Calígula tenía veinticinco años cuando ascendió al trono del imperio. La historia del mundo conoció muy pocas veces —si es que conoció alguna vez— un príncipe aclamado con más entusiasmo, ni príncipe alguno se encontró con una tarea más fácil: sólo tenía que satisfacer los modestos deseos de su pueblo, que sólo quería paz y seguridad. Con un abultado tesoro, ejércitos bien adiestrados, un excelente sistema administrativo, que sólo necesitaba un poco de cuidado para volver a funcionar a la perfección —porque a pesar de la negligencia de Tiberio el imperio continuaba funcionando bastante bien gracias al impulso que le había dado Livia—, con todas esas ventajas, sumadas al legado de cariño y confianza de que gozaba por ser el hijo de Germánico, y al inmenso alivio experimentado ante la desaparición de Tiberio, ¡qué espléndida oportunidad para ser recordado por la historia como «Calígula el Bueno» o «Calígula el Sabio» o «Calígula el Salvador»! Pero es inútil decir estas cosas. Porque si hubiese sido el hombre que la gente creía, no habría sobrevivido a sus hermanos, ni Tiberio lo hubiese elegido como su sucesor. Recuerda, Claudio, cuánto desprecio sentía Atenodoro por tales contingencias imposibles. Solía decir: «Si el Caballo de Troya hubiese tenido potrillos, hoy en día costaría menos alimentar a los caballos».
Al principio Calígula se divirtió estimulando los absurdos equívocos que todos abrigaban en cuanto a su verdadero carácter —aparte de yo mismo, mi madre, Macro y uno o dos más—, y hasta llegó a hacer un par de cosas concordantes con esa concepción equivocada. También quería consolidarse en su posición. Existían dos obstáculos para su total libertad de acción. Uno era Macro, cuyo poder lo tornaba peligroso. El otro era Gemelo. Porque cuando se leyó el testamento de Tiberio (para conservar el secreto sólo hubo como testigos unos pocos libertos y pescadores analfabetos), se descubrió que el anciano, nada más que para crear problemas, no había designado a Calígula su primer heredero, con Gemelo como segundo por si se producía algún accidente. Los hizo a ambos coherederos, y debían gobernar en años alternos. Pero Gemelo no había llegado a la mayoría de edad, y por lo tanto todavía no se le permitía siquiera entrar en el Senado, en tanto que Calígula era ya magistrado de segundo rango, unos años antes de la edad legal, y pontífice. Por consiguiente el Senado se mostró muy dispuesto a aceptar el punto de vista de Calígula, de que Tiberio no estaba en sus cabales cuando redactó el testamento, y a entregarle todo el poder sin obstáculos. Salvo en el caso de Gemelo, cuya parte de la Lista Civil también retuvo, con el argumento de que ésta era una parte constituyente de la soberanía, Calígula observó todas las demás cláusulas del testamento, y pagó todos los legados sin demora.
Los guardias debían recibir cincuenta piezas de oro por hombre. Para asegurarse su lealtad cuando llegase el momento de eliminar a Macro, Calígula duplicó la suma. Pagó al pueblo de Roma las cuarenta y cinco mil piezas de oro que le habían sido legadas, y agregó tres piezas más por cabeza. Dijo que había tenido la intención de entregarlas cuando llegara a la mayoría de edad, pero que el antiguo emperador se lo había prohibido. Los ejércitos recibieron el mismo legado que bajo el testamento de Augusto, pero esta vez lo recibieron en seguida. Lo que es más: pagó todas las sumas que aún se adeudaban del testamento de Livia, y que los legatarios habían considerado desde hacía tiempo como deudas incobrables. Para mí los dos aspectos más interesantes del testamento de Tiberio eran: el legado específico que me hacía de los libros históricos que me había dejado Polión pero que no me fueron entregados, junto con una cantidad de otros valiosos volúmenes, y la suma de veinte mil piezas de oro. Y un legado para la vestal principal, la nieta de Vipsania, de cien mil piezas de oro, que podía emplear como quisiera. La vestal principal, como nieta del asesinado Galo, fundió el dinero y lo convirtió en un gran cofre de oro para las cenizas de su abuelo.
