salpicar las columnas. Serán cinco minutos de locura».
Hubiéramos preferido que vinieran primero los mil años de paz y luego los cinco minutos de locura.
La conspiración fue encabezada por Casio Querea. Era un soldado chapado a la antigua, acostumbrado a la ciega obediencia a las órdenes de sus superiores. Las cosas tenían que ir extraordinariamente mal para que un hombre como él pensara en conspirar contra la vida de su comandante en jefe, a quien había jurado fidelidad en los más solemnes términos imaginables. Calígula había tratado muy mal a Casio. Le había prometido el mando de los guardias y luego, sin una palabra de explicación o disculpa, se lo había entregado a un capitán con poco tiempo de servicio y carente de distinciones militares, en recompensa por una hazaña de bebedor en palacio. El capitán en cuestión se había comprometido a vaciar una jarra de vino de diez litros de una sola vez, y así lo hizo; yo lo vi. Calígula también lo nombró senador. Y empleaba a Casio en las diligencias y tareas más desagradables: el cobro de impuestos que en realidad no habían vencido, la expropiación de propiedades por delitos no cometidos, la ejecución de inocentes. Recientemente le había hecho torturar a una hermosa muchacha de noble cuna llamada Quintilia. La historia era la siguiente. Varios jóvenes querían casarse con ella, pero Quintilia no aceptaba el que su tutor había propuesto, un miembro de los Exploradores. Le pidió que la dejase elegir a uno de los otros. El tutor consintió, y se fijó el día para el casamiento. El Explorador rechazado fue a ver a Calígula y presentó una acusación contra su rival, diciendo que había blasfemado contra él, que había hablado de su Augusto Soberano llamándolo «esa calva regenta de prostíbulos». Citó a Quintilia como testigo. Quintilia y su prometido fueron llevados ante Calígula. Ambos negaron la acusación. Los dos fueron sentenciados al potro. El rostro de Casio reveló su desagrado, porque sólo los esclavos podían ser torturados legalmente. De modo que Calígula le ordenó que vigilase personalmente la tortura y que ajustase los tornillos con sus propias manos. Quintilia no pronunció una palabra ni lanzó un grito durante el tormento, y después le dijo a Casio, quien se afectó a tal punto que rompió a llorar:
—Pobre coronel, no te guardo rencor. A veces debe ser muy difícil obedecer las órdenes.
Casio respondió con amargura:
—Ojalá hubiese muerto aquel día, con Varo, en el bosque de Teutoburgo.
La llevaron otra vez a presencia de Calígula, y Casio informó que no había hecho confesión alguna ni lanzado un solo grito. Cesonia le dijo a Calígula:
—Eso es porque está enamorada de ese hombre. El amor todo lo puede. Podrías cortarla en pedazos, pero no lo traicionaría.
—¿Y también tú serías tan gloriosamente valiente en mi defensa, Cesonia? —le preguntó Calígula.
—Sabes que sí —respondió ella.
Entonces el novio de Quintilia no fue torturado, sino que se le perdonó, y a Quintilia se le concedió una dote de ocho mil piezas de oro tomadas de los bienes del Explorador, a quien se ejecutó por perjurio. Pero Calígula se enteró de que Casio había llorado durante la tortura de Quintilia, y se burló de él, llamándolo viejo llorón. «Llorón» no fue el peor epíteto que encontró. Fingió creer que Casio era un anciano afeminado, y hacía chistes groseros, acerca de él, con los otros oficiales de la guardia, que se veían obligados a reírse estruendosamente. Casio solía ir a ver a Calígula todos los días, al mediodía, para pedirle el santo y seña. Hasta entonces siempre había sido «Roma» o «Augusto» o «Júpiter» o «Victoria», o algo por el estilo. Pero ahora, para fastidiarlo, Calígula le daba contraseñas tan absurdas como «Cordones de corsé», o «Amor a montones», o «Tenacillas de rizar», o «Bésame, sargento», y Casio tenía que transmitirlas a sus oficiales y soportar sus burlas. Decidió matar a Calígula.
