Los gastos de esos dos días de diversiones agotaron el Herario y la Lista Civil por completo. Para empeorar aún más las cosas en lugar de devolver los barcos a sus capitanes y tripulación, Calígula ordenó que se reparase la brecha del puente y luego, cabalgando de regreso a Roma, se ocupó de otros asuntos. Neptuno, para demostrarle que no era un cobarde, envió desde el este una fuerte tormenta contra el puente y hundió unos mil barcos. La mayor parte de los demás perdieron el ancla y encallaron en tierra. Unos dos mil capearon la tormenta o fueron llevados a la playa, pero la pérdida de los demás causó una gran escasez de barcos para el transporte de trigo desde Egipto y África, y por lo tanto una gran penuria de alimentos en la ciudad. Calígula juró vengarse de Neptuno. Sus nuevos métodos pala obtener dinero eran sumamente ingeniosos y divertían a todos, menos a las víctimas y a sus amigos o parientes. Por ejemplo, a todos los jóvenes a quienes endeudaba por medio de multas o confiscaciones y que luego terminaban como esclavos suyos, para pagarle dichas deudas, los enviaba a las escuelas de gladiadores. Cuando estaban adiestrados los llevaba al anfiteatro y los hacía combatir por sus vidas. Sus únicos gastos eran la manutención y el alojamiento de los jóvenes; como eran sus esclavos no recibían pago alguno. Si triunfaban los vendía en subasta a los magistrados que tenían la obligación de costear pruebas similares —se echaban suertes para lograr esta distinción— y a cualquiera que quisiese pujar por ellos. Elevaba los precios hasta un tope absurdo fingiendo que había escuchado ofertas cuando la gente no hacía más que rascarse la cabeza o frotarse la nariz. Mi nervioso temblor de la cabeza me puso en grandes aprietos: tuve que cargar con tres gladiadores a un precio promedio de dos mil piezas de oro cada uno. Pero tuve más suerte que un magistrado llamado Apolonio, quien se durmió durante la subasta. Calígula le vendió gladiadores que nadie más parecía querer, y elevó el precio cada vez que la cabeza del hombre le caía sobre el pecho. Cuando despertó descubrió que tenía que pagar no menos de noventa mil piezas de oro por trece espadachines a los que no necesitaba en lo más mínimo. Uno de los gladiadores que yo compré era muy bueno, pero Calígula apostó fuertemente, conmigo, contra él. Cuando llegó el día del combate, mi hombre apenas podía tenerse en pie, y fue fácilmente derrotado. Parece que Calígula le había puesto drogas en la comida. Muchos hombres de dinero concurrían a esas subastas y ofrecían voluntariamente grandes sumas, no porque quisieran comprar gladiadores, sino porque si aflojaban voluntariamente los cordones de la bolsa era menos probable que Calígula los acusara después de cualquier cosa y los despojara de la vida al mismo tiempo que del dinero.
El día que mi espadachín fue derrotado sucedió una cosa divertida. Calígula había apostado fuertemente, junto conmigo, contra cinco reciarios que debían combatir contra un número igual de gladiadores armados de espada y escudo. Yo me había resignado a perder las mil piezas de oro que me hizo apostar contra las cinco mil suyas, porque en cuanto comenzó la lucha pude ver que los reciarios habían sido sobornados para que se dejaran ganar. Yo estaba sentado cerca de Calígula y le dije:
—Bueno, parece que vas a ganar, pero en mi opinión esos reciarios no hacen todo lo que pueden.
Uno por uno, los gladiadores rodearon a los reciarios, quienes se rindieron, y finalmente los cinco quedaron echados en el suelo, con la cara sobre la arena y un gladiador sobre él, la espada en alto. El público volvió los pulgares hacia abajo, en señal de que debían ser muertos. Calígula, como presidente, tenía derecho a seguir ese consejo o no, como le pareciera. Lo siguió.
—¡Matadles! —gritó—. ¡No han tratado de ganar!
Mala suerte para los reciarios, a quienes había prometido, en secreto, perdonarles la vida. Porque yo no era en modo alguno el único que había sido obligado a apostar por ellos. Calígula ganaba ochenta mil piezas de oro con su derrota. Bueno, uno se enojó de tal manera al verse engañado, que de pronto forcejeó con su gladiador, lo derribó y consiguió apoderarse de un tridente que yacía cerca de allí, y una red, y huir con ellos. ¡Nadie lo creería, pero a fin de cuentas gané mis cinco mil piezas de oro! Primero el colérico reciario mató a dos gladiadores que estaban de espaldas a él, recibiendo los aplausos del público después de despachar a sus víctimas, y luego mató a los otros tres, uno a uno, cuando se precipitaron sobre él, cada uno a varios pasos de distancia del siguiente. Calígula lloró de ira y exclamó:
—¡Oh, el monstruo! ¡Mira, ha matado a cinco prometedores y jóvenes espadachines con esa horrible lanza para pescar truchas!
Cuando digo que gané las cinco mil piezas de oro quiero decir que las habría ganado si no hubiese tenido el tacto de anular la apuesta.
—Que un hombre mate a cinco no es lucha justa —dije.
Hasta ese momento Calígula había hablado siempre de Tiberio como de un granuja redomado, y estimulaba a todos los demás a que hicieran lo mismo. Pero un día entró en el Senado y pronunció un largo elogio suyo, diciendo que había sido un hombre incomprendido y que nadie debía hablar mal de él.
