XXX

Cuando mi madre se enteró del asesinato de Gemelo, se dolió mucho, fue a palacio y pidió ver a Calígula, quien la recibió con hosquedad, porque sentía que estaba a punto de hacerle reproches. Ella le dijo:

—Nieto, ¿puedo hablarte en privado? Se trata de la muerte de Gemelo.

—No, en privado no —respondió él—. Dime lo que quieras decirme en presencia de Macro. Necesito un testigo, por si lo que quieres decirme es importante.

—Entonces prefiero guardar silencio. Es un asunto de familia que no debe ser escuchado por los oídos de los hijos de esclavos. El padre de ese sujeto fue el hijo de uno de mis vendimiadores. Se lo vendí a mi cuñado por cuarenta y cinco piezas de oro.

—Me dirás de inmediato lo que tengas que decirme, sin insultar a mis ministros ¿No sabes que tengo el poder necesario para hacer que todos hagan lo que me plazca?

—No te alegrará escucharlo.

—Dilo.

—Como quieras. He venido a decirte que el hecho de que mataras a mi pobre Gemelo constituye un asesinato inexcusable, y que quiero renunciar a todos los honores que he recibido de tus perversas manos.

Calígula rió y dijo a Macro:

—Creo que lo mejor que puede hacer ahora esta anciana es pedirle a uno de sus vendimiadores una podadera y cortarse con ella las cuerdas vocales.

—Yo siempre le daba el mismo consejo a mi abuela, pero la vieja bruja se negaba a seguirlo —dijo Macro.

Mi madre vino a verme.

—Estoy a punto de suicidarme, Claudio —me dijo—. Encontrarás todos mis asuntos en orden. Quedan algunas pequeñas deudas sin pagar; págalas puntualmente. Sé bueno con el personal de mi casa. Han sido honrados trabajadores, todos y cada uno de ellos. Lamento que tu hijita se quede ahora sin nadie que la cuide. Creo que será mejor que vuelvas a casarte, para que tenga una madre. Es una buena chica.

—¿Cómo, madre? —exclamé—. ¿Suicidarte? ¿Por qué? ¡Oh, no hagas eso!

Ella sonrió agriamente.

—Mi vida es mía, ¿no? ¿Por qué habrías de disuadirme de que me la quite? Sin duda no me echarás de menos, ¿verdad?

—Eres mi madre —respondí—. Un hombre sólo tiene una madre.

—Me sorprende que hables como un hijo obediente. No he sido una madre muy cariñosa para ti. ¿Cómo habría podido esperarse de mí que lo fuera? Siempre fuiste una gran desilusión para mí, una cosa enfermiza, débil, medrosa, tonta. Bien, los dioses me han castigado por no haberte cuidado. Mi espléndido hijo Germánico asesinado, y mis pobres nietos Nerón, Druso y Gemelo asesinados, y mi hija Livila castigada por su maldad, su abominable maldad, por mi propia mano, —ése fue el peor castigo que sufrí, ninguna madre sufrió uno peor—, y mis cuatro nietas arruinadas, y este sucio e impío Calígula. Pero tú le sobrevivirás. Creo que serias capaz de sobrevivir a un diluvio.

Su voz, serena al principio, se había elevado a su habitual tono colérico y regañón.

—Madre —dije—, ¿no tienes una palabra de bondad que ofrecerme, ni siquiera en un momento como éste? ¿Es que te herí o te desobedecí intencionalmente alguna vez?

Pero no pareció escucharme.

—He sido castigada —repitió. Y luego—: Quisiera que vayas a mi casa dentro de cinco horas. Para entonces habré terminado todas mis disposiciones. Cuento contigo para que me ofrezcas los últimos ritos. No quiero que recibas mi último aliento. Si no he muerto cuando llegues, espera en la antesala hasta que te avise mi criada Briseis. No te embrolles en el discurso de despedida; eso sería muy tuyo. Encontrarás instrucciones escritas para el funeral. Presidirás el duelo. No quiero oración fúnebre. Acuérdate de cortarme la mano para enterrarla por separado, porque esto será un suicidio. No quiero perfumes en la pira; eso se hace con frecuencia, pero es estrictamente contrario a la ley, y siempre lo he considerado una práctica de despilfarro. Le he concedido a Palas su libertad, de modo que en la procesión llevará puesto el gorro de la libertad, no lo olvides. Y por una vez en tu vida trata de llevar a cabo la ceremonia sin errores.

Eso fue todo, salvo un formal «adiós». Ningún beso, nada de lágrimas, nada de bendiciones. Como hijo obediente, cumplí sus instrucciones al pie de la letra. Resultaba extraño que ella diese la libertad a mi esclavo Palas. Lo mismo hizo con Briseis.

