De los últimos cinco años del reinado de Tiberio, cuanto menos se diga mejor será. No puedo escribir en detalle sobre Nerón, condenado a morir lentamente de hambre; ni de Agripina, que se alegró con la noticia de la caída de Seyano, pero que cuando vio que ello no mejoraba en nada las cosas se negó a comer y durante un tiempo fue alimentada por la fuerza, y al cabo se la dejó morir, como quería; o de Galo, que murió de consunción; o de Druso, que, sacado un tiempo antes de su buhardilla en palacio y trasladado a un oscuro sótano, fue encontrado muerto con la boca llena de borra de lana del colchón, que había estado mascando, acuciado por el hambre. Pero debo decir por lo menos que Tiberio escribió cartas al Senado regocijándose por la muerte de Agripina y Nerón —ahora la acusaba a ella de traición y de adulterio con Galo— y lamentando, en el caso de Galo, que la urgencia de los asuntos públicos le hubiese obligado a postergar constantemente su proceso, de modo que murió antes de que se pudiese demostrar su culpabilidad. En cuanto a Druso, escribía que este joven era el bribón más lascivo y traicionero que jamás había conocido. Ordenó que el capitán de la guardia que había estado a cargo de su vigilancia leyese en público un acta de las afirmaciones traicioneras que Druso había hecho mientras se encontraba en la cárcel. Nunca se leyó en el Senado un documento tan penoso. Por las observaciones de Druso resultaba claro que había sido castigado, torturado e insultado por el capitán, por los soldados y aun por los esclavos, y que cada día se le daba menos comida y bebida, migaja a migaja y gota a gota. Tiberio llegó a ordenar al capitán que leyera la última maldición que pronunció Druso antes de morir. Era una salvaje pero bien expresada imprecación, en la que acusaba a Tiberio de avaricia, traición, obscenidad y regodeo en la tortura, de haber asesinado a Germánico y a Póstumo, y de toda una serie de otros delitos (gran parte de los cuales había cometido, pero ninguno de los cuales fue mencionado en público hasta entonces). Pedía a los dioses que los inmensos sufrimientos y congojas que Tiberio había causado a los demás cayesen sobre él con fuerza cada vez mayor, mientras durmiera o en la vigilia, noche y día, durante toda su vida, y que lo torturasen eternamente desde el día del Juicio infernal. Los senadores interrumpieron la lectura con exclamaciones de fingido horror ante la traición de Druso, pero esos «oh» y gemidos ocultaban su turbación por el hecho de que Tiberio les proporcionase voluntariamente tales revelaciones de su perversidad. Tiberio se tenía mucha lástima en esos días (según lo supe después por boca de Calígula), estaba atormentado por el insomnio y los temores supersticiosos, y anhelaba la simpatía del Senado. Le dijo a Calígula, con lágrimas en los ojos, que el asesinato de sus parientes le había sido impuesto por sus ambiciones y por la política que había heredado de Augusto (dijo Augusto, no Livia), de anteponer la tranquilidad del imperio a sus sentimientos personales. Calígula, que nunca había mostrado la menor señal de pena o cólera por el trato que imponía Tiberio a su madre o sus hermanos, se condolió con el anciano y luego le habló de un nuevo tipo de vicio que había conocido recientemente por algunos sirios. Esa clase de conversaciones era la única manera de alegrar a Tiberio cuando tenía ataques de remordimiento. Lépida, que había traicionado a Druso, no le sobrevivió mucho tiempo. Fue acusada de adulterio con un esclavo, y como no pudo negar la acusación (porque la encontraron en la cama con él), se suicidó.
Calígula pasaba la mayor parte de su tiempo en Capri, pero de vez en cuando iba a Roma, en nombre de Tiberio, para vigilar a Macro. Este hacía ahora todo el trabajo de Seyano, y con suma eficacia, pero fue lo bastante sensato como para hacerle saber al Senado que no deseaba que se le votaran honores y que cualquier senador que los propusiera sería procesado por alguna acusación de traición, incesto o falsificación. Tiberio había indicado a Calígula como su sucesor por varios motivos. El primero era que la popularidad de Calígula como hijo de Germánico hacía que la gente se portase lo mejor posible, por miedo a que cualquier disturbio fuese castigado con su muerte. El segundo consistía en que Calígula era un excelente servidor y una de las pocas personas lo bastante malvadas para hacer que, en comparación, Tiberio se sintiese un hombre virtuoso. El tercero era que no creía que Calígula llegase a ser emperador. Porque Trásilo, en quien continuaba confiando absolutamente (ya que nunca sucedió nada que contrariase sus predicciones), le había dicho: «Calígula no puede llegar a ser emperador, lo mismo que no puede galopar a través de la bahía, desde Baias hasta Puteoli». También le había dicho: «Dentro de diez años Tiberio César seguirá siendo emperador».