«En mi condición de emperador tengo el derecho de criticarlo, si me place, pero vosotros no. En rigor sois culpables de traición. El otro día un senador dijo en un discurso que mis hermanos Nerón y Druso fueron asesinados por Tiberio, después de ser encarcelados bajo falsas acusaciones. ¡Eso es asombroso!».
Luego presentó los documentos que había fingido quemar, y leyó largos extractos. Demostró que el Senado no había puesto en duda las pruebas reunidas por Tiberio contra sus hermanos, sino que votó unánimemente que le fuesen entregados para su castigo. Algunos incluso declararon en forma voluntaria contra ellos. Calígula dijo: «si sabíais que las pruebas que Tiberio os presentó eran falsas (y las había presentado de buena fe), entonces sois vosotros los que los habéis asesinado, no él. Y sólo después de su muerte os habéis atrevido a cargar sobre las espaldas de Tiberio vuestra crueldad y traición. O si en aquella época pensabais que las pruebas eran ciertas, entonces él no fue un asesino, y lo estáis difamando pérfidamente. O si pensasteis que eran falsas, y que él sabía que eran falsas, entonces fuisteis tan culpables de asesinato como él, y además cobardes».
Frunció el ceño, imitando a Tiberio, e hizo con la mano el movimiento seco y cortante de Tiberio, cosa que trajo aterradores recuerdos de juicios por traición, y dijo, con la áspera voz de Tiberio: «¡Bien dicho, hijo! No puedes confiar en ninguno de estos perros. ¡Mira cómo hicieron de Seyano un pequeño dios antes de despedazarlo! Lo mismo harán contigo, si tienen una oportunidad. Te odian y rezan por tu muerte. Te aconsejo que no consultes ningún interés que no sea el tuyo propio, y que antepongas el placer a todo lo demás. A nadie le gusta que lo gobiernen, y yo conseguí mantenerme en mi puesto haciendo que esta escoria me temiera. Haz lo mismo. Cuanto peor los trates, más te honrarán».
Calígula volvió entonces a introducir la traición como delito capital, ordenó que su discurso fuese grabado en una tablilla de bronce, que había que colocar en la pared del Senado, sobre los escaños de los cónsules, y se fue. Ese día no se continuó la sesión: estábamos todos demasiado deprimidos. Pero al día siguiente derramamos elogios sobre Calígula, el sincero y piadoso gobernante y votamos sacrificios anuales a su clemencia. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Tenía el ejército consigo, y el poder de vida y muerte sobre nosotros, y hasta que alguien tuviese la suficiente audacia e inteligencia de conspirar con éxito contra su vida, lo único que podíamos hacer era seguirle la corriente y esperar lo mejor. Unas noches después, en un banquete, estalló de pronto en las más extraordinarias risotadas. Nadie sabía cuál era la broma. Los dos cónsules, que estaban sentados junto a él, le preguntaron si les permitiría participar graciosamente en su diversión. Calígula rió con más fuerza aún, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
«No —dijo, casi ahogándose—, se trata precisamente de eso. Es un chiste que a vosotros no os parecería nada gracioso. Me reía al pensar que con un solo movimiento de cabeza podría hacer que os cortasen la garganta a los dos».
Se presentaron acusaciones de traición contra los veinte hombres más adinerados de Roma. No se les ofreció la posibilidad de suicidarse antes del juicio y se los condenó a todos a muerte. Uno de ellos, un magistrado de categoría, resultó ser pobrísimo. Calígula dijo: «¡El idiota! ¿Por qué fingió tener dinero? Me engañó. Si lo hubiese sabido, todavía estaría con vida».
Recuerdo a un solo hombre que escapó con vida de una acusación de traición. Se trataba de Afer, el hombre que había acusado a mi sobrina Pulcra, un abogado famoso por su elocuencia. Su delito consistía en haber puesto una inscripción en una estatua de Calígula instalada en el vestíbulo de su casa, en el sentido de que el emperador, a los veintisiete años de edad, era ya cónsul por segunda vez. Calígula consideró que esto era una traición, una burla contra su juventud y un reproche por haber ocupado el puesto antes de estar en condiciones legales de hacerlo. Compuso un largo y cuidadoso discurso contra Afer, y lo pronunció en el Senado con toda la energía oratoria de que disponía; todos los gestos y tonos habían sido cuidadosamente ensayados de antemano. Calígula solía jactarse de que era el mejor orador y abogado del mundo, y estaba más ansioso de superar a Afer en elocuencia que de conseguir su condena y confiscar su dinero. Afer se dio cuenta de ello y fingió sentirse asombrado y abrumado por el talento de fiscal de Calígula. Repitió las acusaciones presentes contra él, punto por punto, elogiándolas con desapego profesional y mascullando «Si, eso no se puede discutir» y «Ha extraído hasta el último gramo de peso de ese argumento» y «Un verdadero dilema» y «¡Qué extraordinario dominio del idioma!». Cuando Calígula terminó y se sentó con una sonrisa triunfal, se le preguntó a Afer si tenía algo que decir. Respondió: «Nada aparte de que me considero sumamente desdichado. Había contado con usar mis dotes oratorias como leve compensación contra la cólera del emperador por mi inexcusable ligereza en el asunto de la maldita inscripción. Pero el Destino ha cargado los dados en mi contra. El emperador tiene poder absoluto, una acusación clarísima contra mí y mil veces más elocuencia de la que jamás podría yo abrigar la esperanza de alcanzar, incluso aunque escapase a la sentencia y me dedicara a estudiar hasta los cien años de edad».