Mientras contemplaba arder la pira, desde la ventana de su comedor, Calígula le dijo a Macro, unos días después: «Me defendiste bien de esa vieja. Te voy a recompensar. Te daré el nombramiento más honorable de todo el imperio. Es un nombramiento que (Augusto lo estableció como un principio de Estado) no debe caer nunca en manos de un aventurero. Te haré gobernador de Egipto».

Macro estuvo encantado. No sabía bien, en esos días, en qué situación se encontraba con Calígula, y si se iba a Egipto estaría a salvo. Como habría dicho Calígula, el nombramiento era importante: el gobernador de Egipto tenía el poder de hacer pasar hambre a Roma con sólo interrumpir el abastecimiento de cereales, y la guarnición podía ser fortalecida con levas locales, hasta ser lo bastante grande para defender la provincia contra cualquier ejército invasor que se lanzara contra ella.

Por lo tanto Macro fue relevado de su mando en la guardia. Durante un tiempo Calígula no nombró a nadie en su lugar, sino que dejó que los nueve coroneles de los batallones mandaran cada uno por turno, durante un mes Hizo saber que al cabo de ese tiempo el más leal y eficiente de ellos recibiría el nombramiento de forma permanente. Pero el hombre a quien se lo prometió en secreto era el coronel del batallón que fundara la guardia de palacio, nada menos que el mismo valiente Casio Querea, cuyo nombre no se habrá olvidado si se ha leído este relato con atención; el hombre que mató al germano en el anfiteatro; el hombre que llevó a su compañía de vuelta de la matanza del ejército de Varo, y que después salvó la cabecera de puente; el hombre que se abrió paso entre los amotinados del campamento de Bonn y que se llevó a Calígula esa mañana en que Agripina y sus amigos tuvieron que salir del campamento a pie, bajo su protección. Casio peinaba canas ahora, aunque todavía no tenía sesenta años de edad, estaba un poco encorvado, y las manos le temblaban un tanto debido a una fiebre que estuvo a punto de matarlo en Germania, pero seguía siendo un magnífico espadachín y tenía la reputación de ser el hombre más valiente de Roma. Un día un viejo soldado de la guardia se volvió loco y corrió con su lanza por el patio del palacio. Creía estar matando a rebeldes franceses. Todos huyeron ante él, pero Casio, aunque desarmado, se quedó en su lugar hasta que el loco lo atacó, y luego le dio con serenidad la orden de «¡Compañía, alto! ¡Descansen!», y el loco, para quien la obediencia a las órdenes había llegado a ser una segunda naturaleza, se detuvo y dejó la lanza en el suelo.

«Compañía, media vuelta —ordenó entonces Casio—. ¡Paso ligero!».

Y así lo desarmó. Casio, entonces, fue el primer comandante temporal de los guardias, y los mantuvo en orden mientras Macro era juzgado.

Porque el nombramiento de Macro como gobernador de Egipto no era más que una treta de Calígula, el mismo tipo de treta que Tiberio le había hecho a Seyano. Macro fue arrestado cuando subía a su barco en Ostia, y se lo llevaron a Roma encadenado. Se le acusó de haber provocado la muerte de Arruncio y de varios otros hombres y mujeres inocentes. A esta acusación Calígula agregó otra en el sentido de que Macro había hecho de alcahuete, tratando de que él se enamorase de su esposa Ennia, tentación a la que, según admitió, estuvo a punto de sucumbir en su juvenil inexperiencia. Macro y Ennia se vieron obligados a suicidarse. Yo me sorprendí de la facilidad con que se había librado del primero.

Un día Calígula, como Sumo Pontífice, fue a solemnizar una boda entre un miembro de la familia Pisón y una mujer llamada Orestila. Esta le gustó, y cuando la ceremonia terminó y la mayor parte de la nobleza de Roma se reunió para la fiesta de bodas, a divertirse como se hace en tales ocasiones, le gritó de pronto al novio: «¡Eh, deja de besar a esa mujer! Es mi esposa».

Luego se puso de pie y, en el silencio de la sorpresa que siguió, ordenó a los guardias que se apoderasen de Orestila y la llevaran a palacio. Nadie se atrevió a protestar. Al día siguiente se casó con Orestila. El esposo se vio obligado a asistir a la ceremonia. Calígula envió una carta al Senado para informarle de que había celebrado un casamiento al estilo de Rómulo y Augusto. Se refería, supongo, a la violación por Rómulo de las mujeres sabinas, y al casamiento de Augusto con mi abuela (con mi abuelo presente). Al cabo de dos meses se divorció de Orestila y la desterró, lo mismo que a su ex esposo, con el pretexto de que habían estado cometiendo adulterio en cuanto les volvía la espalda. A ella la envió a España y a él a Rodas. Sólo se le permitió llevar diez esclavos consigo. Cuando pidió, como un favor, que le dejaran llevarse el doble, Calígula le dijo: «Todos los que quieras, pero por cada esclavo de más que te lleves tendrás otro soldado para vigilarte».