Esto resultó ser cierto, pero se trataba de otro Tiberio César.
Tiberio sabía muchas cosas, pero Trásilo le ocultaba algunas. Por ejemplo, conocía el destino de su nieto Gemelo, que en realidad no era su nieto porque el padre no era Cástor, sino Seyano. Un día le dijo a Calígula: «Te nombro mi principal heredero. Mi segundo heredero será Gemelo, por si tú mueres, pero esto no es más que una formalidad. Sé que matarás a Gemelo, pero entonces otros te matarán a ti».
Decía esto con la esperanza de sobrevivirlos a ambos. Y luego agregó, repitiendo una cita de una tragedia griega: «Cuando haya muerto, que el Fuego y la Tierra se confundan».
Pero Tiberio no había muerto aún. Los delatores continuaban trabajando y cada año eran ejecutadas más personas. Apenas quedaba un senador que hubiese ocupado su puesto desde los días de Augusto. Macro tenía mucha más sed de sangre y muchos menos escrúpulos en cuanto a derramarla que Seyano. Este por lo menos era hijo de un caballero; el padre de Macro había nacido esclavo. Entre las nuevas víctimas se contaba Plancina, que, ahora que Livia había muerto, no tenía a nadie que la protegiera. Se la acusó una vez más de envenenar a Germánico, porque tenía bastante dinero. Tiberio no permitió que la procesaran hasta que murió Agripina, porque si ésta se hubiese enterado de la noticia se habría alegrado. Yo no me afligí cuando supe que el cadáver de Plancina había sido arrojado por la Escalinata, aunque se anticipó a la ejecución suicidándose.
Un día, mientras cenaba con Tiberio, Nerva le pidió que lo perdonase; le explicó que no sentía apetito y no quería comer. Durante todo ese tiempo había gozado de perfecta salud y ánimo, y parecía contento con la vida recoleta de Capri. Al principio Tiberio pensó que Nerva había tomado una purga la noche anterior y quería hacer descansar el estómago, pero cuando continuó con su ayuno el segundo y tercer día, comenzó a temer que hubiera decidido suicidarse por hambre. Se sentó al lado de Nerva y le rogó que le dijese por qué no comía. Pero Nerva sólo volvió a disculparse y le dijo que no sentía hambre. Tiberio pensó que quizás estuviese disgustado con él por no haber seguido antes su consejo de impedir la crisis económica.
—¿Comerías con mejor apetito —le preguntó— si derogase todas las leyes que limitan el interés sobre los préstamos a una cifra que tú consideras demasiado baja?
—No, no se trata de eso —respondió Nerva—. Es que no tengo hambre.
Al día siguiente Tiberio le dijo:
—Le he escrito al Senado. Alguien me ha dicho que dos o tres hombres se ganan la vida como delatores profesionales de los delincuentes. Jamás se me ocurrió que recompensando la lealtad al Estado estimularía a los hombres a que empujasen a sus amigos al delito para luego traicionarlos pero parece que esto ha sucedido en más de un caso. Le he dicho al Senado que ejecute de inmediato a todas las personas de quienes pueda demostrarse que se ganan la vida por medio de una conducta tan infame. ¿Quizás ahora querrás comer algo?
Cuando Nerva se lo agradeció y alabó su decisión pero manifestó que seguía sin apetito, Tiberio se sintió deprimido.
—Si no comes te morirás, Nerva, ¿y qué haré yo entonces? Ya sabes cuánto valoro tu amistad y tus consejos políticos. Por favor, te lo ruego: come. Si te murieras, el mundo pensaría que la culpa ha sido mía, o por lo menos que te dejaste morir por odio hacia mí. ¡Oh, no te mueras, Nerva! Eres el único verdadero amigo que me queda.