Fue condenado a muerte, pero indultado al día siguiente.
Hablando de dados cargados. Cuando los provincianos ricos llegaban a la ciudad se les invitaba siempre a cenar en palacio y a una partidita amistosa más tarde. Se sentían asombrados y acongojados ante la suerte del emperador. Este sacaba siempre Venus, en todos los tiros, y los despojaba de todo lo que tenían. Sí, Calígula siempre jugaba con dados cargados. Por ejemplo, despojó a los cónsules de sus puestos y los multó fuertemente, con el pretexto de que habían celebrado el acostumbrado festival en honor de la victoria de Augusto sobre Antonio en Accio. Dijo que eso era un insulto para su antepasado Antonio. (De paso, nombró a Afer para ocupar uno de los consulados vacantes). Unos días antes del festival nos dijo, durante la cena, que castigaría a los cónsules hicieran lo que hicieren, porque si no celebraban el festival estarían insultando a Augusto. En esa ocasión Ganimedes cometió un error fatal. Exclamó:
—¡Cuán inteligente eres, querido mío! Los pescas de cualquier manera. Pero los pobres idiotas celebrarán el festival, si tienen un poco de sensatez. Porque Agripa hizo la mayor parte del trabajo en Accio, y también él fue tu antepasado, de modo que honrarán a dos de tus tres antecesores.
—Ganimedes —replicó Calígula—, ya no somos amigos.
—Oh —exclamó Ganimedes—, ¡no me digas eso! No he dicho nada ofensivo, ¿verdad?
—Sal de aquí —le ordenó Calígula.
En el acto me di cuenta de cuál había sido el error de Ganimedes. Era un doble error. Ganimedes, como primo de Calígula por el lado paterno, descendía de Augusto y Agripa, pero no de Antonio. Todos sus antepasados habían pertenecido al partido de Augusto. De manera que habría tenido que eludir el tema. Y a Calígula le molestaba que le recordasen que descendía de Agripa, un hombre de familia poco distinguida. Pero no tomó por el momento medida alguna contra Ganimedes.
Se divorció de Lolia, diciendo que era estéril, y se casó con una mujer llamada Cesonia. No era joven ni bien parecida, y era hija de un capitán de los Custodios; estaba casada con un panadero, o una persona por el estilo, con el cual ya había tenido tres hijos. Pero había en ella algo que atrajo a Calígula en forma que nadie pudo explicar, y él menos que nadie. Con frecuencia solía decir que le arrancaría el secreto, aunque tuviera que hacerlo con la tortura de las cuerdas de violín; quería saber por qué la amaba tanto. Se dice que ella lo conquistó con un bebedizo, y que Calígula enloqueció por ella mucho tiempo antes de conocerla. Sea como fuere, quedó embarazada de él, y Calígula se sintió tan excitado ante la perspectiva de ser padre que, como digo, se casó con ella. Poco después de su casamiento con Cesonia declaró en público su divinidad. Visitó el templo de Júpiter en el monte Capitolino. Apeles estaba con él. Le preguntó a éste: «¿Quién es el dios más grande: Júpiter o yo?».
Apeles vaciló, pensando que Calígula bromeaba; no quería blasfemar contra Júpiter en su mismo templo. Calígula silbó para llamar a dos germanos e hizo desnudar y azotar a Apeles ante la estatua misma de Júpiter.
«No muy rápido —les dijo a los germanos—. Con lentitud, para que lo sienta más».
Lo azotaron hasta que se desmayó, y luego lo reanimaron con agua sagrada y lo volvieron a azotar hasta que murió. Calígula envió después cartas al Senado anunciando su divinidad y ordenó la inmediata construcción de un gran altar al lado del templo de Júpiter, «a fin de que yo pueda morar junto a mi hermano Júpiter». Instaló en él una imagen suya, tres veces más grande que el tamaño normal, hecha de oro macizo y ataviada todos los días con ropajes nuevos.
Pero pronto riñó con Júpiter y se le oyó amenazarlo airadamente: «Si no sabes quién es el amo aquí, te enviare a Grecia».
En apariencia Júpiter se disculpó, y Calígula contestó: «Oh, quédate con tu maldito monte Capitolino. Me iré al Palatino. Está mejor ubicado. Construiré allí un templo digno de mí, sucio y viejo farsante gruñón».
Otra cosa curiosa sucedió cuando visitó el templo de Diana en compañía de un ex gobernador de Siria llamado Vitelio. A éste le había ido muy bien allí. Había sorprendido al rey de Partia, que estaba a punto de invadir la provincia, por medio de una marcha forzada a través del Éufrates. Sorprendido en un terreno desfavorable para la batalla, el rey de los partos se vio obligado a firmar una paz humillante y a entregar sus hijos como rehenes. Habría debido mencionar que Calígula llevaba al hijo mayor como prisionero, en su carroza, cuando atravesó el puente. Bien, Calígula tenía celos de Vitelio y lo habría condenado a muerte si éste no hubiese sido prevenido por mí (era amigo mío) en cuanto a lo que debía hacer. Una carta mía lo esperaba en Brindisi cuando llegó, y en cuanto arribó a Roma y se le llevó ante Calígula, cayó de hinojos y le adoró como a un dios. Vitelio se convirtió en su amigo íntimo y me demostró su gratitud de muchas maneras. Como decía, Calígula se encontraba en el templo de Diana hablando con la diosa, no con la estatua, sino con una presencia invisible. Le preguntó a Vitelio si él también podía verla, o si sólo veía la luz de la luna. Vitelio se estremeció violentamente, como aterrorizado, y manteniendo la vista fija en el suelo, exclamó: «Sólo vosotros los dioses, señor, tenéis el privilegio de veros los unos a los otros».