Con estos legados de Livia y Tiberio me encontraba ahora en buena posición. Calígula volvió a asombrarme pagándome las cincuenta mil que reuní para Germánico en la época del motín; se había enterado de la historia por su madre. No me permitió rechazar el dinero, y dijo que si presentaba más protestas insistiría en pagarme también los intereses acumulados. Era una deuda que tenía con la memoria de su padre. Cuando le hablé a Calpurnia de mi nueva riqueza, pareció más apenada que alegre.
—No te traerá suerte —dijo—. Es mejor vivir modestamente, como hasta ahora, que correr el riesgo de que los delatores te despojen de toda tu fortuna con una acusación de traición.
Recordarán que Calpurnia era la sucesora de Acte. Era muy astuta para su edad: diecisiete años.
—¿Qué quieres decir, Calpurnia? —le pregunté—. ¿Delatores? Ahora no existen tales cosas en Roma, ni juicios por traición.
—No he tenido noticias de que embarcasen a los delatores en el mismo barco que a los mancebos —replicó.
Porque los pintarrajeados «huérfanos» de Tiberio habían sido desterrados por Calígula. Como gesto público de pureza espiritual envió a todo el grupo a Cerdeña, una isla sumamente insalubre, y les ordenó que trabajasen honradamente para ganarse el sustento, construyendo caminos. Algunos de ellos simplemente cayeron muertos cuando les pusieron picos y palas entre las manos, pero a los demás se les obligó a trabajar a azotes, incluso a los más delicados. Pronto tuvieron una racha de buena suerte. Un navío pirata hizo una repentina incursión, los capturó y se los llevó a Tiro, donde fueron vendidos como esclavos a ricos libertinos orientales.
—Pero no se atreverán a utilizar sus antiguas artimañas, Calpurnia. —Ella dejó a un lado su bordado.
—Claudio, no entiendo de política ni soy una erudita, pero por lo menos sé usar mi ingenio de prostituta y hacer sumas sencillas. ¿Cuánto dinero dejó el viejo emperador?
—Unos veintisiete millones en piezas de oro. Eso es mucho dinero.
—¿Y cuánto ha pagado el nuevo, en legados y regalos?
—Unos tres millones y medio. Sí, por lo menos esa suma.
—¿Y desde que es emperador, cuántas panteras y osos y leones y tigres y toros salvajes y demás ha importado para que los cazadores los maten en los anfiteatros y en el circo?
—Unos veinte mil, quizá. Probablemente más.
—¿Y cuántos otros animales han sido sacrificados en los templos?
—No sé. Calculo que entre cien mil y doscientos mil.
—¡Esos flamencos y antílopes del desierto y cebras y castores británicos tienen que haber costado algo! De manera que entre la compra de todos esos animales y el pago a los cazadores de los anfiteatros, y a los espadachines, por supuesto —me dicen que éstos cobran ahora cuatro veces más que bajo Augusto—, y los banquetes del Estado y los espectáculos teatrales —afirman que cuando volvió a llamar a los actores que el viejo emperador había desterrado, les pagó por todos los años que no trabajaron—. ¡Bonito!, ¿eh? ¡Y el dinero que ha gastado en las carreras de caballos! Bueno, entre una cosa y otra no le debe de quedar mucho de los veinte millones, ¿eh?
—Creo que en ese sentido tienes razón, Calpurnia.
—¡Bueno, siete millones en tres meses! ¿Cómo va a durar el dinero, a ese ritmo, aunque todos los ricachos se murieran y le dejasen sus fortunas? La renta imperial es menor ahora que cuando tu abuela dirigía el asunto y revisaba las cuentas.
—Quizá será más cauto después de la primera excitación de contar con dinero para gastar. Tiene una buena excusa para derrocharlo: dice que el estancamiento del dinero en el Tesoro, bajo Tiberio, ha tenido los efectos más desastrosos sobre el comercio. Quiere volver a poner en circulación unos cuantos millones.
—Bueno, tú lo conoces mejor que yo. Quizá sepa cuándo debe detenerse. Pero si sigue a este ritmo, en un par de años no le quedará un centavo, ¿y quién pagará entonces? Por eso hablé de los delatores y los juicios por traición.
—Calpurnia —dije—, te compraré un collar de perlas mientras tengo todavía el dinero. Eres tan inteligente como hermosa. Y espero que seas igualmente discreta.