—Es inútil que me pidas que coma, César —respondió Nerva—. Mi estómago rechaza todo lo que le doy. Y es imposible que nadie diga cosas tan perversas como las que sugieres. Todos saben qué gobernante tan sabio y qué hombre tan bondadoso eres, y estoy seguro de que no tienen motivos para considerarme desagradecido ¿verdad? Si tengo que morir, moriré, y eso es todo. La muerte es el destino común de todos los hombres, y por lo menos tendré la satisfacción de no sobrevivirte.
Tiberio no se dejó convencer, pero pronto Nerva estuvo demasiado débil para contestar a sus preguntas: murió al noveno día.
AÑO 36
d. de C.
También murió Trásilo. Su muerte fue anunciada por un lagarto Era un lagarto pequeñito y atravesó corriendo la mesa de piedra donde Trásilo desayunaba con Tiberio, al sol, y se le subió al índice, Trásilo le preguntó: «¿Has venido a llamarme, hermano? Te esperaba a esta hora». Luego, volviéndose hacia Tiberio le dijo «Mi vida ha terminado, César, ¡adiós! Nunca te dije una mentira, Tú me dijiste muchas. Pero ten cuidado cuando tu lagarto te traiga la advertencia».
Cerró los ojos y unos instantes después había muerto.
Ahora bien Tiberio tenía como favorito al animal más exótico que nunca se hubiese visto en Roma. Las jirafas provocaron admiración cuando se las vio por primera vez, lo mismo que los rinocerontes, pero ése, aunque no tan grande, era mucho más fabuloso. Provenía de una isla situada más allá de la India. Llamada Taela, un lagarto escamoso de casi tres metros de largo, de horrible cabeza y larga lengua veloz. Cuando lo vio por primera vez dijo que no volvería a mostrarse ecléctico en cuanto a los monstruos que según se decía habían matado Hércules y Teseo. Se lo llamaba Dragón, Tiberio lo alimentaba todos los días con cucarachas, ratones muertos y sabandijas por el estilo. Tenía un olor desagradable, hábitos asquerosos y un temperamento perverso. El dragón y Tiberio se entendían a la perfección. Este pensó que había querido decir que el animal lo mordería algún día, de modo que lo metió en una jaula con barrotes demasiado estrechos como para que asomara la cabeza entre ellos.
AÑO 37
d. de C.
Tiberio tenía entonces setenta y ocho años, y el constante uso de la mirra y otros afrodisíacos similares lo había debilitado. Pero se vestía con elegancia y trataba de comportarse como un hombre que no hubiese pasado de la mediana edad. Se había cansado de Capri, ahora que Nerva y Trásilo ya no estaban con él y a principios de marzo del año siguiente decidió desafiar al destino y visitar Roma. Partió hacia allí en cómodas etapas; su última parada fue una casa de campo en la vía Apia, a la vista de las murallas de la ciudad. Pero al día siguiente el dragón le proporcionó la advertencia profetizada. Tiberio fue a alimentarlo al mediodía y lo encontró echado en la jaula, muerto, con una gran cantidad de hormigas negras corriéndole por todo el cuerpo, tratando de arrancarle trocitos de carne blanda. Lo tomó como una señal de que si continuaba avanzando hacia la ciudad moriría como el dragón, y la multitud lo haría pedazos. De modo que regresó de prisa. Pescó un enfriamiento viajando con un ventarrón del este, y empeoró cuando concurrió a unos Juegos organizados por los soldados de la guarnición de un pueblo por el que pasó. Soltaron un jabalí salvaje y le pidieron qué le lanzara una jabalina desde su palco. Arrojó una y erró, se sintió disgustado y pidió otra. Siempre se había jactado de su habilidad con la jabalina, y no quería que los soldados pensaran que la vejez lo había vencido. Se acaloró y excitó, al arrojar jabalina tras jabalina, tratando de herir al jabalí desde una distancia imposible, y finalmente tuvo que abandonar la tentativa, agotado. El jabalí estaba intacto, y Tiberio ordenó que lo pusieran en libertad, como recompensa por su habilidad para eludir sus tiros.