Por esa época, más o menos, me vi otra vez en dificultades. Al principio creí que se trataba de una treta de Calígula para librarse de mí. Todavía no estoy seguro de que no lo fuera. Un conocido mío, un hombre con el cual solía jugar a los dados con frecuencia, falsificó un testamento y se tomó la molestia de falsificar también mi sello, como testigo. Por suerte para mí no había advertido una minúscula resquebrajadura en el borde del sello de gata, que siempre dejaba su marca en la cera. Cuando me arrestaron de pronto por conspiración en el fraude y me llevaron ante el tribunal, soborné a un soldado para que llevase una súplica secreta a mi amigo Vitelio, rogándole que me salvara la vida como yo había salvado la suya. Le pedí que le hablase de la pequeña grieta a Calígula, que juzgaba el caso, y que tuviese preparado un auténtico sello mío para compararlo con el falsificado. Pero había que hacer que el propio Calígula hallase la diferencia y se quedase con todo el mérito del descubrimiento. Vitelio manejó todo el asunto con mucho tacto. Calígula advirtió la melladura, se jactó de su agudeza visual y me absolvió con una severa advertencia de que en el futuro debía tener más cuidado con la gente con la cual me vinculaba. Al falsificador le cortaron las manos y se las colgaron del cuello a modo de prevención. Si a mí me hubiesen considerado culpable, habría perdido la cabeza. Así me lo dijo Calígula durante la cena, esa noche.
—Piadosísimo dios —le contesté—, en realidad no sé por qué te preocupas tanto por mi vida.
Está en la naturaleza de los sobrinos gozar con las adulaciones de los tíos. Se ablandó un poco y me preguntó, lanzando un guiño al resto de los comensales:
—¿Y qué valor exacto asignarías a tu vida esta noche, si puedo preguntártelo?
—Ya lo he calculado: un céntimo.
—¿Y cómo llegaste a una cifra tan modesta?
—Toda vida tiene un valor calculable. El rescate que la familia de Julio César pagó a los piratas que lo capturaron y amenazaron con matarlo —aunque al principio pidieron mucho más— fue de sólo veinte mil piezas de oro. De modo, que en realidad la vida de Julio César no valía más de veinte mil piezas de oro. Mi esposa Elia fue una vez atacada por salteadores de caminos, pero los convenció de que le perdonaran la vida entregándoles un broche de amatista que sólo valía cincuenta. Por lo tanto la vida de Elia valía cincuenta piezas de oro. Mi vida ha sido salvada por un trocito de gata que, según calculo, no pesará más de la cuarentava parte de un escrúpulo. Ese tipo de gata vale más o menos una pieza de plata el escrúpulo. La melladura, si se la pudiese encontrar, y si se pudiese encontrar un comprador, cosa que resultaría más difícil aún, valdría entonces la cuarentava parte de un escrúpulo, o sea exactamente un ardite. De forma que mi vida vale exactamente un ardite…
—Si se pudiese encontrar un comprador —rugió, encantado con su ingenio. ¡Cómo lo aplaudieron todos, yo incluso! Durante mucho tiempo, después de eso, me llamó en palacio «Teruncio» Claudio, en lugar de Tiberio Claudio. Teruncio significa ardite en latín.
Calígula necesitaba sacerdotes para su culto. Era su propio Sumo Pontífice, y sus subordinados éramos yo mismo, Cesonia, Vitelio, Ganimedes, catorce ex cónsules y su noble amigo, el caballo Incitato. Cada uno de estos subordinados tenía que pagar ochenta mil piezas de oro por el honor. Ayudó a Incitato a reunir su cuota imponiendo un tributo anual, en su nombre, sobre todos los caballos de Italia. Si no pagaban serían enviados al matadero. Ayudó a Cesonia a conseguir su contribución imponiendo un tributo, en su nombre, a todos los hombres casados por el privilegio de acostarse con sus esposas. Ganimedes, Vitelio y los demás eran ricos. Aunque en algunos casos tuvieron que vender pertenencias, perdiendo dinero, para reunir los ochenta mil en efectivo de un día para otro, no quedaron en mala situación. No sucedió lo mismo con el pobre Claudio. Las anteriores artimañas de Calígula —cuando me vendía gladiadores y me cobraba grandes sumas por el privilegio de dormir y comer en palacio— me habían dejado apenas unas treinta mil piezas de oro en efectivo, y ninguna propiedad que vender, aparte de mi casita en Capua y la casa que me había legado mi madre. Le pagué a Calígula las treinta mil y le dije esa misma noche, durante la cena, que pondría todas mis propiedades en venta para poder pagarle el resto, cuando encontrase un comprador.
—No tengo otra cosa que vender —dije.
Calígula creyó que ése era un chiste magnífico.
—¿Nada más para vender? ¿Y la ropa que llevas puesta?
Para entonces yo había descubierto que era más prudente fingirme medio tonto.
—¡Cielos! —exclamé—, me había olvidado de ella. ¿Quieres tener la bondad de subastarla a los presentes? Eres el más maravilloso subastador del mundo.