Drusila murió. Estoy seguro de que la mató Calígula, pero no tengo pruebas. Ahora, según me decían, cada vez que besaba a una mujer solía decirle:

«¡Un cuello tan blanco y encantador, y sólo tengo que pronunciar una palabra para que te lo corten limpiamente!».

Si el cuello era especialmente blanco y encantador, a veces no resistía la tentación de pronunciar la palabra, para ver cómo se hacía realidad su jactancia. En el caso de Drusila creo que él mismo asestó el golpe. Sea como fuere, no se le permitió a nadie ver el cadáver. El hizo saber que había muerto de consunción, y le ofreció el funeral más extraordinariamente espléndido. Fue deificada bajo el nombre de Pantea, se le construyeron templos, los nobles nombraron sus sacerdotes y sacerdotisas, y se instituyó un festival anual en su honor, más grande que cualquier otro del calendario. Un hombre se ganó diez mil piezas de oro por haber visto cómo Augusto recibía su espíritu en el cielo. Durante los días de duelo público que Calígula ordenó en su honor, era un delito capital que un ciudadano riera, cantara, se afeitase, fuese a los baños o incluso cenara con su familia. Los tribunales estuvieron cerrados, no se celebró matrimonio alguno, las tropas no realizaron ejercicios militares. Calígula hizo condenar a muerte a un hombre por haber vendido agua caliente en la calle, y a otro por tener en exposición navajas para la venta. La melancolía resultante fue tan profunda y amplia, que ni él mismo pudo soportarla (o quizás fuera el remordimiento), de modo que una noche abandonó la ciudad y se dirigió a Siracusa, acompañado sólo por una guardia de honor No tenía nada que hacer allí, pero el viaje era una distracción. No llegó más allá de Mesina, donde el Etna estaba en leve erupción. Eso lo asustó tanto, que regresó en el acto. Cuando llegó a Roma otra vez hizo que las cosas volviesen a estar como de costumbre, en especial los combates a espada, las carreras de cuadrigas y las cacerías de animales feroces. De pronto recordó que los hombres que habían jurado entregar sus vidas a cambio de la suya, durante su enfermedad, no se habían suicidado aún, y los obligó a hacerlo, no sólo por un principio general, para salvarlos del pecado de perjurio, sino, más especialmente, para impedir que la Muerte se retractase en el trato que habían cerrado con ella.

Unos días después, durante la cena, yo peroraba, algo ebrio, en cuanto a herencia de la belleza femenina, citaba ejemplos en apoyo de mi afirmación de que dicha herencia por lo general se saltaba una generación y pasaba de abuela a nieta. Por desgracia terminé diciendo: «La mujer más hermosa de Roma cuando yo era niño ha reaparecido, rasgo por rasgo y línea por línea, en la persona de su nieta y tocaya Lolia, la esposa del actual gobernador de Grecia. Con la única excepción de una dama a quien no mencionaré porque está presente en esta habitación, Lolia es en mi opinión la más hermosa mujer que vive en la actualidad».

La excepción la establecí por motivos de diplomacia. Lolia era mucho más bella que mis sobrinas Agripinila y Lesbia, o que ninguna otra de las presentes. Tengo que decir que no estaba enamorado de ella. Simplemente, un día había advertido que era perfecta, y recordé haber hecho la misma observación acerca de su abuela, cuando era un niño. Calígula se interesó y me interrogó acerca de Lolia. No me di cuenta de que había dicho demasiado, y dije mucho más. Esa noche Calígula le escribió al esposo de Lolia diciéndole que regresara a Roma para aceptar un señalado honor. El señalado honor resultó ser que tenía que divorciarse de Lolia para que se casara con el emperador.

Otra observación casual que hice durante una cena, más o menos por aquellos días, tuvo un efecto inesperado sobre Calígula. Alguien mencionó la epilepsia y yo dije que los documentos cartagineses demostraban que Aníbal había sido epiléptico, y que Alejandro y Julio César fueron también víctimas de esa misteriosa enfermedad, que parecía ser la compañera casi inevitable de un superlativo genio militar. Calígula aguzó los oídos, y unos días después ofreció una imitación muy buena de un acceso de epilepsia; cayó al suelo, en el Senado, gritó a voz en cuello, con los labios cubiertos de espuma… probablemente de jabón.

El pueblo de Roma todavía se sentía bastante feliz. Calígula continuaba ofreciéndole pasatiempos, espectáculos teatrales, combates a espada, cacerías de fieras, carreras de cuadrigas, dinero que arrojaba desde la plataforma de las Oraciones o desde las ventanas superiores de palacio. A la gente no le importaban gran cosa los matrimonios que contraía o disolvía, o los cortesanos a quienes mandaba asesinar. Nunca se mostraba satisfecho hasta que todos los asientos del teatro o el circo estaban ocupados y todas las galerías atestadas, de forma que cada vez que había un espectáculo postergaba todos los juicios y suspendía todo duelo para que nadie tuviese una excusa para no concurrir. Introdujo otras varias innovaciones. Permitió que la gente llevase cojines para sentarse, y sombreros de paja en los días de calor. Podían hacerlo incluso los propios senadores, que se suponía que debían dar ejemplo de austeridad.