El enfriamiento se le asentó en el hígado, pero continuó viajando de vuelta a Capri. Llegó a Miseno, que se encuentra en el extremo más cercano de la bahía de Nápoles. La flota occidental tenía allí su amarradero. Tiberio se disgustó al encontrar el mar tan picado que resultaba imposible cruzarlo. Pero tenía una espléndida casa de campo en el promontorio de Miseno, otrora había pertenecido al famoso epicúreo Lúculo. Se alojó en ella con su séquito. Calígula lo había acompañado, lo mismo que Madro, y para demostrar que no le ocurría nada Tiberio ofreció un gran banquete a los funcionarios locales. El festín estaba avanzado cuando el médico particular de Tiberio le pidió permiso para salir de la sala y atender algunos asuntos personales. Ciertas hierbas, según es sabido, tienen mayores virtudes cuando son recogidas a medianoche, o cuando la luna se encuentra en tal y cual posición, y Tiberio estaba acostumbrado a que su médico se levantara de la mesa durante las comidas para ocuparse de esas cosas. Tomó la mano de Tiberio para besarla, pero la retuvo más tiempo del necesario. Tiberio pensó, correctamente, que el médico le estaba tomando el pulso para ver cuán débil se encontraba, de modo que le hizo volver a sentarse en castigo y continuó con el banquete durante todo el resto de la noche, para demostrar que no estaba enfermo. Al día siguiente se encontraba en estado de postración, y por Miseno circuló la noticia, difundida luego en Roma, de que estaba a punto de morir.
Ahora bien, Tiberio había dicho a Macro que quería que se encontrasen pruebas de traición contra ciertos destacados senadores a quienes odiaba, y le había ordenado que obtuviese la condena de los mismos por los medios que prefiriera. Macro los incluyó a todos como cómplices en una acusación que preparaba contra una mujer que lo había agraviado, la esposa de un ex agente de Seyano que había rechazado sus proposiciones. Todos fueron acusados de adulterio con ella y de pronunciar el nombre de Tiberio en vano. Amedrentando a libertos y torturando a esclavos, Macro consiguió las pruebas necesarias; para entonces los libertos y los esclavos habían perdido la tradición de fidelidad hacia sus amos. Comenzó el juicio. Pero los amigos de los acusados advirtieron que aunque el propio Macro dirigía el interrogatorio de los testigos y la tortura de los esclavos, no se veía sobre la mesa la habitual carta imperial, aprobatoria de sus acciones. Llegaron entonces a la conclusión de que quizás Macro había agregado a la lista que le dio Tiberio uno o dos enemigos propios. La víctima principal de esas acusaciones evidentemente absurdas era Arruncio, el miembro más antiguo y más digno del Senado. Un año antes de su muerte Augusto había dicho que en ausencia de Tiberio habría sido la única alternativa posible para la elección de emperador. Tiberio ya había tratado una vez de condenarlo por traición, pero sin éxito. El anciano Arruncio era el único lazo de unión que quedaba con la era de Augusto. Por esa circunstancia se habían desatado sentimientos tan enérgicos contra sus acusadores, aunque se creía que actuaban por instigación de Tiberio, que los condenados fueron ellos mismos. Quedaron convictos de perjurio, y se les condenó a muerte. Se sabía que recientemente Macro había disputado con Arruncio por motivos de dinero, de modo que el juicio fue postergado hasta que Tiberio hubiese confirmado el nombramiento de Macro. Tiberio no contestó la pregunta del Senado, de modo que Arruncio y los demás estaban desde hacía algún tiempo en la cárcel. Al cabo Tiberio envió la confirmación necesaria y se fijó el día para el nuevo juicio. Arruncio estaba decidido a suicidarse antes de que terminase el proceso para que no le confiscasen sus propiedades y sus nietos no quedasen arruinados. Se despedía de unos viejos amigos cuando llegó la noticia de la grave enfermedad de Tiberio. Sus amigos le pidieron que postergase el suicidio hasta el último momento, porque si las noticias eran ciertas tenía muchas posibilidades de sobrevivir a Tiberio y ser perdonado por su sucesor. Arruncio replicó: «No, he vivido demasiado tiempo. Mi vida fue demasiado difícil en la época en que Tiberio compartía su poder con Livia. Resultó casi intolerable cuando lo compartió con Seyano. Pero Macro ha demostrado ser más canalla aún que Seyano, y fijaos en lo que os digo, la educación que ha recibido Calígula en Capri lo convertirá en un emperador aún peor que Tiberio. En mi vejez no puedo convertirme en esclavo de un nuevo amo como él».
Tomó un cortaplumas y se seccionó la arteria de la muñeca. Todos se sintieron muy conmovidos, porque Calígula era un héroe popular, y se esperaba que fuese un segundo Augusto, o mejor todavía que éste. Nadie pensó en censurarlo por su fingida lealtad a Tiberio. Por el contrario, se le admiró por su astucia, que le había hecho sobrevivir a sus hermanos, y por ocultar tan bien lo que se suponía que eran sus verdaderos sentimientos.