Este estaba más loco que nunca. Un día entró en mi habitación y dijo, sin preámbulos:
—Tendré tres ciudades imperiales, y Roma no será una de ellas. Construiré mi ciudad en los Alpes, y reconstruiré a Roma en Ancio, porque allí nací y porque se merece ese honor, y porque está junto al mar, y luego tendré también Alejandría, por si los germanos capturan las otras dos. Alejandría es un lugar muy culto.
—Sí, dios —contesté con humildad.
De pronto recordó que lo habían llamado «calva regenta de prostíbulos», en verdad el cabello le raleaba bastante en la coronilla, y gritó:
—¿Cómo te atreves a presentarte ante mí con esa enorme y fea cabellera enmarañada? Es una blasfemia. —Se volvió hacia su guardia germano—. ¡Córtale la cabeza!
Una vez más creí que estaba perdido. Pero tuve la presencia de ánimo de decirle con sequedad al guardia que corría hacia mí espada en mano:
—¿Qué haces, idiota? El dios no ha dicho «cabeza»; ¡ha dicho «CABELLO»! ¡Ve a buscar las tijeras ahora mismo!
Calígula quedó desconcertado y quizá pensó que realmente había dicho «cabello». Permitió que el germano fuese a buscar las tijeras. Me cortaron todo el cabello. Yo pedí permiso para dedicar el cabello cortado a su divinidad, y él consintió graciosamente. Luego hizo que le cortaran el cabello a todo el mundo en palacio, menos a los germanos. Cuando le llegó el turno a Casio, Calígula exclamó:
—¡Oh, qué lástima! ¡Esos ricitos tan hermosos que tanto le gustan al sargento!
Esa noche Casio se encontró con el esposo de Lesbia. Había sido el mejor amigo de Ganimedes, y por algo que Calígula le había dicho esa mañana, era evidente que no viviría mucho tiempo más.
—Buenas tardes, Casio Querea, amigo mío —dijo—. ¿Cuál es el santo y seña de hoy?
El esposo de Lesbia nunca había llamado «amigo mío» a Casio, quien lo miró atentamente.
El esposo de Lesbia —se llamaba Marco Vinicio— volvió a decir:
—Casio, tenemos mucho en común, y cuando te llamo «amigo» lo digo en serio. ¿Cuál es el santo y seña?
—Esta noche el santo y seña es «Ricitos» —respondió Casio—. Pero, amigo Marco Vinicio, si en verdad puedo llamarte «amigo» dame el santo y seña «Libertad» y mi espada está a tu servicio.
Vinicio lo abrazó.
—No somos los únicos dispuestos a luchar por la libertad. También El Tigre está conmigo.
El Tigre (su verdadero nombre era Cornelio Sabino) era otro coronel de la guardia que reemplazaba a Casio cuando éste no estaba de servicio.
AÑO 41
d. de C.
El gran Festival Palatino comenzaba al día siguiente. Ese festival en honor de Augusto había sido instituido por Livia a principios de la monarquía de Tiberio, y se celebraba anualmente en el patio meridional del palacio viejo. Comenzaba con sacrificios a Augusto y una procesión simbólica, y continuaba durante tres días con obras teatrales, danzas, canciones, juegos de manos y cosas por el estilo. Se levantaban tribunas de madera, con asientos para sesenta mil personas. Cuando terminaba el festival las tribunas eran desmontadas y se guardaban para el año siguiente. Ese año Calígula prolongó los tres días a ocho, intercalando entre los espectáculos carreras de cuadrigas en el circo y fingidas batallas navales en la dársena. Quería divertirse continuamente hasta el día en que zarpara rumbo a Alejandría, o sea el veinticinco de enero. Porque pensaba ir a Egipto a estudiar el paisaje, reunir dinero por medio de su inconmovible rigor y de las mismas artimañas que había usado en Francia, hacer planes para la reconstrucción de Alejandría y finalmente, así se jactaba, poner una nueva cabeza a la Esfinge.