Cuando conseguí visitar Capua por unos días, por primera vez después de casi un año, casi lo primero que me preguntó Calpurnia fue:

—¿Cuánto queda en la Lista Civil, Claudio, de aquellos veinte millones?

—Menos de cinco millones, creo. Pero ha estado construyendo barcazas de placer con madera de cedro, con taracea de oro e incrustaciones de joyas, con baños y jardines incluidos, y ha iniciado las obras de sesenta nuevos templos y habla de trazar un canal a través del istmo de Corinto. Se baña con espicanardo y esencia de violetas. Hace dos días le hizo a Eutiquio, el conductor de cuadrigas del Verde Puerro, un regalo de veinte mil piezas de oro por haber ganado una carrera reñida.

—¿El Verde Puerro gana siempre?

—Siempre. O casi siempre. El Escarlata entró primero el otro día y la gente lo ovacionó. Todos están cansándose de la monotonía de los triunfos del Verde Puerro. El emperador se enfureció. Al día siguiente el conductor Escarlata y sus caballos estaban muertos. Envenenados. Lo mismo ha sucedido en otras ocasiones.

—El año que viene, para estas fechas, las cosas te irán muy mal, mi pobre Claudio. De paso, ¿no querrías revisar tus cuentas? Ha sido un mal año, como te escribí, con la muerte de ese valioso ganado, los esclavos que roban a diestra y siniestra, y las hacinas de trigo que se incendiaron. Has perdido dos mil piezas de oro, o más. Y la culpa no la tiene tampoco el administrador. Hace todo lo que puede, y por lo menos es honrado. Lo que ocurre es que tú no estás aquí para vigilar.

—No puedo evitarlo —respondí—. Para serte franco, en estos días me preocupa más mi vida que mi dinero.

—¿Te tratan mal?

—Sí. Se burlan de mí continuamente. No me gusta. El emperador es mi principal verdugo.

—¿Qué te hacen?

—Oh, bromas pesadas. Me tienden trampas con cubos de agua colocados sobre las puertas. Me ponen sapos en la cama. O desagradables amuletos que huelen a mirra; ya sabes cómo odio los sapos y los amuletos. Si me quedo dormido después del almuerzo, me tiran huesos de dátil o me atan zapatos a las manos o me hacen sonar la alarma de incendio en los oídos. Y nunca tengo tiempo para trabajar. Si empiezo a escribir me vuelcan el tintero sobre las hojas. Y nada de lo que digo lo oyen jamás con seriedad.

—¿Eres la única víctima que tienen?

—La favorita. La oficial.

—Claudio, tienes más suerte de lo que crees. Cuida tu puesto celosamente. No dejes que nadie lo usurpe.

—¿Qué quieres decir, muchacha?

—Quiero decir que la gente no mata a sus bufones. Son crueles con ellos, los asustan, les roban, pero no los matan.

—Calpurnia —dije—, eres muy lista. Escúchame. Todavía tengo dinero. Te compraré un hermoso vestido de seda y una caja de cosméticos, de oro, y un tití, y un manojo de barritas de canela.

Ella sonrió.

—Preferiría el regalo en metálico. ¿Cuánto pensabas gastar?

—Unas setecientas.

—Bien. Algún día me resultarán útiles. Gracias, bondadoso Claudio.

Cuando regresé a Roma me enteré de que había problemas. Calígula se sintió molesto una noche por el ruido distante de la gente que se apiñaba en el anfiteatro antes del alba, y que se empujaba y luchaba por llegar a las puertas, a fin de que cuando éstas fuesen abiertas pudiesen ocupar los asientos gratuitos de las primeras filas. Calígula envió una compañía de guardias armados con porras para restablecer el orden. Los guardias estaban irritados por haber sido sacados de la cama para esa tarea, y golpearon a diestro y siniestro, matando algunas personas, incluso a algunos ciudadanos destacados. Para demostrar su desagrado por el hecho de haber sido despertado, y por el alboroto aún más grande que hizo la gente cuando se dispersó, gritando, ante la carga de los guardias, Calígula no se presentó en el anfiteatro hasta bien avanzada la tarde, cuando todos estaban cansados de esperarlo, y además hambrientos. Cuando los Verde Puerro ofrecieron una exhibición ecuestre, fueron abuchea dos y silbados. Calígula se puso de pie de un salto, furioso: «Ojalá tuviesen todos juntos un solo cuello. ¡Lo cortaría de un solo tajo!».