—Preferiría el dinero en efectivo —me replicó—, si no tienes inconveniente.
Y al día siguiente le di quinientas piezas de oro. Calpurnia, una prostituta e hija de prostituta, era más inteligente y leal y bondadosa y recta que cualquiera de las cuatro nobles con las cuales me he casado. Pronto comencé a hacerle confidencias sobre mis asuntos privados, y puedo decir que nunca lo lamenté.
En cuanto terminó el funeral de Tiberio, Calígula se embarcó, a pesar del pésimo tiempo, hacia las islas donde habían sido enterrados su madre y su hermano Nerón. Recogió sus restos, semiquemados, y los trajo de vuelta. Los incineró correctamente y los enterró en la tumba de Augusto. Instituyó un nuevo festival anual, con combates a espada y carreras de caballos, en memoria de su madre, y sacrificios anuales a su espíritu y al de sus hermanos. Llamó «Germánico» al mes de septiembre, así como el anterior había sido llamado Augusto. También acumuló sobre mi madre, en un solo decreto, tantos honores como se le habían concedido a Livia en vida, y la nombró Suma Sacerdotisa de Augusto.
Luego decretó una amnistía general, hizo volver a todos los hombres y mujeres desterrados y puso en libertad a todos los prisioneros políticos. Incluso junto una gran cantidad de expedientes criminales que se referían a los casos de su madre y sus hermanos y los quemó en público, en la plaza del Mercado, después de jurar que no los había leído y que todos los que hubiesen actuado como delatores o contribuido en alguna otra forma a la muerte de sus seres queridos no debían abrigar temor alguno. Todos los antecedentes de aquella época perversa estaban destruidos. En rigor lo que quemó eran sólo copias; los originales los conservó. Siguió el ejemplo de Augusto y examinó con escrupulosidad los registros de las órdenes, para rechazar a todos los miembros indignos, e imitó el ejemplo de Tiberio, rechazando todos los títulos honoríficos, salvo el de emperador y Protector del Pueblo, y prohibiendo que se colocaran estatuas suyas. Me pregunté cuánto tiempo duraría este talante, y durante cuánto tiempo cumpliría la promesa que había hecho al Senado —en la ocasión en que éste le votó el poder imperial—, de compartir sus poderes con él y de ser su fiel servidor.
Después de seis meses de su monarquía, en septiembre, los cónsules terminaron su mandato, y él ocupó un consulado durante un tiempo. ¿Y a quién se supone que eligió como colega? ¡Pues a mí! Y yo, que veintitrés años antes le había rogado a Tiberio que me concediese honores verdaderos, no vacíos, habría renunciado ahora voluntariamente a mi nombramiento en favor de cualquiera. No porque quisiera volver a escribir (porque acababa de completar y revisar mi historia etrusca, y no tenía comenzada ninguna obra nueva), sino porque casi había olvidado todas las reglas de procedimiento, las fórmulas legales y los precedentes que otrora estudié con tanto ahínco, y porque me sentía incómodo en el Senado. Además, como estaba tan poco en Roma, no sabía de qué hilo era conveniente tirar para que las cosas se hicieran con rapidez, o quiénes eran los hombres de verdadera influencia. Inmediatamente me vi envuelto en problemas con Calígula. Me confió la tarea de hacer confeccionar estatuas de Nerón y Druso, que debían ser instaladas y consagradas en la plaza del Mercado, y la empresa griega a la que se las encargué prometió tenerlas listas para el día fijado para la ceremonia, a principios de diciembre. Tres días antes fui a ver cómo andaban los trabajos. Los granujas ni siquiera habían empezado las estatuas Presentaron algunas excusas diciendo que el mármol del color adecuado acababa de llegar. Me encolericé (como me sucede a menudo en ocasiones de esta clase, aunque mi cólera no dura mucho tiempo) y les dije que si no ponían a los obreros a trabajar en los bloques, noche y día, haría que toda la empresa —dueño, gerentes y obreros— fuese expulsada de la ciudad. Quizá los puse nerviosos, porque si bien Nerón quedó terminado la tarde anterior al día de la ceremonia —y la estatua tenía mucho parecido con él—, un escultor descuidado rompió la mano de Druso por la muñeca. Hay formas de reparar una rotura de esa clase, pero la unión siempre se ve, y yo no podía presentarle a Calígula un trabajo chapucero en una ocasión tan importante. Lo único que podía hacer era ir a verlo y decirle que Druso no estaría listo. ¡Cielos, cómo se enfureció! Amenazó con degradarme de mi consulado, y no quiso escuchar explicación alguna. Por fortuna había decidido renunciar al día siguiente a su consulado y pedirme que renunciara al mío en favor de los hombres originariamente elegidos. De modo que la amenaza terminó en nada e incluso volví a ser elegido cónsul, junto con él, cuatro años después.