Comencé a despojarme de la ropa, hasta quedarme solo con una servilleta que él me enrolló apresuradamente en torno a la cintura. Vendió mis sandalias a no sé quién por cien piezas de oro cada una, y la túnica por mil, y así sucesivamente, y en cada ocasión yo expresaba mi ruidoso alboroto. Luego quiso subastar la servilleta. Entonces yo dije:
—Mi natural modestia no me impediría sacrificar mi último trapo, si el dinero que se obtuviese con eso me ayudara a pagar el resto de la contribución. Pero en este caso, ¡ay!, hay algo más poderoso que la modestia que me impide venderlo.
Calígula frunció el entrecejo.
—¿Cómo es eso? ¿Qué es más fuerte que la modestia?
—Mi veneración hacia ti, César. Es tu propia servilleta. Tú me la entregaste graciosamente para que la usara en esta excelente comida.
Este jueguecito sólo redujo mi deuda en tres mil piezas de oro. Pero convenció a Calígula de mi pobreza.
Tuve que abandonar mis habitaciones y mi lugar en la mesa, y durante un tiempo viví con Briseis, la ex criada de mi madre, que era quien cuidaría la casa hasta que se encontrase un comprador. Calpurnia se vino a vivir conmigo, y, créase o no, la encantadora muchacha todavía tenía el dinero que yo le había regalado en lugar de collares y monitos y vestidos de seda, y se ofreció a prestármelo. Y lo que es más, mi ganado no había muerto como me asegurara, ni las hacinas se habían incendiado. Se trataba de una treta para venderlos en secreto, a buen precio, y guardar el dinero para un caso de necesidad. Me lo entregó todo —dos mil piezas de oro—, junto con una cuenta exacta de las transacciones, firmada por mi administrador. De modo que nos las arreglamos bastante bien. Pero para mantener la ficción de una pobreza absoluta yo tenía que salir con una jarra todas las noches, usando una muleta en lugar de una litera, a comprar vino en las tabernas.
La anciana Briseis solía decir:
—Amo Claudio, la gente cree que yo fui la liberta de tu madre. No es así. Me convertí en tu esclava cuando tú fuiste mayor de edad, y tú me concediste la libertad, ¿no es así?
—Por supuesto, Briseis —le respondí yo—. Algún día desmentiré ese embuste en público.
Era una anciana encantadora, que me adoraba. Vivíamos juntos en cuatro habitaciones, con una vieja esclava para hacer las tareas domésticas y, dada nuestra situación, éramos bastante dichosos.
La hija de Cesonia nació un mes después de que Calígula se casara con ella. Calígula dijo que eso era un prodigio. Tomó a la niña, la depositó sobre las rodillas de la estatua de Júpiter —eso fue antes de que riñera con el dios—, como para convertir a Júpiter en su colega honorario en la paternidad, y luego la puso entre los brazos de la estatua de Minerva y le permitió chupar durante un rato el pecho de mármol de la diosa. La llamó Drusila, el nombre que su hermana muerta había dejado cuando se convirtió en la diosa Pantea. También la chiquilla fue convertida en sacerdotisa. Reunió el dinero para la cuota de iniciación recurriendo patéticamente al público, a quien se quejó de su pobreza y de los cuantiosos gastos de la paternidad; creó un fondo llamado Fondo de Drusila. Puso alcancías en todas las calles con los rótulos de «Alimentos para Drusila», «Bebida para Drusila» y «Dote para Drusila», y nadie se atrevía a pasar ante los guardias apostados junto a las alcancías sin dejar caer una o dos monedas de cobre.
Calígula quería intensamente a su pequeña Drusila, que resultó ser una niña tan precoz como lo había sido él mismo. Se complacía en enseñarle su «inconmovible rigor», y comenzó las lecciones cuando la chiquilla apenas sabía caminar y hablar. La estimuló a torturar gatitos y perritos, y a clavar sus afiladas uñas en los ojos de sus compañeros de juegos.
—No cabe duda alguna en cuanto a tu paternidad, hermosa —Solía decirle riendo cuando la niña mostraba alguna dote natural en ese sentido. Y en una ocasión, en mi presencia, se inclinó y le dijo, taimado—: Y cuando cometas tu primer asesinato importante, preciosa, aunque sólo se trate de tu pobre y viejo tío abuelo Claudio, te convertiré en diosa.
—¿Me harás diosa si mato a mamá? —ceceó la bestezuela—. Odio a mamá.
La estatua de oro para su templo constituyó otro gasto. La pagó publicando un edicto en el sentido de que recibiría regalos de Año Nuevo en la puerta principal de palacio. Cuando llegó el día envió grupos de guardias para arrear a las multitudes de la ciudad hacia el Palatino, a punta de espada, y hacerlas soltar todas las monedas que tuviesen encima, depositándolas en grandes cubos instalados para ese fin. Se les previno que si trataban de eludir a los guardias o quedarse con una sola moneda, serían condenados a muerte en el acto. Por la noche se habían llenado dos mil enormes cubos.
Más o menos por esos días dijo a Ganimedes, Agripinila y Lesbia:
—Tendríais que avergonzaros, zánganos ociosos. ¿Qué hacéis para ganaros la vida? No sois más que parásitos. ¿No os dais cuenta de que todos los hombres y mujeres de Roma trabajan intensamente para mantenerme? Todos los mozos de cuerda me pagan la octava parte de sus jornales, y todas las pobres prostitutas lo mismo.
—Bien, hermano —respondió Agripinila—, nos has despojado prácticamente de todo nuestro dinero, con uno u otro pretexto. ¿No te basta con eso?