Al día siguiente había un combate a espada y una cacería de animales salvajes. Calígula canceló todas las disposiciones que se habían tomado y envió los animales más lamentables que pudo comprar en el mercado al por mayor: leones y panteras sarnosos, osos enfermos, viejos toros salvajes, del tipo de los que se envían a guarniciones perdidas en las provincias, donde el público no es muy exigente y donde los gladiadores aficionados no quieren animales de calidad demasiado buena. Los gladiadores con que Calígula sustituyó a los que se había anunciado que aparecerían concordaban con los animales: eran veteranos obesos, envarados, asmáticos. Es posible que algunos hubiesen sido buenos en su época, en la edad de oro de Augusto. La muchedumbre se burló de ellos y los insultó. Eso era lo que Calígula había estado esperando. Envió a sus oficiales a arrestar a los hombres que hacían más ruido, y los arrojó a la liza, para ver si se comportaban mejor que los otros. Los sarnosos leones y panteras y los osos enfermos y los fatigados toros salvajes los despedazaron en poco tiempo.

Comenzaba a hacerse impopular. Es voz común que a la multitud siempre le encanta una fiesta, pero cuando todo el año se convierte en una larga festividad, y nadie tiene tiempo para ocuparse de sus asuntos y la diversión se hace obligatoria, el asunto cambia de color. Las carreras de cuadrigas se hicieron aburridas. Estaban muy bien para Calígula, que tenía un interés personal en los equipos y los conductores, y que a veces solía conducir él mismo una cuadriga. No era incompetente con las riendas y el látigo, y los otros competidores se cuidaban mucho de ganarle. Los espectáculos teatrales también se volvieron aburridos. Todas las obras eran más o menos iguales, salvo para los conocedores; para mí por lo menos lo son. Calígula se consideraba un conocedor, y estaba sentimentalmente unido a Apeles, el actor trágico filisteo, que escribía muchas de las piezas en que actuaba. Una de las piezas que Calígula estimaba especialmente —porque había hecho sugerencias que Apeles incorporó a su papel— fue representada una y otra vez, hasta provocar náuseas en los espectadores. Mucho más aún le gustaba Mnéster, el principal bailarín de los ballets mitológicos entonces en boga. Solía besar a Mnéster a la vista de todos, cada vez que había bailado especialmente bien. Un caballero rompió a toser una vez, durante una de sus actuaciones, no pudo contenerse, y al cabo tuvo que salir. El ruido que hizo al pasar entre las rodillas de la gente, pidiendo disculpas y tosiendo y abriéndose paso por los congestionados pasillos hacia la salida, molestó a Mnéster, quien se detuvo en mitad de una de sus danzas más exquisitas, con el acompañamiento de suave música de flauta, y esperó a que todos volvieran a acomodarse. Calígula se enfureció con el caballero, hizo que lo llevaran ante él y le dio una buena tunda con sus propias manos. Luego lo envió a toda prisa en un viaje a Tánger, con un mensaje sellado para el rey de Marruecos. (El rey, un pariente mío —su madre era mi tía Selene, la hija de Antonio y Cleopatra—, se sintió muy intrigado con el mensaje, que decía: «Por favor, envía al portador de vuelta a Roma»). A los otros caballeros les molestó mucho este incidente. Mnéster no era más que un liberto, y se daba aires de general triunfante. Calígula recibía lecciones privadas de elocución y danza de Apeles y Mnéster, y al cabo de un tiempo comenzó a aparecer con frecuencia en el escenario, en sus papeles. Después de pronunciar un parlamento en alguna tragedia, solía volverse a veces y gritarle a Apeles, que estaba entre bambalinas: «He estado perfecto, ¿verdad? Tú mismo no habrías podido hacerlo mejor».

Y después de un gracioso salto, uno o dos brincos y una cabriola en el ballet, detenía a la orquesta, levantaba la mano para exigir un silencio absoluto y repetía el movimiento sin acompañamiento.

Así como Tiberio tenía un dragón favorito, Calígula tenía un semental. El nombre primitivo de este caballo era Porcelo (que quiere decir «cerdito», pero Calígula no lo consideró lo bastante majestuoso y lo rebautizó «Incitato», que significa «de carrera veloz». Incitato nunca perdió una carrera, y Calígula lo quería de forma tan extravagante, que lo convirtió primero en ciudadano, luego en senador y al cabo lo incluyó en la lista de sus candidatos al consulado, con cuatro años de anticipación. Incitato recibió una casa y criados. Tenía un dormitorio de mármol, con un gran jergón de paja por cama —uno nuevo todos los días—, y también un pesebre de marfil, un cubo de oro para beber y cuadros de famosos artistas en las paredes. Solía ser invitado a cenar con nosotros cada vez que ganaba una carrera, pero prefería un tazón de cebada a la carne y el pescado que Calígula le ofrecía siempre. Teníamos que brindar por su salud veinte veces y más.