Yo debía ocupar una serie de habitaciones en palacio, y debido a los severísimos discursos de Calígula contra todo tipo de inmoralidad (a la manera de Augusto) no podía tener a Calpurnia allí conmigo, aunque no estaba casado. Tuvo que quedarse en Capua, para mi disgusto, y sólo pude escurrirme de vez en cuando para visitarla. Su propia moral no parecía haber entrado dentro del marco de tan estrictas reglas. Empezaba a cansarse de la esposa de Macro, Ennia, de quien aquél se había divorciado a petición suya, y solía salir de noche en busca de aventuras galantes con un grupo de individuos alegres a quienes llamaba los «Exploradores». El grupo estaba compuesto habitualmente por tres jóvenes oficiales de estado mayor, dos famosos espadachines, el actor Apeles y Eutiquio, el mejor conductor de cuadrigas de Roma, que ganaba casi todas las carreras en que competía. Calígula se había convertido ahora en un acendrado partidario de los Verde Puerro, y hacía buscar por todo el mundo los caballos más veloces. Encontró una excusa religiosa para las carreras públicas de cuadrigas, y hacía disputar casi veinte por día, siempre que hacía un poco de sol. Ganaba algún dinero apostando con hombres de fortuna a quienes obligaba a colocar sus apuestas contra los otros colores, cosa que hacían por cortesía. Pero lo que de este modo ganaba era, según se dice, una simple gota en el océano de sus gastos. Sea como fuere, salía de noche con los jaraneros Exploradores, disfrazado, y visitaba los más bajos lupanares de la ciudad; por lo general se topaba luego con los Custodios, y su comandante se veía luego obligado a acallar el escándalo.
Las tres hermanas de Calígula, Drusila, Agripinila y Lesbia, se habían casado con nobles, pero él insistió en que fuesen a vivir a palacio. A Agripinila y Lesbia se les dijo que llevasen a sus esposos consigo, pero Drusila tuvo que dejar al suyo. Se llamaba Casio Longino, y fue enviado a gobernar Asia Menor. Calígula exigió que las tres fuesen tratadas con el máximo respeto, y les concedió todos los privilegios de que gozaban las vírgenes vestales. Unió sus nombres al suyo en las oraciones públicas por su salud y seguridad, e incluso en el juramento público que los funcionarios y sacerdotes hacían en su nombre, al ser consagrados: «Ni valoraré mi vida o la de mis hijos por encima de la vida de Él y de Sus hermanas». Las trataba de un modo que intrigaba a la gente; más como esposas que como hermanas.