—¿Si me basta? ¡Por supuesto que no! El dinero heredado no es lo mismo que el dinero honradamente ganado. Os haré trabajar.
Hizo saber al Senado, distribuyendo hojas volantes, que en tal o cual noche se inauguraría en palacio el más exquisito y exclusivo burdel, con diversiones adecuadas para todos los gustos, proporcionadas por personas de la más ilustre cuna. La entrada sólo costaba mil piezas de oro. Las bebidas eran gratuitas. Agripinila y Lesbia, lamento tener que decirlo, no protestaron con mucha energía contra la deshonrosa proposición de Calígula, y en verdad creyeron que sería muy divertido. Pero insistieron en que se les concediera el derecho de elegir a sus parroquianos, y que Calígula no debía quitarles una comisión demasiado elevada por el dinero que ganaran. Con gran disgusto por mi parte, me metieron a mí también en el asunto. Me vistieron de portero cómico. Calígula, enmascarado y con un disfraz, era el alcahuete, y empleaba todas las artimañas del oficio para despojar a los clientes de sus placeres y su dinero. Cuando protestaban, yo tenía que expulsarlos. Tengo brazos bastante fuertes, más vigorosos que los de la mayoría de los hombres, aunque mis piernas me son muy poco útiles. Por lo tanto divertí a todo el mundo con mi torpe cojera y las inesperadas palizas que propinaba a los invitados, cuando conseguía apoderarme de ellos. Calígula declamaba con voz teatral los versos de Homero:
«Con torpe gracia su oficio ejerce Vulcano
y risas estentóreas resuenan en lo alto».
Se trataba del pasaje del libro primero de la Ilíada en que el dios cojo anda por el Olimpo y todos los demás dioses se ríen de él. Yo me encontraba en el suelo, golpeando al esposo de Lesbia con los puños —no era muy frecuente que tuviese una oportunidad tan hermosa de saldar antiguas cuentas—, e incorporándome respondí:
«De su yunque, entonces, el cojo artífice se apartó.
Con tuertas piernas avanza, y su rumbo es oblicuo».
Me encaminé hacia la mesa de las bebidas. Calígula se mostró complacido y citó otro par de versos que vienen después del pasaje de las «risas estentóreas»:
«Si te sometes, el dios del trueno se apacigua
y se muestra en toda su magnificencia».
Así llegó a llamarme Vulcano, título que me alegré de conquistar, porque me confería cierta protección contra sus caprichos.
Calígula salió entonces discretamente, se quitó el disfraz y regresó sin él, entrando por la puerta de palacio en la que me había apostado. Fingió sorprenderse y escandalizarse ante lo que sucedía, y volvió a declamar a Homero: la cólera y la vergüenza de Ulises ante la conducta de las mujeres de palacio:
Y así cubierto en el pórtico permanece.
Escenas de lúbricos amores sus insomnes ojos contemplan
cuando a las nocturnas alegrías se entrega,
con lúbrico alborozo, la bella prostituta.
Su pecho de furor esta nueva deshonra hiere,
y en dudoso equilibrio sus pensamientos vacilan.
Apagar en el acto la culpable llama
con la sangre de los pecadores, y así borrar la vergüenza,
o a su lascivia entregar un último abrazo
y dejar que los otros consumen el deshonor.
En su dolido corazón se agita la furia murmuradora
como gruñe a sus cachorros la hembra del mastín
y ladra al lacayo desconocido. Y así la ira, contenida,
retrocede, desatando la tempestad en su pecho.
«Pobre corazón dolido —exclamó—, soporta el tormento
del honor herido, y tu ira contén.
Angustias más feroces no pudo tu fortaleza apaciguar
cuando a los valientes compañeros de diez años de luchas
el atroz Polifemo devoró. Entonces fui liberado
por paciente prudencia de la muerte decretada».
—Donde dice «Polifemo» léase «Tiberio» —explicó. Luego golpeó las manos para llamar a los guardias, que llegaron corriendo—. ¡Que venga Casio Querea enseguida! —Fueron a buscar a Casio y Calígula le dijo—: Casio, viejo héroe, tu que fuiste mi caballo de guerra cuando yo era un niño, mi más antiguo y fiel amigo, ¿presenciaste alguna vez un espectáculo tan triste y degradante como éste? ¡Mis dos hermanas prostituyendo sus cuerpos a los senadores en mi palacio, mi tío Claudio en la puerta, vendiendo billetes de entrada! ¡Oh, qué habrían dicho mis pobres padres, si hubiesen vivido para ver este día!
—¿Los arresto a todos, César? —preguntó Casio, ansioso.
—«No, deja que su lascivia se entregue a un último abrazo, / y que los otros consumen el deshonor», contestó Calígula, resignado, e imitó el ladrido de un mastín hembra. Ordenó a Casio que se llevase a los guardias.
No fue la última orgía de esta clase que se celebró en palacio, y después Calígula hizo que los senadores que habían concurrido al espectáculo trajesen a sus esposas e hijas para ayudar a Agripinila y Lesbia. Pero el problema de reunir dinero volvía a hacerse más agudo, y Calígula decidió visitar Francia y ver qué podía hacer allí.
Primero reunió una enorme cantidad de tropas, mandó a buscar destacamentos de todos los regimientos regulares y efectuó levas en todos los barrios. Salió de Italia a la cabeza de ciento cincuenta mil hombres, número que aumentó, en Francia, a doscientos cincuenta mil. El gasto de armar y equipar a esta inmensa fuerza cayó sobre las ciudades a través de las cuales pasaba. Y también les arrancó las provisiones necesarias. En ocasiones se adelantaba al galope y hacía que el ejército marchara cuarenta y ocho horas, o más, sin descanso, para alcanzarlo; y otras veces avanzaba sólo tres o cuatro kilómetros por día, admirando el paisaje desde una litera transportada por ocho hombres, y deteniéndose a menudo para recoger flores.