Comenzó el festival. Calígula hizo los sacrificios a Augusto, pero en forma más bien superficial y desdeñosa, como un amo que en una ocasión cualquiera tiene que hacer un favor insignificante a uno de sus esclavos. Cuando terminó con eso, proclamó que si algún ciudadano presente pedía una merced que estuviera en su poder conceder, la concedería graciosamente. Últimamente estaba enojado con el pueblo por la falta de entusiasmo demostrada en las luchas de animales feroces, y les había castigado cerrando los graneros públicos durante diez días. Pero quizá les había perdonado, porque acababa de arrojar dinero desde el techo de palacio. Entonces se escuchó un alegre grito: «¡Más pan, menos impuestos, César! ¡Más pan, menos impuestos!».
Calígula se enfureció. Envió un pelotón de germanos a que recorrieran las hileras de bancos, y los germanos cortaron más de cien cabezas. Este incidente inquietó a los conspiradores. Era un recordatorio de la barbarie de los germanos y de la increíble devoción que tenían hacia Calígula. Para entonces era difícil que hubiese un solo ciudadano que no ansiara la muerte de Calígula, o que no lo hubiese hecho añicos con ganas, como se dice. Pero para esos germanos era el héroe más glorioso que había existido nunca. Y si se vestía de mujer, o se alejaba de pronto, al galope, de su ejército en marcha, o hacia que Cesonia se presentara desnuda ante ellos y se jactaba de su belleza; o si incendiaba su más hermosa casa de campo de Herculano, so pretexto de que su madre Agripina había estado presa allí durante dos días, cuando se dirigía a la isla en que murió. Estas actitudes inexplicables lo hacían más digno de su adoración, lo convertían en un ser divino. Solían mirar y, asintiendo, se decían: «Si, los dioses son así. No se sabe qué harán en un momento dado. Tuisco y Mann, en nuestra querida patria, son como él».
Casio era osado y no le importaba lo que pudiera sucederle a él personalmente, siempre que Calígula fuese asesinado, pero los otros conspiradores, que no tenían sentimientos tan enérgicos, comenzaron a preguntarse cuál sería la venganza que se tomarían los germanos en los asesinos de su maravilloso héroe. Empezaron a presentar excusas, y Casio no logró que aceptaran un plan de acción conveniente. Sugirieron que era mejor dejarlo en manos del azar. Casio empezó a ponerse nervioso. Les llamó cobardes y les acusó de tratar de ganar tiempo. Dijo que en realidad querían que Calígula llegara a Egipto y se pusiera a salvo allí. Llegó el último día del festival y Casio logró, con grandes dificultades, que aceptasen un plan, cuando Calígula hizo saber de pronto que el festival continuaría tres días más. Dijo que quería actuar y cantar en una mascarada que había compuesto hacía tiempo para los alejandrinos, pero que le parecía justo que sus compatriotas la conocieran primero.
Este cambio de planes dio a los más timoratos una nueva oportunidad para exhibir sus vacilaciones.
—Oh, Casio, esto modifica las cosas. Nos lo facilita todo. Podemos matarlo el último día, cuando baje del escenario. Ese es un plan mucho mejor. O cuando suba a él. Como te parezca más conveniente. Elige tú.
—Hemos trazado un plan y jurado cumplirlo —replicó Casio—, y debemos cumplirlo. Y es un plan muy bueno. No tiene un solo defecto.
—Pero ahora tenemos tiempo de sobra. ¿Por qué no esperar otros tres días?
—Si no queréis llevar a cabo el plan, como jurasteis que lo haríais —dijo Casio—, tendré que trabajar solo. No tendré grandes posibilidades con los germanos… pero haré lo posible. Si son demasiado fuertes para mí, llamaré: «¡Vinicio, Asprenas, Bubo, Aquila, Tigre!, ¿por qué no me ayudáis como prometisteis?»
De modo que convinieron en llevar a la práctica el plan primitivo. Calígula tenía que ser convencido por Vinicio y Asprenas de que saliera del teatro al mediodía, para nadar un poco en el estanque y comer algo. Antes de eso Casio, El Tigre y los otros capitanes que estaban en la conspiración tenían que deslizarse sigilosamente por la puerta del escenario. Debían rodear la entrada del pasaje cubierto que era el atajo del teatro al palacio nuevo. Asprenas y Vinicio convencerían a Calígula de que tomase ese atajo.