El dinero se derrochaba cada vez con mayor rapidez, y al cabo Calígula decidió hacer economías. Un día dijo, por ejemplo: «¿De qué sirve encarcelar a los hombres por falsificación y robo y violación del orden? No se divierten en la prisión, y a mí me provocan grandes gastos, porque tengo que alimentarlos y vigilarlos. Pero si los dejara en libertad volverían a emprender su carrera delictiva. Hoy visitaré las cárceles y estudiaré el asunto».

Así lo hizo. Separó a los que consideró como criminales más endurecidos y los hizo ejecutar. Sus cadáveres fueron despedazados y utilizados como carne para los animales salvajes que esperaban ser muertos en el anfiteatro, con lo que la economía resultó doble. Ahora visitaba todos los meses las prisiones. Los delitos disminuyeron un tanto. Un día su tesorero, Calisto, le informó que sólo quedaba un millón de piezas de oro en el tesoro y un millón en la Lista Civil. Calígula se dio cuenta de que las economías no eran suficientes; había que aumentar los ingresos. De modo que primero empezó a vender puestos de sacerdotes, y magistraturas y monopolios, y con eso ganó mucho, pero no lo suficiente. Y después, como había previsto Calpurnia, comenzó a utilizar delatores para acusar a hombres ricos de delitos reales o imaginarios, a fin de quedarse con sus fortunas. Había abolido la pena capital por traición, en cuanto ascendió al trono, pero había muchos otros delitos penados con la muerte.

Celebró su primera tanda de condenas con una cacería de animales salvajes especialmente espléndida. Pero la muchedumbre estaba de muy mal humor. Hubo abucheos y gritos, y la gente se negó a prestar atención al espectáculo. De pronto surgió un grito en el otro extremo del anfiteatro, frente al palco del presidente, donde se encontraba Calígula «¡Termina con los delatores! ¡Termina con los delatores!». Calígula se puso de pie para ordenar silencio, pero lo hicieron volver a sentarse a gritos. Envió guardias armados con porras a los lugares en que el alboroto era más grande, y los guardias golpearon a unos cuantos hombres en la cabeza, pero el estrépito surgió con más violencia en otra parte. Calígula se alarmó. Salió apresuradamente del anfiteatro, ordenándome que lo reemplazara en la presidencia. Eso no me gustó mucho, y me sentí muy aliviado cuando, al ponerme de pie para hablar, el gentío me escuchó con cortesía y llegó incluso a gritar: «Feliciter», que significa «¡Buena suerte!». Mi voz no es muy fuerte. La de Calígula era enérgica: podía hacerse escuchar de uno a otro extremo del Campo de Marte. Tuve que buscar a alguien que repitiese mi discurso. Mnéster se ofreció voluntariamente, y lo dijo mejor que yo.

Anuncié que por desgracia el emperador se había visto obligado a irse, requerido por importantes asuntos de Estado. Eso hizo que todos se rieran. Mnéster esbozó algunos hermosos gestos ilustrativos de la importancia y urgencia de esos asuntos de Estado. Luego dije que las obligaciones presidenciales habían recaído sobre mi desdichada e indigna persona. El encogimiento de hombros de Mnéster y el pequeño movimiento con el índice en la sien expresaron de manera excelente el sentido de la frase. Luego dije:

—Continuemos con los Juegos, amigos.

Pero en el acto volvió a escucharse el grito de «¡Termina con los delatores! ¡Termina con los delatores!». Entonces yo pregunté, y Mnéster repitió la pregunta:

—Y si el emperador consiente en entregarlos, ¿qué? ¿Alguien querrá acusarlos?

No hubo respuesta a eso, aparte de un zumbido confuso. Formulé otra pregunta. Les pregunté cuál era el peor criminal: ¿un delator, o un delator de un delator? ¿O un delator de un delator de un delator? Dije que cuanto más lejos se llevaba el delito, más atroz se volvía, y a más gente manchaba. Lo mejor era no hacer nada que diese a los delatores motivos para actuar. Si todos —dije— hacían una vida de la más estricta virtud, la maldita raza perecería por falta de alimento, como un ratón en la cocina de un tacaño. Habría que haber escuchado la tempestad de risas que provocó esta salida. Cuanto más sencillo y tonto es un chiste, más le gusta a la multitud. (El más grande aplauso que jamás conquisté con un chiste fue una vez, en el circo, cuando presidía en ausencia de Calígula. La gente exigió, encolerizada, la presencia de un gladiador llamado Paloma, a quien se había anunciado pero que no aparecía, de manera que yo dije: «¡Paciencia, amigos! Primero tendrán que atrapar la Paloma y luego desplumarla». En tanto que los chistes realmente ingeniosos nunca consiguieron arrancarles una sonrisa).