Envió cartas anticipadas, ordenando la presencia en Lyon, donde se proponía concentrar todas sus fuerzas, de todos los oficiales de Francia y las provincias del Rin con rango superior al de capitán. Entre los que acudieron a la llamada se encontraba Getúlico, uno de los más valiosos oficiales de mi querido hermano Germánico, que había estado al frente de los cuatro regimientos de la provincia Superior durante los últimos años. Era muy popular entre sus soldados porque mantenía la tradición de los castigos leves y de la disciplina basada en el cariño antes que en el miedo. También era popular entre los regimientos de la provincia Inferior, mandados por su suegro Apronio, porque Getúlico se había casado con una hermana de aquella Apronia a quien mi cuñado Plaucio había arrojado supuestamente por la ventana. Cuando cayó Seyano habría sido condenado a muerte por Tiberio, porque había prometido su hija al hijo de Seyano en casamiento, pero se libró escribiéndole al emperador una carta audaz. Dijo que mientras se le permitiera conservar el mando de sus tropas, podía contarse con su fidelidad, lo mismo que con la de sus soldados. Tiberio, prudente, le dejó en paz. Pero Calígula le envidiaba por su popularidad, y le hizo arrestar en cuanto llegó.
Calígula no me había invitado a esa expedición, de modo que me perdí todo lo que siguió, y no puedo hablar de ello con detalle. Lo único que sé es que Ganimedes y Getúlico fueron acusados de conspiración, Ganimedes de designios de apoderarse de la monarquía, Getúlico de apoyarlo, y ambos fueron ejecutados sin juicio previo. También Lesbia y Agripinila (últimamente el esposo de esta última había muerto de hidropesía) estaban supuestamente en la conspiración. Fueron desterradas a una isla de la costa de África, frente a Cártago. Era una isla muy calurosa, árida, donde la pesca de esponjas era la única industria, y Calígula les ordenó que aprendieran el oficio de buceadoras, porque ya no podía seguir manteniéndolas. Pero antes de ser enviadas a la isla tuvieron que realizar una tarea: se vieron obligadas a caminar hasta Roma, desde Lyon, bajo escolta armada, y turnarse para transportar la urna en que se habían guardado las cenizas de Ganimedes. Se trataba de un castigo por su persistente adulterio con éste, como explicó Calígula en una carta de elevado estilo que envió al Senado. Hablaba de su gran clemencia por no haberlas condenado a muerte. ¡Pero si habían demostrado ser peores que prostitutas! ¡Ninguna prostituta honorable habría tenido el descaro de exigir los precios que pedían y recibían ellas por sus licenciosidades!
Yo no tenía motivos para lamentarme por la suerte de mis sobrinas. Eran tan malas como Calígula, a su manera, y siempre me habían tratado con rencor. Tres años antes, cuando nació su hijo, Agripinila le pidió a Calígula que sugiriese un nombre para él.
—Llámalo Claudio —respondió Calígula—, y sin duda resultará una belleza.
Agripinila se enfureció tanto, que estuvo a punto de golpear a Calígula; pero no lo hizo: se volvió y me escupió… Y luego rompió a llorar. El niño fue llamado Lucio Domicio[2]. Lesbia era demasiado orgullosa para prestarme atención o reconocer mi presencia de cualquier manera que fuere. Si la encontraba en un corredor estrecho, solía avanzar, directamente por el centro, sin disminuir la marcha, con lo que me obligaba a aplastarme contra la pared. Me resultaba difícil recordar que eran hijos de mi querido hermano y que había prometido a Agripina que haría lo posible para protegerlos.
Se me encargó del molesto deber de ir a Francia, al frente de una embajada de cuatro ex cónsules, para felicitar a Calígula por haber reprimido la conspiración. Ésa era mi primera visita a Francia desde mi niñez, y tenía grandes deseos de no hacerla. Tuve que pedir dinero a Calpurnia para los gastos de viaje, porque mi propiedad y casa no habían encontrado aún comprador, y no podía contar con que Calígula se sintiera encantado al verme. Fui por mar desde Ostia, y desembarqué en Marsella. Parece que después de desterrar a mis sobrinas, Calígula había subastado las joyas, adornos y ropas que ellas no llevaban consigo. Consiguió tan elevados precios por todo eso, que también vendió a los esclavos y libertos, fingiendo creer que estos últimos también eran esclavos. Las ofertas fueron hechas por ricos provinciales que aspiraban a la gloria de poder decir:
«Sí, Fulano pertenecía a la hermana del emperador. ¡Se lo compré a él personalmente!».
Esto le dio a Calígula una nueva idea. El antiguo palacio donde había vivido Livia se hallaba cerrado. Estaba lleno de valiosos muebles y cuadros y reliquias de Augusto. Calígula mandó a buscar todas esas cosas a Roma y me hizo responsable de su seguridad y rápida llegada a Lyon. Me escribió: «Envíalas por carretera, no por mar. He tenido una disputa con Neptuno». La carta llegó el día anterior al de mi partida, de modo que encargue a Palas el trabajo. La dificultad era que todos los caballos y carros sobrantes habían sido requisados para el transporte del ejército de Calígula. Pero éste había dado la orden, y había que encontrarlos como fuera. Palas fue a ver a los cónsules y les mostró la orden de Calígula. Se vieron obligados a requisar los transportes de correspondencia y los carros de panaderos y los caballos de los molinos de cereales, cosa que causó grandes molestias al pueblo.