Drusila era su favorita. Si bien se había librado de su esposo, ahora parecía desdichada, y cuanto más acongojada se mostraba más solícito era Calígula en sus atenciones. La casó, sólo para cubrir las apariencias, con cierto primo Emilio Lépido, a quien ya he mencionado como un perezoso hermano menor de aquella Emilia, hija de Julila, con quien estuve a punto de casarme cuando era un muchacho. Este Emilio Lépido, a quien se conocía por el apodo de Ganimedes por su aspecto afeminado y su obsequiosidad para con Calígula, era un valioso miembro de los Exploradores. Tenía siete años más que Calígula, pero éste lo trataba como a un chico de trece, y a Ganimedes parecía gustarle. Drusila no lo soportaba. Pero Agripinila y Lesbia entraban continuamente en su dormitorio, reían y jugaban con él, y le hacían bromas. A los esposos no parecía importarles. La vida en palacio resultaba sumamente desordenada. No quiero decir que no viviese con comodidad o que los criados no estuvieran bien educados, o que no se observasen con los visitantes las formalidades y cortesías comunes. Pero nunca podía saber qué relaciones de ternura existían entre esta persona y aquella: Agripinila y Lesbia parecían haberse intercambiado los esposos en una ocasión, y, en la siguiente, Apeles parecía tener ciertas vinculaciones íntimas con Lesbia y el conductor de cuadrigas con Agripinila. En cuanto a Calígula y Ganimedes… Pero ya he dicho lo suficiente para aclarar qué quiero significar con «desordenada». Yo era el único de entre todos ellos de edad madura, y no entendía en modo alguno las costumbres de la nueva generación. Gemelo también vivía en palacio; era un chico asustadizo, delicado, que se roía las uñas hasta la raíz y a quien habitualmente se encontraba sentado en un rincón, dibujando ninfas y sátiros y ese tipo de cosas para jarrones. No puedo decir mucho más sobre Gemelo, aparte de que un par de veces conversé con él, ya que le tenía lástima porque se encontraba tan fuera de lugar como yo entre todos los otros. Pero quizá pensó que trataba de obligarlo a decir algo contra Calígula, porque sólo me respondió con monosílabos. El día que se puso su túnica viril, Calígula lo adoptó como hijo y heredero suyo, y lo nombró Jefe de los Cadetes. Pero eso no era lo mismo, en modo alguno, que compartir la monarquía con él.
AÑO 38
d. de C.
Calígula cayó enfermo y durante todo un mes se desesperó de salvarle la vida. Los médicos lo llamaron fiebre cerebral. En Roma la consternación popular fue tan grande, que una multitud de no menos de diez mil personas se mantenía día y noche en torno al palacio, esperando un boletín favorable. Se elevaba de ella un murmullo y susurro sordo; el ruido, al llegar a mi ventana, parecía el de un hilo de agua distante corriendo sobre guijarros. Hubo ciertas manifestaciones de ansiedad de lo más notable. Algunos hombres pegaron incluso carteles en las puertas de sus casas, en los que se decía que si la Muerte detenía su mano y perdonaba al emperador, juraban entregarle su propia vida en compensación. Por consenso universal, todo ruido de tránsito y gritos y músicas callejeras cesó en quinientos metros a la redonda del palacio. Eso nunca había sucedido hasta entonces, ni siquiera durante la enfermedad de Augusto, la que supuestamente le había curado Musa. El boletín siempre decía: «No hay cambios».
Una noche Drusila golpeó a mi puerta y me dijo:
—¡Tío Claudio, el emperador quiere verte con urgencia! Ven en seguida. No te entretengas.
—¿Para qué me necesita?
—No lo sé. Pero por favor, haz lo que te pida. Tiene allí una espada. Te matará si no dices lo que quiere que digas. Esta mañana me puso la punta de la espada en la garganta. Tuve que jurarle una y otra vez que lo amaba. «Mátame, si quieres, querido mío», le dije. Oh, tío Claudio, ¿por qué habré nacido? Está loco. Siempre lo estuvo. Pero ahora está peor que loco. Es un poseso.
Fui al dormitorio de Calígula, que tenía grandes cortinajes y gruesas alfombras. Una débil lámpara de aceite ardía al lado de la cama. El aire estaba viciado. Me saludó con su voz quejumbrosa.
—¿Otra vez tarde? Te dije que te dieras prisa.
No parecía enfermo, sino sólo enfermizo. Dos robustos sordomudos armados con hachas montaban guardia, uno a cada lado de su cama.
—¡Oh, como corrí! —le dije, después de saludarlo—. Si no hubiese tenido una pierna coja, habría estado aquí casi antes de partir. ¡Qué alegría verte vivo y volver a escuchar tu voz, César! ¿Puedo atreverme a esperar que estés mejor?
—En realidad no estaba enfermo. Sólo quería descansar. Y he sufrido una metamorfosis. Es el más importante acontecimiento religioso de la historia. No es extraño que la ciudad haya estado tan silenciosa.
Sentí que esperaba de mí que le mostrase simpatía.
—¿Esa metamorfosis ha sido dolorosa, emperador? Espero que no.