—Continuemos con los Juegos, amigos —repetí, y esta vez los gritos cesaron. Los Juegos salieron muy bien. Dos espadachines se mataron entre sí, con estocadas simultáneas en el vientre; esto sucede muy raras veces. Ordené que me fuesen llevadas las armas y fabriqué cuchillitos con ellas. Esas pequeñas dagas son los amuletos más eficaces que se conocen para los casos de epilepsia. Calígula apreciaría el regalo, si me perdonaba por haber tranquilizado a los espectadores no habiéndolo logrado él. Porque se había sentido tan asustado, que salió de Roma a toda velocidad, rumbo a Ancio, y no reapareció hasta varios días después.

Todo resultó bien. Se mostró encantado con los cuchillitos, que le proporcionaron una oportunidad para hablar sobre el esplendor de su enfermedad. Y cuando preguntó qué había sucedido en el anfiteatro, le respondí que había prevenido a los espectadores de lo que él podía hacerles si no se arrepentían de su deslealtad e ingratitud. Dije que había convertido sus gritos rebeldes en alaridos de temor culpable y súplicas de perdón.

—Sí —dijo—, fui demasiado suave con ellos. Ahora estoy decidido a no ceder ni un centímetro. De ahora en adelante la consigna será «inconmovible rigor».

Y para recordar esta decisión, todas las mañanas practicaba horribles muecas ante un espejo, en su dormitorio, y espantosos gritos en su cuarto de baño privado, que tenía muy buen eco.

—¿Por qué no anuncias públicamente tu divinidad? —le pregunté—. Eso los amedrentaría más que ninguna otra cosa.

—Todavía me quedan por ejecutar algunos actos con mi disfraz humano —me respondió.

El primero de tales actos consistió en ordenar a los jefes de puerto de toda Italia y Sicilia que detuvieran a todos los barcos por encima de un determinado tonelaje, depositaran sus cargas y los enviaran, vacíos y escoltados, a la bahía de Nápoles. Nadie entendió qué quería con esa orden. Se supuso que pensaba en una invasión de Bretaña, y quería los barcos para usarlos como transportes. Nada de eso. Simplemente estaba a punto de justificar la afirmación de Trásilo, de que resultaba tan imposible que llegase a ser emperador como que pudiera atravesar a caballo la bahía de Baias. Reunió cuatro mil navíos, incluso especialmente construidos para la ocasión, y los ancló a través de la bahía, borda contra borda, en doble hilera desde los muelles de Puteoli hasta su casa de campo de Bauli. Las proas estaban hacia afuera y las popas entrelazadas. Las popas eran demasiado altas para sus fines, de modo que hizo que las redujeran de altura, aserrando el asiento del timonel y el mascarón, cosa que hizo que las tripulaciones se apenaran, porque el mascarón era la deidad guardiana del barco. Luego cubrió con tablones la doble hilera y arrojó tierra sobre los tablones e hizo regar y apisonar la tierra. Y el resultado fue una firme y ancha carretera, de unos seis mil pasos de longitud de extremo a extremo. Cuando llegaron más barcos que regresaban de viajes a Oriente, los amarró juntos, convirtiéndolos en cinco islas que unió a la carretera, una cada mil pasos. Hizo construir una hilera de tiendas a todo lo largo y ordenó que los jefes de barrio de Roma las aprovisionasen y las proveyeran de personal en el término de diez días. Instaló un sistema de agua potable y plantó jardines. Convirtió las islas en aldeas.

Por fortuna, durante todos estos preparativos el tiempo fue bueno y el mar se mantuvo liso como un cristal. Cuando todo estuvo listo se puso el peto de Alejandro (Augusto era indigno de usar el anillo de Alejandro, pero Calígula se puso su peto) y sobre él una capa de seda púrpura, recargada de bordados de oro incrustados de piedras preciosas. Luego tomó la espada de Julio César y la renombrada hacha de combate de Rómulo y el famoso escudo de Eneas, que se guardaban en el Capitolio (ambos falsificados, en mi opinión, aunque eran falsificaciones tan antiguas que resultaban prácticamente auténticas) y se coronó con una guirnalda de hojas de roble. Después de un sacrificio propiciatorio a Neptuno —una foca, porque es un animal ambicioso— y otro, de un pavo real, a la Envidia, para el caso de que, como dijo, algún dios sintiera envidia de él, montó a Incitato y comenzó a trotar a través del puente, desde el extremo de Bauli. Toda la caballería de la guardia estaba a su espalda, y detrás venía una gran fuerza de caballería traída de Francia, seguida por veinte mil hombres de infantería. Cuando llegó a la última isla, cerca de Puteoli, hizo que sus trompas tocaran la señal de ataque y se precipitó hacia la ciudad con tanta ferocidad como si estuviese persiguiendo a un enemigo derrotado.