AÑO 40
d. de C.
Y así fue como una tarde de mayo, antes de la puesta del sol, Calígula, sentado en el puente de Lyon, dedicado a una conversación imaginaria con el dios local del río, me vio llegar por la carretera, a lo lejos. Reconoció mi silla de manos por el tablero de dados que le he colocado: alivio la monotonía de los viajes jugando a los dados conmigo mismo. Me gritó, furioso:
—Eh, señor. ¿Dónde están los carros? ¿Por qué no has traído los carros?
Le respondí, también a gritos:
—¡El cielo bendiga a Su Majestad! Me temo que los carros tardarán todavía unos días. Vienen por tierra, vía Génova. Mis colegas y yo hemos venido por agua.
—Pues por agua volverás, amigo —dijo—. ¡Ven aquí!
Cuando llegué al puente dos soldados germanos me sacaron de la litera y me llevaron al parapeto del arco central, donde me sentaron de espaldas al río. Calígula se precipitó hacia adelante y me empujó. Hice dos cabriolas en el aire y caí a una distancia que me pareció de trescientos metros antes de hundirme en el agua. Recuerdo haber pensado: «¡Nací en Lyon y en Lyon muero!». El Ródano es muy frío, muy profundo y muy rápido.
La pesada túnica se me enredó en las piernas y brazos, pero, quién sabe cómo, conseguí mantenerme a flote y trepar a la orilla detrás de unos botes medio kilómetro río abajo, lejos del puente. Soy mejor nadador que caminante: tengo los brazos fuertes, y como soy más bien obeso porque no puedo hacer ejercicios, y porque me gusta comer, floto como un corcho. Diré, de pasada, qué Calígula no sabía nadar ni un metro.
Quedó sorprendido cuando unos minutos después me vio llegar cojeando, y se rió con estrépito ante el estado en que me encontraba, embarrado y maloliente.
—¿Dónde has estado, mi querido Vulcano? —me preguntó.
Yo tenía la respuesta preparada:
Sentí el poderío del dios del Trueno;
lanzado de cabeza desde la altura etérea,
caí todo el día en rápidos círculos,
y sólo al caer el sol llegué al suelo.
Caí sin aliento, en vertiginosos movimientos perdido.
Los escintios me recogieron en la costa de Lemnos.
—En lugar de «Lemnos» pon «Lyon» dije.
Él estaba sentado en el parapeto, con mis tres colegas de delegación echados en el suelo, ante él, boca abajo. Tenía los pies apoyados sobre el cuello de dos de ellos y la punta de la espada en el tercero, el esposo de Lesbia, que sollozaba pidiendo piedad.
—Claudio —gimió al escuchar mi voz—, ruega al emperador que nos deje en libertad. Sólo vinimos a ofrecerle nuestras cariñosas felicitaciones.
—Quiero carros, no felicitaciones —replicó Calígula.
Parecía como si Homero hubiese escrito el pasaje que acababa de citar, nada más que para esa ocasión. Y le recité al esposo de Lesbia:
—«Sé paciente y obedece. / A pesar de lo que te quiero, si Júpiter su brazo extiende / sólo me resta apenarme, incapaz de defenderte. / ¿Quién osaría acudir en tu ayuda / o levantar la mano contra el poderío de Júpiter?».
Calígula se mostró alborozado. Dijo a los tres suplicantes:
—¿Cuánto vale la vida de cada uno de vosotros? ¿Cincuenta mil piezas de oro?
—Lo que tú digas, César —contestaron con voz débil.
—Entonces pagadle al pobre Claudio esa suma en cuanto volváis a Roma. Os ha salvado la vida con su veloz lengua.
Les permitió ponerse de pie y les hizo firmar, allí mismo, una promesa de que me pagarían ciento cincuenta mil piezas de oro en el plazo de tres meses. Yo le dije:
—Graciosísimo César, tus necesidades son mayores que las mías. ¿Quieres aceptar de mi parte cien mil piezas de oro, cuando ellos me paguen, en gratitud por mi propia salvación? Si condesciendes en aceptar el regalo, todavía me quedarán cincuenta mil, que me permitirán terminar de pagar mi cuota de iniciación. Esa deuda me ha estado preocupando mucho.
—¡Cualquier cosa —respondió—, con tal de contribuir a tu tranquilidad espiritual! —Y me llamó su Ardite de Oro.
Homero me había salvado. Pero unos días después Calígula me previno de que no volviese a citarlo.
—Es un autor valorado en exceso. Haré quemar todos sus poemas. ¿Por qué no habría de poner en práctica las recomendaciones filosóficas de Platón? ¿Conoces La república? Admirable argumentación. Platón era partidario de mantener a todos los poetas fuera de su Estado ideal. Decía que son todos unos embusteros, y lo son.
—¿Su Sagrada Majestad piensa quemar a todos los demás poetas, aparte de Homero?
—Oh, desde luego. A todos los que han sido alabados en demasía. Para empezar, a Virgilio. Es un individuo aburrido. Trata de ser un Homero y no lo consigue.
—¿Y a algún historiador?
—Sí, a Livio. Más aburrido aún. Trata de ser un Virgilio y no lo logra.