La obra que se había anunciado ese día era Ulises y Circe, y Calígula había prometido distribuir frutas, tortas y dinero al terminar la función. Por supuesto, lo haría en el extremo más cercano a la puerta, donde estaba su asiento, de modo que todos llegaron lo más temprano posible para conseguir asientos de ese lado. Cuando se abrieron las puertas, la multitud se precipitó y corrió hacia los asientos más cercanos. Por lo general todas las mujeres se sentaban juntas en una parte, y había asientos reservados para los caballeros, los senadores y los extranjeros distinguidos, etcétera. Pero ese día todos se mezclaron. Vi que un senador que había llegado tarde se vio obligado a acomodarse entre un esclavo africano y una mujer con el cuello teñido de azafrán y la túnica oscura que las prostitutas comunes usan como símbolo de su profesión.
«Tanto mejor —le dijo Casio al Tigre—. Cuanta más confusión haya, mejores posibilidades tendremos».
Aparte de los germanos y del propio Calígula, casi la única persona de palacio que no se había enterado de la conspiración era el pobre Claudio. Eso se debía a que el pobre Claudio también tenía que ser asesinado, como tío que era de Calígula. Se mataría a todos los familiares de Calígula. Supongo que los conspirados temían que me hiciesen emperador y que yo vengara la muerte de Calígula. Habían decidido restablecer la república. Si los imbéciles me hubiesen demostrado confianza, esta historia habría tenido un final muy distinto. Porque yo era más republicano que cualquiera de ellos. Pero desconfiaron de mí y me condenaron cruelmente a muerte. Hasta Calígula sabía más de la conjura que yo, en cierto sentido, porque acababa de recibir un oráculo del templo de la Fortuna, de Ancio: «Ten cuidado de Casio». Lo entendió mal, y mandó regresar al primer esposo de Drusila, Casio Longino, del Asia Menor, donde era gobernador. Pensó que Longino estaba enojado con él porque había asesinado a Drusila, y recordó que era descendiente de aquel Casio que ayudó a asesinar a Julio César.
Llegué al teatro esa mañana a las ocho y encontré que los acomodadores me habían reservado un lugar. Me senté entre el comandante de la guardia y el de los germanos. Aquél se inclinó ante mí y preguntó:
—¿Te has enterado de las noticias?
—¿Qué noticias? —inquirió a su vez el comandante de los germanos.
—Hoy representan un nuevo drama.
—¿Cómo se llama?
—La muerte del tirano.
El comandante de los germanos le lanzó una mirada rápida y citó, ceñudo: «Valiente comandante, cállate, / no sea que te escuche alguno de los hombres de Grecia».
—Si —dije—, hay un cambio en el programa. Mnéster nos ofrecerá La muerte del tirano. Hace años que no se representa. Se refiere al rey Ciniras, que no quiso entrar en guerra contra Troya y fue muerto por su cobardía.
Comenzó la obra y Mnéster estaba en el mejor de sus días. Cuando murió a manos de Apolo, arrojó sangre sobre sus ropas, de una vejiguilla que tenía oculta en la boca. Calígula lo mandó llamar y le besó en ambas mejillas. Casio y El Tigre le escoltaron a su camarín, como para protegerlo de sus admiradores. Luego salieron por la puerta del escenario. Los capitanes les siguieron durante la confusión que se produjo con la distribución de los regalos.
—Esto es maravilloso —le dijo Asprenas a Calígula—. ¿Y ahora qué te parece un chapuzón en la piscina y un pequeño almuerzo?
—No —respondió Calígula—, quiero ver a esos acróbatas. Me han dicho que son muy buenos. Creo que me quedaré aquí durante todo el espectáculo. Es el último día. —Estaba de un humor sumamente afable.
Entonces Vinicio se puso de pie. Iba a decirles a Casio, El Tigre y a los demás que Calígula se quedaría hasta el final, que no esperaran. Calígula le tiró de la capa.