Aquella noche permaneció en Puteoli, lo mismo que la mayor parte del día siguiente, como si descansara del combate. Por la noche regresó en una carroza triunfal, con ruedas y costados dorados. Incitato y la yegua Penélope, con quien Calígula lo había casado ritualmente, tiraban de la carroza. Calígula llevaba puesta la misma ropa espléndida. Lo seguía un largo tren de carros, atestados con lo que supuestamente eran los despojos de la batalla: muebles y estatuas y adornos robados de las casas de ricos comerciantes de Puteoli. Como prisioneros usó a los rehenes que los reyezuelos de Oriente tuvieron que enviar como garantía de su buena conducta, y todos los esclavos extranjeros que pudo conseguir, ataviados con sus trajes nacionales y cargados de cadenas. Sus amigos lo seguían en carrozas adornadas, vestidos con túnicas bordadas y entonando sus alabanzas. Luego venía el ejército, y al cabo una procesión de unas doscientas mil personas con atavíos festivos. Innumerables hogueras fueron encendidas en todo el círculo de colinas de la bahía, y cada soldado y ciudadano de la procesión llevaba una antorcha. Fue el espectáculo teatral más impresionante, creo, que el mundo haya visto nunca, y estoy seguro de que también el más inútil. ¡Pero cómo gozaron todos con él! Un pinar se incendió en cabo Miseno, al suroeste, y ardió magníficamente. En cuanto Calígula llegó a Bauli, volvió a desmontar y pidió su tridente de puntas de oro y otra capa de púrpura bordada con peces y delfines de plata. Con esa vestimenta subió a la más grande de sus barcazas de placer, que lo esperaba junto al puente, y lo llevaron en ella a la isla central, que era con mucho la más grande, seguido por la mayor parte de sus tropas en navíos de guerra.

Allí desembarcó, trepó a una plataforma adornada con colgaduras de seda y arengó a las multitudes a medida que pasaban por el puente. Había Custodios para hacerlas circular, de modo que nadie escuchó más de unas pocas frases, aparte de sus amigos, que lo rodeaban en la plataforma —entre ellos yo—, y los soldados de los barcos de guerra más cercanos, a quienes no se había permitido desembarcar. Entre otras cosas, llamó a Neptuno cobarde por dejar que lo encadenaran sin lucha, y prometió que muy pronto le daría al viejo dios una lección más severa aún. (Parecía olvidar el sacrificio propiciatorio que había hecho). En cuanto al emperador Jerjes, que en una ocasión había tendido un puente sobre el Helesponto, en el curso de su infortunada expedición contra Grecia, Calígula se rió de él. Dijo que el famoso puente de Jerjes tenía apenas la mitad de la longitud del suyo; y que no era ni con mucho tan sólido. Luego anunció que daría a cada soldado dos piezas de oro para que bebieran a su salud, y a todos los integrantes de la multitud cinco piezas de plata.

La ovación duró media hora, cosa que pareció satisfacerlo. La interrumpió e hizo que se distribuyera el dinero allí mismo. Toda la procesión tuvo que volver a desfilar, y se llevó y vació saco tras saco de dinero. Al cabo de un par de horas se terminó la provisión de dinero, y Calígula dijo a los desilusionados que habían llegado tarde, que se vengaran de los codiciosos que se les habían adelantado. Por supuesto, esto provocó una lucha.

Luego siguió una de las noches más notables de borracheras y cantos y bromas pesadas y violencias y jarana que se haya conocido nunca. La bebida tenía siempre sobre Calígula el efecto de volverlo travieso. A la cabeza de los Exploradores y de los guardias de corps germanos, corrió por la isla y a lo largo de la hilera de tiendas, arrojando a la gente al mar. El agua estaba tan serena, que sólo los completamente borrachos, los ancianos, los decrépitos, los enfermos y los niños pequeños no pudieron salvarse. No se ahogaron más de doscientos o trescientos.

A eso de la medianoche lanzó un ataque naval contra una de las islas menores, quebrando el puente a ambos lados y luego embistiéndola con barco tras barco, hasta que los habitantes a quienes había aislado quedaron apiñados en un espacio reducidísimo del centro. El ataque final fue reservado para el barco portainsignia de Calígula. Agitó su tridente en el castillo de proa, cayó sobre los aterrorizados sobrevivientes y los hundió. Entre las víctimas de esa batalla marina figuraba la pieza más notable de la procesión triunfal de Calígula: Eleazar, el rehén parto, que era el hombre más alto del mundo. Tenía más de tres metros treinta de estatura. Pero no poseía una fortaleza proporcionada a su altura: su voz era como el balido de un camello, su espalda era débil, y se le consideraba de menguado intelecto. Era judío de nacimiento. Calígula hizo que embalsamaran el cadáver, lo vistió con una armadura y puso a Eleazar a la puerta de su dormitorio, para asustar a posibles asesinos.