—Tan dolorosa como si yo fuese mi propia madre. Tuve un nacimiento muy difícil. Por suerte, ya me he olvidado de todo eso. O casi de todo. Porque fui un niño muy precoz y recuerdo con claridad las expresiones de admiración de las comadronas, cuando me lavaban al aparecer yo en este mundo, y el sabor del vino que me pusieron entre los labios para fortalecerme después de mi lucha.
—Asombrosa memoria, emperador. ¿Pero puedo preguntar con humildad cuál es exactamente el carácter de ese glorioso cambio que se ha producido en ti?
—¿No resulta evidente? —preguntó a su vez, iracundo.
La palabra «poseso», que había empleado Drusila, y la conversación que sostuve con mi abuela Livia cuando agonizaba me dieron la clave. Caí de cara al suelo y lo adoré como a un dios. Al cabo de uno o dos minutos pregunté desde el suelo si yo era el primer hombre que había recibido el privilegio de adorarlo. Contestó que sí y estallé en expresiones de gratitud. Mientras, él me pinchaba pensativamente la nuca con la punta de la espada. Creí estar a punto de morir.
—Admito —dijo— que todavía llevo un disfraz de mortal, de modo que no es notable que no hayas advertido en el acto mi divinidad.
—No sé cómo pude haber estado tan ciego. Tu rostro resplandece, a esta débil luz, como una lámpara.
—¿De veras? —preguntó con interés—. Levántate y dame ese espejo.
Le entregué un bruñido espejo de acero y convino en que refulgía con gran luminosidad. En ese rapto de buen humor empezó a hablarme de sí mismo.
—Siempre supe que esto ocurriría —dijo—. Siempre me sentí divino. Imagínate. A los dos años de edad aplasté un motín del ejército de mi padre y salvé a Roma. Eso fue prodigioso, como las historias que se cuentan acerca del dios Mercurio cuando era un niño, o de Hércules, que estranguló a las serpientes en su cuna.
—Y Mercurio sólo robó un par de bueyes —dije— y tañó un par de notas en la lira. Eso no fue comparable.
—Y lo que es más, a la edad de ocho años había matado a mi padre. Ni el propio Júpiter pudo hacer eso. Sólo desterró al suyo.
Creí que Calígula estaba desvariando, pero le pregunté, con voz normal:
—¿Por qué lo hiciste?
—Se interponía en mi camino. Trató de disciplinarme. ¡A mí, a un joven dios, imagínate! De modo que lo maté de miedo. Metí cosas muertas en nuestra casa de Antioquia y las oculté bajo baldosas flojas. Y escribí encantamientos en las paredes. Y llevé un gallo a mi habitación para que le anunciara la muerte. Y le robé su Hécate. ¡Mírala, aquí está! La guardo siempre bajo la almohada.
Me mostró el amuleto de jaspe verde. Cuando lo reconocí se me heló el corazón, dije, con voz horrorizada:
—¿Entonces fuiste tú? ¿Y tú fuiste el que trepó a la habitación cerrada, se introdujo por la ventanilla, y dibujó allí sus sortilegios?
Asintió, orgulloso, y continuó parloteando:
—Y no sólo maté a mi padre natural, sino también a mi padre adoptivo: Tiberio. Y en tanto que Júpiter sólo se acostó con una hermana, Juno, yo me he acostado con mis tres hermanas. Martina me dijo que era lo correcto, si quería parecerme a Júpiter.
—¿Entonces conociste bien a Martina?
—En efecto. Cuando mis padres estaban en Egipto, yo solía visitarla todas las noches. Era una mujer muy sabia. Y te diré otra cosa. Drusila también es divina. Lo anunciaré cuando anuncie mi divinidad. ¡Cómo amo a Drusila! Casi tanto como ella a mí.
—¿Puedo preguntarte cuáles son tus sagradas intenciones? Es indudable que esta metamorfosis afectará profundamente a Roma.