Entretanto, Tiberio había caído en coma, con el pulso casi detenido. Su médico le dijo a Macro que dos días más, como mucho, era lo único que le quedaba por vivir. Toda la corte estaba alborotada. Macro y Calígula se entendían a la perfección. Calígula respetaba la popularidad de aquél entre los guardias, y éste respetaba la popularidad de que gozaba Calígula ante los ojos de la nación toda. Cada uno contaba con el respaldo del otro. Además Macro estaba en deuda con Calígula por su ascenso al poder, y Calígula tenía relaciones amorosas con la esposa de Macro, que éste había tenido la gentileza de tolerar. Tiberio ya había hecho unos agrios comentarios sobre la amistad de Macro con Calígula, diciéndole: «Haces bien en abandonar al sol poniente por el naciente».
Macro y Calígula comenzaron a enviar mensajes a los comandantes de los distintos regimientos y ejércitos, para decirles que el emperador se moría y que había designado a Calígula como su sucesor; le había entregado su anillo de sello. Es cierto que, en un intervalo de lucidez, Tiberio hizo llamar a Calígula y se quitó el anillo del dedo. Pero cambió de idea y volvió a ponérselo, y luego entrelazó los dedos de ambas manos, como para impedir que nadie se lo robase. Cuando volvió a caer en la inconsciencia y no dio más señales de vida, Calígula le quitó sigilosamente el anillo, y ahora se pavoneaba con él, enseñándolo a todos los que encontraba y aceptando felicitaciones y reverencias.
Pero Tiberio no había muerto aún. Gimió, se retorció, se incorporó y llamó a su ayuda de cámara. Estaba debilitado debido a su largo ayuno, pero por lo demás seguía siendo el mismo de siempre. Era una broma que ya había hecho antes, esa de parecer muerto y volver a revivir. Llamó una vez más. Nadie lo escuchó. Los ayudantes de cámara estaban todos en la despensa, bebiendo a la salud de Calígula. Pero pronto apareció un esclavo emprendedor para ver si podía robar algo de la habitación mortuoria, en ausencia de los demás. El cuarto estaba a oscuras, y Tiberio le dio el susto de su vida al gritar de pronto: «¿Dónde están los lacayos, por todos los infiernos? ¿No me han oído llamar? ¡Quiero pan y queso, y una tortilla, un par de chuletas y un vaso de vino de Quíos ahora mismo! ¡Y por mil Furias! ¿Quién me ha robado mi anillo?».
El esclavo salió corriendo de la habitación y casi tropezó con Macro, que pasaba en ese momento.
«El emperador está vivo, señor, y pide comida y su anillo», logró articular.
La noticia corrió por palacio, y se produjo una escena ridícula. Los que estaban apiñados en torno a Calígula se dispersaron en todas direcciones. Se escucharon gritos de: «¡Gracias a Dios, la noticia era falsa! ¡Viva Tiberio!».
Calígula se encontraba en un desdichado estado de vergüenza y terror. Se quitó el anillo y buscó algún lugar para ocultarlo.
Sólo Macro conservó la serenidad.
«Es una mentira estúpida —gritó—. El esclavo debe haberse vuelto loco. ¡Hazlo crucificar, César! Hace una hora dejamos muerto al antiguo emperador».
Musitó algo a Calígula, quien asintió con alivio agradecido. Luego se precipitó hacia la habitación de Tiberio. Este se encontraba en pie, maldiciendo, gimiendo y trastabillando débilmente hacia la puerta. Macro lo tomó en sus brazos, lo arrojó sobre la cama y lo ahogó con una almohada. Calígula estaba junto a él.
Los prisioneros que habían sido encarcelados junto con Arruncio fueron puestos en libertad, aunque la mayoría desearon luego haber seguido su ejemplo. Había, además, unos cincuenta hombres y mujeres que habían sido acusados de traición en un grupo separado. No tenían influencia alguna en el Senado, ya que eran en su mayor parte tenderos que no se habían mostrado dispuestos a pagar el «dinero de protección» que los capitanes de Macro cobraban ahora en todos los barrios de la ciudad. Fueron juzgados y condenados, y tenían que ser ejecutados el 16 de marzo. Pero Calígula se encontraba en Miseno y no se podía apelar a él con tiempo, y el gobernador de la cárcel tenía miedo de perder su puesto si cargaba sobre sí la responsabilidad de postergar las ejecuciones. Por lo tanto los mataron y sus cadáveres fueron arrojados por la Escalinata, en la forma acostumbrada.