—Mi querido amigo, no huyas. Tienes que ver a esas muchachas. Una hace un baile llamado danza del pez que le hace creer a uno que se encuentra a diez brazas bajo el agua.
Vinicio se sentó y presenció la danza del pez. Pero primero tuvo que aguantar un breve interludio intitulado Lauréolo, o El jefe de los ladrones. Había muchos asesinatos en él, y los actores, muy de segunda fila, habían encontrado todos vejigas llenas de sangre para ponerse en la boca, en imitación de Mnéster. ¡Jamás se vio un escenario tan malhadadamente ensangrentado como el que dejaron ellos! Cuando terminó la danza del pez Vinicio volvió a ponerse de pie.
—Para decirte la verdad, señor, querría quedarme, pero me llama Cloacina. Debe de ser algo que he comido. «Blandas pero sólidas deja fluir mis ofrendas / ni toscamente rápidas, ni insolentemente lentas».
Calígula rió.
—No me culpes a mí, querido. Eres uno de mis mejores amigos. Por nada del mundo te pondría cosas raras en la comida.
Vinicio salió por la puerta del escenario y encontró a Casio y El Tigre en el patio.
—Será mejor que regreséis —dijo—. Se quedará hasta el final.
—Muy bien —respondió Casio—. Regresemos. Lo mataré allí donde está. Espero que vosotros me acompañéis.
En esto un soldado de la guardia se acercó a Casio y le dijo:
—Los muchachos han llegado por fin, señor.
Ahora bien, Calígula había enviado últimamente cartas a las ciudades griegas del Asia Menor, ordenándoles que enviasen diez jóvenes de la sangre más noble, para bailar la danza nacional de las espadas en el festival, después de lo cual debían cantar un himno en su honor. No era más que una excusa para tener a los jóvenes en sus manos; serían útiles rehenes cuando lanzara su furia contra el Asia Menor. Deberían haber llegado varios días antes, pero una tormenta en el Adriático los había retenido en Corfú.
—Informa al emperador enseguida —dijo El Tigre, y el soldado corrió al teatro.
Entretanto yo empezaba a sentir hambre. Le susurré a Vitelio, que estaba sentado detrás de mí:
—Ojalá el emperador diera el ejemplo de salir a comer algo.
Entonces apareció el soldado con el mensaje de la llegada de los jóvenes, y Calígula le dijo a Asprenas:
—¡Espléndido! Podrán actuar esta tarde. Tengo que verlos enseguida y hacer un pequeño ensayo del himno. ¡Vamos, amigos! Primero el ensayo, luego un baño, el almuerzo y volvemos.
Salimos. Calígula se detuvo en la puerta para dar órdenes en relación con los espectáculos de la tarde. Yo me adelanté con Vitelio, un senador llamado Sencio y los dos generales. Salimos por el pasaje cubierto. Vi a Casio y a El Tigre en la entrada. No me saludaron, lo que me pareció extraño, porque saludaron a todos los demás. Llegamos al palacio.
—Estoy hambriento —dije—. Huelo a venado asado. Espero que el ensayo no lleve demasiado tiempo.
Nos encontrábamos en la antesala del salón de banquetes. «Es extraño —pensé—. No hay capitanes, sino sólo sargentos». Me volví extrañado hacia mis compañeros, pero —otra cosa extraña— descubrí que habían desaparecido en silencio. En ese momento oí gritos y vociferaciones distantes, y luego más gritos. Me pregunté qué estaría pasando. Alguien pasó corriendo ante una ventana, gritando: «Todo ha terminado. ¡Está muerto!».
Dos minutos después se escuchó un terrible rugido en el teatro, como si estuviesen matando a todo el público. El rugido siguió y siguió, pero al cabo de un instante hubo una pausa seguida de tremendas aclamaciones. Subí, trastabillando, a mi salita de lectura, donde me derrumbé, tembloroso, en una silla.
Los bustos de Herodoto, Polibio, Tucídides y Asinio Polión me miraban desde sus columnas. Sus impasibles facciones parecían decir: «Un verdadero historiador siempre se impondrá a las perturbaciones políticas de su época». Decidí comportarme como un verdadero historiador.