—Sin duda. En primer lugar haré que todo el mundo tiemble de terror y respeto ante mí. No me dejaré gobernar por un grupo de viejos gruñones, les mostraré. ¿Pero tú te acuerdas de tu vieja abuela Livia? ¡Qué chiste! Quién sabe cómo, se había creído que sería el dios eterno que todo el mundo ha estado profetizando en Oriente durante los últimos mil años. Creo que fue Trásilo quien la convenció de que ese dios era ella. Trásilo nunca decía mentiras, pero le gustaba engañar a la gente. ¿Sabes?, Livia no conocía los términos exactos de la profecía. El dios tiene que ser un hombre, no una mujer, y no ha nacido en Roma, aunque reinará en la capital (yo nací en Ancio), y habrá nacido en un momento de profunda paz (como yo), pero estará destinado a ser la causa de innumerables guerras, después de su muerte. Morirá joven y al principio será amado por su pueblo y luego odiado, y al cabo tendrá una muerte miserable, abandonado por todos. «Sus criados beberán su sangre». Luego, después de su muerte, gobernará sobre todos los otros dioses del mundo, en tierras todavía no conocidas por nosotros. Martina me dijo que últimamente se han conocido muchos prodigios en Oriente, que demostraban de forma concluyente que dios había nacido al fin. Los judíos son los que más excitados se muestran. En cierto modo se sienten especialmente relacionados con todo eso. Supongo que será porque en una ocasión visité su ciudad, Jerusalén, con mi padre, y les ofrecí allí mi primera manifestación divina.
Se interrumpió.
—Me interesaría mucho que me contaras eso —dije.
—Oh, no fue nada de importancia. Nada más que por broma, entré en una casa donde algunos de sus sacerdotes y doctores hablaban de teología y les grité: «Sois un hatajo de viejos farsantes e ignorantes. No sabéis nada de esto». Esto causó una gran sensación, y un anciano de barba blanca me preguntó: «¿Sí? ¿Y quién eres tú, niño? ¿Eres aquel que ha sido profetizado?». «Sí», le contesté con audacia. «¡Pues entonces enséñanos!» respondió, sollozando de arrobamiento. «¡Desde luego que no! Está por debajo de mi dignidad», le repliqué, y salí corriendo otra vez. ¡Tendrías que haberles visto la cara! No, Livia fue una mujer lista y capaz a su manera —una Ulises femenina, como una vez le dije a la cara—, y quizás algún día la deificaré como deidad importante. Quizá la convertiremos en la diosa de los escribientes y contadores, porque tenía una buena cabeza para los números. Sí, y agregaremos a los envenenadores, así como Mercurio tiene bajo su protección a los ladrones, además de los mercaderes y los viajeros.
Eso es justo —dije—. Pero estoy ansioso por saber lo siguiente: ¿bajo qué nombre debo adorarte? ¿Es incorrecto, por ejemplo, llamarte Júpiter? ¿Eres más grande aún que Júpiter?
—Oh, mucho más grande que Júpiter —contestó—, por supuesto, pero todavía anónimo. Creo que por el momento me llamaré Júpiter, el Júpiter latino, para distinguirme de ese otro individuo griego. Tendré que arreglar cuentas con él uno de estos días. Se ha salido con la suya durante demasiado tiempo.
—¿Cómo es que tu padre no fue también un dios?, inquirí. —Nunca oí hablar de un dios que no tuviese un padre divino.
—Es muy sencillo. Mi padre fue el dios Augusto.
—Pero él no te adoptó, ¿verdad? Sólo adoptó a tus hermanos mayores, y dejó que tú continuaras el linaje de tu padre.
—No quiero decir que fuese mi padre adoptivo. Quiero decir que soy el hijo de su incesto con Julia. Esa es la única solución posible. Por supuesto, no soy hijo de Agripina; su padre no era nadie. Es ridículo.
No fui tan tonto como para señalarle que en ese caso Germánico no era su padre y por lo tanto sus hermanas sólo eran sus sobrinas. Le seguí la corriente, como me había aconsejado Drusila, y dije:
—Esta es la hora más gloriosa de mi vida. Permíteme retirarme y ofrecerte sacrificios en seguida, con las fuerzas que me quedan. El aire divino que exhalas es demasiado poderoso para mi nariz mortal. Estoy a punto de desvanecerme.
El cuarto estaba muy mal ventilado. Calígula no había permitido que abrieran las ventanas desde que comenzó a guardar cama.
—Ve en paz —me respondió—. Había pensado en matarte, pero no lo haré. Diles a los Exploradores que soy un dios, y que el rostro me resplandece, pero no les digas nada más. En todo otro sentido te impongo un sagrado silencio.