Esa fue la señal para un estallido de cólera popular contra Tiberio.
«Pica como una avispa a punto de morir», gritó alguien.
Se reunieron multitudes en las esquinas, para efectuar solemnes servicios de conminación —bajo la dirección de los jefes de barrio—, en los que suplicaron a la Madre y a los Jueces de los Muertos que no diesen paz ni descanso al cadáver y espíritu de ese monstruo hasta el día de la disolución universal. El cadáver de Tiberio fue llevado a Roma bajo una fuerte escolta de guardias. Calígula integraba la procesión como uno de los deudos y todo el mundo corrió a recibirlo, no de luto por Tiberio, sino con ropas festivas, llorando de gratitud al cielo que había conservado con vida a un hijo de Germánico para que los gobernara. Las viejas campesinas exclamaban: «¡Oh, mi dulce, querido Calígula! ¡Nuestro pollito! ¡Nuestro niño! ¡Nuestra estrella!».
A unos pocos kilómetros de Roma se adelantó a fin de efectuar preparativos para la solemne entrada del cadáver en la ciudad. Pero cuando pasó se reunió una enorme multitud y tendió barricadas a través de la vía Apia, con tablones y bloques de piedra de construcción. Cuando llegó la avanzada de la escolta, hubo abucheos y gemidos y gritos de «¡Al Tíber con Tiberio! ¡Arrójalo por la Escalinata! ¡Condenación eterna para Tiberio!». El jefe bramó: «¡Soldados, los romanos no permitiremos que ese cuerpo maldito entre en la ciudad! Nos traerá mala suerte. Lleváoslo de vuelta a Atela y quemadlo allí, a medias, en el anfiteatro».
Tengo que explicar que el quemar a medias un cadáver era el destino habitual de los pobres e infortunados, y que Atela era una ciudad célebre por un tipo de tosca mascarada o farsa campesina que se llevaba a cabo allí durante el festival de la cosecha, todos los años, desde los tiempos más antiguos. Tiberio poseía una casa de campo en Atela y solía concurrir al festival casi siempre. Había convertido la inocente algazara rural en una complicada bajeza. Hizo que los hombres de Atela construyeran un anfiteatro para presentar el espectáculo revisado, que era dirigido por el mismo.
Macro ordenó a sus hombres que cargaran sobre la barricada, muchos ciudadanos resultaron muertos o heridos, y tres o cuatro soldados quedaron inconscientes por las pedradas. Calígula impidió nuevos desórdenes, y el cadáver de Tiberio fue debidamente incinerado en el Campo de Marte. Calígula pronunció la oración fúnebre. Fue una oración formal e irónica, muy apreciada porque había en ella muchas referencias a Augusto y Germánico, pero muy pocas a Tiberio.
Esa noche, en un banquete, Calígula narró un cuento que hizo que todos los presentes llorasen y que le conquistó grandes méritos. Dijo que una mañana temprano, en Miseno, insomne como de costumbre con la pena por el destino inicuo de su madre y sus hermanos, había decidido vengarse al cabo del asesino sucediera lo que sucediere. Tomó la daga que había pertenecido a su padre y entró audazmente en la habitación de Tiberio. El emperador gemía y se revolvía en la cama, en medio de una pesadilla. Calígula levantó lentamente la daga para consumar su venganza, pero de pronto resonó en sus oídos una Voz Divina:
—¡Nieto, detén tu mano! Matarlo sería impío.
Calígula le respondió:
—¡Oh, dios Augusto, él mató a mi madre y mis hermanos, tus descendientes! ¿No debo vengarlos, aun al precio de ser tachado de parricida por todos los hombres?
Augusto le replicó:
—Magnánimo hijo, que serás emperador después, no hace falta que hagas eso. Por orden mía, las Furias se vengan todas las noches por el asesinato de tus seres queridos, mientras él sueña.
Y entonces dejó la daga junto a la cama y salió. Calígula no explicó qué sucedió a la mañana siguiente, cuando Tiberio despertó y vio la daga. Dejó que se supusiera que Tiberio no se había atrevido a mencionar el incidente.