Volví a caer de bruces y me retiré caminando hacia atrás. Ganimedes me detuvo en el corredor y me pidió noticias.
—Acaba de convertirse en un dios —le repuse—, y en un dios muy importante, según dice. Su rostro despide luz.
—Malas noticias para nosotros los mortales —dijo Ganimedes—. Pero lo veía venir. Gracias por la información. La transmitiré a los demás. ¿Lo sabe Drusila? ¿No? Pues se lo diré.
—Dile que también ella es una diosa —continué—, por si no se ha dado cuenta.
Volví a mi habitación y pensé: «Esto era lo mejor que podía suceder. Todos verán que está loco, y lo encerrarán. Y ahora no quedan descendientes de Augusto con edad suficiente como para convertirse en emperadores, salvo Ganimedes, y no tiene ni la popularidad ni la fuerza de carácter necesarias. La república será restablecida. El suegro de Calígula es el hombre. Tiene más influencia que ningún otro en el Senado. Yo lo apoyaré. Si pudiéramos librarnos de Macro y poner en su lugar a un comandante de la guardia decente, todo sería más fácil. Los guardias serán el mayor obstáculo. Saben muy bien que nunca recibirán regalos de cincuenta y cien piezas de oro votados por un Senado republicano. Sí, Seyano fue quien tuvo la idea de convertirlos en una especie de ejército privado de mi tío Tiberio, lo que confirió a su monarquía un sello de absolutismo oriental. Tendremos que destruir el campamento y volver a alojar a los hombres en casas particulares, como hacíamos antes».
Pero —¿es posible creerlo?— la divinidad de Calígula fue aceptada por todos sin discusiones. Durante un tiempo se conformó con permitir que la noticia circulase en privado, y con seguir siendo oficialmente un mortal. Si todos hubiesen tenido que echarse al suelo cada vez que aparecía, ello habría estropeado sus libres y fáciles relaciones con los Exploradores y limitado la mayoría de sus placeres. Pero diez días después de su restablecimiento, que fue saludado con inexpresable júbilo, tomó sobre sí todos los honores mortales que Augusto había acepta do en vida, y uno o dos más. Era César el Bueno, César el Padre de los Ejércitos, y el Graciosísimo y Poderoso César, y Padre de la Patria, título que Tiberio había rechazado con firmeza durante toda su vida.
Gemelo fue la primera víctima del terror. Calígula mandó llamar a un coronel de la guardia y le dijo: «Mata al traidor, mi hijo, en seguida».
El coronel fue directamente a las habitaciones de Gemelo y le cortó la cabeza. La víctima siguiente fue su suegro. Era miembro de la familia Silano; Calígula se había casado con su hija Junia, pero ésta murió al dar a luz un año antes de que él llegara a ser emperador. Silano gozaba de la distinción de ser el único senador de quien Tiberio jamás había sospechado. Este siempre se había negado a escuchar apelación alguna de las sentencias judiciales de Silano. Calígula le envió ahora un mensaje: «Para mañana al alba tienes que estar muerto». El desdichado se despidió entonces de su familia y se cortó la garganta con una navaja. Calígula explicó en una carta al Senado que Gemelo había muerto de la muerte del traidor. Durante su peligrosa enfermedad el joven no había ofrecido oración alguna por su recuperación, sino que trató de congraciarse con los oficiales de la guardia de corps. Lo que es más, había tomado antídotos contra veneno, cada vez que iba a cenar a palacio, de modo que toda su persona apestaba a ellos. «¿Pero hay algún antídoto contra el César?». Su suegro, escribía Calígula, era otro traidor. Se había negado a ir a verlo el día de tormenta en que partió rumbo a Pandataria y Ponza para recoger los restos de su madre y su hermano, y se quedó en Roma con la esperanza de apoderarse de la monarquía si las tempestades hacían zozobrar el barco.
Estas explicaciones fueron aceptadas por el Estado. La verdad del asunto es que Silano era tan mal marinero, que enfermaba de mareo cada vez que viajaba en un barco, y que fue el propio Calígula quien rechazó bondadosamente su ofrecimiento de acompañarlo en ese viaje. En cuanto a Gemelo, tenía una tos obstinada, y olía a la medicina que bebía para aliviarse la garganta, para no molestar a los demás durante la cena.